Despertar

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Elena entró en el baño aturdida y vagamente agradecida. Salió enojada.

No estaba muy segura de cómo había tenido lugar la transformación; pero en algún momento mientras se lavaba los arañazos del rostro y los brazos, irritada por la falta de un espejo y el hecho de haberse dejado el monedero en el descapotable de Tyler, empezó a sentir otra vez. Y lo que sintió fue ira.

Maldito Stefan Salvatore. Tan frío y controlado incluso mientras le salvaba la vida. Maldita su educación y su galantería y los malditos muros de su alrededor que parecían más gruesos y altos que nunca.

Se quitó los pasadores que quedaban en su pelo y los usó para mantener cerrada la parte delantera del vestido. Luego se arregló rápidamente los cabellos, ahora sueltos, con un peine de hueso tallado que encontró junto al lavamanos. Salió del cuarto de baño con la barbilla bien alta y los ojos entrecerrados.

Él no se había vuelto a poner la americana y permanecía de pie junto a la ventana con su suéter blanco y la cabeza inclinada, tenso, aguardando. Sin alzar la cabeza, indicó una pieza de terciopelo oscuro colocada sobre el respaldo de una silla.

—Tal vez quieras ponerte esto sobre el vestido.

Era una capa de cuerpo entero, espléndida y suave, con una capucha. Elena se colocó la pesada tela sobre los hombros. Pero no se sintió aplacada por el obsequio; advirtió que Stefan no se había acercado para nada, ni tampoco la había mirado mientras hablaba.

Deliberadamente, invadió su territorio, envolviéndose más en la capa y sintiendo, incluso en aquel momento, el modo en que los pliegues caían a su alrededor, arrastrándose por el suelo tras ella. Fue hacia él y efectuó un examen del pesado tocador de caoba situado junto a la ventana.

Sobre él descansaban una daga siniestra con empuñadura de marfil y una hermosa copa de ágata engarzada en plata. También había una esfera dorada con una especie de dial incrustado y varias monedas sueltas de oro.

Tomó una de las monedas, en parte porque eran interesantes y en parte porque sabía que a él le molestaría verla tocar sus cosas.

—¿Qué es esto?

Transcurrió un momento antes de que Stefan respondiera.

—Un florín de oro. Una moneda florentina.

—¿Y esto qué es?

—Un reloj alemán en forma de colgante. Es de finales del siglo XV —dijo en tono angustiado, y añadió—: Elena…

Ella alargó la mano hacia un pequeño cofre de hierro con una tapa con bisagras.

—¿Qué es esto? ¿Se abre?

—No.

Tenía los reflejos de un gato; su mano descendió violentamente sobre el cofre, manteniendo la tapa bajada.

—Esto es personal —dijo con la tensión muy patente en la voz.

Elena reparó en que la mano estaba en contacto sólo con la curvada tapa de hierro y no con su propia mano. Alzó los dedos, y él retrocedió al momento.

De improviso, su enojo fue demasiado grande para contenerlo por más tiempo.

—Ten cuidado —dijo con ferocidad—. No me toques, que a lo mejor pescas una enfermedad.

Stefan se apartó en dirección a la ventana.

Y sin embargo, incluso mientras ella se apartaba también, regresando al centro de la habitación, percibió cómo él observaba su reflejo. Y supo de inmediato qué debía parecerle a él, con los cabellos pálidos derramándose sobre la negrura de la capa y con una mano blanca sujetando el terciopelo cerrado a la altura de la garganta: una princesa mancillada dando vueltas en su torre.

Echó la cabeza hacia atrás todo lo que pudo para contemplar la trampilla del techo y escuchó una suave y clara inhalación. Cuando volvió la cabeza, la mirada de él estaba fija en su garganta, que había quedado al descubierto; la expresión de sus ojos la confundió. Pero al cabo de un instante el rostro se endureció, excluyéndola.

—Creo —dijo— que será mejor que te lleve a casa.

