Diablo

Diablo


Capítulo 19

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CUANDO, años más tarde, Honoria volviese a pensar en sus primeros meses de matrimonio, se preguntaría qué destino benevolente había dispuesto que se casaran un primero de diciembre. Esa fecha era sumamente favorable: en diciembre y enero, con el frío y la nieve, aflojaban las relaciones sociales; la semana de Navidad, con la reunión de toda la familia, fue un interludio feliz. Aquellos tranquilos meses invernales le dieron ocasión de consolidarse, de hacerse al papel de Duquesa de St. Ives, de aprender lo necesario para seguir adelante.

Tomar las riendas de la casa resultó, en sí, bastante fácil. El servicio era excelente, bien preparado y bien dispuesto; pocas dificultades encontró en ese terreno. Sin embargo, las decisiones que le correspondía tomar abarcaban campos muy diversos, desde el ganado a los parterres de flores, desde las conservas a la ropa de cama. Y no sólo para la Finca, sino también para las otras tres residencias que su esposo tenía. La organización doméstica y la logística resultaban absorbentes. En el entorno familiar, se esperaba de ella que desempeñase el papel de matriarca, una labor exigente pero satisfactoria.

Todo esto y más le tocó desarrollar durante aquellos meses de diciembre y enero pero, a lo largo de ese período, el aspecto de su vida al que dedicó su máxima atención siguió siendo su relación con Diablo.

Honoria no estaba muy segura de qué debía esperar. Había llegado al matrimonio sin una idea muy clara de lo que quería de él, más allá del hecho mismo de acceder al papel de esposa, de llegar a ser la madre de sus hijos. Y, como descubriría durante esas largas semanas de paz, esto dejaba muchos cabos por atar, muchas decisiones que tomar. Por ambos.

Una y otra vez, cuando sus voluntades se cruzaban en la vida diaria, sus miradas se encontraban y Honoria veía en la de él una expresión de contención, de cálculo y reflexión… Y sabía que en sus ojos eran visibles las mismas emociones.

También había ajustes en otros terrenos, como encontrar tiempo para estar a solas, para gozar con tranquilidad de la mutua compañía, para discutir los mil y un detalles que afectaban su convivencia. Y todo ello en el marco de quiénes eran, de lo que eran y de lo que ambos podían aceptar. Ciertos ajustes les salieron con facilidad, sin tener que hacer un esfuerzo consciente; otros requirieron un toma y daca por ambas partes.

Y si bien sus noches siguieron siendo un terreno de juego en el que ya se habían trazado las reglas, en el que ya habían tomado sus decisiones, incluso allí, al tiempo que su mutua necesidad física se mantenía con una llama firme e inquebrantable, el compromiso entre ellos se hacía más profundo, más cargado de significado.

Cuando enero quedó atrás y empezó el deshielo, los dos fueron conscientes no sólo de los cambios producidos, sino de que se había creado algo nuevo, una entidad palpable, una especie de telaraña sutil en la que ambos vivían ahora. No era algo que comentaran, no hacían la menor alusión a ello, pero Honoria lo tenía presente cada minuto del día… y sabía que él también lo sentía.

—Saldré a cabalgar.

Sentada a una mesa junto a una ventana, donde repasaba unas facturas del proveedor de velas, Honoria alzó la mirada y vio a Diablo pasar por el salón trasero.

Él la miró de arriba abajo y fijó la vista en su rostro.

—Será un paseo dificultoso y lento. ¿Te apetece acompañarme?

Durante las semanas anteriores, el hielo de los caminos y el mal tiempo generalizado habían impedido las salidas a caballo, pero aquella mañana lucía el sol y sin duda, si Diablo lo sugería, montar a caballo había dejado de ser un riesgo.

—Tendré que cambiarme —respondió y, olvidando al instante las facturas, se puso en pie.

—Llevaré los caballos a la puerta lateral.

Diez minutos más tarde emprendían el paseo. Atravesaron los campos por un camino que conducía a un altozano próximo. El regreso lo hicieron por el pueblo. En el jardín de la vicaría, como siempre, se detuvieron a charlar con Postiethwaite. Desde allí, volvieron a casa por el camino que cruzaba el bosque.

