Despertar

Despertar


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Ella no era la reencarnación de Katherine.

Mientras conducía de regreso a la casa de huéspedes bajo la débil quietud lavanda que precede al amanecer, Stefan pensaba en eso.

Se lo había dicho, y era cierto, pero sólo en esos momentos empezaba a darse cuenta de cuánto tiempo le había costado llegar a esa conclusión. Había sido consciente de cada aliento y movimiento de Elena durante semanas y había catalogado cada diferencia.

El cabello era un tono o dos más claro que el de Katherine, y sus pestañas y cejas eran más oscuras. Las de Katherine habían sido casi plateadas. Y era un buen palmo más alta que Katherine. También se movía con mayor libertad; las chicas de esta época se sentían más cómodas con sus cuerpos.

Incluso sus ojos, aquellos ojos que lo habían dejado paralizado debido al sobresalto experimentado al verlos aquel primer día, no eran realmente iguales. Los ojos de Katherine, por lo general, habían estado muy abiertos, con un asombro infantil, o, por lo contrario, bajados hacia el suelo, como era lo correcto para una jovencita de finales del siglo XV. Sin embargo, los ojos de Elena te devolvían la mirada directamente, te contemplaban con fijeza y sin pestañear. Y en ocasiones se entrecerraban decididos o en desafío, como nunca lo habían hecho los de Katherine.

En gracia, belleza y auténtica fascinación eran parecidas. Pero si Katherine había sido una gatita blanca, Elena era una tigresa de las nieves.

Mientras pasaba con el coche junto a las siluetas de arces, Stefan reculó ante el recuerdo que le asaltó inopinadamente. No pensaría en aquello, no se permitiría…; pero las imágenes se desenrollaban ya ante él. Era como si el diario se hubiera abierto y no pudiera hacer otra cosa que contemplar impotente la página mientras la historia se representaba en su mente.

Blanco, Katherine había llevado un vestido blanco aquel día. Un vestido nuevo de seda veneciana con mangas acuchilladas para mostrar la bella camisa de hilo que llevaba debajo. Lucía un collar de oro y perlas alrededor del cuello y pendientes que eran perlas diminutas en forma de lágrimas.

Se había mostrado encantada con el vestido nuevo que su padre había encargado especialmente para ella.

Había dado vueltas frente a Stefan, alzando la falda que le llegaba hasta el suelo con una mano menuda para mostrar la enagua de brocado amarillo que llevaba debajo.

—Lo ves, incluso lleva bordadas mis iniciales. Papá lo mandó hacer. Mein lieber Papa…

Su voz se apagó y dejó de dar vueltas, posando lentamente una mano en el costado.

—Pero ¿qué sucede Stefan? No sonríes.

Él no podía ni intentarlo. Verla a ella allí, blanca y dorada como una visión etérea, le dolía. Si la perdía, no sabía cómo podría vivir.

Sus dedos se cerraron convulsivamente alrededor del frío metal cincelado.

—Katherine, ¿cómo puedo sonreír, cómo puedo ser feliz cuando…?

—¿Cuándo?

—Cuando veo cómo miras a Damon.

Ya está, lo había dicho. Prosiguió lleno de dolor:

—Antes de que él viniera a casa, tú y yo estábamos juntos cada día. Mi padre y el tuyo estaban satisfechos, y hablaban de planes de matrimonio. Pero ahora los días se acortan, el verano casi ha finalizado…, y pasas casi tanto tiempo con Damon como conmigo. La única razón por la que mi padre le permite permanecer aquí es porque tú lo pediste. Pero ¿por qué lo pediste, Katherine? Pensaba que yo te importaba.

Los ojos azules de la muchacha estaban consternados.

—Claro que me importas, Stefan. ¡Sabes que es así!

—Entonces, ¿por qué interceder por Damon ante mi padre? De no ser por ti, habría arrojado a Damon a la calle…

—Y yo estoy seguro de que eso te habría complacido, hermanito.

La voz de la puerta era suave y arrogante, pero cuando Stefan se volvió vio que los ojos de Damon llameaban.

—Ah, no, eso no es cierto —dijo Katherine—. Stefan jamás desearía verte lastimado.

Los labios de Damon se curvaron, y lanzó a su hermano una mirada irónica mientras se colocaba junto a Katherine.

