Diablo

Diablo


Capítulo 21

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Unos pies se movieron en los adoquines. El marinero más corpulento, que parecía el cabecilla, intentó el ataque con su espada. Diablo paró el golpe con la vaina mientras su estoque silbaba en el aire camino del brazo del hombre, que, con una maldición, saltó hacia atrás y reconsideró sus posibilidades.

Diablo rezó para que no las reconsiderase demasiado. Uno a uno podía vencerlos o retenerlos todo el tiempo que quisiera. Eran más corpulentos pero él era más alto, sus movimientos eran más ágiles y su alcance mayor. Pero si lo atacaban todos a la vez estaría perdido. En realidad no comprendía por qué no lo habían hecho todavía. Su chaqueta negra, su corbata blanca como la nieve y los puños de la camisa también blancos lo identificaban claramente. Los tres intercambiaron otra mirada de cautela y entonces Diablo lo comprendió todo.

—El infierno no es un lugar tan desagradable, os lo aseguro —dijo con una sonrisa diabólica—. Hace un calor terrible, por supuesto, y el dolor es eterno, pero sin duda os buscarán un buen sitio.

Los marineros intercambiaron otra mirada y el cabecilla se burló de él:

—Tal vez te parezcas a Satanás pero no lo eres. Tú sólo eres un hombre, te corre la sangre por las venas. No somos nosotros los que moriremos esta noche. —Miró a sus compinches—. Venga, terminemos con esto de una vez. —Levantó su espada.

Diablo paró la acometida de los dos que lo atacaron. El tercero estaba detrás de los toneles y era probable que no interviniera. Cuando una espada chocó contra el acero templado de su estoque, saltaron chispas. Paró el otro golpe con la vaina y lanzó una estocada que perforó carne.

Se apartó y paró el segundo golpe del cabecilla. La espada, lanzada con fuerza, rozó la madera pulida de la vaina y le dio en la mano. No fue un corte profundo pero enseguida notó la sangre pegajosa entre los dedos. Diablo controló el dolor de la herida y lanzó una estocada contra el cabecilla, que saltó hacia atrás cuando la afilada punta le pinchó el pecho.

Diablo soltó una maldición. El tercer marinero se acercó, dispuesto a participar en la lid. Los tres se reagruparon y se prepararon para el asalto final.

—¡Aguanta!

Una figura alta obstaculizó la entrada de luz desde Hays Mews. Unos pasos presurosos resonaron y una silueta se precipitó hacia ellos.

Diablo aprovechó el desconcierto de sus atacantes y alcanzó al cabecilla, que gritó y se tambaleó agarrándose el brazo derecho. Sus compinches miraron alrededor y soltaron las armas, al tiempo que los tres huían por piernas.

Diablo salió en su persecución pero tropezó con el cuerpo de su salvador, que todavía yacía a un lado.

—¿Quiénes eran? —preguntó Veleta, deteniéndose junto a él con su espada desenvainada.

Ambos primos vieron que las tres sombras de los agresores desaparecían en Berkeley Square.

—No nos hemos presentado —respondió Diablo, encogiéndose de hombros.

—Pues te has cargado a uno. —Veleta se agachó y volvió al hombre boca arriba.

—No es uno de ellos. —Diablo miró a su agonizante salvador—. Intentó ayudarme, pero a cambio de su valor se llevó un buen golpe en la cabeza. Por extraño que parezca, creo que es uno de mis mozos de cuadras.

En ese momento Sligo llegó resoplando y miró a Diablo de arriba a abajo. Luego se apoyó contra la pared y dijo:

—¿Estáis bien?

Diablo arqueó las cejas y envainó el estoque en el bastón. Tras cambiarse de mano aquel artilugio de aspecto inocente, se examinó la mano izquierda.

—Sólo tengo un corte y no parece serio.

—Gracias a Dios. —Apoyado contra la pared, Sligo cerró los ojos—. La señora nunca me lo habría perdonado.

Diablo los miró con ceño.

Veleta se había agachado para examinar las espadas que los matones habían abandonado. Las recogió y se puso en pie.

—No son las habituales navajas callejeras.

