Despertar

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Buda, poco antes de morir, hizo llamar a todos los animales que pisaban la Tierra, pero solo doce acudieron a su llamada. Unos, tan fieles como lo podía ser el perro, y otros tan detestados como la serpiente. Pero había uno que era diferente, especial y destacaba sobre todos los demás: el dragón.

Un ser fuerte, portador de ojos saltones, retorcidos cuernos, piel escamada y una larga y brillante melena. Carecía de alas, pero no era un impedimento para que pudiera surcar los cielos.

Muchos eran los que veneraban al dragón. Este era conocido por su inteligencia, sabiduría y bondad, aunque los rumores también hablaban sobre su furia. La gente hacía bien en creer estos últimos, ya que el animal era un ser pacífico, pero si su cólera se levantaba, nadie escapaba de ella.

El universo era tan inmenso como desconocido para todos, con cientos de sistemas solares que lo componían. Galaxias con vida propia, ilusiones y luchas, como la de Meira, compuesta por cinco planetas, dos soles y cuatro lunas.

Meira, un lugar remoto y sombrío, maldito por las guerras, que además tenía una luna llamada la Oculta. De esta se decía que no era un astro, sino un planeta ocupado por unos seres que recibían por nombre… los ocultos.

Tales engendros se alimentaban de todo aquel que se cruzase en su camino o que no estuvieran protegidos cuando asaltaban los restantes planetas. Hecho que solo sucedía cuando su luna dominaba los cielos.

Mas si los habitantes de Meira habían conocido todo tipo de penalidades, su tortura aún no había acabado, pues entonces llegó Juraknar.

De ojos violetas, señal de los inmortales, iba también marcado por el poderoso y temido dragón negro, quien era parte de él. De este obtuvo el control sobre bestias, además de un extraordinario poder. Aunque, hasta para un ser poderoso como él, había cosas que escapaban a su control.

Era hijo de una poderosa bruja que con sus propias manos derrotó a un dragón. Para celebrar su triunfo se bañó en su sangre, bendiciendo su victoria, y meses después dio a luz un niño, portador de la inmortalidad, quien, para su mala fortuna, se llevó su vida.

Durante siglos Juraknar fue educado por ambiciosos consejeros que le enseñaron a usar su extraordinario poder. Muchos fueron los que se revelaron a tal ser, ya que odiaban las sombras y el manto gris que cubría los días. Entre esa valiente gente estaban los elegidos. Cinco personas de cinco razas diferentes que encontraron el valor para hacer frente a su enemigo, ya que anhelaban la paz para Meira.

Los elegidos poseían grandes habilidades, pero nada pudieron hacer contra Juraknar, quien los venció en batalla, quedando toda Meira bajo su control.

Los dos soles dejaron de bendecir bosques y praderas por deseo del hombre. También prohibió decir su nombre: quien osara hacerlo sufriría graves consecuencias. Se rumoreaba que se vería engullido y desgarrado por un dragón que surgiría de la nada.

La humanidad se rebeló. Atacaron la fortaleza de Juraknar, sin ningún éxito. Algunos llegaron a tocar a su enemigo e incluso amputaron partes de su cuerpo, pero estas se regeneraron como si de una serpiente mudando la piel se tratara.

Se dieron por vencido, aferrándose a una profecía que hablaba sobre un año muy especial: el año del dragón.

Dicho año dos niños serían bendecidos por el fuerte y bondadoso animal, el que carecía de alas y al que veneraban por su inteligencia y fortaleza. Su bondad era conocida, al igual que su furia si se despertaba. Los elegidos tendrían la fortaleza suficiente para acabar con el inmortal y su tiempo de desolación.

La profecía y la Oculta eran las dos cosas que más temía Juraknar. Una luna sobre la que no tenía control, ni sobre lo que allí habitaba. Por eso, cada noche que la Oculta asomaba a sus cielos, un numeroso ejército vigilaba su fortaleza. Encontró la solución a un problema, pero no a la profecía. Temía los años del dragón, ansiaba su finalización y que con la primera luna entrara el nuevo año, el siguiente en la lista: el de la serpiente.

Solo halló una manera para evitar la profecía. En un acto ruin y cobarde, dio muerte a cientos de mujeres encinta. La matanza era llevaba a cabo cada doce años, evitando que los niños que deberían acabar con él nacieran.

Hijos del dragón (Juraknar)

«Una noche común y corriente del año del dragón, el cielo oscuro se teñirá de sangre y los cinco planetas se alinearán. A esta clase de extraños fenómenos se le unirá el que las cuatro lunas asomen en el cielo, incluida la Oculta. La señal hará su aparición con el año del dragón y un dragón surcará los cielos en busca de los elegidos, los protegidos, nacidos en su año. Con su garra bendecirá al nacido y al primogénito, concediéndoles su poder y furia, fuerza suficiente para derrotar al inmortal y cesar así con su reinado de oscuridad. Los elegidos con la señal nacerán. Hijos del dragón. ¡Temedlos!, con ellos el reinado del inmortal llegará a su fin.»

El anciano cerró el pergamino y miró a su señor. Permanecía aburrido ante sus palabras. Él sabía que un hombre tan fuerte como él no temería tal mensaje. Se lo había repetido a lo largo de los últimos nueve meses, cuando cada noche se presentaba ante el trono y le leía la advertencia sobre su posible derrota.

Sus palabras no parecían haberle afectado. Nada en su semblante mostraba emoción alguna. Era alto y fuerte. Llevaba años entrenándose en toda clase de artes. Su pelo rojo caía liso y brillante sobre la espalda, por encima de una armadura verde oscura. Una fina barba rodeaba su prominente mentón. La nariz, de forma aguileña sobresalía en su rostro, incluso más que sus pobladas cejas, bajo las cuales se encontraban dos brillantes ojos violeta.

