Despertar

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En cuanto puso el pie en el aparcamiento del instituto, Elena se vio rodeada. Todo el mundo estaba allí, la pandilla que no había visto desde finales de junio, más cuatro o cinco advenedizas que esperaban obtener popularidad por asociación. Uno a uno aceptó los abrazos de bienvenida de su propio grupo.

Caroline había crecido al menos casi tres centímetros y resultaba más sensual y más parecida a una modelo de Vogue que nunca. Recibió a Elena con frialdad y volvió a retroceder con los verdes ojos entrecerrados como los de un gato.

Bonnie no había crecido en absoluto y su rizada cabeza roja apenas le llegaba a Elena a la barbilla cuando le arrojó los brazos al cuello. «Un momento… ¿rizos?», pensó Elena. Apartó a la menuda muchacha.

—¡Bonnie! ¿Qué le has hecho a tu cabello?

—¿Te gusta? Creo que me hace parecer más alta.

Bonnie se ahuecó el ya ahuecado flequillo y sonrió, los ojos castaños centelleando emocionados y el menudo rostro ovalado encendido.

Elena siguió adelante.

—Meredith. No has cambiado nada.

Aquel abrazo fue igualmente afectuoso por ambas partes. Había echado de menos a Meredith más que a nadie, se dijo Elena, mirando a la alta muchacha. Meredith jamás llevaba maquillaje; pero, por otra parte, con su perfecta tez aceitunada y sus espesas pestañas negras, no lo necesitaba. Justo en aquel momento tenía una elegante ceja enarcada mientras estudiaba a Elena.

—Bueno, tus cabellos son dos tonos más claros debido al sol… Pero ¿dónde está tu bronceado? Creía que te estabas dando la gran vida en la Costa Azul.

—Ya sabes que nunca me bronceo.

Elena le enseñó las manos para que las inspeccionara. La piel estaba impecable, igual que porcelana, pero casi tan blanca y traslúcida como la de Bonnie.

—Sólo un minuto; esto me recuerda algo —terció Bonnie, agarrando una de las manos de Elena—. ¡Adivinad qué aprendí de mi prima este verano! —Antes de que nadie pudiera hablar, ella misma comunicó triunfal—: ¡A leer las manos!

Se escucharon gemidos y algunas carcajadas.

—Reíd todo lo que queráis —replicó Bonnie, sin mostrarse afectada—. Mi prima me dijo que soy médium. Ahora, veamos…

Escrutó la palma de Elena.

—Date prisa o vamos a llegar tarde —dijo Elena, un tanto impaciente.

—De acuerdo, de acuerdo. Bien, ésta es tu línea de la vida… ¿o es la línea del corazón? —En el grupo, alguien lanzó una risita—. Silencio; estoy penetrando en el vacío. Veo… Veo… —de improviso, el rostro de Bonnie pareció desconcertado, como si se hubiera sobresaltado. Los ojos castaños se abrieron de par en par, pero ya no parecía contemplar la mano de Elena. Era como si mirara a través de ella… a algo aterrador.

—Conocerás a un desconocido alto y moreno —murmuró Meredith desde detrás de ella y se escuchó un aluvión de risitas.

—Moreno sí, y un desconocido…, pero no alto —la voz de Bonnie sonaba baja y lejana.

—Aunque —prosiguió tras un instante, con aspecto perplejo—, fue alto en una ocasión. —Los abiertos ojos castaños se alzaron hacia Elena desconcertados—. Pero eso es imposible… ¿verdad? —Soltó la mano de su amiga, casi arrojándola lejos—. No quiero ver más.

—Muy bien, se acabó el espectáculo. Vamos —dijo Elena a las demás, vagamente irritada.

Siempre le había parecido que los trucos de las médiums no eran más que eso, trucos. Entonces, ¿por qué se sentía molesta? ¿Sólo porque aquella mañana casi le había dado un ataque…?

Las jóvenes iniciaron la marcha hacia el edificio de la escuela, pero el rugido de un motor puesto a punto con precisión las detuvo a todas en seco.

—Vaya —dijo Caroline, mirándolo fijamente—. Menudo coche.

—Menudo Porsche —la corrigió Meredith con sequedad.

El elegante Turbo 911 negro ronroneó por el aparcamiento, buscando un espacio mientras se movía perezosamente como una pantera acechando a su presa.

Cuando el automóvil se detuvo, la puerta se abrió y tuvieron una breve visión del conductor.