—Muy extraño, sí —dijo Diablo, tomando una de ellas—. Son como las espadas que antes usaba la caballería. —Al cabo de un instante, añadió—: Probablemente sabían que yo llevaba un bastón de estoque y que lo utilizaría.

—También sabían que tenían que ser tres para vencerte.

—Si no hubiese sido por él —señaló al hombre que yacía en la calle—, lo habrían conseguido. —Se volvió hacia Sligo—. ¿Sabes qué estaba haciendo aquí?

—Seguramente tenía la tarde libre y regresaba a casa. Os vio a vos, sois fácilmente reconocible, y a los demás y…

—Llévalo a casa y asegúrate de que reciba todos los cuidados que necesite —gruñó Diablo—. Mañana iré a verlo. Una lealtad tan oportuna merece una recompensa.

Sligo tomó nota mentalmente de explicarle al otro mozo de cuadras que el herido se había tomado la noche libre y se lo cargó al hombro. Acostumbrado a esos pesos, echó a caminar por el callejón con paso firme.

Diablo y Veleta lo siguieron y cuando salían del angosto pasaje, Diablo miró a su primo y le preguntó:

—Hablando de acontecimientos oportunos, ¿qué os ha traído aquí?

—Tu esposa —respondió Veleta, sosteniéndole la mirada.

—Tenía que haberlo sabido. —Diablo arqueó las cejas.

—Estaba frenética. —Veleta lo miró—. Muy preocupada por ti. —Diablo sonrió y su primo se encogió de hombros—. Tal vez saque conclusiones apresuradas, pero muchas veces han resultado ciertas. Decidí no discutir con ella. El callejón era el lugar apropiado para que te tendieran una emboscada.

—Muy apropiado —asintió Diablo.

Veleta miró al frente. Sligo caminaba vadeando Grosvenor Square y Veleta redujo el paso.

—¿Te ha preguntado Honoria por tu heredero?

—Sí —respondió Diablo mirándolo de soslayo.

—¿Cuánto hace que lo sabes? —preguntó su primo, devolviéndole la mirada.

—Todavía no lo sé, sólo lo sospecho. No puedo decir cuándo lo supe exactamente. De repente vi esa posibilidad.

—¿Y ahora?

—Ahora quiero averiguar todo lo que pueda de esa

madame.— Diablo tensó la mandíbula—. Atar ese cabo suelto, si es que resulta ser un cabo suelto. Bromley ya me ha confirmado el lugar y la hora del encuentro. Después… —Torció el gesto—. Tenemos unas pistas muy valiosas, tal vez tengamos que desenmascararlo.

—¿Tenderle una trampa?

Diablo asintió.

—¿Contigo como cebo? —La expresión de Veleta se endureció.

—Conmigo y con Honoria Prudence.

Habían llegado a la escalinata de la casa de St. Ives y Diablo miró hacia la puerta.

Veleta se había quedado asombrado, pero cuando reaccionó, Diablo ya subía los peldaños. Cuando Sligo llegó ante la puerta con su carga, Webster la abrió de par en par y pidió refuerzos. Luego ayudó a Sligo.

Honoria caminaba de un lado a otro de la galería retorciéndose las manos de impaciencia cuando oyó ruido. Entre susurros de seda y plumas, corrió hacia la barandilla, pero lo que vieron sus ojos no la tranquilizó, precisamente.

Webster y Sligo cargaban un cuerpo.

Honoria palideció. Su corazón dejó de latir unos instantes y tenía tal opresión en el pecho que no podía respirar. Entonces advirtió que el cuerpo no era el de Diablo y se sintió invadida por un alivio que la dejó aturdida. Al cabo de un momento, su esposo cruzó el umbral, tan elegante como siempre. Veleta lo seguía, con tres espadas y un bastón en la mano.

Diablo llevaba su bastón con empuñadura de plata. Estaba manchado de sangre y el dorso de su mano izquierda también.

Honoria se olvidó de todo y entre frufrú de seda y plumas que se desprendían de la bata, bajó corriendo la escalera.

Sligo y dos criados atendían al mozo inconsciente y Webster cerraba la puerta. Veleta la vio y agarró a Diablo por el codo.