Juraknar, el último de los inmortales, había dejado de crecer cien años atrás, cuando alcanzó los cuarenta años de edad humana. Uno de los dones que, aun a pesar del tiempo le sorprendía, era el de comprender a bestias inhumanas.

El anciano sabía que la profecía se cumpliría, al igual que se cumplió la que anunciaba que de una mujer humana nacería el inmortal. El niño portador de ojos violeta, señal de los inmortales, que habían desaparecido siglos atrás en una gran guerra ancestral entre humanos e inmortales.

Juraknar bebió un gran sorbo de su delicioso vino y miró al anciano; se encontraba delante de él, tembloroso, vistiendo una túnica con líneas verdes y doradas y un dibujo de un dragón negro con ligeras escamas rojas sobre su pecho. Sostenía en sus manos la profecía, vieja y arrugada.

Según el consejero, los niños debían nacer en el año del dragón. Juraknar no entendía qué podía significar aquello, pero obtuvo la explicación del anciano. El año del dragón formaba parte del horóscopo oriental, y el año en el que estaban era precisamente el de dicho animal. Sabía que el horóscopo estaba compuesto por once bestias más, pero eso no le importaba, solo deseaba que su reinado siguiera como hasta ahora.

Con el nuevo año dejaría de escuchar cada día la profecía. Se encontraban en el noveno mes; tres meses más y todo habría acabado. Se puso en pie y caminó por la sala. Sus consejeros le recomendaron, como cada año del dragón, asaltar Draguilia, el planeta más alejado del suyo, bendecido por el dragón, al que sus habitantes veneraban, admiraban y hacían ofrendas. Una vez allí, debía matar a todas las mujeres encinta.

Pero él no quería hacer nada de eso. En Draguilia solo había templos, pagodas, islas y gente humilde. No era un reto atacar ese lugar; sus moradores eran pacíficos y buenos constructores, y tenía pensado algo para ellos: utilizaría su inteligencia y diestras manos para ordenarles la construcción de un castillo en cada uno de los planetas. Así cada raza de Meira sabría quién era su señor y a quién deberían venerar.

Se volvió a servir otra gran copa de vino y se dirigió a la ventana. Allí contempló dos enormes lunas; no, tres; no, cuatro. La copa se deslizó por sus dedos. Se asomó a la ventana intentando fijarse mejor en aquella escalofriante imagen. No eran las lunas lo que ocupaban las noches; estas se encontraban a su espalda, tres blancas y llenas, y junto a ellas la Oculta, la que nunca hacía aparición junto a las otras.

Era un mal presagio, una mala señal: los planetas estaban alineados y el cielo, oscuro hasta aquel momento, comenzó a teñirse de rojo. Entonces lo comprendió: la profecía era cierta.

Antes de que fuera demasiado tarde, debía matar a los niños y para ello invocaría todo tipo de bestias.

***

Draguilia, planeta bendecido por el bondadoso dragón, no podía salir de su asombro. Todos sus habitantes salieron de sus casas, a pesar de que la Oculta se mostrara como tantas otras noches; nada en el mundo podría impedirles ver el enorme dragón que salía del océano y comenzaba a enroscarse en el cielo.

El animal giró sobre sí mismo varias veces y por fin se irguió y ágilmente comenzó a surcar los terrenos de Draguilia hasta llegar a su destino, Aldea de la Luz. Ante el asombro de cientos de personas, bajó a tierra firme y atravesó una pequeña cabaña como si de un fantasma se tratara. Era la casa de Wang Xin, humilde campesino casado con Xiao Mei, la cual acababa de morir al dar a luz a su segundo hijo.

El dragón rozó con una de sus garras el hombro del recién nacido, bendiciéndolo con su sabiduría y poder, y luego se dirigió hacia el mayor de los hijos, de dos años, quien, a pesar de su corta edad, no lo temía. Hizo entonces el mismo gesto: posó una de sus enormes garras sobre él, sin dañarlo. El niño debía ser el encargado de proteger a su hermano, el verdadero elegido por tan poderoso animal.

Tras marcarlos, se esfumó en una nube de polvo azulada, sin que quedara de su presencia nada más que el insoportable griterío de los niños.

Con sus hijos en brazos, Xin salió de la cabaña, dejando el cuerpo sin vida de su mujer en el dormitorio. Debía salvar a los niños, aunque se prometió que después le daría a su mujer un entierro como es debido. En el exterior se encontró con sus vecinos. Todos querían ver con sus propios ojos a los hijos del dragón, los Dra’hi, los marcados por su garra.

Veinte hombres se ofrecieron para acompañarles hasta la pagoda amurallada. Los niños debían ser protegidos y quizás el único lugar en el que podrían estar a salvo sería allí.

Una hora después comenzaban a surcar el agitado océano en una embarcación dorada con la imponente figura del dragón tallada en ella. Esperaban que les diera suerte y que la serpiente marina que habitaba el océano fuera misericordiosa y no les atacase.

***

En Serguilia, una decena de diferentes bestias estaban preparadas. Juraknar alzó la mano; a su gesto se abrió un portal que hacía de puente entre un mundo y otro, y lo cruzaron.

***

El llanto de los niños comenzaba a asustar a Xin. El animal había tocado a su benjamín, momento en el que empezó a llorar, al igual que a su hijo Kun. Intentando encontrar el porqué del llanto, los desvistió. Cuál fue su sorpresa al ver sobre el pecho de los niños el dibujo de un dragón. Asustado por el destino de sus hijos, estrechó con fuerza el cestillo en el que los llevaba, intentando que las aguas no les arrojaran al océano.