—¡Oh, Dios mío! —murmuró Caroline.

—Ya puedes repetirlo —musitó Bonnie.

Desde donde se encontraba, Elena vio que el joven tenía un cuerpo delgado de musculatura plana. Llevaba unos vaqueros descoloridos que probablemente tenía que despegar del cuerpo por la noche, una camiseta ajustada y una chaqueta de cuero de un corte poco común. El cabello era ondulado… y oscuro.

No era alto, sin embargo. Tenía una altura corriente.

Elena soltó el aliento que había contenido.

—¿Quién es ese hombre enmascarado? —preguntó Meredith.

El comentario era acertado: unas oscuras gafas de sol cubrían completamente los ojos del joven, ocultando el rostro como una máscara.

—Ese desconocido enmascarado —dijo alguien más y se elevó un murmullo de voces.

—¿Veis esa chaqueta? Es italiana, seguro.

—¿Cómo puedes saberlo? ¡Nunca has ido más allá de Little Italy de Nueva York!

—¡Uh, ah! Elena vuelve a tener esa mirada. Esa expresión cazadora.

—Bajo-moreno-y-apuesto, será mejor que tengas cuidado.

—¡No es bajo; es perfecto!

En medio del parloteo, la voz de Caroline se dejó oír de repente.

—Vamos, Elena. Tú ya tienes a Matt. ¿Qué más quieres? ¿Qué puedes hacer con dos que no puedas hacer con uno?

—Lo mismo… sólo que durante más tiempo —dijo Meredith arrastrando las palabras y el grupo prorrumpió en carcajadas.

El muchacho había cerrado el coche y caminaba hacia la escuela. Con indiferencia, Elena empezó a andar tras él, con las otras chicas justo detrás de ella en un grupo compacto. Por un instante, la irritación burbujeó en su interior. ¿Es que no podía ir a ninguna parte sin toda una procesión pisándole los talones? Pero Meredith atrajo su mirada, y la muchacha sonrió a pesar suyo.

—Noblesse oblige —dijo Meredith en voz baja.

—¿Qué?

—Si vas a ser la reina del instituto, tienes que aguantar las consecuencias.

Elena torció el gesto mientras entraban en el edificio. Un largo pasillo se extendía ante ellas, y una figura en téjanos y chaqueta de cuero desaparecía en aquel momento por la entrada de la secretaría situada más allá. Elena aminoró el paso al acercarse a la secretaría, deteniéndose por fin para contemplar pensativa los mensajes del tablero de anuncios de corcho situado junto a la puerta. En aquel punto había una gran ventana desde la que resultaba visible toda la habitación.

Las otras chicas miraban descaradamente por la ventana y reían tontamente.

—Hermosa vista posterior.

—Ésa es sin lugar a dudas una chaqueta Armani.

—¿Creéis que es de fuera del estado?

Elena aguzaba el oído para captar el nombre del muchacho. Parecía existir alguna especie de problema: la señora Clarke, la secretaria de admisiones, miraba una lista y negaba con la cabeza. El muchacho dijo algo, y la señora Clarke levantó las manos en un gesto que daba a entender: «¿Qué puedo hacer?». Deslizó un dedo por la lista y volvió a negar con la cabeza, de manera concluyente. El muchacho hizo intención de marcharse y luego dio la vuelta. Y cuando la señora Clarke alzó los ojos hacia él, su expresión cambió.

El desconocido tenía ahora las gafas de sol en la mano. La señora Clarke parecía sobresaltada por algo; Elena vio cómo pestañeaba varias veces. Los labios de la mujer se abrieron y cerraron como si intentara hablar.

Elena deseó poder ver algo más que el cogote del muchacho. La señora Clarke buscaba entre pilas de papel en aquellos momentos, con expresión aturdida. Por fin encontró alguna especie de formulario y escribió en él, luego lo giró y lo empujó hacia el muchacho.

Éste escribió brevemente en el impreso —firmándolo, probablemente— y lo devolvió. La señora Clarke lo miró fijamente durante un segundo, luego rebuscó en un nuevo montón de papeles, para finalmente entregarle lo que parecía un horario de clases. Sus ojos no se apartaron ni un momento del joven mientras éste lo tomaba, inclinaba la cabeza en agradecimiento y se dirigía hacia la puerta.