En ese instante deseó hacerle daño, hacerle sentir tan mal como él la hacía sentir a ella. Pero también quería la verdad. Estaba cansada de aquel juego, cansada de intrigar y conspirar e intentar leer la mente de Stefan Salvatore. Fue aterrador y a la vez un maravilloso alivio escuchar su propia voz pronunciando las palabras que había pensado durante tanto tiempo.

—¿Por qué me odias?

La miró sorprendido, y por un momento no pareció capaz de encontrar palabras. Luego dijo:

—No te odio.

—Sí lo haces —replicó Elena—. Sé que no… no es de buena educación decirlo, pero no me importa. Sé que debería estarte agradecida por salvarme esta noche, pero tampoco me importa. No te pedí que me salvaras. Para empezar, ni siquiera sé por qué estabas en el cementerio. Y, desde luego, no comprendo por qué lo hiciste, teniendo en cuenta lo que sientes respecto a mí.

Él negaba con la cabeza, pero su voz era baja.

—No te odio.

—Ya desde el principio me has evitado como si yo fuera… fuera alguna especie de leprosa. Intenté ser simpática contigo, y me lo echaste en cara. ¿Es eso lo que hace un caballero cuando alguien intenta darle la bienvenida?

Él intentaba decir algo, pero ella siguió imparable, sin prestarle atención.

—Me desairaste en público una y otra vez; me has humillado en la escuela. No estarías hablando conmigo ahora si no se hubiera tratado de una cuestión de vida o muerte. ¿Es eso lo que hace falta para sacarte una palabra? ¿Es necesario que alguien esté a punto de ser asesinado?

»E incluso ahora —prosiguió ella con amargura— no quieres ni que me acerque a ti. ¿Qué te sucede, Stefan Salvatore, para que tengas que vivir así? ¿Para que tengas que alzar muros ante la gente para mantenerla fuera? ¿Para que no puedas confiar en nadie? ¿Qué es lo que te pasa?

Él permaneció callado ahora, con el rostro desviado. Ella aspiró profundamente y luego irguió los hombros, alzando la cabeza incluso a pesar de que tenía los ojos doloridos y ardiendo.

—¿Y qué hay de malo en mí —añadió en voz más sosegada— para que seas incapaz de mirarme siquiera, pero puedas dejar que Caroline Forbes se desviva por ti? Tengo derecho a saber esto, al menos. No volveré a molestarte jamás, ni siquiera te hablaré en el instituto, pero quiero saber la verdad antes de irme. ¿Por qué me odias tanto, Stefan?

Lentamente, el muchacho se volvió y alzó la cabeza. Sus ojos estaban sombríos, sin vida, y algo se retorció en Elena ante el dolor que vio en su rostro.

Stefan apenas podía mantener su voz bajo control. Ella pudo oír el esfuerzo que le costaba hablar con serenidad.

—Sí —dijo—; creo que tienes derecho a saberlo, Elena.

Los ojos del chico se fijaron en los suyos, devolviéndole la mirada directamente, y ella pensó: «¿Tan malo es?».

—No te odio —continuó él, pronunciando cada palabra con cuidado, con claridad—. No te he odiado nunca. Pero tú… me recuerdas a alguien.

Elena se sintió desconcertada. Fuera lo que fuera lo que había esperado, no era eso.

—¿Te recuerdo a otra persona que conoces?

—A alguien que conocí —respondió él en voz baja—. Pero —añadió despacio, como descifrando algo por sí mismo— no eres como ella realmente. Se parecía a ti, pero era frágil, delicada y vulnerable. Tanto interior como exteriormente.

—Y yo no lo soy.

El muchacho emitió un sonido que podría haber sido una carcajada de haber habido algo de humor en él.

—No. Tú eres una luchadora. Tú eres… tú misma.

Elena permaneció en silencio un momento. No podía prolongar su enojo viendo el dolor que había en el rostro de Stefan Salvatore.

—¿Estabas muy unido a ella?

—Sí.

—¿Qué sucedió?

Hubo una larga pausa, tan larga que Elena pensó que no iba a responderle. Pero por fin dijo:

—Murió.

Elena soltó aire trémulamente. Lo que quedaba de su enojo se dobló sobre sí mismo y la abandonó.