Cuando llegaron de nuevo a la cima del altozano, los dos guardaron silencio y redujeron la marcha hasta un paso lento. Pasaron junto al lugar donde había caído Tolly. Al alcanzar el sendero que conducía a la cabaña, Diablo detuvo su caballo.

Miró a Honoria y ella, deteniéndose a su lado, sostuvo su mirada escrutadora. Luego, sin pronunciar palabra. Diablo condujo a

Suleimán por la estrecha senda.

En invierno, la cabaña y el claro tenían un aspecto muy diferente. La maleza seguía densa pero los árboles habían perdido las hojas. Una gruesa alfombra parda cubría la tierra y amortiguaba el ruido de las herraduras. La cabaña parecía más cuidada y más limpia, con la losa de entrada recién barrida; un penacho de humo surgía de la chimenea.

—Keenan se ha instalado aquí —le informó a Honoria.

Luego desmontó, ató las riendas del caballo a un árbol y se acerco al animal de Honoria para ayudarla a apearse. Ella recordó lo inquieta que se había sentido la primera vez que sus manos le habían tocado la cintura. Esta vez el contacto era tranquilizador, lleno de cálida familiaridad.

—¿Estará en casa?

—No lo creo. En invierno, pasa el día en el pueblo.

Diablo ató la montura al árbol y los dos se encaminaron a la cabaña.

—¿Es correcto que entremos? —preguntó Honoria.

—Sí —contestó él—. Keenan no tiene casa. Simplemente vive en las cabañas que yo le proporciono y mantiene los bosques en buen estado.

Abrió la puerta y entró. Honoria lo siguió y observó cómo cruzaba la pequeña estancia y aflojaba el paso al acercarse al jergón donde había muerto Tolly. Diablo se detuvo a los pies de la cama y contempló la sencilla manta gris con expresión pétrea.

Hacía mucho que ella no lo veía así; últimamente. Diablo apenas le ocultaba sus sentimientos. Vaciló, pero avanzó hasta colocarse a su lado. Aquel era su sitio; a veces tenía que recordárselo a sí misma. Deslizó los dedos por la palma de la mano de Diablo, que siguió floja un instante; luego se cerró con firmeza.

Honoria se apoyó en Diablo mientras él seguía contemplando el precario lecho. El gesto consiguió su propósito: Diablo la miró y le rodeó los hombros con un brazo. Dirigió otra mirada ceñuda hacia al camastro.

—Han pasado seis meses y todavía no hemos podido dar con el asesino…

Honoria apoyó la cabeza en su hombro.

—Supongo que la hermandad Cynster no es de las que aceptan fácilmente una derrota…

—¡Jamás!

—¿Entonces? —Honoria lo vio fruncir aún más el entrecejo.

Diablo le devolvió la mirada. Una mueca de preocupación ensombrecía sus ojos.

—Creo que he olvidado algo…, algo respecto a cómo murió Tolly. Lo observé entonces y debería recordarlo. —Dirigió una nueva mirada a la cama y añadió—: Espero que en algún momento me vuelva a la mente.

Ante la intensidad de sus ojos y sus palabras, Honoria supo que no cabía tranquilizarlo con palabras ligeras. Un instante después, notó que el pecho de su esposo se henchía y su brazo la ceñía brevemente, antes de soltarla.

—Vámonos a casa.

Cabalgaron despacio en la creciente penumbra. Diablo no volvió a hablar del asesino de Tolly.

Una vez en el vestíbulo, él se dirigió a la biblioteca y Honoria subió a darse un baño antes de cenar.

Atenta como estaba a los estados de ánimo de su marido, advertía de inmediato cuándo este volvía a pensar en el asunto. Se hallaban en la biblioteca, él en un mullido sillón, ella en la

chaise con la labor de bordado en el regazo. La chimenea iluminaba y calentaba la estancia; las cortinas estaban echadas para aislarse de la noche. Webster había servido una copa de brandy a Diablo y se había retirado; la duquesa madre había subido al piso de arriba.

Sin alzar apenas la vista, Honoria observó que Diablo bebía un sorbo de brandy y la miraba.

—Debo regresar a Londres.

Ella levantó la cabeza, estudió su rostro y preguntó con calma:

—¿Qué información tienes sobre la muerte de Tolly que requiera que volvamos ahora?