Elena estaba loca de curiosidad a aquellas alturas. ¿Qué acababa de suceder allí? ¿Y qué aspecto tenía el rostro de aquel desconocido? Pero mientras salía de la secretaría, él se colocaba ya otra vez las gafas de sol. La embargó la desilusión.

Con todo, pudo ver el resto de la cara cuando él se detuvo en la entrada. El cabello oscuro y rizado enmarcaba facciones tan delicadas que podían haber sido sacadas de una antigua moneda o un medallón romanos. Pómulos prominentes, una clásica nariz recta… y una boca capaz de mantenerte despierta por la noche, se dijo Elena. El labio superior estaba maravillosamente esculpido, con cierta sensibilidad y una gran cantidad de sensualidad. El parloteo de las chicas en el pasillo había cesado, como si alguien hubiese pulsado un interruptor.

La mayoría desviaba la mirada del muchacho ahora, ojeando a cualquier sitio excepto a él. Elena mantuvo su puesto junto a la ventana y sacudió la cabeza ligeramente, quitándose la cinta del pelo de modo que éste cayó suelto alrededor de los hombros.

Sin mirar ni a un lado ni a otro, el muchacho avanzó por el pasillo. Un coro de suspiros y susurros estalló en cuanto él ya no pudo oírlos.

Elena no oyó nada de todo ello.

Había pasado justo a su lado sin prestarle atención, se dijo, aturdida. Justo a su lado sin dirigirle ni una mirada.

Vagamente, advirtió que sonaba la campana y que Meredith tiraba de su brazo.

—¿Qué?

—He dicho que aquí tienes tu horario. Tenemos matemáticas en el segundo piso, justo ahora. ¡Vamos!

Elena permitió que Meredith la empujara pasillo adelante, la hiciera subir un tramo de escaleras y la introdujera en un aula. Se instaló automáticamente en un asiento vacío y clavó los ojos en la profesora, que estaba delante, sin verla en realidad. La impresión aún no se había desvanecido.

Había pasado por su lado sin prestarle atención. Sin una mirada. No recordaba cuánto hacía que un muchacho había hecho eso. Todos miraban, como mínimo. Algunos silbaban. Algunos se detenían a hablar. Otros se limitaban a mirarla fijamente.

Y aquello siempre había complacido a Elena.

Al fin y al cabo, ¿había algo más importante que los chicos? Ellos eran el indicador de lo popular que eras, de lo bonita que eras. Y podían ser útiles para toda clase de cosas. En ocasiones resultaban excitantes, pero por lo general eso no duraba demasiado. A veces eran desagradables desde el principio.

La mayoría de los chicos, reflexionó Elena, eran como cachorros. Adorables en su ambiente, pero prescindibles. Unos pocos podían ser más que eso, podían convertirse en auténticos amigos. Como Matt.

Ah, Matt. El año anterior había esperado que fuera la persona que buscaba, el chico que podía hacerle sentir…, bueno, algo más. Más que el arrebato triunfal de hacer una conquista, el orgullo de exhibir la nueva adquisición ante las otras chicas. Y realmente había llegado a sentir un afecto auténtico por Matt. Pero en el transcurso del verano, cuando tuvo tiempo de pensar, comprendió que era el afecto que sentiría por una prima o una hermana.

La señorita Halpern estaba distribuyendo los libros de texto. Elena tomó el suyo mecánicamente y escribió su nombre en el interior, sumida aún en sus reflexiones.

Le gustaba Matt más que cualquier otro chico que había conocido. Y por eso iba a tener que decirle que todo había terminado.

No había sabido cómo decírselo por carta. Tampoco sabía cómo decírselo ahora. No era que temiera que él fuera a montar un número; sencillamente, no lo comprendería. Ella tampoco lo comprendía en realidad.

Era como si siempre intentara alcanzar… algo. Sólo que cuando pensaba que lo había conseguido, no estaba allí. No con Matt, no con ninguno de los chicos con los que había salido.

Y entonces tenía que volver a empezar desde el principio. Por suerte, siempre había material nuevo. Ningún chico se le había resistido, y ningún chico la había desairado jamás. Hasta aquel momento.

Hasta aquel momento. Recordando aquel instante en el vestíbulo, Elena descubrió que tenía los dedos crispados sobre el bolígrafo que sostenía. Seguía sin poder creer que la hubiese ignorado de aquel modo.

