Despertar

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El suelo comenzó a temblar y el pueblo, asustado, comenzó a protegerse bajo los marcos de las puertas. La sacudida fue tan intensa que los tres cayeron al suelo. Las casas comenzaban a desmoronarse y los hombres que hacían guardia en las torres cayeron a tierra. Las cadenas que sujetaban la puerta de entrada del fuerte cedieron y esta se desplomó, dejando acceso libre a Deppho y bestias, aunque el temblor era tan brusco que ni siquiera los seres inmundos se atrevían a salir de sus escondites.

Xin miró a Niara y comprendió que era ella quien provocaba el terremoto. Había perdido el control.

***

El interior de la pagoda Cerezo no era muy diferente a la que Kirsten había visitado en Draguilia. En esta también abundaban los tapices, aunque destacaba especialmente el árbol del cerezo.

Soo la guío por el interior de la estructura hasta llegar a la última planta. Mamparas blancas eran utilizadas como puertas y en todas ellas estaba dibujada la imagen de un cerezo en pleno florecimiento, cuando la flor de Sakura estaba más bella.

Soo las abrió muy lentamente, la hizo pasar y las volvió a cerrar tras ellos. La habitación estaba prácticamente a oscuras, salvo por un pequeño haz azul que iluminaba un rincón, aunque la figura de una persona lo cubría ligeramente. Era Kaede, la líder de la Orden del Cerezo.

La mujer se giró y a Kirsten le pareció impresionante. Vestía un yukata rojo con varias flores de cerezo repartidas por él. Su expresión era seria y fría y llevaba el cabello, recogido en un complicado moño por el que asomaban varias agujas rojas.

Kaede se apartó y dejó al descubierto un pilar de un brillante rojo con dos sais suspendidos encima y rodeados del fuego azul.

—Estas armas están destinadas a ti, hija del inmortal, pero no te será fácil hacerte con ellas. Esto no es como cuando recuperaste las espadas de los Dra´hi. Aquí el fuego azul es más potente e intenso, pues han de probar tu valía para ver si mereces empuñarla. Ahora ven, guerrera y toma las sais.

Kirsten lanzó un suspiro. Cautelosa avanzó hacia el pilar y se detuvo ante el fuego azul. No veía nada extraño; sus llamas se contoneaban juguetonas y cuando introdujo sus manos en él, un cosquilleo la recorrió de pies a cabeza. Pero fue tocar las armas para sacarlas de allí y las llamas aumentaron, envolviéndola a ella en una bola de fuego azul. Este no quemaba, pero lanzaba sendas descargas a la chica. Tras unos segundos interminables, Kirsten cayó al suelo, convulsionada por el dolor.

—Sabía que no serías merecedora de ellas —confesó, caminando alrededor de la chica. Se agachó junto a ella y tomó la espada que llevaba; Kirsten quiso evitarlo, pero Kaede fue mucho más rápida y siguió dando vueltas alrededor de la chica, sin dejar de hablar—. Ignoro porque el destino dejó caer sobre ti unas armas tan especiales, pero mi función es entregarlas y tendré que prepararte para ello.

Kirsten se había levantado y lanzaba una mirada llena de rabia a la mujer. Entonces esta actuó con tanta rapidez que arrancó otro grito a la chica. La había golpeado con la espada en el brazo y un latigazo recorrió todo su cuerpo al sentir el acero.

—¿Quién eres? —bramó Kaede.

—Kirsten, me llamo Kirsten.

—¡Respuesta errónea!

Kaede asestó otro golpe en los riñones de la muchacha, quien cayó de rodillas debido al dolor que recorría cada fibra de su ser. Y mientras recuperaba el aliento, la mujer hizo la misma pregunta. Kirsten aún no tenía fuerzas para responderla; su cuerpo se estaba recuperando del dolor y al no hablar recibió otro golpe, esta vez en la espalda, como si de un latigazo se tratara.

En ese instante llegó Kun, alarmado y con la cara descompuesta por el dolor. Había escuchado los gritos de Kirsten cuando iba por la segunda planta, y a pesar de cuanto hizo Akane por retrasar su camino, la acabó apartando y con horror observaba lo que sucedía.