—Eso debió de dolerte horriblemente —dijo en voz baja, pensando en la lápida blanca de los Gilbert que se alzaba entre la hierba—. Lo siento mucho.

Él no dijo nada. Su rostro se había vuelto a cerrar y parecía mirar algo a lo lejos, algo terrible y desgarrador que sólo él podía ver. Pero no había únicamente pesar en su expresión. A través de los muros, a través de todo su tembloroso control, ella pudo ver la expresión torturada de una culpa y soledad insoportables. Una expresión tan perdida y angustiada que ya se había colocado junto a él antes de darse cuenta de lo que hacía.

—Stefan —susurró.

No pareció oírla; parecía ir a la deriva en su propio mundo de aflicción.

Elena no pudo evitar posar una mano sobre su brazo.

—Stefan, sé lo que duele…

—No puedes saberlo —estalló él, toda su tranquilidad explotando en una furia colérica.

Bajó la mirada hacia la mano de Elena como si acabara de advertir que estaba allí, como enfurecido por su desfachatez al tocarle. Los ojos verdes estaban dilatados y oscuros cuando le apartó la mano violentamente, alzando la suya para impedirle que volviera a tocarle…

… y de algún modo, en lugar de ello, le sujetaba la mano, sus dedos fuertemente entrelazados con los de ella, aferrados como si le fuera la vida en ello. Bajó los ojos hacia sus manos juntas lleno de perplejidad. Luego, despacio, su mirada se movió de sus dedos enlazados al rostro de la muchacha.

—Elena… —musitó.

Y entonces ella la vio, vio la angustia haciendo añicos su mirada, como si sencillamente él ya no pudiera luchar más. La derrota a medida que los muros se desmoronaban por fin y veía lo que había debajo.

Y entonces, sin poderlo evitar, él inclinó la cabeza hacia sus labios.

—Espera…, para aquí —dijo Bonnie—. Me pareció ver algo.

El abollado Ford de Matt aminoró la marcha, acercándose lentamente al borde de la carretera, donde zarzas y matorrales crecían tupidos. Algo blanco centelleó allí, yendo hacia ellos.

—¡Oh, Dios mío! —dijo Meredith—. Es Vickie Bennett.

La joven apareció dando traspiés en la trayectoria de los faros y se quedó allí, tambaleante, mientras Matt frenaba en seco. Los cabellos castaño claro de la muchacha estaban enmarañados y desaliñados, y los ojos miraban vidriosos en un rostro tiznado y sucio de tierra. Llevaba puesta únicamente su ropa interior.

—Metedla en el coche —dijo Matt.

Meredith abría ya la portezuela del coche. Saltó afuera y corrió al encuentro de la aturdida muchacha.

—Vickie, ¿estás bien? ¿Qué te ha sucedido?

Vickie gimió, sin dejar de mirar directamente al frente. Luego pareció ver de improviso a Meredith y se aferró a ella, clavándole las uñas en los brazos.

—Marchaos de aquí —dijo con los ojos llenos de desesperada intensidad, la voz extraña y pastosa, como si tuviera algo en la boca—. Todos vosotros… ¡marchaos de aquí! Ya viene.

—¿Quién viene? Vickie, ¿dónde está Elena?

—Marchaos ahora…

Meredith miró carretera adelante y luego se llevó a la temblorosa muchacha al coche.

—Te sacaremos de aquí —dijo—, pero tienes que decirnos qué ha sucedido. Bonnie, dame tu chal. Está helada.

—Y herida —dijo Matt sombrío—. Parece en estado de choque o algo así. La cuestión es, ¿dónde están los demás? Vickie, ¿iba Elena contigo?

Vickie sollozó, cubriéndose el rostro con las manos mientras Meredith colocaba el irisado chal de Bonnie alrededor de sus hombros.

—No…, Dick —dijo de un modo ininteligible; parecía como si hablar le provocara dolor—. Estábamos en la iglesia…, fue horrible. Apareció… como neblina todo alrededor. Neblina oscura. Y ojos. Vi sus ojos allí en la oscuridad, ardiendo. Me quemaron…

—Delira —dijo Bonnie—. O está histérica, o como queráis llamarlo.