Sus miradas se cruzaron. Honoria mantuvo la suya con firmeza y calma, sin desafiarlo, ni siquiera cuando él entrecerró sus ojos verdes y apretó los labios. Con una mueca, Diablo se recostó en el sillón levantó la mirada al techo. Ella dejó a un lado la labor y esperó.

Él pensó y meditó y volvió a pensar, pero sabía que su duquesa demasiado inteligente y terca para tragarse cualquier excusa. Bajo la mirada hacia ella.

—El vizconde Bromley está trabajando para mí.

—¿Lo conozco?

—No es de la clase de caballeros que te convenga conocer.

—¡Ah!, uno de esos caballeros…

—Exactamente. El vizconde se encarga de descubrir la verdad sobre el «deshonroso rumor» de Lucifer. Espero un informe suyo la semana que viene.

—Entiendo. —Honoria frunció el entrecejo, contempló el fuego y recogió sus sedas—. No tenemos compromisos aquí. Hablaré con Webster y con la señora Hull inmediatamente. Supongo que saldremos mañana, ¿no?

Se levantó y miró de nuevo a Diablo, que sostuvo su franca mirada durante un embarazoso segundo. Suspiró e inclinó la cabeza.

—Mañana. Después del almuerzo.

Honoria asintió y se volvió; Diablo observó cómo sus labios se torcían mientras se encaminaba hacia la puerta. Cuando esta se cerró a sus espaldas, apuró el vaso y, no por primera vez, se admiró de la suerte que había tenido.

—¿Hasta qué punto se ha excedido Bromley?

Veleta hizo la pregunta mientras se sentaba frente al escritorio de Diablo en su casa de Londres. El vizconde Bromley acababa de marcharse hacía apenas un minuto, con evidente mala cara.

Después de meter en un cajón los pagarés firmados por el vizconde, Diablo dijo una cantidad. Con los ojos como platos, Veleta soltó un silbido.

—¡Pues sí que lo has recompensado espléndidamente!

Diablo se encogió de hombros.

—Me gusta ser generoso.

Se abrió la puerta y Diablo dedujo, por su expresión preocupada, que Honoria había oído el comentario.

—Buenos días, querida mía.

Honoria parpadeó e inclinó la cabeza con gesto regio.

Él la contempló intercambiar saludos con Veleta; iba vestida para salir, con una pelliza dorada de merino, y de su mano colgaba, sujeto por las cintas, un gorro de terciopelo con volantes. En la misma mano, enfundada en un guante de cabritilla color marfil, portaba un manguito de terciopelo dorado, forrado de plumón; la cara interna del cuello de la pelliza, que llevaba levantado, estaba forrada del mismo caro material. Se había recogido el pelo en un moño alto, poniendo orden en el revoltijo enmarañado que lucía por la mañana, cuando Diablo la había dejado en la cama. El recuerdo le despertó una calidez que no permitió que aflorase a su sonrisa.

Guardó la llave del cajón del escritorio en el bolsillo del chaleco y se encaminó hacia ella con relamida satisfacción. Honoria arqueó las cejas.

—¿Te ha dado el vizconde la información que esperabas?

Diablo se detuvo y clavó sus ojos en ella. No necesitó mirar a Veleta para darse cuenta de su sorpresa.

—En realidad, no. Necesita más tiempo.

—¿Y se lo has concedido?

Tras un instante de vacilación. Diablo asintió.

—Si el vizconde se demora tanto, ¿no podrías emplear a otra persona en su lugar?

—No es tan fácil. —Diablo se anticipó a la pregunta que vio en sus ojos y añadió—: Bromley tiene ciertos atributos que lo hacen ideal para el trabajo.

Honoria pareció perpleja.

—Apenas lo he visto un instante, pero no me ha parecido un hombre capaz de inspirar mucha confianza. —Frunció el entrecejo ligeramente y estudió el rostro inexpresivo de Diablo—. Y ya que hablamos de ello, ¿no podrías olvidar a Bromley e investigar por tu cuenta? Ya hay demasiada gente involucrada; si me confías qué es lo que quieres saber, quizá yo consiga averiguar algo.