—Tal vez no —le dijo a la joven, la voz suavizándose un poco—. Pero mi hermano tiene razón respecto a una cosa, al menos. Los días se acortan, y pronto tu padre abandonará Florencia. Y te llevará con él…, a menos que tengas una razón para quedarte.

A menos que tengas un esposo con el que quedarte. Las palabras no se pronunciaron, pero los tres las oyeron. El barón le tenía demasiado cariño a su hija para obligarla a casarse contra su voluntad. Al final tendría que ser la decisión de Katherine, la elección de Katherine.

Puesto que el tema había salido a colación, Stefan no podía permanecer en silencio.

—Katherine sabe que tendrá que dejar a su padre dentro de poco… —empezó, haciendo alarde de su información confidencial, pero su hermano le interrumpió.

—Ah, sí, antes de que el viejo empiece a sospechar —dijo Damon con indiferencia—. Incluso el más amante de los padres debe empezar a hacerse preguntas al ver que su hija sólo aparece por la noche.

Enojo y pena embargaron a Stefan. Era cierto, pues: Damon lo sabía. Katherine había compartido su secreto con su hermano.

—¿Por qué se lo contaste, Katherine? ¿Por qué? ¿Qué ves en él, un hombre al que no le importa nada que no sea su propio placer? ¿Cómo puede hacerte feliz si piensa sólo en él?

—¿Y cómo puede hacerte feliz ese muchacho si no conoce nada del mundo? —interpuso Damon, la voz llena de un desdén cortante como una cuchilla—. ¿Cómo te protegerá si jamás se ha enfrentado a la realidad? Se ha pasado la vida entre libros y pinturas; deja que permanezca ahí.

Katherine sacudía la cabeza afligida, con los preciosos ojos azules empañados por las lágrimas.

—Ninguno de vosotros comprende —dijo—. Pensáis que me puedo casar e instalarme aquí como cualquier dama florentina. Pero no puedo ser como las demás damas. ¿Cómo podría tener una casa llena de sirvientes que vigilaran todos mis movimientos? ¿Cómo podría vivir en un lugar donde la gente viera que los años no pasaban por mí? Jamás existirá una vida normal para mí.

Aspiró profundamente y miró a cada uno por turnos.

—Quien elija ser mi esposo debe renunciar a la vida a la luz del sol —susurró—. Debe elegir vivir bajo la luna y en las horas de la oscuridad.

—Entonces tú debes elegir a alguien que no tema a las sombras —dijo Damon, y a Stefan le sorprendió la intensidad de su voz.

El muchacho jamás había oído a Damon hablar con tanta seriedad y con tan poca afectación.

—Katherine, mira a mi hermano: ¿será capaz de renunciar a la luz del sol? Está demasiado unido a las cosas corrientes: sus amigos, su familia, su deber para con Florencia. La oscuridad lo destruiría.

—¡Mentiroso! —chilló Stefan, que estaba furioso en aquellos momentos—. Soy tan fuerte como tú, hermano, y no temo a nada en las sombras, ni tampoco a la luz del día. Y amo a Katherine más que a los amigos o a la familia…

—… ¿o a tu deber? ¿La amas lo suficiente para renunciar también a eso?

—Sí —respondió Stefan, desafiante—. Lo suficiente como para renunciar a todo.

Damon mostró una de sus repentinas sonrisas inquietantes y luego se volvió hacia Katherine.

—Al parecer —dijo—, la elección es tuya. Tienes dos pretendientes a tu mano; ¿aceptarás a uno de nosotros o a ninguno?

Katherine inclinó lentamente la dorada cabeza. Luego alzó unos húmedos ojos azules para mirarlos a ambos.

—Dadme hasta el domingo para pensar. Y entretanto, no me presionéis con preguntas.

Stefan asintió de mala gana.

—¿Y el domingo? —preguntó Damon.

—Ese día por la noche a la hora del crepúsculo os comunicaré mi elección.

El crepúsculo… la profunda oscuridad violeta del crepúsculo…

Las tonalidades aterciopeladas se desvanecieron alrededor de Stefan y éste volvió en sí. No era el anochecer, sino el amanecer, lo que teñía el cielo a su alrededor. Absorto en sus pensamientos, había conducido hasta el linde del bosque.

Al noroeste pudo ver el puente Wickery y el cementerio. Un nuevo recuerdo aceleró su pulso.