De repente gritaron alarmados: una serpiente marina emergió del océano y comenzó a golpear la embarcación. No había hombre que no estuviera preparado para el ataque.

Era enorme, de escamas verdes y una lengua rosada sobresalía entre sus colmillos. El engendro hizo que dos hombres cayeron al agua, a quienes enroscó y llevó a su boca. Aterrados, cargaron lanzas y arcos. Pero no lograron causar ningún daño y la serpiente empezó a enroscar la nave.

El llanto de los niños era ensordecedor y el oleaje se volvía más intenso. Uno de los niños, Kun, se libró del abrazo de su padre y comenzó a arrastrarse desde la popa hasta llegar a la proa y posó sus pequeñas manos sobre la piel de la serpiente. Esta comenzó a hincharse ante los asustados hombres. Uno de ellos descubrió el gesto de Kun y lo apartó de ella con rapidez. De repente todos contemplaron cómo en segundos la cabeza de la serpiente explotó, saliendo agua de su interior. Así, se encontraron libres de su fuerza y comprendieron enseguida el poder de los niños.

Poco después llegaron a la costa. Estaba desierta, ni siquiera los guardias de los monjes les esperaban. Eso les hizo pensar en Juraknar y su posible cercanía.

Los hombres comenzaron a correr entre las cañas de bambú, ligeramente cubiertas por la espesa niebla que se había levantado en la zona. Todo estaba en silencio. Incluso ellos, campesinos inexpertos en la batalla, sabían que algo no iba bien.

Fuertes gritos alarmaron a Xin. Temeroso, se detuvo. Había trampas en el suelo; la niebla impedía verlas y las hojas que caían contribuían también a ocultarlas. Muchos cayeron en ellas y varios colgaban de redes, a merced de lo que el inmortal o sus bestias quisieran hacer con ellos.

—¡Corre! —le gritó uno de sus compañeros.

Y así lo hizo, sin apartar la vista del suelo para evitar ser atrapado. Solo quedaba él para proteger a los niños y un fuerte rugido le hizo correr con más ansia: los perros salvajes habían sido llamadas. Pero al fin distinguió la pagoda entre las cañas de bambú. De cinco pisos, destacaba su brillante pintura roja y las murallas que la protegían. Y tras correr unos metros más, cruzó la entrada y se detuvo en la puerta. Dejó a los niños en el umbral y comenzó a llamar con ímpetu; los rugidos de los perros sonaban más cercanos y temía el porvenir de sus hijos.

—¡Abrid! ¡Por lo que más queráis, tened piedad! ¡Abrid! —gritó, sin recibir respuesta.

Desamparado se giró. Dos caninos enrabietados aguardaban. Miró a su alrededor en busca de defensa y cogió una caña de bambú. Empezó a golpear a los engendros, sin éxito. Uno mordió su improvisada arma para a continuación lanzarse contra él, quien gritó al sentir las mandíbulas clavársele en los brazos; sus garras le destrozaban el pecho y gritaba de dolor, escuchando de fondo el llanto de sus hijos. Todo se llenó de fuego, los monstruos ardieron hasta consumirse, algo que le extrañó. Aquello solo podía significar que Juraknar se encontraba allí; solo él tenía control sobre un elemento tan fiero y despiadado. Agotado, echó la cabeza hacia atrás y vio a dos monjes.

—Pólvora —confirmó el consejero enseñándole un polvo negro—. Puede hacer milagros, se lo aseguro. Shen, por favor, encárgate de él, yo cogeré a los niños.

El joven muchacho que respondía al nombre Shen y llevaba la cabeza afeitada, ayudó a Xin a ponerse en pie y lo condujo al interior.

—Ahora tenemos que poner a salvo a los niños, el inmortal está en los alrededores —explicó Tao, el otro monje.

Se detuvo ante un tapiz rojo con un dragón azul labrado en él, que daba paso a un pasadizo iluminado por antorchas. Giraron en círculo varias veces, llegando a ascender con rapidez, hasta que una puerta apareció ante ellos. Pasaron a una habitación circular llena de alfombras rojas; en el centro de la sala había un pilar con una esfera de cristal suspendida sobre él. Se dejaron caer en las alfombras y, una vez hubieron recuperado fuerzas, los monjes atrancaron la puerta con varios tablones.

—¡Tao! —murmuró Shen, sosteniendo a Xin—. Se está muriendo.

El consejero dejó a los niños en el suelo y corrió hacia el hombre. Sus heridas eran más serias de lo que le parecieron en un primer momento. Lo único que podía hacer por él era aliviar su dolor. Buscó en los bolsillos de su túnica y sacó una pequeña botella de cristal con un líquido azul. Con paciencia, hizo que Xin se la tragara, aliviando su sufrimiento.

—¿Cómo os llamáis?

—Wang Xin, de Aldea de la Luz. Mi hijo... mi hijo ha matado a la serpiente.

—Y vuestros hijos, ¿cómo se llaman?

—Kun el mayor —respondió con esfuerzo—. El menor aún no tiene nombre.

—Llevará el vuestro, por demostrar tal valor para llegar hasta aquí. Los cuidaremos, no los encontrarán.

Xin cerró los ojos para siempre, en paz, sabiendo que sus hijos se encontraban a salvo.

Shen corrió hacia los niños siguiendo las indicaciones de su maestro. Él era un joven e inexperto consejero que solo llevaba unos meses en la pagoda. Mojó varias vendas blancas en un ungüento, mientras que Tao no se apartaba de la esfera, que cambiaba de color por segundos. Prestó atención a su tarea y con las vendas envolvió el brazo y pecho de los niños para tapar la señal. Según su maestro, con el dibujo envuelto dejarían de llorar. Y así fue, los niños dejaron de hacerlo y sucumbieron a un tranquilo sueño.