—Vickie, por favor —dijo Matt, hablando despacio y con claridad—, sólo dinos una cosa. ¿Dónde está Elena? ¿Qué le sucedió?

—No lo sé —Vickie alzó un rostro manchado de lágrimas hacia el cielo—. Dick y yo… estábamos solos. Estábamos… y entonces de repente todo se oscureció a nuestro alrededor. No podía correr. Elena dijo que la tumba se había abierto. A lo mejor fue de ahí de donde salió. Fue horrible…

—Estaban en el cementerio, en la iglesia en ruinas —interpretó Meredith—. Y Elena estaba con ellos. Mirad esto.

Bajo la luz interior, todos vieron los profundos arañazos recientes que descendían por el cuello de Vickie hasta el corpiño de encaje de su combinación.

—Parecen marcas de un animal —dijo Bonnie—. Como las marcas de las zarpas de un gato, tal vez.

—No fue un gato lo que atacó a aquel viejo del puente —dijo Matt.

El muchacho estaba pálido, y los músculos de su mandíbula sobresalían. Meredith siguió la dirección de su mirada carretera adelante y luego meneó la cabeza.

—Matt, tenemos que llevarla de vuelta primero. Tenemos que hacerlo —dijo—. Escúchame, estoy tan preocupada por Elena como tú. Pero Vickie necesita un médico, y debemos avisar a la policía. No tenemos elección. Debemos regresar.

Matt volvió a mirar fijamente la carretera durante otro prolongado momento, luego soltó aire con un siseo. Cerrando la portezuela de golpe, puso el coche en marcha y lo hizo girar, cada movimiento realizado con violencia.

Durante todo el camino de vuelta a la ciudad, Vickie no dejó de gimotear.

Elena sintió que los labios de Stefan se encontraban con los suyos.

Y… fue tan sencillo como eso. Todas las preguntas contestadas, todos los temores enterrados, todas las dudas eliminadas.

Lo que ella sentía en aquellos momentos no era sólo deseo, sino una ternura dolorosa y un amor tan fuerte que la hacía estremecerse. La intensidad de sus sentimientos habría resultado aterradora, sólo que estando con él nada podía asustarla.

Estaba en casa.

Aquí era donde pertenecía y lo había encontrado por fin. Con Stefan estaba en casa.

El la apartó ligeramente y ella percibió que temblaba.

—Elena —musitó él sobre sus labios—. No podemos…

—Ya lo hemos hecho —susurró ella, y volvió a atraerle hacia ella.

Era casi como si pudiera oír los pensamientos de Stefan, percibir sus sentimientos. Placer y deseo corrían veloces entre ellos, conectándolos, uniéndolos. Y Elena percibió también una fuente de emociones muy profundas dentro de él. Él quería abrazarla eternamente, protegerla de todo daño. Quería defenderla de cualquier mal que la amenazara. Quería unir su vida a la de ella.

Sintió la tierna presión de sus labios sobre los de ella, y apenas fue capaz de soportar la dulzura de todo ello. «Sí», pensó. Las sensaciones ondulaban a través de ella como olas en un estanque quieto y transparente, y se sumergía en ellas, tanto en la alegría que percibía en Stefan como en el delicioso oleaje de respuesta que brotaba de ella misma. El amor de Stefan la bañaba, brillaba a través de ella, iluminando cada punto oscuro en su alma igual que el sol. Tembló de placer, amor y anhelo.

Él se apartó despacio, como si no pudiera soportar separarse de ella, y se miraron mutuamente a los ojos con maravillada alegría.

No hablaron. No había necesidad de palabras. Él le acarició los cabellos, con un roce tan leve que ella apenas lo sintió, como si él temiera que la muchacha pudiera quebrarse en sus manos. Elena supo entonces que no había sido odio lo que le había hecho evitarla durante tanto tiempo. No, no había sido odio en absoluto.