Quiso intervenir de inmediato. Detener esa tortura; pero entonces sintió a Akane a su espalda y de inmediato cayó al suelo paralizado. La mujer había incrustado agujas en puntos estratégicos de su cuerpo inmovilizándolo; no podía hacer nada, tan solo mirar.

—No te estoy preguntando por tu nombre, sino por quien eres. ¿Acaso no conoces la respuesta, niña estúpida? —bramó y señaló al fuego que envolvía las armas. Este se extendió hacia Kirsten, envolviéndola en una gran bola donde recibió varias descargas que la dejaron exhausta—. Ahora, respóndeme. No tengo paciencia y ningún inconveniente en matarte debido a una paliza.

Kirsten logró ponerse de rodillas. Tenía la lengua reseca y por mucho que intentase poner en pie, no era capaz. Tragó saliva con mucha dificultad y con la cabeza gacha, respondió.

—Soy la hija del inmortal.

—Bien, vamos aprendiendo —añadió. Se puso tras ella y tiró del pelo de la chica, obligando a que le mirase a la cara—. En esta vida y en esta guerra a la que estás destinada a participar, habrás de enfrentarte en contadas ocasiones a tu origen. Es lo que eres y no puedes escapar de ello. Eres la hija del inmortal, lo eres y nunca podrás escapar de ello. Y hasta que no aceptes tus orígenes, nunca podrás empuñar esas armas. ¿Quién eres? —volvió a preguntar.

Con mucho esfuerzo Kirsten se puso en pie. Apenas tenía fuerzas para mantenerse, pero miró a Kaede.

—¡Soy la hija del inmortal, controladora del fuego!

—¡Di su nombre! —bramó la mujer y agitó la espada. En esta ocasión Kirsten se protegió con su antebrazo, movimiento que ya preveía la mujer y en esta ocasión no se limitó a golpearla con la hoja, sino que le hirió con el filo del arma provocándole una gran herida—. Aún no lo has aceptado y hasta que no sea así, no manejaras al cien por cien tu poder, no podrás empuñar las sais. Las armas sagradas no se reunirán y toda esperanza para derrotar al inmortal será un fracaso. Aunque quizás eso es lo que esperas; reniegas de tu padre, aunque en el fondo puede que seas una mala semilla como él y solo estés impidiendo el fin de esta guerra voluntariamente, porque te gustaría que él siguiera reinando hasta la eternidad.

Tales palabras enfurecieron a Kirsten. Sabía que no debía dejarse dominar por la rabia y la ira, pero no le importaban las consecuencias. Y se lanzó contra Kaede. Asestó un golpe hacia su cara, que la mujer evitó con facilidad; a continuación levantó la rodilla para asestarle un rodillazo, pero la guerrera le propinó un fuerte puñetazo en la rótula que le arrancó un alarido, para a continuación golpearla en diferentes puntos con la espada.

—Tienes a tu alcance la oportunidad de ser elegida para valerte contra el inmortal, para dejar de ser una carga para los Dra´hi, pues acéptalo, es lo que eres ahora.

Lágrimas de dolor mojaron las mejillas de Kirsten. Kun quiso gritar, infundirle ánimo, pero ni una sola sílaba salía de sus labios.

Kirsten tomó aire un par de veces y se limpió las lágrimas. Debía aceptarlo. No había otra manera. Era la hija de un ser despreciable, un degenerado, un monstruo. Llevaba su sangre, era una realidad de la que no podría escapar nunca y con ello dominaba el fuego. No era una chica común y corriente. Por su cuerpo fluía un gran poder; una magia que podía utilizar contra la persona que tanto daño estaba causando: Juraknar, su padre.

Ella marcaba sus pasos, su futuro y forma de ser. Y aprovecharía la naturaleza del fuego para alcanzar sus fines, pues a pesar de todo el mal de su progenitor, algo había sacado en bueno de ello y era el fuego. Lo manejaría a su antojo para liberar a Meira de tal ser.