Los despojó de sus oscuras ropas y los vistió con las de los hijos del dragón: pantalones negros y camisa verde para el mayor, poseedor del agua y azul para el menor, poseedor del aire.

Ya preparados los llevó en el cestillo junto a su maestro. Este posó una carta precintada sobre ellos y dos brillantes amuletos envueltos en un manto azul. Tao cogió a Kun y a Xin y los dejó junto a una pared al fondo de la habitación. Volvió hacia la esfera y posó sus manos sobre ella. Una puerta circular se abrió tras los niños y los engulló con rapidez.

—¿Qué has hecho? —preguntó Shen intrigado.

—He enviado a los Dra´hi a un universo seguro, a un planeta donde dudo que el inmortal busque.

—¿A cuál?

—A la Tierra.

—¡La Tierra! —exclamó Shen sorprendido—. ¿No es ese planeta donde la magia no existe, donde solo viven seres humanos normales, desconocedores de cientos de existencias diferentes a las suyas? —preguntó sorprendidos.

—El mismo. Allí estarán bien. Los he enviado a un lugar donde hay dos elegidos inactivos, que desconocen su poder, y un sabio anciano que vivió en la pagoda hasta hace años. Los cuidarán y velarán por ellos hasta que estén listos para emprender su misión.

Entonces escucharon ruidos y sus peores sospechas se vieron cumplidas: los habían encontrado. La puerta cedió a los golpes del inmortal y este irrumpió en la estancia acompañado de dos bestias y varios espectros.

—¡Han nacido! Hijos del dragón. Temedlos, vuestra sangre será derramada —expresó Tao con firmeza.

Uno de los perros se lanzó directamente a su yugular, matándole en un instante. Juraknar silbó y los animales comenzaron a rodear a Shen. Nada más verlo, supo que de él obtendrían respuestas. Posó su mano sobre la afeitada cabeza del muchacho y la apretó con fuerza.

—¿Los niños? —inquirió. No obtuvo respuesta y apretó con mucha más fuerza.

Shen, dominado por el miedo, señaló con la mano derecha hacia la esfera azul que brillaba intensamente y Juraknar comprendió que ya no estaban en Draguilia.

—¿Adónde los habéis enviado?

—Al universo.

Al universo. Había cientos de ellos, pero solo conocía una parte que no llevara nombre, un lugar con un solo sol y un planeta habitable de nueve.

—¡¿A la Tierra?! —preguntó alarmado.

El joven consejero asintió, avergonzado por su traición.

—¡Matadlo! —ordenó a dos seres ocultos en sendas capas negras que estaban situados tras él. Estos comenzaron a flotar por la sala mostrando en ocasiones sus afiladas garras.

—¡Por favor, escuchadme! —suplicó Shen—. No conocéis la leyenda al completo. Hoy han nacido los hijos del dragón, pero desconocéis parte de la historia. Dos niños más nacerán, los hijos de la serpiente.

—¿Cuándo?

—El próximo año, coincidiendo con el año de la serpiente. Por favor, no me matéis.

—Habla y puede que no lo haga.

—Los hijos de la serpiente están destinados a ser los guardaespaldas de los hijos del dragón. No serán tan poderosos como ellos, pero podrán hacerle frente. Tendrán los mismos poderes y marcas grabadas en su piel. Nacerán el próximo año, aunque uno de ellos ya habrá nacido y con el nacimiento del segundo la marca de la serpiente comenzará a dibujarse en el pecho. Pueden ser tu salvación.

—Id planeta por planeta y traedme a todas las mujeres encinta con un hijo ya nato. ¡Rápido! —apremió Juraknar.

Algunos espectros salieron de la sala, dejando allí a su señor y al monje. Juraknar caminó hacia Shen y lo arrastró hasta la pared del fondo. Después tomó sus manos desnudas y le obligó a posarlas sobre la azulada esfera. Era un objeto mágico transportador que le llevaría hasta los niños; al instante la puerta se abrió y miró al único espectro que permanecía en la sala.

—¡Llevadlo a mi castillo! —ordenó—. Allí pensaré qué hacer con él.

Sin mirar atrás, saltó al interior de la enorme puerta para caer en un planeta desconocido.

La leyenda ha nacido (Clay)

16 de septiembre. En una pequeña localidad de la Tierra.

Año del dragón

Todo tipo de objetos cubrían el suelo, donde abundaban restos de vehículos. Los supervivientes del coche estrellado contra un camión no dejaban de golpear los cristales intentando hacerlos trizas. Con horror observaban que la gasolina cubría el asfalto y gritaron cuando esta se incendió.

Entonces él apareció en medio del accidente; de repente, de la nada y vio como su familia hacía cuanto podía por abandonar el vehículo. No entendía qué ocurría; hacía unos minutos estaba en su habitación cuando un fuerte dolor de cabeza lo sacudió con violencia. Incluso sintió que perdía el conocimiento. Los párpados le pesaban muchísimo y cuando abrió los ojos estaba frente al coche en llamas de su familia. Corrió hacia ellos, pero una explosión de fuego lo lanzó hacia atrás. Desde el suelo escuchaba los desesperados gritos de su madre, padre y hermana. Chilló de impotencia, y de pronto todo a su alrededor explotó: el camión, el coche, no quedó nada, solo un enorme cráter.

Angustiado se miró a sí mismo, a sus manos. Cada vez se volvía más traslucido y desapareció del lugar del siniestro.