Elena no tenía ni idea de lo tarde que era cuando descendieron en silencio la escalera de la casa de huéspedes. En cualquier otro momento se habría sentido muy emocionada de entrar en el elegante coche negro de Stefan, pero esa noche apenas se dio cuenta. Él le mantuvo la mano cogida mientras conducían por las calles desiertas.

Lo primero que Elena vio cuando se acercaban a su casa fue las luces.

—Es la policía —dijo, recuperando la voz con cierta dificultad; resultaba curioso hablar tras haber estado en silencio durante tanto rato—. Ése de la entrada es el coche de Robert. Y ahí está el de Matt —indicó; miró a Stefan, y la paz que la había inundado pareció frágil de repente—. Me pregunto qué ha sucedido. ¿No supondrás que Tyler ya les ha contado…?

—Ni siquiera Tyler sería tan estúpido —dijo Stefan.

Paró detrás de uno de los coches de policía, y, de mala gana, Elena soltó su mano de la de él. Deseaba con todo su corazón que Stefan y ella pudieran estar a solas juntos, que nunca tuvieran necesidad de enfrentarse al mundo.

Pero no se podía evitar. Ascendieron por el camino hasta la puerta, que estaba abierta. Dentro, la casa estaba toda iluminada.

Al entrar, Elena vio lo que parecían docenas de rostros vueltos hacia ella y tuvo una repentina visión del aspecto que debía de tener ella, allí de pie en la entrada con la envolvente capa de terciopelo negro y con Stefan Salvatore a su lado. Y entonces tía Judith lanzó un grito y la rodeó con sus brazos, zarandeándola y abrazándola al mismo tiempo.

—¡Elena! ¡Gracias a Dios que estás a salvo! Pero ¿dónde has estado? ¿Y por qué no telefoneaste? ¿No te das cuenta de lo que nos has hecho pasar a todos?

Elena paseó la mirada por la habitación llena de perplejidad. No comprendía nada.

—Nos alegramos de tenerte de vuelta —dijo Robert.

—He estado en la casa de huéspedes con Stefan —dijo ella lentamente—. Tía Judith, éste es Stefan Salvatore; tiene una habitación alquilada allí. Él me trajo.

—Gracias —dijo tía Judith al chico por encima de la cabeza de Elena.

Luego, retrocediendo para mirar a la muchacha, dijo:

—Pero tu vestido, tus cabellos… ¿Qué sucedió?

—¿No lo sabéis? Entonces Tyler no os lo contó. Pero en ese caso, ¿por qué está la policía aquí?

Elena se acercó lentamente a Stefan de un modo instintivo y sintió cómo él se aproximaba más para protegerla.

—Están aquí porque esta noche atacaron a Vickie Bennett en el cementerio —dijo Matt.

Él, Bonnie y Meredith estaban de pie detrás de tía Judith y Robert, con aspecto cansado; aliviados con la aparición de Elena, pero también con cara extraña.

—La encontramos hace unas dos o tres horas y te hemos estado buscando desde entonces.

—¿Atacada? —dijo Elena, atónita—. ¿Atacada por quién?

—Nadie lo sabe —respondió Meredith.

—Bueno, de todos modos, puede que no sea nada de lo que preocuparse —indicó Robert consolador—. El doctor dijo que se ha llevado un buen susto, y que había estado bebiendo. Todo ello podría haber sido fruto de su imaginación.

—Esos arañazos no eran imaginarios —dijo Matt, cortés pero obstinado.

—¿Qué arañazos? ¿De qué estáis hablando? —inquirió Elena, paseando la mirada de un rostro a otro.

—Yo te lo contaré —dijo Meredith, y le explicó, sucintamente, cómo ella y los demás habían encontrado a Vickie—. No hacía más que decir que no sabía dónde estabas, que estaba sola con Dick cuando sucedió. Y cuando la trajimos de vuelta aquí, el doctor dijo que no encontraba nada concluyente. No estaba realmente herida, excepto por los arañazos, y podría haberlos hecho un gato.

—¿No había otras marcas en ella? —preguntó Stefan en tono seco.

Era la primera vez que había hablado desde que entrara en la casa, y Elena le miró, sorprendida por el tono de su voz.