Veleta soltó una exclamación e intentó disimularla como si fuera un carraspeo.

Honoria lo miró. Diablo buscó la mirada de Veleta y arrugó el entrecejo. Al observar aquel mudo intercambio de gestos, Honoria suspiró.

—¿Qué es, exactamente, lo que investiga el vizconde?

La pregunta hizo que los dos hombres la miraran; Honoria levantó la barbilla. Diablo dirigió una mirada de inteligencia a Veleta, que sonrió cortésmente a Honoria.

—Os dejaré con vuestras preguntas —dijo.

Honoria le tendió la mano. Veleta le hizo una reverencia y, con mirada significativa a Diablo, se marchó.

Diablo miró a los ojos a Honoria, cuya expresión transmitía una firmeza inquebrantable.

—No es preciso que conozcas con detalle la tarea de Bromley.

Habría querido acercarse más a ella, pero la serena dignidad de esposa lo contuvo. Honoria buscó sus ojos. Diablo no sabía qué podía ver en ellos, pero se dio cuenta de que sentía una clase de admiración que jamás había pensado que experimentaría por una mujer… y deseó fervientemente que no se le notara.

Ella levantó levemente la barbilla.

—Soy tu esposa, tu duquesa… Si algo amenaza a nuestra familia, tengo que saberlo.

Diablo captó su firmeza. Honoria continuó mirándolo con inflexible resolución.

El momento se prolongó, se cargó de un diálogo tácito. Ella desafiaba su autoridad a sabiendas y no estaba dispuesta a ceder. Sus ojos así lo decían claramente.

Diablo entrecerró los suyos.

—Eres una mujer extraordinariamente obstinada.

Honoria, altiva, arqueó una ceja.

—Ya lo sabías antes de que nos casáramos.

—Por desgracia —asintió él secamente—, este rasgo de carácter venía con el resto del paquete.

Honoria ladeó la cabeza.

—Tú me aceptaste… para bien o para mal.

—Lo mismo hiciste tú —replicó él con un centelleo en los ojos.

Sus miradas se encontraron. Tras un momento de cargado silencio, Honoria arqueó una ceja muy despacio, con gesto imperioso. Diablo no disimuló su irritación al observar el gesto y, con un gruñido grave, señaló la

chaise.

—No es un asunto adecuado para los oídos de una dama.

Honoria contuvo una expresión de triunfo y tomó asiento obedientemente; Diablo se sentó a su lado. Con palabras breves y concisas, le contó lo fundamental del rumor sobre Lucifer: que diversos contactos habían informado de que un Cynster había estado frecuentando los «palacios».

Honoria puso cara de perplejidad:

—¿Palacios?

Diablo encajó la mandíbula.

—Burdeles exclusivos.

Ella lo miró fijamente.

—No creerás que es alguien de la hermandad Cynster… —No preguntaba, afirmaba.

Diablo movió la cabeza sombríamente.

—Estoy seguro de que no es uno de los nuestros. Ninguno cruzaría jamás el umbral de un lugar semejante. —No vio la necesidad de ilustrar a Honoria con detalles de lo que sucedía en tales «palacios»; su esposa no tenía necesidad de saber nada sobre los peores excesos de la prostitución—. Pero puede que Tolly visitara uno por ociosidad y, estando allí, oyera o viese algo que lo convirtiera en una amenaza para alguien. Los clientes de estos lugares son adinerados; muchos de ellos son poderosos en el verdadero sentido de la palabra. La clase de hombres que tiene secretos que esconder y medios para silenciar a quienes los descubren.

—¿Para qué necesitas a Bromley? —Honoria estudió su rostro.

Diablo torció los labios.

—Por desgracia, la opinión de la hermandad Cynster sobre esos lugares es ampliamente conocida. Los propietarios son precavidos; otros no nos dirían nada.

Al cabo de un momento, ella preguntó:

—¿De verdad crees que Tolly…?

Él la miró y meneó la cabeza.

—Lo cual lleva a… —Frunció el entrecejo y torció el gesto—. Pero menos aún creería que fue Tolly.

Los dos permanecieron abstraídos unos instantes; por fin, Honoria miró el reloj.

—Cielos, voy a llegar tarde.

Cogió el manguito y se levantó. Diablo la imitó.