Despertó gritando y sudando, maldiciéndose por la repetición del sueño. Hacía diez días que su familia había muerto en extrañas condiciones en la carretera. No quedó nada de ellos, tan solo un cráter. La policía lo interpretó como una explosión debida a los productos inflamables que el camión transportaba, pero él sabía que nada de aquello era cierto. Él había hecho que se consumieran con su extraño poder de romperlo todo cuando se encontraba furioso o perdía los nervios. Él, Clayton Wood, hijo del famoso médico Charles Wood, tenía un gran problema para el que estaba seguro nadie encontraría explicación.

Se puso en pie y salió de su espaciosa habitación para dirigirse al baño, donde la parpadeante luz le incomodó. Desde que su familia había muerto tenía la gran mansión algo abandonada. Había despedido al servicio ya que le molestaban sus continuos susurros y la eterna lástima que mostraban hacia él. Sabía cuidarse y lo haría a pesar de sus recién cumplidos dieciocho años.

Se miró al espejo y casi no se reconoció. Bajo sus ojos negros había dos grandes bolsas oscuras y su pelo castaño y ondulado se encontraba erizado. Además había perdido mucho peso. Era muy alto y su pésimo estado le devolvía a su aspecto de quinceañero.

Abrió el grifo y se lavó la cara. Se sentía incapaz de dormir y no quería esperar pacientemente a que el sueño acudiera a él, temiendo además revivir la pesadilla donde mataba a su familia. Volvió a su habitación y encendió la luz. Su cama individual, que decoraba el centro de la habitación, estaba llena de ropa, al igual que toda la estancia. El armario, a su izquierda, tenía las puertas abiertas y no había prenda colgada en su interior, se hallaba esparcida por el dormitorio. Su escritorio, situado bajo la ventana, estaba lleno de sobres rotos y cartas arrugadas.

Comenzó a buscar por la habitación hasta que bajo la cama encontró sus zapatillas de deporte. Siguió rebuscando y dio con un chándal y una camiseta negra de manga corta. Se cambió y en segundos se hallaba corriendo por el bosque. Vivía aislado frente al lago, rodeado de árboles enormes de los que caían hojas secas debido a la cercanía del otoño. La noche era fría y una pequeña niebla comenzaba a formarse en el suelo. Una luz, no muy lejos de él, le hizo detenerse; su corazón se aceleró y no podía dejar de preguntarse si lo que veía era cierto.

Algo parecido a una cesta caía suavemente del cielo, hasta que débilmente se posó sobre el suelo. Se acercó y vio a dos niños durmiendo en su interior. Miró hacia arriba y el círculo de luz se fue cerrando hasta que no quedó nada de él. Cogió la carta que descansaba sobre el regazo del niño mayor y la observó. No entendía nada, pero le pareció escritura china y volvió a mirar a los niños. No podía dejarlos solos en el bosque, se morirían helados o devorados por algún animal.

Tomó la cesta y comenzó a correr en dirección a la ciudad. Conocía un restaurante chino y quizás allí supieran traducirle aquel escrito y saber así qué hacer con los niños. Pensaba que lo mejor era llevarlos a la policía, pero admitía que se moría de ganas por saber qué decía aquel texto. Los había visto caer del cielo, de un círculo azul que se había abierto de la nada: se preguntaba si de verdad lo había visto o en realidad se estaba volviendo loco. Pero eso no le importaba; últimamente su vida había sido una completa locura y ya nada tenía sentido para él. Quizás años atrás ver a dos niños caer del cielo le hubiera alarmado, pero no ahora, donde todo aquello en lo que creía se desmoronaba como un castillo de naipes.

Agradeció que fuera medianoche y que no hubiera nadie en las calles. Caminó en silencio. Atravesó una urbanización de casas blancas con cancelas negras en la entrada, giró a la izquierda y salió a una larga calle de mismas características.

Siguió recto durante un rato hasta llegar a una plaza de baldosas rojas y amarillas. Se adentró en ella y no muy lejos divisó el restaurante. El rótulo estaba encendido, por lo que supuso que aún no habían cerrado. Corrió hacia él y se detuvo. El restaurante se llamaba El Dragón, y un enorme y alargado dragón de piedra roja lucía debajo del nombre. Empujó la puerta y entró. Estaban cerrando; las sillas estaban colocadas encima de las mesas y un chico vestido con pantalones oscuros, camisa blanca y un pequeño delantal blanco que caía bajo sus caderas barría con firmeza el tosco suelo.

—¡Estamos cerrando! —confirmó el chico. Con aspecto cansado se quitó el delantal y miró con gesto serio al joven—. Venga mañana, por favor.

—Tienen que ayudarme, he encontrado a estos niños.

—Quizás sería mejor que los llevara a la policía —gruñó molesto el muchacho. Estaba agotado y lo último que quería era que la hora del cierre se alargara debido a la llegada de un desconocido. Era un chico alto y delgado, de quince años, con una espesa cabellera negra y ojos marrones—. No creo que aquí te podamos ayudar.

—Hay una carta —interrumpió Clay con rapidez—. Creo que es chino.

El chico se acercó a Clay y observó la cesta, donde vio a los dos niños durmiendo, ambos de rasgos orientales y vestidos de manera extraña. Tomó la carta cerrada con sello de cera y observó la escritura. No la había visto en su vida y no entendía nada. Rompió el sello y lo ojeó. Volvió a doblarla y la dejó encima de los niños.

—Lo siento, no puedo ayudarte. Es chino, pero creo que bastante antiguo, no lo entiendo.

—¡Xinyu! —dijo una anciana voz desde la lejanía.

—Abuelo, estoy hablando con este chico, espera un momento.

—Trae la carta —exigió.