Este alzó la mirada y consiguió contener una exclamación. La bata de su esposa no era transparente pero dejaba muy poco a la imaginación. La suave seda se pegaba a sus redondeados contornos y a sus largas extremidades. Diablo encajó la mandíbula, se tragó una maldición y lanzó el bastón a Webster antes de que Honoria se echara en sus brazos.

—¿Estás herido? ¿Qué ha ocurrido? —Frenética, pasó las manos por su pecho en busca de heridas. Luego retrocedió un paso y lo examinó.

—Estoy bien. —La tomó en brazos y empezó a subir la escalera utilizando su cuerpo para ocultarla de las miradas del vestíbulo.

—¡Pero si estás sangrando! —Honoria se revolvió e intentó seguir examinado las heridas.

—Sólo es un rasguño. Cuando lleguemos a la habitación podrás curármelo —dijo Diablo, haciendo hincapié en las últimas palabras. Cuando llegó a lo alto de las escaleras, miró a su primo y le dijo—: Nos veremos mañana.

—De acuerdo. —Veleta le devolvió la mirada.

—¿La herida está en el brazo o en la mano? —Honoria se debatía en sus brazos para seguir examinándolo.

—En la mano. —Diablo contuvo una maldición—. Estate quieta. —La abrazó con más fuerza y se dirigieron al dormitorio—. Si vas a esperarme despierta y salir a recibirme frenética, tendrás que ponerte una bata más adecuada.

Aquel sucinto comentario no impresionó a Honoria en absoluto.

Resignado, Diablo la dejó en el suelo y se rindió a lo inevitable. Obediente, se quitó la camisa, se sentó en el borde de la cama y dejó que ella le curase el corte. Respondió a todas sus preguntas con la verdad. Al fin y al cabo, al día siguiente lo sabría de labios de su doncella.

La señora Hull apareció con vendas y un frasco de bálsamo y ayudó a Honoria a curarlo. Entre las dos, le pusieron el doble de vendas de lo que él creía necesario pero no dijo nada y se sometió dócilmente a sus manos. Antes de salir, la señora Hull le dirigió una suspicaz mirada.

—¡Espadas! —prosiguió Honoria con voz irritada y mirada asustada—. ¿Qué clase de rufianes atacan a los caballeros con espadas? Eso tendría que estar prohibido.

Diablo se puso en pie, la tomó de la mano y la llevó al otro lado de la habitación. Se detuvo ante el botellero, sirvió dos vasos de brandy, los cogió a los dos con la misma mano y tiró de Honoria, cuya letanía de exclamaciones se iba agotando gradualmente. Cuando llegaron al sillón que había ante el fuego, se dejó caer en él, sentó a Honoria en su regazo y le tendió un vaso.

Ella lo tomó y se estremeció.

—Bebe. —Diablo le guio el vaso hasta los labios.

Sujetando el vaso en las dos manos, Honoria bebió un sorbo y luego otro. Después se estremeció, cerró los ojos y se apoyó contra él.

—Aún estoy aquí —dijo Diablo, atrayéndola hacia sí con el brazo. La besó en la sien—. Ya te dije que no te abandonaría.

Ella se acurrucó más y respiró hondo, apoyando la cabeza en su hombro.

Diablo esperó a que se bebiera el brandy y luego la llevó a la cama. Le quitó la prenda casi transparente de seda y la metió entre las sábanas. Al cabo de un instante, él también se acostó y la tomó entre sus brazos para demostrarle de la manera más convincente posible que estaba entero, vivito y coleando.

A la mañana siguiente Honoria durmió hasta tarde, pero cuando despertó distaba mucho de encontrarse descansada. Después de tomar té y tostadas en una bandeja en su cuarto, se dirigió a la sala matutina. Sentía inquietud y tenía la cabeza pesada. Se sentó en la

chaise y cogió su labor de bordado. Al cabo de un cuarto de hora aún no había dado ni una puntada.

Suspiró y dejó la tela a un lado. Se sentía tan frágil como la delicada tracería que tendría que estar bordando. Tenía los nervios absolutamente tensos. Estaba segura de que se estaba fraguando una tormenta que enturbiaría su horizonte, y que tal vez le arrebataría a Diablo.