—¿Adónde vas?

—A visitar a Louise; luego me esperan a almorzar en casa de lady Colebourne.

—Ni una palabra de esto a Louise, ni a

maman.

—A mirada que le dirigió Honoria estaba cargada de cariñosa altivez.

—Claro que no.

Se volvió hacia la puerta pero Diablo la detuvo; apoyó un dedo bajo su barbilla y la hizo volver la cabeza. La miró hasta hacerla sentirse turbada; entonces se inclinó y la besó levemente.

Más que un beso, fue un roce tentador, ligero, demasiado sutil para resultar satisfactorio pero demasiado real para pasarlo por alto.

Cuando Diablo levantó la cabeza, ella parpadeó agitadamente. Sólo contuvo el pestañeo cuando vio su sonrisa. Se controló e inclinó la suya con gesto regio.

—Os deseo un buen día, mi señor.

—Disfruta el tuyo, mi dama —respondió él con una sonrisa relajada.

Honoria pasó la tarde maldiciendo a su marido y los prolongados efectos de su beso diablesco. Incapaz de explicar los esporádicos escalofríos que la recorrían, se vio obligada a aceptar la invitación de Louise a tomar una copa de ratafía para quitarse el frío. Acomodada en la

chaise del salón de Louise, con las gemelas sentadas a sus pies en unos escabeles, aprovechó la ocasión para comentar la idea que le rondaba la cabeza.

—Estoy pensando en organizar un baile —dijo. Consideraba necesario afianzar públicamente su condición de nueva duquesa de St. Ives y un baile parecía la solución perfecta.

—¿Un baile? —Amanda abrió los ojos como platos y se volvió hacia su madre—. ¿Nos dejarás asistir?

Al observar las caras radiantes de sus hijas, Louise intentó contener la sonrisa.

—Dependerá de si os invitan y de qué clase de baile sea.

Amanda y Amelia miraron a Honoria, que fingió no darse cuenta y continuó hablando a Louise.

—Creo que debe ser un baile improvisado, sólo para la familia y los amigos.

—Gran parte de nuestro círculo de amistades todavía no se ha instalado; mal haría la duquesa de St. Ives en ofrecer su primer baile de gala cuando más de la mitad de la alta sociedad está todavía en sus casas de campo.

—En efecto; sería un patinazo social. Una manera segura de decepcionar a las grandes damas. Mucha gente se ofendería si diera mi primer baile de gala en estos momentos… pero una reunión improvisada no debería despertar la irritación de nadie.

Louise se recostó en el asiento e hizo un gesto condescendiente.

—Como ciertos asuntos requieren que regreses a la ciudad, nadie pondrá objeciones a que organices un pequeño entretenimiento informal. Y, naturalmente, Helena no ha llegado todavía; no puedes dar tu primer baile de gala sin su presencia.

—Exactamente —asintió Honoria; la duquesa madre había ido visitar a unas amistades y no estaba previsto que volviera hasta el inicio de la temporada propiamente dicha—. Y si es sólo para amigos…

—Y familia —añadió Louise.

—Entonces podría celebrarse muy pronto.

Amanda y Amelia la miraron con expresión reservada.

—Pero ¿nos invitarás?

Honoria parpadeó y las miró con aparente sorpresa.

—¡Cielos! ¡Os habéis recogido el pelo!

Louise rio; las gemelas hicieron muecas a Honoria y se sentaron a la

chaise, una a cada lado de ella.

—Prometemos ser modelos de decoro.

—Las damitas más educadas que hayas visto nunca.

—Y tendremos un montón de primos con quienes bailar, así que no tendrás que andar buscándonos pareja.

Honoria estudió sus ojos brillantes y se preguntó cómo encontrarían a sus espléndidos primos cuando los vieran con sus auténticas galas, en su auténtico ambiente, en medio de un salón de baile de buen tono. Su silencio le valió un par de acongojadas miradas implorantes.

—Claro que os invitaré. —Observó sus expresiones extasiadas y añadió—: Pero ha de ser vuestra madre quien decida si podéis asistir.

Las tres se volvieron hacia Louise, que sonrió a sus hijas con ternura y firmeza.

