Diablo

Diablo


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Somersham, Cambridgeshire, Setiembre de 1819.

LA hermandad Cynster estaba reunida.

Estaban todos en la biblioteca, relajados y satisfechos como depredadores bien alimentados. Diablo había retirado la silla de su escritorio y había cruzado una pierna para improvisar una cuna para su heredero, Sebastian Sylvester Jeremy Bartholomew Cynster. El recién nacido, atracción central de la reunión del clan, acababa de ser bautizado hacía unas horas y estaba a punto de serlo otra vez, en otro templo.

Veleta ocupaba el sillón al lado del escritorio; Gabriel y Harry, la

chaise. Lucifer estaba repantigado en uno de los sillones junto al fuego y Richard era su reflejo en el otro. Todos sostenían grandes copas del mejor brandy de las bodegas de su alteza de St. Ives; en la estancia flotaba un aire soñoliento de profunda satisfacción viril.

El taconeo apresurado de unos pasos femeninos en el pasillo fue el primer indicio de que la calma iba a romperse. Se abrió la puerta y apareció Honoria. Una mirada a su rostro, a sus ojos centelleantes, bastó para que todos entendieran que alguien se encontraba en apuros.

Seguro de que, fuera cual fuese la causa de su ira, él no podía tener la culpa, Diablo le dirigió una vaga sonrisa. Cuando Honoria le respondió con un gesto seco de la cabeza, muy seria, tuvo malos presagios. Los demás hicieron ademán de ponerse en pie, pero ella les indicó con un gesto que no se movieran. Acompañada del crujido de su falda, Honoria cruzó la biblioteca y, al llegar al escritorio, dio media vuelta. Cruzando los brazos, miró a los reunidos y repartió imparcialmente su ira entre todos ellos. Sólo Diablo se salvó.

—Ha llegado a mi conocimiento —proclamó Honoria con palabras cortantes y precisas— que se han cruzado apuestas respecto a la fecha, no del nacimiento de Sebastian, lo cual ya habría sido suficientemente reprobable, sino de su concepción. ¿Es cierta tal información, Gabriel? —Clavó la mirada en el aludido y arqueó las cejas.

Gabriel la miró con cautela; un asomo de color apareció en sus mejillas enjutas. Dirigió una breve mirada a Diablo, que se limitó a imitar el gesto de su esposa, y se volvió de nuevo hacia ella con el entrecejo fruncido:

—La información es cierta —admitió.

—¿De veras? —La mirada de Honoria era puro acero—. ¿Y cuánto, exactamente, habéis apostado entre todos?

Gabriel parpadeó. A su izquierda, Sebastian tragó saliva. Era inútil pedir ayuda a Diablo, pues el duque de St. Ives estaba embobado con su hijo y con su mujer. Por el rabillo del ojo, Gabriel vio mujeres que se agolpaban en la puerta; eran las partidarias de Honoria: las madres de los reunidos. Notó la tensión de Harry, sentado a su lado. Veleta se revolvió y descruzó las piernas. Despacio, Richard y Lucifer se incorporaron hasta quedar bien sentados.

Gabriel no tuvo dificultad en interpretar el mensaje silencioso de todos ellos. Por supuesto, pensó. No eran ellos los que tenían que afrontar la cólera de la duquesa de St. Ives.

—Siete mil seiscientas cuarenta y tres libras.

Honoria puso cara de sorpresa y, con una sonrisa, comentó:

—El señor Postiethwaite se pondrá contento.

—¿Postiethwaite? —El tono de Richard reflejó su creciente inquietud—. ¿Qué tiene que ver él con todo esto?

—La iglesia del pueblo necesita un tejado nuevo —explicó Honoria—. Un buen emplomado resulta muy caro y el señor Postiethwaite se ha quedado sin blanca. Y, como nosotros ya financiamos los arreglos de nuestra capilla, no se atrevía a pedirnos más fondos.

Gabriel miró a Veleta, que miró a Richard, que a su vez miraba a Harry. Lucifer lanzó una mirada de incredulidad a su hermano. Diablo mantuvo la cabeza gacha, con las mandíbulas encajadas y los ojos fijos en el rostro angelical de su hijo.

Fue Veleta quien asumió el peso de la batalla.

—¿Y? —Pronunció el monosílabo con un tono de superioridad incuestionable.

Con cualquier otra mujer quizás habría resultado. Honoria se limitó a volver la cabeza, miró a los ojos a Veleta y se dirigió de nuevo a Gabriel:

—Donaréis todo el dinero que habéis jugado al señor Postiethwaite, para que lo administre según su buen entender. Y como tú has sido el corredor de apuestas de este acto reprobable, te hago responsable de reunir esa suma y entregársela al vicario. —Su tono era el de una magistrada que dictara una sentencia—. Además, como última penitencia, todos asistiréis a la dedicación de las obras. —Hizo una pausa y paseó la mirada por todos los rostros—. Espero haber sido suficientemente clara… —Sus ojos los desafiaron a contradecirla, pero ninguno lo hizo. Honoria asintió con gesto adusto.

Sebastian rompió a llorar, anunciando elocuentemente que era su hora de comer. Al momento, Honoria perdió interés por las apuestas, los tejados emplomados o las especulaciones indecorosas. Se volvió y extendió las manos con gesto imperioso. Diablo le entregó el niño y sus ojos brillaron risueños, acompañados de una sonrisa.

Honoria tomó en brazos a Sebastian y se encaminó a la puerta, sin volver a mirar siquiera a los presentes. Salió sin detenerse y las mujeres cerraron filas en torno a ella.

Seis varones la vieron marcharse. Uno, con orgullo contenido; los otros cinco, incómodos y turbados.

Pagaron sin rechistar. El señor Postiethwaite quedó encantado. Un mes más tarde asistieron a la ceremonia de dedicación; cada uno elevó una oración para que Honoria no volviera a fijarse en él en mucho tiempo.

Por desgracia para ellos, sus peticiones no se cumplieron.

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