—Soy Kirsten, hija de Juraknar y portadora del fuego.

Tan solo a Kun le sorprendió el hecho de que cuando pronunció el nombre del inmortal, un vórtice no apareciera en la nada, surgiendo de él un dragón. Pero debía haberlo supuesto mucho antes. Era su hija. No iba a castigarla poniendo en riesgo su vida, así tanto ella como los Ser´hi podían nombrarlo sin sufrir ningún daño por ello.

—Ahora veamos si crees en tus palabras. ¡Toma las sais!

La chica avanzó hacia el fuego e introdujo sus manos en él. El cosquilleo le recorrió de pies a cabeza e inevitablemente tembló cuando empuñó las armas. Pero en esta ocasión las llamas no la castigaron; sino que desaparecieron. Las sais eran suyas y agotada, cayó de rodillas.

Finalmente Soo liberó a Kun de las agujas dejándolo libre y corrió en pos de la chica, cubriendo de inmediato la herida de su brazo con tal de cortar la hemorragia.

—Hemos terminado —dijo Kaede, dándoles la espalda y caminando hacia la puerta—. Contáis con nuestra hospitalidad para pasar la noche. Soo se encargará de todo.

***

Más tarde, Soo había acomodado a la pareja en una estancia humilde. Esta contaba con un futón bastante amplio y tras una mampara, una vasija con un espejo. Los tres estaban en el suelo y la guerrera cosía la herida de Kirsten.

—No parece que haya ningún nervio dañado, aun así, te recomiendo que hagas reposo. Ahora mismo iré a por la comida para que llenéis vuestros estómagos y podáis dormir.

Una vez a solas, finalmente Kun se dirigió a Kirsten. Pero esta estaba demasiado agotada para hablar y tan solo apoyó su cabeza en el pecho del joven.

—Eso ha sido muy duro. ¿Te encuentras bien?

—No hay centímetro del cuerpo que no me duela —susurró, con los ojos cerrados.

Kun no dijo nada más. La abrazó con cariño y solo se separaron cuando Soo regresó con una bandeja. Esta contenía dos bol de arroz y otros dos de sopa. La pareja comió en silencio y nada más terminar, Kirsten se metió en el futón para caer rendida al instante. A poco centímetro de ella, la chica había dejado las sais, sus propias armas.

—Tienen la capacidad de invocar al fuego —añadió Soo mientras recogía los útiles y miraba las sais—. Estoy segura de que las encontrará muy necesarias y estará orgullosa de empuñarlas. Sé que Kaede le ha hecho sufrir, pero por mucho que le pese, es hija de quien es, pero ante todo ha de saber que ella misma será quien marque su camino a seguir, sin importar su sangre o procedencia y creo que hoy aprendido eso.

—Yo también estoy seguro de ello, aunque hubiera preferido que se utilizase otros métodos.

—Hay lecciones que no se aprenden por el camino fácil. Os dejaré descansar. Mañana os acompañaré hasta la salida, además de proporcionar un ungüento para sus heridas y moratones del cuerpo.

—Muchas gracias, Soo, eres muy amable.

La mujer se despidió con un gesto de cabeza y Kun, con cuidado, se deslizó bajo el futón junto a Kirsten.

Ya bien entrada la mañana, Soo los despertó con un suculento desayuno, donde la guerrera les acompañó. Y poco después el Dra´hi dejaba sola a las mujeres. Kirsten se había quedado en ropa interior y con horror observaba enormes moratones por diferentes zonas del cuerpo, allí donde Kaede le había golpeado con la espada.

Soo le estaba aplicando un ungüento rosado, el cual calmaba sus magulladuras y le aseguraba que en pocos días no tendría ni una sola marca. Una vez terminó, le entregó un botecito de barro con un tapón rojo, con dicho linimento.

—Aún hay algo que quiero entregarte. Apareció junto a las sais, aunque nunca estuvo dentro del fuego.

La mujer le mostró a Kirsten un colgante. Era plateado y con forma de fénix; la cola de este era de cristal y de un intenso naranja.