Xinyu suspiró y, tras hacer un gesto al joven, tomó a los niños y ambos se dirigieron a la parte trasera del restaurante. Tras abrir una puerta se encontraron con un anciano de pelo canoso sentado frente a un televisor, atusándose su blanca barba. Tomó la carta con malos modales y comenzó a leerla.

—¡Deja a los niños en el diván! —ordenó.

Xinyu obedeció a su abuelo.

—Perdona los modales de mi abuelo —se disculpó Xinyu—. Y los míos propios. Me llamo Xinyu Zhang y él es mi abuelo Hong.

—Clayton Wood, pero llamadme Clay.

—Siento lo de tu familia.

Clay asintió en silencio. Toda la ciudad sabía de la muerte de su familia ya que no era muy grande y vivían aislados entre montes. Casi nada salía o entraba de la pequeña ciudad llamada El Valle.

—¡Han nacido! —exclamó el anciano—. Hijos del dragón, han nacido —gritó poniéndose en pie.

—Abuelo, por favor, tranquilízate. Eso que dices no tiene sentido, es un cuento que me contabas de niño. Por favor, no confundas la realidad con la ficción.

—¡Estúpido ignorante! —escupió molesto el anciano—. No estoy confundiendo nada. Ellos son los hijos del dragón y Juraknar los está siguiendo. ¡Hay que protegerlos!

—Abuelo, ese tal Juraknar solo está vivo en tu imaginación. No existen los inmortales, ni la magia. ¿Te has tomado la medicación?

—¡No! Eres un insolente; he cuidado toda la vida de ti y así me lo pagas, ¡insultándome! Os lo demostraré. Es más, ahora mismo a los dos os voy a dar respuesta sobre vosotros mismos. Estoy seguro de que en los últimos años habéis notado cosas extrañas en vosotros mismos, y no me refiero hormonales, sino que hacéis cosas que no podéis controlar. Tú —señaló a su nieto—, sé que puedes manipular la mente de la gente, hacer que hagan lo que quieras. Lo sé porque es lo mismo que hago yo, pero aún tienes mucho que aprender. Y ni te atrevas a negarlo, porque sé cuándo mientes.

Xinyu refunfuñó molestó y tomó asiento junto a los niños. Durante su vida había oído cuentos de toda clase, en especial el de los hijos del dragón, uno sobre dos niños que nacerían y llevarían sobre su hombro y pecho la marca de un dragón. Ellos serían los elegidos para hacer frente a Juraknar, inmortal controlador de bestias, demonios y horribles y deformadas criaturas. Este ser, según la leyenda, tenía bajo su control y miseria cuatro planetas diferentes y cuando estos se alinearan los niños nacerían. Poseerían grandes poderes y excelentes habilidades para luchar por su destino y la liberación de Meira. Se acercó al mayor de los niños; le desabrochó algunos botones y vio su pecho envuelto en vendas. Con sumo cuidado las retiró y apreció una marca de varios colores. La voz de su abuelo le hizo apartarse de Kun y prestar atención.

—¿Qué has notado en los últimos años? —preguntó Hong a Clay.

—¡Nada! —contestó con rapidez.

—Chico, mientes fatal. O confiesas por ti mismo o me veré obligado a adentrarme en tu mente y averiguar qué escondes.

—Perdóneme, pero no le creo.

—Muy bien, tú mismo. Te lo advierto, no resulta nada agradable cuando una persona se interna en la mente de los demás, pero ya que no hablas por las buenas, lo harás por las malas.

El anciano se puso en pie. Con paso lento y apoyándose con su mano derecha en un bastón de madera, caminó hacia Clay. Vestía de una manera extraña: un enorme kimono rojo que le llegaba hasta sus ancianos y debilitados pies y se cerraba en la cintura con un fajín dorado. Se detuvo ante el joven y miró fijamente a sus ojos negros.

Un pinchazo le atravesó. Era insoportable. Se tocó la frente y se apartó de Hong, pero aun así el pinchazo persistía y sintió como si alguien hurgase en el interior de su cabeza. No le gustó la sensación. Tenía muchas cosas que ocultar: que era un asesino, que había matado a su propia familia y su incontrolable y maldito poder. Se alejó del anciano hasta tropezar con la pared, pero aun así la invasión a su intimidad seguía. De pronto cesó y la voz del hombre interrumpió sus pensamientos.

—Haces explotar las cosas y apareces donde quieres —confirmó el anciano—. Gran poder, mucho poder, aunque deberás aprender a controlarlo. Antes de seguir con la explicación y designar vuestros cargos, os diré que sois los elegidos —dijo eufórico—. Sellaremos los poderes de los pequeños y activaremos sus guardianes.

Tanto Clay como Xinyu se miraron sin entender nada y observaron los movimientos del anciano. Se dirigió hacia los niños y de la cesta tomó los dos colgantes en forma de dragón. Apartó las vendas del mayor y en el cuello le colocó el colgante que tenía la piedra verde; a continuación dejó el otro amuleto sobre el bebé. Posó las manos sobre el pecho de los niños y un pequeño torbellino se fue creando alrededor de Hong hasta alcanzar una gran altura y encerrar a los niños y a él. Sus ojos se volvieron blancos. Del pecho de cada niño fue saliendo una esfera: una verde en el mayor y otra azul en el bebé. El torbellino desapareció y el anciano caminó hacia los dos estupefactos jóvenes aún con los ojos en blanco. Se detuvo ante ellos con una esfera de cada color en sus manos y esperó pacientemente. Una puerta circular azul se fue formando sobre la cabeza del hombre; este lanzó las dos esferas a su interior y todo volvió a la normalidad, como si no hubiera sucedido nada extraño. El anciano se giró hacia los niños y tomó al mayor en brazos.