Había dicho a Damon que estaba dispuesto a renunciar a todo por Katherine. Y eso era justamente lo que había hecho. Había renunciado a todo derecho a la luz del sol y se había convertido en una criatura de la oscuridad por ella. Un cazador condenado a ser cazado eternamente, un ladrón que debía robar vida para llenar sus propias venas.

Y tal vez un asesino.

No, habían dicho que aquella chica llamada Vickie no moriría. Pero su siguiente víctima sí podría hacerlo. Lo peor respecto a aquel último ataque era que no recordaba nada sobre él. Recordaba la debilidad, la abrumadora necesidad, y recordaba haber cruzado tambaleante la entrada de la iglesia, pero nada después de eso. Había vuelto en sí en el exterior con el grito de Elena resonando en los oídos… y había corrido veloz hacia ella sin detenerse a pensar en lo que podría haber sucedido.

Elena… Por un momento sintió una oleada de pura alegría y temor reverencial, olvidando todo lo demás. Elena, cálida como la luz del sol, suave como la mañana, pero con un corazón de acero que no se podía romper. Era como fuego ardiendo en hielo, como el afilado filo de una daga de plata.

Pero ¿tenía derecho a amarla? Sus mismos sentimientos por ella la ponían en peligro. ¿Y si la próxima vez que la necesidad se apoderara de él Elena era el ser humano vivo más próximo, el recipiente más cercano repleto de sangre caliente y renovadora?

«Moriré antes que tocarla —pensó, haciendo una promesa—. Antes que abrir sus venas, moriré de sed. Y juro que jamás sabrá mi secreto. Jamás tendrá que renunciar a la luz del sol por mí.»

Detrás de él, el cielo se iluminaba. Pero antes de marchar, envió un pensamiento sonda, con toda la fuerza de su dolor tras él, buscando algún otro Poder que pudiera estar cerca. Buscando alguna otra solución a lo que había sucedido en la iglesia.

Pero no había nada, ningún indicio de una respuesta. El cementerio se burlaba de él con su silencio.

Elena despertó con el sol brillando en su ventana. De inmediato se sintió como si acabara de recuperarse de una larga gripe y como si fuera la mañana del día de Navidad. Sus pensamientos se mezclaron entre sí mientras se sentaba en la cama.

Ah. Le dolía todo el cuerpo. Pero ella y Stefan…, eso lo arreglaba todo. Aquel borracho palurdo de Tyler… Pero Tyler ya no importaba. Nada importaba, excepto que Stefan la amaba.

Bajó en camisón, advirtiendo por la luz que entraba oblicuamente por las ventanas que debía de haber dormido hasta muy tarde. Tía Judith y Margaret estaban en la sala.

—Buenos días, tía Judith. —Dio a su sorprendida tía un largo y fuerte abrazo—. Y buenos días, preciosidad. —Alzó a Margaret en volandas y bailó un vals con ella por la habitación—. Y… ¡ah! Buenos días, Robert.

Un tanto avergonzada por su euforia y por su estado de desnudez, dejó a Margaret en el suelo y corrió a la cocina.

Tía Judith entró tras ella y, aunque había oscuras ojeras bajo sus ojos, sonreía.

—Pareces de buen humor esta mañana.

—Lo estoy. —Elena le dio otro abrazo para pedir perdón por las oscuras ojeras.

—Ya sabes que hemos de ir al despacho del sheriff para hablarles sobre Tyler.

—Sí. —Elena sacó zumo de la nevera y se sirvió un vaso—. Pero ¿puedo acercarme a casa de Vickie Bennett primero? Sé que debe de estar alterada, en especial porque parece que no todo el mundo le cree.

—¿Tú le crees, Elena?

—Sí —respondió ella lentamente—. Le creo. Y, tía Judith —añadió, tomando una decisión—, a mí también me sucedió algo en la iglesia. Me pareció…

—¡Elena! Bonnie y Meredith han venido a verte. —La voz de Robert sonó procedente del vestíbulo.

La atmósfera confidencial se rompió.

—Ah…, hazlas entrar —contestó Elena, y tomó un sorbo de zumo de naranja—. Te lo contaré luego —le prometió a tía Judith, mientras unas pisadas se aproximaban a la cocina.

Bonnie y Meredith se detuvieron en la entrada, permaneciendo de pie con una formalidad poco habitual. La misma Elena se sintió violenta y aguardó hasta que su tía volvió a abandonar la habitación para hablar.