—Ignoro qué significa, pero sé que pertenece a la controladora del fuego.

Kirsten tomó la preciosa joya entre sus manos y la acercó a su pecho. No sabía qué significaba aquello, pero sabía que era especial, pues ese fénix al entrar en contacto con ella le había provocado una sensación de calidez y con mucho cuidado, lo guardó entre sus pertenencias.

Finalmente la pareja se despidió de Soo y emprendieron el camino dirección norte, hacia los montes. Tenían pensado instalarse allí y esperar a Xin, pero alguien les estaba esperando, frustrando así sus intenciones.

17

La orden se separa (Soo)

Tras despedirse de Kun y Kirsten, Soo volvió a su humilde habitación y tomó asiento junto al fino futón que ocupaba el centro de la estancia. Era casi como dormir en el suelo, pero si se quejaba solo recibiría otra de las miradas asesinas de Kaede, y prefería no hacerlo.

Suspiró y de debajo del colchón extrajo un libro. Era de piel negra y estaba cerrado con llave. Sus hojas eran rojas y al acariciar la portada esta emitió una luz intensa y comenzó a moverse bruscamente.

—¡Lixalis, lixalis, dutnli, ubeis ma lai!

A pesar de gritar la orden en el idioma de los ocultos, el libro no obedeció y siguió agitándose. En realidad no era un ejemplar corriente, sino un oculto maldito por las artes de su padre. Este quería conocer sus secretos, qué eran aquellas bestias, que hacían...; pero al no sacar nada de él, y por temor a ser despedazado por sus garras, condenó su alma a vivir en un libro.

El libro fue la obsesión de su progenitor durante gran parte de su vida. Su madre había fallecido debido a la garra de un oculto. La hirió en el rostro y se resistió a su posesión durante días, pero finalmente cedió y Seung, padre de Soo, se juró averiguarlo todo sobre aquellos seres y vengarse.

Soo vio cómo su vida fue tragada por el libro: su padre se pasaba horas y horas con él, decía que sentía que el oculto le hablaba, entendía su idioma y fue describiendo la mentalidad de la bestia, que quedó plasmada en páginas.

Pero catorce años atrás la madre de Kaede se cruzó en sus vidas. La señora de la Orden del Cerezo tenía una hija de una anterior relación, Kaede. La conexión entre ambos fue tal que se convirtieron en matrimonio y Soo no tuvo más remedio que acostumbrarse a vivir con Kaede. Siempre fue insoportable y engreída, porque sabía que sería la sucesora de la orden y, sin embargo, Soo únicamente había ingresado en ella porque su padre se había casado con Tomoko, madre de Kaede.

No le gustó que su padre obligara a Tomoko a que la admitiera en la orden, pues ella podía haber conseguido ingresar por sus medios; pero su padre se negó a que superara tan duras pruebas. Eran una familia, repetía una y otra vez, aunque desde su ingreso en la orden tuvo que demostrar día tras día que ella también podía estar allí.

Pero todo llegó a su fin. Su padre volvió a su obsesión por los ocultos; decía que estaba cerca de conseguir su destrucción, y olvidó a Tomoko, a ella misma y a la pequeña Sun, fruto del matrimonio.

Tomoko murió por depresión cuando ella tenía quince años, y solo dos días después de su muerte vio a Kaede matar a su padre con una katana. Lo contempló impotente e inmovilizada por Akane y Ryoko, y cuando se libró de ellas se enfrentó a Kaede. Esto le salió caro. Tenía poca experiencia y estuvo semanas malherida, tan solo sintiendo a su lado a la pequeña Sun, su media hermana.

Según palabras de Kaede, nadie salía o entraba de la orden sin su consentimiento, y ella, a pesar de su deseo de salir de aquel lugar, no podía hacerlo, ya que había jurado fidelidad al ingresar.

Escuchó el sonido de la mampara abrirse tras ella y escondió el libro, pero no fue suficientemente rápida.

—¡No eres tan diferente a tu padre! ¡Estás obsesionada con el ejemplar que se llevó la vida de mi madre! —le gritó.