—¡Xinyu, ven un momento!

Su nieto lo hizo, aterrado y nervioso, sin saber qué esperar, y se detuvo ante su abuelo.

—¡Toma el colgante! —explicó y esperó hasta que Xinyu lo hizo—. Ponlo en dirección al niño y aléjate unos pasos.

Lo hizo sin decir palabra. Sorprendido, vio a su abuelo despertar al niño, que rompió a llorar.

—¡Aparece! —gritó Hong.

Una luz verde salió del interior del colgante y fue a parar al suelo, donde empezó a surgir un dragón. Su tamaño no era muy grande, mediría poco más del metro y medio, una larga melena verde recorría su alargado cuerpo y en su fiera boca se deslizaba una escurridiza lengua.

Clay se frotó los ojos sin poder creer lo que veía.

—¡Es tu protegido! —dijo el anciano mirando a los ojos al animal—. Debes cuidarle —dijo sin apartar su mirada de él y tomó del mentón a Kun obligándole a que lo mirase fijamente.

El dragón se irguió y voló hasta el techo de la habitación; allí se enroscó sobre sí mismo y se lanzó con fuerza contra el amuleto, donde desapareció.

Xinyu, con manos temblorosas, le ofreció a su abuelo la joya y lo dejó caer sobre el pecho del niño. Se dirigió hacia Clay y le obligó a tomarlo en brazos mientras él se ocupaba de Xin. Hizo lo mismo que con el anterior: le desvió el vendaje e hizo llamar al dragón. Este apareció. Era idéntico al otro, aunque de menor tamaño y su pelaje era azul.

Hong volvió a posar a los niños en el cestillo y obligó a los jóvenes a tomar asiento. Estaban pálidos y temblorosos, por lo que les sirvió una taza de té caliente con la esperanza de que eso les tranquilizara.

Clay y Xinyu bebieron y miraron al anciano, esperando recibir respuestas sobre lo qué había pasado. Todo cuanto ellos creían había sido destrozado. En unos minutos habían visto un dragón aparecer de un amuleto, un anciano haciendo cosas extrañas y aún tenían que saber qué pasaría con los niños.

—El universo está formado por muchísimos sistemas solares —explicó Hong—. Y en uno de estos, con dos soles y cuatro lunas, está Meira que además cuenta con cinco planetas. Los niños han nacido en Draguilia, pero otros más componen Meira: Lucilia, Aquilia, Crysalia y, por último, Serguilia, morada de monstruos y hogar de Juraknar.

»Hace ciento cuarenta años, en Serguilia nació un niño. Su nacimiento fue extraño: su madre, una bruja, mató a un dragón y se bañó en su sangre y poco después dio a luz a un niño. Sobre su hombro izquierdo se ve con claridad el dibujo de un fiero dragón negro dispuesto a lanzar bocanadas de fuego. Él es inmortal y por eso es poseedor de ojos violeta. No os podéis imaginar lo elevado que es su poder; todos, incluso yo mismo, tememos nombrarlo. Juraknar ha sumido en la miseria a todos los planetas. Hasta hace horas solo Draguilia tenía una existencia normal. Busca algún secreto que él conoce y nosotros no, pero el caso es que ha destruido todos los planetas y ha matado a sus respectivos elegidos. Hace veinte años yo emigré de Draguilia, de la pagoda amurallada, para cuidar a mis nietos —dijo. Miró fijamente a Xinyu, quien poco a poco iba recuperando el color en su rostro—. Incluso entonces sabíamos que nuestra existencia estaba condenada, y por ello cada doce años, con el año del dragón, implorábamos para que el animal bendijera a dos niños, hacíamos ofrendas, nos comportábamos de la mejor forma posible... Mas con la entrada del año nuevo todas nuestras esperanzas se esfumaban. Pero ahora han nacido y han sido enviados a quien los cuidará —dijo dando por finalizado su historia. Tomó un sorbo de su té humeante y ceñudo miró hacia Clay.

—¿Yo? —preguntó alarmado—. Es imposible, no sé nada de niños. Además, no dejarán que un hombre soltero cuide a dos niños hallados en el bosque.

—No es problema, manipularé la mente de todos. Los niños estarán bajo tu cargo. Cayeron ante ti porque eres el más fuerte de nosotros. Deberás velar por los chicos incluso con tu vida.

—¡Es imposible! —replicó—. No sé qué hacer, solo tengo dieciocho años, no sé cuidar a dos niños, y mucho menos a dos especiales, diferentes.

—Ahora son normales. He sellado sus poderes, pues ahora, con su corta edad, solo causarían daños y pesares a las personas cercanas. Cuando estén listos los recuperarán. Los he enviado a Draguilia, a la Caverna de Hielo. Juraknar no entrará allí.

—¡Abuelo, ahora están en peligro! Los has vuelto vulnerables.

—Tienen a sus protectores. Si alguien osa hacerle el más mínimo daño, el dragón aparecerá. Además, mientras lleven los amuletos, Juraknar no los encontrará, están a salvo. No te preocupes por los niños —dijo a Clay—. Nosotros te ayudaremos todo lo posible.

—El dinero no es problema —añadió Clay—. Mi padre me ha dejado una fortuna con la que podré vivir el resto de mi vida.

—Xinyu te ayudara, no te angusties.

—¡No voy a cuidar a dos mocosos! —replicó Xinyu indignado.

—¡Oh, sí, sí lo harás! —dijo su abuelo—. Te irás a vivir con Clay, donde le ayudarás con el cuidado de los niños y desde su más corta edad les irás enseñando todas las artes de lucha que conoces.