Entonces carraspeó, con los ojos fijos en una baldosa desgastada del linóleo. Les dirigió una rápida mirada a hurtadillas y vio que tanto Bonnie como Meredith tenían la vista puesta en aquella misma baldosa.

Prorrumpió en carcajadas, y ante su sonido las otras dos alzaron los ojos.

—Me siento demasiado feliz para colocarme siquiera a la defensiva —dijo Elena, tendiéndoles los brazos—. Y sé que debería lamentar lo que dije, y realmente lo lamento, pero sencillamente no puedo mostrarme patética al respecto. Me porté pésimamente y merezco que me ejecuten. Ahora, ¿no podríamos simplemente fingir que nunca sucedió?

—Realmente deberías sentirlo, mira que dejarnos allí plantadas de ese modo —la reprendió Bonnie mientras las tres se fundían en un abrazo.

—Y con Tyler Smallwood, nada menos —apostilló Meredith.

—Bueno, he aprendido la lección en ese sentido —dijo Elena, y por un instante su ánimo se ensombreció.

En ese momento Bonnie gorjeó una risita.

—Y te llevaste el gran premio…, ¡a Stefan Salvatore! Y hablando de entradas teatrales, cuando entraste por la puerta con él pensé que alucinaba. ¿Cómo lo hiciste?

—No hice nada. Simplemente apareció, igual que la caballería en una de esas películas de indios.

—Defendiendo tu honor —dijo Bonnie—. ¿Qué podría ser más emocionante?

—Se me ocurren una o dos cosas —indicó Meredith—. Pero, claro, es posible que Elena también las tenga incluidas.

—Os lo contaré todo —dijo Elena, soltándolas y retrocediendo—. Pero primero, ¿iréis a casa de Vickie conmigo? Quiero hablar con ella.

—Puedes hablar con nosotras mientras te vistes y mientras andamos y mientras te cepillas los dientes, de hecho —dijo Bonnie con firmeza—. Y si te dejas aunque sea un mínimo detalle, te vas a enfrentar con el tribunal de la Inquisición.

—Como verás —indicó Meredith maliciosamente—, todo el trabajo del señor Tanner ha tenido su compensación. Bonnie sabe ahora que la Inquisición no es un grupo de rock.

Elena reía con auténtico entusiasmo mientras subían por la escalera.

La señora Bennett estaba pálida y cansada, pero las invitó a entrar.

—Vickie ha estado descansando, el doctor dijo que la mantuviera en cama —explicó con una sonrisa que temblaba ligeramente.

Elena, Bonnie y Meredith se agolparon en el angosto vestíbulo.

La señora Bennett dio unos suaves golpecitos en la puerta de Vickie.

—Cariño, unas chicas del instituto han venido a verte. No estéis demasiado rato —le dijo a Elena mientras abría la puerta.

—No lo haremos —prometió Elena.

Penetró en un bonito dormitorio azul y blanco, con las demás justo detrás de ella. Vickie yacía en la cama recostada en almohadas, con un edredón azul pastel subido hasta la barbilla, que contrastaba con su rostro blanco como el papel. Los ojos entrecerrados de la muchacha miraban directamente al frente.

—Ése es el aspecto que tenía anoche —susurró Bonnie.

Elena fue a colocarse junto a la cama.

—Vickie —dijo en voz baja.

Ésta siguió mirando fijo al frente, pero a Elena le pareció que su respiración cambiaba ligeramente.

—Vickie, ¿puedes oírme? Soy Elena Gilbert. —Dirigió una mirada vacilante a Bonnie y a Meredith.

—Parece como si le hubiesen dado tranquilizantes —comentó Meredith.

Pero la señora Bennett no había dicho que le hubieran dado ningún medicamento. Frunciendo el entrecejo, Elena volvió a mirar a la pasiva muchacha.

—Vickie, soy yo, Elena. Sólo quería hablar contigo sobre anoche. Quiero que sepas que creo lo que dijiste sobre lo sucedido —hizo caso omiso de la aguda mirada que le lanzó Meredith y prosiguió— y quería preguntarte…

—¡No!