Desenvainó su katana, corrió hacia donde estaba escondido el libro e intentó destruirlo, pero el arma se frenó a solo unos centímetros sin llegar a dañarlo, pues un escudo lo protegía, y lanzó a la atacante hacia atrás.

Kaede, humillada, se puso en pie, guardó su arma y abofeteó a Soo por su osadía.

—¡Quedas expulsada! —gritó llena de rabia—. Nunca te ganaste estar aquí y por eso nunca llevarás grabado en tu piel el cerezo. Bajaré dentro de un momento y sí sigues aquí atravesaré tu cuerpo con mi espada.

Kaede desapareció tras la mamparas. Soo recogió el libro, lo envolvió en una tela azul, lo ató a su espalda y salió del lugar que había sido su prisión durante diez años. Era el momento de buscar a su hermana, y para ello solo veía una opción: Lobo Azul. Debía llegar hasta la aurora boreal y viajar hasta Aquilia. Cuando su padre fue asesinado, ella decidió que el pabellón no era el mejor lugar para que su hermana pequeña se criara, y por ello pidió ayuda a alguien: Derek.

Y sin mirar atrás, abandonó la pagoda.

***

Kaede se encontraba en sus aposentos, leyendo un libro de poesía en un diván situado bajo una ventana circular, cuando llamaron Ryoko y Akane irrumpieron en la estancia.

—¿Se ha largado ya?

—Sí —respondió Ryoko—, y no entiendo por qué la has echado.

—Porque no se ganó estar en la orden. Y ahora callad si no queréis que os largue a vosotras también.

Las hermanas no replicaron; se disponían a abandonar la habitación cuando oyeron de nuevo las palabras de la señora de la orden.

—Nos vamos. Nuestra misión aquí ya ha acabado pues las sais han sido entregadas.

—¿Nos separamos? —preguntó Ryoko.

—Sí, la orden se separa. Tengo otros planes. Vuelvo a Lobo Azul, quiero proponerle algo a Lobo.

Akane saltó emocionada por la idea de volver a pisar Lobo Azul. Hacía más de un año que no visitaba el poblado y estaba ansiosa por hacerlo, pues los hombres eran muy apasionados y anhelaba volver a encontrarse con ellos.

—¡Voy contigo! —se ofreció Akane.

Kaede sonrió y miró a sus compañeras.

—Quiero proponerle a Lobo que nos enfrentemos al inmortal.

Ambas se preguntaban si habrían oído bien. Nunca habían escuchado a Kaede decir algo tan descabellado.

—Me marcho. Vosotras podéis hacer lo que queráis.

—Voy contigo —se ofreció Akane—. Seguimos perteneciendo a la orden, iremos contigo a Serguilia y te ayudaremos en esa locura, ¿verdad, Ryoko?

Esta asintió, conforme con las palabras de su hermana, y una hora más tarde las tres abandonaban la pagoda en dirección a las montañas.

***

Para Soo la travesía de los montes fue larga y pesada, y lo peor, las noches de Oculta. Sola, encerrada en cuevas protegidas por un amuleto de madera roja y observando a los ocultos, que no dejaban de acecharla.

Cuando la luna desapareció, salió y sintió frío. Había partido con tanta prisa de la torre que ni siquiera se había preocupado de coger ropa de abrigo. La que llevaba estaba empapada. Si se demoraba mucho en llegar hasta la aurora boreal, moriría de frío. Se estremeció y comenzó a frotarse los brazos. Siguió el sendero por los resbaladizos desfiladeros de los montes, deseando que llegara la noche y estar cerca de su destino. Sus labios estaban agrietados, tenía tanto frío que estaba entumecida y la vista se le volvía borrosa. Apoyó la espalda en las rocas y se dejó caer, diciéndose que solo descansaría un momento.

Un fuerte aullido la despertó. Todo estaba oscuro y la nieve prácticamente la había cubierto. Apenas sentía su cuerpo. Se puso de pie y siguió arrastrándose por el sendero con cuidado. Sus botas resbalaban y se agarraba a las rocas para no caer. En su agonía, cuando sus manos ya no podían ayudarla más, una imagen visitó su cansada mente: Kaede.