—¡Pero abuelo!

—Nada de peros, haberte pensado mejor el haberme considerado loco.

Clay rió ante la discusión de abuelo y nieto y se sorprendió al sentir alivio porque los niños estuvieran a su cargo. Con ellos llenaría su silenciosa casa y además tendría la ayuda de Xinyu; quizás el no estar tan solo podría hacer que por unos segundos olvidara el terrible crimen que había cometido.

Tomó asiento junto a Kun y Xin y suspiró. Esperaba que no le dieran mucho trabajo y poderlos cuidar bien, aunque algo le decía que la tarea iba a ser muy dura.

***

El portal que había creado Juraknar se abrió y cayó en un bosque. Sentía el poder de los Dra´hi cerca, era inmenso, y la ansiedad comenzaba a apoderarse de él. Ahora se arrepentía de no haber escuchado a sus consejeros. Pero su imprudencia tenía solución. Eran unos críos, no sería difícil arrebatarles la vida. Se guío por su poder hasta que salió del bosque y fue a parar a una silenciosa ciudad. Nadie caminaba por las calles, todo estaba en silencio y la niebla comenzaba a dificultarle la visión.

Un fuerte tirón le atravesó el pecho. Había dejado de sentir a uno de los niños. No sabía qué podía significar aquello, quizás hubiera muerto, quizás a ambos los habían matado. Necesitaba la ayuda de su consejero y él no estaba allí. Al instante sintió otra punzada y dejó de sentir al bebé. Frustrado y sin entender lo que ocurría gritó histérico y observó cuanto le rodeaba. Odiaba el planeta al que había ido a parar. Era extraño y bastante iluminado, lo cual no soportaba por lo que hizo explotar todas las bombillas. Entonces escuchó débiles e inseguros pasos y pensó que podía divertirse en ese planeta antes de volver a su hogar.

Poco después regresaba a su hogar en Serguilia. Caminó por largos pasillos iluminados por antorchas, por fuego, elemento odiado por los hijos del dragón y con brusquedad abrió la puerta que daba paso a la sala del trono. Este tenía la forma de una fiera y despiadada boca de dragón; a su derecha se encontraba una pequeña mesa con una jarra de plata llena de vino. Caminó hacia el trono y bruscamente se dejó caer en él. Se sirvió una copa e hizo llamar a su consejero, quien no tardó en acudir a su llamada, tembloroso y muerto de miedo.

—Seguí a los niños hasta la Tierra y dejé de sentirlos. ¿Qué significa?

—Sus protectores los amparan —comunicó—. Hacen que no sientas nada de ellos, pero están con vida: dos pequeños dragones que irán creciendo conforme vayan pasando los años los protegen en un amuleto.

—¿Han encontrado a la mujer? —preguntó hoscamente.

—Sí.

—Hacedla pasar —ordenó.

En la sala irrumpieron dos guardias vestidos con armaduras negras escoltando a una bella y joven mujer de cabellera rubia y brillantes ojos azules. De su mano iba un niño de tres años con brillante y ondulado pelo rubio y fríos ojos azules. El estado de embarazo de la muchacha era evidente y no le gustó nada la postura del niño. No quería que sus discípulos fueran unos críos dependientes de su madre; no tendría más remedio que esperar pacientemente a que naciera el segundo y si entonces fueran bendecidos con la marca, tendría que solucionar el problema de la madre.

—Mi señor, es la única mujer que hemos encontrado encinta con un hijo mayor, todas o bien tienen más a su cargo o esperan su primer hijo. Habréis de tener en cuenta, mi señor, que prácticamente habéis acabado con la humanidad del en Meira.

—¿Dónde la habéis encontrado?

—Aquí mismo, mi señor, en Serguilia. Fue una de las pocas que os prometió fidelidad. Su marido era uno de nuestros guardias.

—¿Era?

—Opuso resistencia al llevarnos a su mujer —susurró—. A la joven le hemos hecho creer que lo mató una de las bestias y que ella ocupará el castillo en pago por los fieles servicios de su fallecido marido. El hijo mayor se llama Nathrach. Extraño nombre, pero denota fuerza.

—Gracias, ya me ocuparé yo. ¿Cuándo dará a luz?

—A finales del segundo mes del nuevo año, según las cuentas.

—Muy bien, esperaremos pacientemente hasta entonces y si no aparecen las marcas, nos desharemos de ellos.

El consejero asintió nervioso. Hacía años que no veía a su señor tan fuera de sí; a cualquiera que lo viera podía parecerle tranquilo y sereno, pero él lo conocía bien: aquellos ojos violetas llameaban en furia contenida y aún quedaba un tema por aclarar.

—Mi señor, tenéis que decidir qué hacer con el joven que habéis hecho traer de la pagoda.

—¡Oh, ese! Lo olvidé por completo. Cortadle la lengua por la traición a su propio pueblo y llevadlo a una de las mazmorras, ya pensaré qué hacer con él. Quizás me sirva para algo, necesito saberlo todo sobre los hijos del dragón.

***

Los meses transcurrieron con normalidad. Cada día visitaba el lugar al que habían enviado a los niños, pero nunca sentía nada y se olvidó de aquel planeta; no le gustaba visitarlo, a pesar de lo que se había divertido en él.

Cuando los hijos de la serpiente fueran mayores, ellos se encargarían de buscarlos y darles muerte. Según la historia, serían tan fuertes como los otros dos críos y podrían llegar a sentirlos con facilidad.

En el segundo mes nació el segundo niño esperado, que recibió el nombre Nathair. Era tres años menor que su hermano y con el nacimiento de Nathair las marcas de una serpiente se fueron dibujando en parte de su pecho y brazo.

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