Fue un alarido, vivo y desgarrador, arrancado de la garganta de Vickie. El cuerpo que había estado tan inmóvil como una figura de cera estalló en violenta acción. Los cabellos castaño claro de la muchacha le azotaron las mejillas cuando empezó a agitar la cabeza de un lado para otro y sus manos se debatieron en el aire.

—¡No! ¡No! —chilló.

—¡Haced algo! —exclamó Bonnie con voz ahogada—. ¡Señora Bennett! ¡Señora Bennett!

Elena y Meredith intentaban mantener a Vickie en la cama, y ella se resistía. Los alaridos siguieron y siguieron. Entonces, de improviso, la madre de Vickie apareció junto a ellas, ayudando a sujetarla a la vez que apartaba a las muchachas.

—¿Qué le habéis hecho? —gritó.

Vickie se aferró a su madre, tranquilizándose, pero luego sus ojos entrecerrados vislumbraron a Elena por encima del hombro de la señora Bennett.

—¡Tú eres parte de ello! ¡Eres malvada! —le gritó histéricamente a Elena—. ¡Mantente lejos de mí!

Esta se quedó anonadada.

—¡Vickie! Sólo he venido a preguntar…

—Creo que será mejor que os marchéis ahora. Dejadnos solas —dijo la señora Bennett mientras estrechaba a su hija en actitud protectora—. ¿No os dais cuenta de lo que le hacéis?

En atónito silencio, Elena abandonó la habitación. Bonnie y Meredith la siguieron.

—Debe de ser algún fármaco —dijo Bonnie una vez estuvieron fuera de la casa—. Simplemente se ha vuelto totalmente tarumba.

—¿Has reparado en sus manos? —le preguntó Meredith a Elena—. Cuando intentábamos contenerla, le sujeté una de las manos y estaba fría como el hielo.

Elena sacudió la cabeza con perplejidad. Nada de ello tenía sentido, pero no estaba dispuesta a permitir que le estropeara el día. No lo permitiría. Desesperadamente, rebuscó en su mente algo que pudiera contrarrestar la experiencia, que le permitiera aferrarse a su felicidad.

—Ya lo sé —dijo—. La casa de huéspedes.

—¿Qué?

—Dije a Stefan que me llamara hoy, pero ¿por qué no nos acercamos a la casa de huéspedes en vez de eso? No está lejos de aquí.

—Sólo a veinte minutos a pie —comentó Bonnie, y se animó—. Al menos podremos ver por fin su habitación.

—En realidad —indicó Elena—, mi idea era que vosotras dos esperarais abajo. Bueno, sólo le veré unos minutos —añadió poniéndose a la defensiva cuando ellas la miraron.

Era curioso quizá, pero todavía no quería compartir a Stefan con sus amigas. Llevaba tan poco tiempo con él que le resultaba casi como un secreto.

Su llamada a la reluciente puerta de nogal la contestó la señora Flowers, que era una mujer muy menuda y arrugada con unos ojos negros sorprendentemente brillantes.

—Tú debes de ser Elena —dijo—, os vi salir a ti y a Stefan anoche, y él me dijo tu nombre cuando regresó.

—¿Nos vio? —inquirió ella, sobresaltada—. No la vi.

—No, no lo hiciste —repuso la señora Flowers, y rió entre dientes—. Qué chica más bonita eres, querida —añadió—. Una chica muy bonita —y palmeó la mejilla de Elena.

—Ah, gracias —respondió ella, nerviosa, pues no le gustaba el modo en que aquellos ojos de pajarito permanecían fijos en ella; miró más allá de la mujer en dirección a la escalera—. ¿Está Stefan?

—¡Debe de estar, a menos que haya salido volando por el tejado! —dijo la señora Flowers, y volvió a lanzar su risita.

Elena rió educadamente.

—Nosotras nos quedaremos aquí con la señora Flowers —dijo Meredith a Elena, mientras Bonnie alzaba los ojos al techo con expresión mártir.

Ocultando una sonrisa burlona, Elena asintió con la cabeza y subió la escalera.

Era una casa vieja muy extraña, volvió a pensar mientras localizaba la segunda escalera en el dormitorio. Las voces de abajo sonaban muy apagadas desde allí, y mientras ascendía los peldaños se desvanecieron por completo. Estaba envuelta en silencio, y al llegar a la puerta pobremente iluminada del último piso tuvo la sensación de haber penetrado en otro mundo.

Su llamada a la puerta sonó muy tímida.

—¿Stefan?