Sabía que la señora de la orden disfrutaría con su situación, verla moribunda en los montes Lobo Azul. Se sentía desfallecer y pensaba que lo haría allí, cuando aparecieron unas luces que se convirtieron en la esperanza de salvar su vida. Luces rosas, amarillas, azules y rojas bañaban el cielo. A Soo se le iluminó la cara. Era su oportunidad para salir de allí, y haciendo acopio de fuerzas, avanzó hacia la aurora boreal, deteniéndose a solo unos centímetros. Nunca había viajado a través de ella; tanto su hermana pequeña como Derek, que era un hombre adulto, le habían dicho que era muy doloroso.

Era la primera vez que salía de Lucilia y no sabía adónde iría a parar. Solo con oír nombrar Serguilia se estremecía. Había oído hablar muchas veces de aquel lugar y le aterraba la idea de parar en aquellas tierras. Su destino era Aquilia, el lugar de la reencarnada.

Los temblores volvieron a atacar su cuerpo y las piernas amenazaban con dejar de sostenerla. Se aseguró el libro a su espalda, corrió hacia las luces y desapareció de los terrenos de Lucilia.

Sentía miles de agujas atravesando su febril cuerpo y sus huesos retorciéndose. Gritó, incapaz de soportar el dolor, pero pronto fue disminuyendo y notó que caía en agua. Poco a poco se sumergió más y más. Estaba demasiado cansada para luchar. El agua inundaba sus pulmones y pronto se rindió a la sensación de ser engullida por el océano.

***

Kaede conocía de memoria los pasadizos tallados por los lobos y sus compañeras la seguían, sorprendidas por su buena memoria. Desde que pertenecían a la orden habían visitado el poblado de Lobo en varias ocasiones y solo una vez en compañía de Soo.

Kaede no la consideraba de la congregación y solo había permitido que viajara aquella vez al poblado, para que luego recapacitara sobre todo lo que se perdía por estar encerrada en Cerezo; solo Ryoko y Akane tenían derecho a viajar con ella. Esta última sonrió al ver la entrada al poblado. Nada más entrar, lanzó su capa al suelo dejando al descubierto su vestimenta, que traía de cabeza a todos los hombres.

—¡Chicos, he vuelto!

No tardaron en rodearla, lo cual la complacía. Ryoko se perdió en el poblado y Kaede fue directa a la cabaña de Lobo y entró sin llamar. Al verle, le dedicó una sonrisa A ninguno les hicieron falta más palabras. Debían recuperar el tiempo perdido.

***

Soo volvía a respirar pues alguien la había sacado del agua. Lo tenía enfrente, un hombre desconocido para ella. Estaba empapado; se había arriesgado por ella y le había salvado la vida.

—Gracias. Es la primera vez que lo hago y creo que no ha salido muy bien.

—¿Hacer el qué? —preguntó Clay.

—Viajar a través de la aurora boreal. Perdón, no me he presentado: me llamo Soo y pertenezco a la Orden del Cerezo.

El hombre la miró extrañado, como si no comprendiera sus palabras.

—¿Dónde estoy?

—En Draguilia.

—Draguilia —susurró, y observó a su alrededor.

Estaban rodeados de bambúes que se mecían con el viento. La brisa de la noche era agradable, aunque ella seguía temblando.

—¿Hay algún lugar alto en esta isla?

—No. Los únicos montes de Draguilia están al este, en la isla de los Arqueros.

—¿Está muy lejos?

—Bastante.

Soo se sintió desanimada y se encogió sobre sí misma, luchando contra los temblores que estremecían su cuerpo.

—¿Cómo te llamas?

—Clay.

—Por favor, Clay, llevo días vagando por Lucilia; estoy cansada y tengo frío. Es para mí de suma importancia llegar a las islas del este. ¿Podrías ayudarme?

—Sí, pero antes debes tomar algo y entrar en calor. Vamos a la pagoda.