—No —dijo Meredith—. Desde luego, un gato no le arrancó las ropas…, pero Dick podría haberlo hecho. Ah, y tenía la lengua mordida.

—¿Qué? —exclamó Elena.

—Un mordisco terrible, quiero decir. Debe de haber sangrado una barbaridad, y le duele cuando habla.

Junto a Elena, Stefan se había quedado muy quieto.

—¿Dio alguna explicación sobre lo sucedido?

—Estaba histérica —indicó Matt—. Realmente histérica; lo que decía no tenía ningún sentido. No hacía más que farfullar algo sobre ojos y neblina oscura y no ser capaz de huir…, motivo por el cual el doctor piensa que quizá fue una especie de alucinación. Pero, por lo que se ha podido averiguar hasta el momento, los hechos son que ella y Dick Cárter estaban en la iglesia en ruinas que hay junto al cementerio, que era alrededor de medianoche, y que alguien entró allí y la atacó.

—No atacó a Dick —añadió Bonnie—, lo que al menos muestra que tenía algo de buen gusto. La policía lo encontró inconsciente en el suelo de la iglesia, y no recuerda nada en absoluto.

Pero Elena apenas escuchó las últimas palabras. Algo terrible le pasaba a Stefan. No podía decir cómo lo sabía, pero lo sabía. El muchacho se había quedado rígido mientras Matt terminaba de hablar, y en aquellos instantes, aunque no se había movido, ella sentía como si los separara una distancia enorme, como si ella y él estuvieran en lados opuestos de un témpano de hielo agrietado que se resquebrajaba.

El muchacho dijo, con aquella voz terriblemente controlada que ella había escuchado ya antes en su habitación:

—¿En la iglesia, Matt?

—Sí, en la iglesia en ruinas —respondió él.

—¿Y estás seguro de que dijo que era medianoche?

—No podía afirmarlo, pero debió de ser aproximadamente por entonces. La encontramos no mucho después. ¿Por qué?

Stefan no dijo nada, y Elena sintió cómo el abismo entre ellos se ensanchaba.

—Stefan —susurró, y luego, en voz alta, dijo con desesperación—: Stefan, ¿qué sucede?

El sacudió negativamente la cabeza. «No me dejes fuera», pensó ella, pero él ni siquiera la miró.

—¿Vivirá? —preguntó él súbitamente.

—El doctor dijo que no tenía nada grave —respondió Matt—. Nadie ha sugerido siquiera que pudiera morir.

El gesto de asentimiento de Stefan fue brusco; luego se volvió hacia Elena.

—Tengo que irme —dijo—. Ahora estás a salvo.

Ella le cogió la mano cuando él se daba la vuelta.

—Claro que lo estoy —dijo—. Gracias a ti.

—Sí —respondió él.

Pero no hubo reacción en sus ojos, que estaban entornados, sin brillo.

—Llámame mañana.

Le oprimió la mano, intentando transmitir lo que sentía bajo el escrutinio de todos aquellos ojos vigilantes. Deseó que la comprendiera.

Él bajó la mirada a las manos de ambos sin mostrar la menor expresión, luego, lentamente, volvió a subirla hacia ella. Y entonces, por fin, le devolvió la presión de sus dedos.

—Sí, Elena —musitó mientras sus ojos se aferraban a los de ella.

Al minuto siguiente ya se había ido.

Elena aspiró profundamente y se volvió otra vez hacia la atestada habitación. Tía Judith seguía revoloteando a su alrededor, con la mirada fija en lo que podía verse del vestido desgarrado de su sobrina por debajo de la capa.

—Elena —dijo—, ¿qué sucedió?

Y sus ojos se dirigieron a la puerta por la que acababa de desaparecer Stefan.

Una especie de risa histérica ascendió vertiginosamente por la garganta de la joven, y ésta la contuvo.

—Stefan no lo hizo —dijo—. Él me salvó. —Sintió que su rostro se endurecía y miró al agente de policía situado detrás de tía Judith—. Fue Tyler. Tyler Smallwood…

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