—Me reservo la decisión hasta que haya hablado con vuestro padre pero, como vais a ser presentadas en sociedad esta temporada, me parece que un baile familiar improvisado, sobre todo en la casa de St. Ives, será un excelente inicio de año.

Las gemelas enrojecieron de júbilo.

Honoria las dejó excitadas, acosando ya a Louise con preguntas sobre sus vestidos de baile, y se dirigió a la casa de lady Colebourne en la ciudad para asistir a un almuerzo en una reunión de jóvenes esposas. Pronto dejó de lado cualquier reserva que le quedara respecto a la conveniencia del baile. Veía aparecer en demasiados ojos un destello de interés ante la noticia de que su marido se había convertido en todo un caballero casado, mucho menos peligroso, en términos de coqueteo, que el calavera incorregible que conocían.

Con una sonrisa serena, contempló la posibilidad de marcarlo a él también con su sello de propiedad. ¿Con un tatuaje, tal vez, en la frente o en otra parte relevante de su anatomía? Las aburridas damas de la alta sociedad podían buscar entretenimiento en otra parte. Diablo era suyo; Honoria tuvo que reprimir su deseo de proclamarlo públicamente.

Cuando subió a su carruaje para volver a Grosvenor Square, aquel desbocado sentido de propiedad ya se había adueñado de ella. Le sorprendió la intensidad del sentimiento, pero sabía perfectamente de dónde surgía. Dentro de la alta sociedad, había más de una manera de perder un marido.

Desde la noche de la tormenta, cuando había despertado y lo había encontrado en la habitación, no había vuelto a pensar en si lo perdía. A pesar de sus miedos, a pesar de que Sligo y el encargado de los establos habían compartido sus sospechas, no había ocurrido nada más; cada vez parecía más probable que Diablo tuviera razón, que la rotura del faetón no hubiera sido otra cosa que un accidente fortuito.

Con la mirada perdida en el panorama de la calle, Honoria sintió una determinación completamente inesperada. Se dio cuenta de lo que significaba y se sorprendió, pero no la reprimió. Muchas voces, demasiadas, le habían dicho que su destino era casarse con él.

Esto significaba que Diablo era suyo. Y estaba decidida a que siguiera siéndolo.

Diablo almorzó con sus amigos y después pasó por White’s. Llevaba tres días en Londres y poco a poco, pese a la presencia de su esposa, el cómodo ritmo de vida de tiempos anteriores volvía a imponerse.

—La única diferencia —le explicó a Veleta mientras entraban en el salón de lectura— es que ya no tengo que preocuparme de buscar quien me caliente la cama.

Veleta sonrió, le dio un ligero codazo y señaló dos sillones vacíos.

Se acomodaron tras sendos periódicos. Diablo hojeó el suyo sin prestar atención. No podía pensar en otra cosa que en Honoria y su testarudez. No se explicaba cómo había acabado casándose con la única mujer, entre millones de ellas, inmune a cualquier intimidación. El destino lo había dispuesto así, se recordó; así pues, esperaba que el destino también le proporcionase el medio de manejarla sin estropear aquel vínculo sutil que crecía entre ellos.

Era un vínculo único; al menos, él nunca lo había experimentado. Era incapaz de definirlo, de describirlo siquiera; sólo sabía que era algo precioso, demasiado valioso para ponerlo en peligro. Honoria también era demasiado valiosa para ponerla en peligro, bajo ninguna circunstancia.

Detrás del periódico, arrugó el entrecejo y se preguntó qué estaría haciendo.

Ya anochecía cuando, después de despedirse de Veleta, Diablo volvió a casa caminando. Cruzó Piccadilly y tomó por Berkeley.

—¡Eh! ¡Sylvester!

Diablo se detuvo y esperó a que Charles llegara hasta él; luego, continuaron la marcha. Charles tenía unos aposentos en Duke Street, al otro lado de Grosvenor Square.

—Vuelves por tus lugares de costumbre, veo…

—En efecto. —Diablo sonrió.

—Me sorprende; pensaba que Leicestershire te retendría más tiempo. Me han dicho que la caza es excelente allí.

—Esta temporada no he ido a Lodge. —Manor Lodge era el pabellón de caza ducal—. Participé en la cacería de Somersham pero las piezas apenas merecieron la pena.

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