Clay la ayudó a ponerse en pie y ambos se perdieron entre los bambúes.

***

Kaede dormía junto a Lobo. Su kimono estaba tirado en el suelo de madera de la cabaña, junto a la ropa de Lobo, y ambos hablaban sobre sus futuros movimientos.

—No me parece buena idea —interrumpió Lobo la conversación de Kaede.

—No entiendo por qué.

—Sinceramente, no me atrae que seduzcas al inmortal para clavarle las agujas cuando esté ocupado contigo. Además, en tu plan hay cosas que no encajan. Sabes que su cuerpo se cura con facilidad, eso no le matará.

—Sí le matará, porque las agujas estarán impregnadas en un potente veneno que inmovilizará su cuerpo, y acabará desangrándose —explicó—. Me sorprende que, después de los años que hace que nos conocemos, te escandalices por mi idea. Sabes que siempre he obtenido información de mis rivales seduciéndolos, soy buena haciéndolo; creo que yacer con él será la mejor manera de dar muerte al inmortal.

—No pongo en duda tu poder de seducción; sería bueno acabar con él, pero no quiero verte en su cama.

—¡Será por una buena causa! Soy una guerrera y he terminado con mi cometido en Cerezo. He entregado las sais. Y no voy a permanecer de brazos cruzados esperando que los chicos de la profecía cumplan su misión. Yo también quiero luchar.

Lobo suspiró. Sabía que Kaede prefería ser recordada como la señora de la Orden del Cerezo, antes que morir fracasada siendo una anciana. Y su idea no estaba mal del todo; puede que funcionara.

—Iré contigo —dijo el hombre.

—No voy a dejar que sacrifiques tu vida por mí.

—O vamos los dos o te ataré a esta cama y no te levantarás durante días. Preciosa, puede que seas la señora de la orden, pero yo soy más fuerte que tú. O voy contigo o nada de nada.

—¡Está bien! —gruñó molesta—. Voy a hablar con las chicas, enseguida vuelvo.

Kaede salió de la cama con su cabello negro y liso cayéndole hasta las caderas. Algunos mechones más cortos tapaban su rostro, dándole un aspecto desaliñado a su siempre perfecta apariencia. Cogió varias agujas del suelo y con ellas recogió su pelo con gesto desenfadado, cerró su kimono alrededor de su cuerpo, oyó un fuerte silbido y miró furiosa a Lobo.

—Nena, te conozco demasiado bien —dijo sonriéndole—. Sé que pensabas marcharte sin mí, y no podrás hacerlo, a no ser que quieras enfrentarte a una tribu entera de hombres. Han escuchado mi silbido. Saben que nadie debe abandonar el poblado.

Kaede soltó un gruñido y abandonó la cabaña con un fuerte portazo. No tardó en ver a la esquiva Ryoko sentada junto a un árbol seco y con Nillei a su lado acariciándole la espalda y susurrándole palabras dulces.

Nillei era un joven lobo apasionado y ardiente, además de estar loco por Ryoko. Su cabello era rojo como el fuego y tan liso como el de ella. Vestía ropas oscuras y una capa de oso lo cubría. En su rostro se podía ver su juventud y en sus ojos azules su inocencia.

A Kaede le caía bien, le parecía un chico encantador, pero Ryoko estaba perdiendo la paciencia con él y acabó pegándole un puñetazo en la nariz.

Nillei abandonó el lugar humillado.

—¡Pobre, es muy buen chico!

—Es un pesado.

—¿Qué haces tan sola? ¿No te diviertes?

—No. Sabes que yo no soy como mi hermana. He perdido ya la cuenta de los hombres que han pasado por su cabaña.

Kaede rió y tomó asiento junto a ella.

—Me gustaría que lideraras la orden.

—¡No voy a hacer eso! —replicó ofendida—. No me merezco tal honor, Kaede. Tú eres la señora del pabellón.

—¡Quiero que seas mi sucesora!

—No voy a hacerlo. Si alguien ha de seguir con tu linaje, tiene que llevar tu sangre. Solo tu hermana Sun podrá algún día sucederte.