Sonó la campana y todo el mundo salió en tropel del aula, pero Elena se detuvo en la entrada. Se mordió el labio, escrutando el río de estudiantes que cruzaba el pasillo. Entonces distinguió a una de las chicas que habían estado pululando a su alrededor en el aparcamiento.

—¡Francés! Ven aquí.

La aludida se acercó entusiasmada, con el poco agraciado rostro iluminándose.

—Escucha, Francés, ¿recuerdas a ese chico de esta mañana?

—¿El del Porsche y los… ejem… activos personales? ¿Cómo podría olvidarle?

—Bueno, quiero su horario de clases. Consíguelo en la secretaría si puedes, o cópialo de él si es necesario. ¡Pero hazlo!

Francés se mostró sorprendida por un instante, luego sonrió de oreja a oreja y asintió.

—De acuerdo, Elena, lo intentaré. Me reuniré contigo a la hora del almuerzo si puedo conseguirlo.

—Gracias.

Elena contempló a la muchacha mientras ésta se alejaba.

—¿Sabes?, estás realmente loca —dijo la voz de Meredith en su oído.

—¿De qué sirve ser la reina de la escuela si no puedes abusar un poco de tu autoridad a veces? —replicó ella con tranquilidad—. ¿Adonde voy ahora?

—Tecnología. Toma, quédatelo —Meredith le tendió bruscamente un horario—. Tengo que ir corriendo a química. ¡Nos vemos luego!

Tecnología y el resto de la mañana pasaron de un modo vago. Elena había esperado vislumbrar otra vez al nuevo alumno, pero no estaba en ninguna de sus clases. Matt sí estaba en una y sintió una punzada cuando los ojos azules de él se encontraron con los suyos con una sonrisa.

Al sonar la campana del almuerzo, saludó con la cabeza a derecha e izquierda mientras iba hacia la cantina. Caroline estaba fuera, plantada con aire indiferente contra una pared con la barbilla alzada, los hombros echados hacia atrás y las caderas adelantadas. Los dos muchachos con los que hablaba callaron y se dieron codazos al acercarse Elena.

—Hola —saludó lacónica Elena a los chicos, y luego le dijo a Caroline—: ¿Lista para entrar y comer?

Los ojos verdes de la muchacha apenas oscilaron en dirección a Elena, y se apartó unos brillantes cabellos castaño rojizos del rostro.

—¿En la mesa real? —preguntó.

Elena se sintió desconcertada. Caroline y ella habían sido amigas desde el jardín de infancia, y siempre habían competido entre sí con buen humor. Pero últimamente algo le había sucedido a Caroline, que había empezado a tomarse la rivalidad cada vez más en serio. Y en aquel momento, a Elena le sorprendió la amargura en la voz de la otra muchacha.

—Bueno, no se puede decir precisamente que tú pertenezcas a la plebe —respondió en tono ligero.

—Ah, en eso tienes mucha razón —respondió Caroline, girando para colocarse totalmente de cara a Elena.

Sus ojos verdes estaban entrecerrados y velados, y a Elena le impresionó la hostilidad que vio en ellos. Los dos muchachos sonrieron inquietos y se alejaron poco a poco.

Caroline no pareció advertirlo.

—Muchas cosas han cambiado mientras estabas fuera este verano, Elena —prosiguió—. Y simplemente es posible que tu tiempo en el trono se esté acabando.

Elena había enrojecido; lo notaba. Se esforzó por mantener la voz tranquila.

—Es posible —respondió—. Pero yo no me compraría aún un cetro si fuera tú, Caroline. —Dio la vuelta y entró en el comedor.

Fue un alivio ver a Meredith y a Bonnie, y a Francés junto a ellas. Sintió cómo sus mejillas se enfriaban mientras elegía su almuerzo e iba a reunirse con ellas. No dejaría que Caroline la trastornara; no pensaría en absoluto en ella.

—Lo tengo —anunció Francés, agitando un trozo de papel cuando Elena se sentó.

—Y yo tengo cosas interesantes que contar —dijo Bonnie, dándose importancia—. Elena, escucha esto. Está en mi clase de biología y me siento justo al otro lado. Su nombre es Stefan, Stefan Salvatore, viene de Italia, y se hospeda en casa de la vieja señora Flowers, en las afueras de la ciudad. —Suspiró—. Es tan romántico… A Caroline se le cayeron los libros y él se los recogió.

—Qué torpe es Caroline —comentó Elena, torciendo el gesto—. ¿Qué más sucedió?