No oyó nada en el interior, pero de improviso la puerta se abrió. «Todo el mundo debe de tener un aspecto pálido y cansado hoy», pensó Elena al ver al muchacho, y a continuación se encontró en sus brazos.

Brazos que la apretaron convulsivamente.

—Elena. ¡Elena…!

Luego retrocedió. Ocurrió lo mismo que la noche anterior; Elena percibió que el abismo se abría entre ellos. Vio cómo la mirada fría y correcta acudía a sus ojos.

—No —dijo, apenas consciente de haber hablado en voz alta—. No te lo permitiré.

Y atrajo la boca de él hacia la suya.

Por un momento no recibió respuesta, y luego él se estremeció y el beso se volvió abrasador. Los dedos del muchacho se enredaron en sus cabellos, y el universo se encogió alrededor de Elena. No existía nada más aparte de Stefan, y el contacto de sus brazos a su alrededor, y el fuego de sus labios sobre los suyos.

Al cabo de unos pocos minutos o unos pocos siglos se separaron, ambos temblando. Pero sus miradas siguieron conectadas, y Elena vio que los ojos de Stefan estaban demasiado dilatados incluso para aquella luz tenue: sólo había una fina franja verde alrededor de las oscuras pupilas. El muchacho parecía aturdido y su boca —¡aquella boca!— estaba hinchada.

—Creo —dijo él, y ella volvió a notar el control en su voz— que será mejor que tengamos cuidado cuando hagamos eso.

Elena asintió, aturdida también ella. No en público, se decía. Y no cuando Bonnie y Meredith aguardaban abajo. Y no cuando estuvieran totalmente a solas, a menos…

—Pero puedes abrazarme —dijo.

Qué curioso, que tras aquella pasión se pudiera sentir tan segura, tan tranquila en sus brazos.

—Te quiero —susurró a la áspera lana de su suéter.

Sintió cómo un estremecimiento recorría el cuerpo de Stefan.

—Elena —repitió él, y sonó casi desesperado.

—¿Qué hay de malo en eso? —preguntó ella, alzando la cabeza—. ¿Qué podría haber de malo en eso, Stefan? ¿No me quieres?

—Yo…

La miró, con impotencia…, y oyeron la voz de la señora Flowers llamando débilmente desde el pie de la escalera.

—¡Chico! ¡Chico! ¡Stefan!

Sonó como si estuviera golpeando el pasamanos con el zapato.

Stefan suspiró.

—Será mejor que vaya a ver qué quiere.

Se escabulló de sus brazos con expresión inescrutable.

Al encontrarse a solas, Elena cruzó los brazos sobre el pecho y tiritó. Hacía tanto frío allí… Debería tener un fuego encendido, se dijo, a la vez que sus ojos se movían distraídamente por la habitación para ir a posarse por fin en el tocador de caoba que había examinado la noche anterior.

El cofre.

Echó una veloz mirada a la puerta cerrada. Si él regresaba y la pescaba… En realidad no debía…, pero avanzaba ya hacia el tocador.

«Piensa en la esposa de Barba Azul —se dijo—. La curiosidad la mató.» Pero los dedos estaban ya sobre la tapa de hierro y, con el corazón latiendo veloz, la abrió con cuidado.

Bajo la débil luz, el cofre pareció al principio vacío, y Elena soltó una risa nerviosa. ¿Qué había esperado? ¿Cartas de amor de Caroline? ¿Una daga ensangrentada?

Entonces vio la pequeña cinta de seda, doblada pulcramente una y otra vez sobre sí misma en una esquina. La sacó y la pasó entre sus dedos. Era la cinta color crema que había perdido el segundo día de instituto.

«Ah, Stefan.» Las lágrimas acudieron a sus ojos, y en su pecho se desbordó el amor sin que pudiera evitarlo. «¿Hace tanto tiempo? ¿Te importaba ya desde hace tanto tiempo? Ah, Stefan, te amo…»

«Y no importa si no eres capaz de decírmelo», pensó. Se escuchó un ruido al otro lado de la puerta, y ella dobló la cinta rápidamente y volvió a colocarla en el cofre. Luego giró en dirección a la puerta, parpadeando para intentar contener las lágrimas.

«No importa si no eres capaz de decirlo justo ahora. Yo lo diré por los dos. Y algún día aprenderás a decirlo.

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