Su marido significaba mucho para ella. Era el centro de su vida; no podía imaginar lo que sería vivir sin él, por más arrogante y tirano que fuese. Se compenetraban de maravilla, pero alguien estaba dispuesto a estropearlo.

Aquella idea le hizo fruncir el entrecejo. Podía pensar que el asesino era una nube negra, encumbrada en el cielo, y sin embargo el asesino era sólo un hombre.

Aquella mañana había despertado temprano y había encontrado a Diablo sentado en la cama, acariciándole el cabello.

—Descansa —le había dicho—. No es necesario que te levantes. —La miró a la cara y luego la besó—. Recupérate. Si te encuentro pálida y preocupada, no me gustará. —Con una sonrisa, se puso en pie.

—¿Estarás por aquí?

—Volveré para la cena.

Lo cual estaba muy bien, pero para la cena faltaban muchas horas.

Honoria miró hacia la puerta. Estaba a punto de ocurrir algo, lo notaba en su cuerpo. Un estremecimiento le recorrió la espalda. Tembló pero eso no la libró de aquellos inquietantes pensamientos.

No sabía qué podía hacer, qué acción emprender, para evitar la inminente fatalidad. Se sentía impotente, indefensa.

Un golpe en la puerta interrumpió su lúgubre ensoñación. Entró Sligo portando una bandeja.

—La señora Hull ha pensado que tal vez os gustaría tomar su té especial. —Dejó la bandeja en la mesa y sirvió una taza.

La reacción instantánea de Honoria fue rechazarlo. Tenía el estómago tan revuelto como su estado mental, pero el relajante aroma que le llegó con el humo la hizo cambiar de opinión.

—Es manzanilla —dijo Sligo, tendiéndole la taza.

Honoria bebió un sorbo. Entonces se acordó del mozo de cuadras.

—¿Cómo está Cárter?

—Mejor. Tiene un bulto del tamaño de un huevo, pero esta mañana el capitán se lo ha agradecido de manera especial. Carter dice que ya casi no le duele.

—Bien. Y dale también las gracias de mi parte. —Honoria bebió—. ¿Sabe Carter de dónde venían los hombres que atacaron a su alteza?

—No. Dice que parecían marineros. —Sligo jugueteó con el tapete de la bandeja.

—Sligo —Honoria lo traspasó con la mirada—, ¿Carter no oyó nada?

—Los dos a los que siguió habían acordado encontrarse más tarde en El Ancla.

—¿El Ancla?

—Una taberna del muelle.

Un demonio la incitaba a actuar pero se contuvo.

—¿Ha sido su alteza informado de lo que Carter oyó?

—No. Hace sólo una hora que Carter recobró plenamente el sentido.

—Comunica enseguida a su alteza lo que Cárter ha dicho. —Honoria decidió obrar con prudencia.

Sligo se mordió el labio y apoyó el peso de su cuerpo en la otra pierna.

Honoria lo observó con incredulidad.

—Sligo, ¿dónde está su alteza?

—El capitán tiene que haber descubierto nuestros planes de protegerlo. Esta mañana, cuando los chicos se disponían a seguirlo, desapareció. Más hábil imposible.

—¿Hábil? —Honoria se irguió en el asiento—. Eso no tiene nada de hábil.

Allí estaban, con una posible pista importante que seguir y su esposo había desaparecido, se había escabullido de sus vigilantes ojos. Tendió la taza a Sligo, felicitándose para sus adentros por no haber vomitado. No iba a perder los nervios ni a ponerse histérica porque alguien quisiera matar a su marido en el centro de Londres y a plena la luz del día. Sin embargo, lo que sí quería era que se detuviese lo antes posible al presunto asesino.

Miró a Sligo con los ojos entrecerrados y le preguntó:

—¿Sabes dónde almuerza habitualmente su alteza?

—En uno de sus clubes. En el White’s, el Waitier’s o el Boodles.

—Envía hombres a esperarlo en los tres. Cuando llegue su alteza, que le digan inmediatamente que quiero hablar con él lo antes posible.

—Muy bien.

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