—Bueno, eso es todo. En realidad no habló con ella. Es muuuy misterioso, ¿sabes? La señora Endicott, mi profesora de biología, intentó conseguir que se quitara las gafas, pero no quiso hacerlo. Padece una afección.

—¿Qué clase de afección?

—No lo sé. A lo mejor es terminal y sus días están contados. ¿No sería eso romántico?

—Oh, mucho —dijo Meredith.

Elena revisaba la hoja de papel de Francés, mordiéndose el labio.

—Está en mi séptima hora, Historia Europea. ¿Alguien más tiene esa clase?

—Yo —respondió Bonnie—. Y creo que Caroline también la tiene. Ah, y a lo mejor Matt; dijo algo ayer sobre lo mala que era su suerte al tener al señor Tanner.

Maravilloso, se dijo Elena, tomando el tenedor y acuchillando su puré de patatas. Parecía que la séptima hora iba ser sumamente interesante.

Stefan se alegró de que el día escolar finalizara ya. Deseaba abandonar aquellas habitaciones y pasillos atestados, aunque solo fuera unos minutos.

Tantas mentes. La presión de tantas pautas de pensamiento, de tantas voces mentales rodeándole, lo mareaba. Hacía años que no había estado en medio de una multitud de gente como aquélla.

Una mente en particular destacaba de las demás. Ella había estado entre los que lo observaban en el pasillo principal del edificio del instituto. No sabía qué aspecto tenía la muchacha, pero su personalidad era poderosa. Estaba seguro de que volvería a reconocerla.

Hasta el momento, al menos, había sobrevivido al primer día de la mascarada. Había usado los Poderes sólo dos veces y además con moderación. Pero estaba cansado, y, admitió con pesar, hambriento. El conejo no había sido suficiente.

Ya se preocuparía de eso más tarde. Localizó su última aula y se sentó. E inmediatamente sintió la presencia de aquella mente otra vez.

En el límite de su conciencia, una luz dorada, suave y a la vez vital, resplandecía. Y, por primera vez, consiguió localizar a la chica de la que procedía. Estaba sentada justo frente a él.

En el mismo instante en que lo pensaba, ella volvió la cabeza y él le vio la cara. Tuvo que hacer un gran esfuerzo para no lanzar una exclamación de sorpresa.

¡Katherine! Pero, desde luego, no podía ser. Katherine estaba muerta, nadie lo sabía mejor que él.

Con todo, el parecido era asombroso. Aquel cabello de un dorado pálido, tan rubio que parecía brillar tenuemente. Aquella piel cremosa, que siempre le había hecho pensar en cisnes o en alabastro, sonrojándose con un leve tono rosa sobre los pómulos. Y los ojos… Los ojos de Katherine habían sido de un color que no había visto nunca antes; más oscuros que el azul celeste, tan intensos como el lapislázuli de su enjoyada diadema. Esa chica tenía los mismos ojos.

Y estaban puestos directamente en él mientras le sonreía.

Rápidamente, bajó los ojos, apartándolos de la sonrisa. Lo que menos deseaba era pensar en Katherine. No quería mirar a aquella chica que se la recordaba y no quería seguir sintiendo su presencia. Mantuvo los ojos puestos en el pupitre, bloqueando su mente con toda la energía de que fue capaz. Y por fin, lentamente, ella volvió la cabeza otra vez.

Se sentía herida. Incluso a través de los bloqueos, lo percibió. No le importó. De hecho, le satisfacía, y esperó que eso la mantuviera lejos de él. Aparte de eso, no sentía ninguna otra cosa por ella.

No dejó de decirse eso mientras permanecía allí sentado, con la voz monótona del profesor vertiéndose sobre él sin que la oyera. Pero podía oler un sutil deje de algún perfume…, violetas, se dijo. Y el delgado cuello blanco de la chica estaba inclinado sobre su libro, con el cabello cayendo a ambos lados de él.

Lleno de ira y contrariedad, reconoció la seductora sensación en sus dientes…, más un hormigueo o un cosquilleo que un dolor persistente. Era hambre, un hambre específica. Y no una que pensara satisfacer.

El profesor paseaba por la habitación como un hurón, haciendo preguntas, y Stefan fijó deliberadamente su atención en el hombre. En un principio se sintió perplejo, pues a pesar de que ninguno de los alumnos sabía las respuestas, las preguntas seguían llegando. Entonces comprendió que ése era el propósito del profesor. Avergonzar a los alumnos con lo que no sabían.

En aquel mismo instante había encontrado a otra víctima, una muchacha menuda con abundantes rizos rojos y una cara en forma de corazón. Stefan contempló con disgusto cómo el profesor la importunaba a preguntas. La muchacha parecía muy desgraciada cuando él se apartó de ella para dirigirse a toda la clase.

—¿Veis a lo que me refiero? Pensáis que sois una gran cosa; estudiantes de último curso ya, listos para graduarse. Bien, dejad que os diga esto, algunos de vosotros no estáis preparados ni para graduaros del jardín de infancia. ¡Como esto! —Señaló en dirección a la chica pelirroja—. Ni idea sobre la Revolución francesa. Cree que María Antonieta era una estrella del cine mudo.

Los alumnos que rodeaban a Stefan empezaron a removerse incómodos. Pudo percibir el rencor en sus mentes y la humillación. Y el miedo. Todos temían a aquel hombrecillo delgado con ojos parecidos a los de una comadreja, incluso los chicos grandotes que eran más altos que él.

—De acuerdo, probemos otra época. —El profesor se volvió de nuevo hacia la misma chica a la que había estado interrogando—. Durante el Renacimiento… —Se interrumpió—. Sabes al menos qué es el Renacimiento, ¿verdad? El período entre los siglos XIII y XVII, durante el que Europa redescubrió las grandes ideas de la antigua Grecia y Roma.

El período que alumbró a tantos de los artistas y pensadores más importantes de Europa. —Cuando la chica asintió atropelladamente, él prosiguió—: Durante el Renacimiento, ¿qué estarían haciendo los alumnos de vuestra edad en la escuela? ¿Alguna idea? ¿Se te ocurre algo?

La muchacha tragó con fuerza y, con una débil sonrisa, dijo:

—¿Jugar a rugby?

Ante las carcajadas que siguieron, el rostro del profesor se ensombreció.

—¡Más bien no! —le espetó, y la clase se acalló—. ¿Creéis que esto es un chiste? Pues bien, en esos días, los estudiantes de vuestra edad dominaban ya varios idiomas. También habían llegado a ser expertos en lógica, matemáticas, astronomía, filosofía y gramática. Estaban listos para pasar a una universidad en la que cada curso se enseñaba en latín. El rugby sería rotundamente la última cosa en la que…

—Perdone.

La sosegada voz detuvo al profesor en mitad de la arenga. Todo el mundo se volvió para mirar a Stefan.

—¿Qué? ¿Qué has dicho?

—He dicho, perdone —repitió Stefan, quitándose las gafas y poniéndose en pie—. Pero está equivocado. A los estudiantes del Renacimiento se les animaba a participar en juegos. Se les enseñaba que un cuerpo sano conlleva una mente sana. Y, desde luego, tenían deportes de equipo, como criquet, tenis… e incluso rugby. —Volvió la cabeza hacia la chica pelirroja y sonrió, y ella le devolvió la sonrisa con gratitud; dirigiéndose al profesor, añadió—: Pero las cosas más importantes que aprendían eran buenos modales y urbanidad. Estoy seguro de que su libro se lo dirá.

Algunos alumnos sonreían abiertamente. El rostro del profesor estaba rojo de rabia y el hombre farfullaba. Pero Stefan siguió sosteniéndole la mirada, y al cabo de un minuto fue el otro quien desvió los ojos.

Sonó la campana.

Stefan se puso rápidamente las gafas y recogió sus libros. Ya había atraído más atención sobre sí de la que debería, y no quería tener que mirar a la chica rubia otra vez. Además, necesitaba salir de allí rápidamente; notaba una familiar sensación abrasadora en sus venas.

Cuando llegaba a la puerta, alguien gritó:

—¡Eh! ¿Realmente jugaban a rugby en aquellos tiempos?

No pudo evitar lanzar una sonrisa burlona por encima del hombro.

—Claro que sí. A veces con las cabezas cortadas de los prisioneros de guerra.

Elena le observó mientras se alejaba. La había rechazado deliberadamente. La había desairado a propósito, y delante de Caroline, que no le había quitado los ojos de encima. Las lágrimas ardían en sus ojos, pero en aquel momento sólo una idea bullía en su cabeza.

Lo tendría, incluso aunque le fuera la vida en ello. Aunque les fuera la vida a los dos, lo tendría.

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