—¡No quiero nada con esa niña!

—¡No la culpes a ella de los errores de los demás! —dijo con el ceño fruncido—. Sun es inocente y lo sabes.

—Hace años que esa chiquilla se largó de la pagoda, estará muerta.

—No está muerta, Soo se encargó de ello. La he visto un par de veces en los últimos años; se parece mucho a tu madre y adora a la orden. Además, no sé cómo lo conseguiría Soo, pero Sun viste como nosotras.

Kaede soltó un gruñido y se hundió en un pesado silencio.

—Refunfuña todo lo que quieras, pero te equivocaste con la niña.

—¡Eso ahora no importa! —replicó ligeramente enfadada. Estaba cansada de su sermón—. He venido a decirte que serás la sucesora de la orden y acatarás mis órdenes, porque soy tu superiora. Ryoko..., mañana me marcho a Serguilia. Tengo un plan para derrotar al inmortal. Estoy cansada de vivir en penumbras, y ya que las armas sagradas han sido entregadas, creo que estoy perdiendo el tiempo. Paso a la acción.

—Yo te acompañaré.

—¡No harás nada de eso!

—Sí lo hará, y yo también —intervino Akane detrás de ellas, cubierta tan solo por una sábana blanca enrollada alrededor del cuerpo—. ¿A qué hora nos marchamos?

Kaede suspiró. Sabía cuán tozudas eran. Sus vidas estaban peligro, pero sabía que compartían su manera de pensar. Preferían morir cual bella flor caída en primavera que acabar marchitándose con la entrada del verano.

Se puso en pie y miró fijamente a las hermanas. Ya no sería la señora de la orden y ellas sus leales guerreras; los rangos habían desaparecido tan rápidamente como la nieve fundiéndose con la entrada de la primavera. A partir de entonces serían tres guerreras que lucharan por la misma causa.

—Os veré cuando las primeras luces iluminen el día. Descansad bien.

Kaede las dejó y volvió con Lobo a la cabaña.

Con la niebla cubriendo el poblado de Lobo, este último y las tres mujeres cruzaron un vórtice creado con las esferas de viaje hacia su destino: Serguilia.

18

Reclutando hombres (Juraknar)

Eliska veía que Juraknar estaba comenzado a perder la paciencia y ella no pensaba ser quien pagase su enfado. Se encontraba en la sala del trono, en el castillo de Juraknar, aunque sabía que en el fondo estaba prisionera. Pero todo lo hacía por los suyos, se decía una y otra vez. Nunca había temido a Juraknar y no lo haría ahora, a pesar de que estaba a punto de explotar.

Axel hacía tiempo que se había marchado. Debía traer a Kirsten, pero ella sabía que no lo había conseguido y esta era la razón por la que Juraknar estaba así, golpeando todo cuanto se cruzaba en su camino.

Ella no perdía la esperanza. Conocía demasiado bien a Axel; adoraba la vida en el castillo y no volvería hasta que no cumpliera la misión.

Caminó hasta el fondo de la habitación, rompiendo el silencio de la estancia con el ruido de sus botas. Se sentó en el alféizar y allí respiró la brisa de Serguilia. La noche era fría, como de costumbre, y la negrura la entristecía. Observó a Juraknar. Volvía a servirse otra copa de vino; sus planes no estaban saliendo como esperaba.

Sanice, la madre de los Ser’hi, o más bien el monstruo en el que la había trasformado, aún no había vuelto con la princesa y ella andaba libre por Serguilia. Al castillo habían llegado rumores sobre Phelan, el pueblo sobre el que hacía siglos Juraknar había lanzado una maldición. La princesa los había purificado y sus defensas eran más fuertes. Sabía que si había resistido antaño, también lo haría ahora.

Ella misma y Juraknar observaron otra de las manifestaciones de la princesa, y a pesar de la lejanía, escucharon su canto. Sus palabras encogieron a Eliksa y enfurecieron al inmortal.

Estrelló la copa contra el suelo y gritó el nombre de Kany. Su leal siervo no tardó en acudir a la sala desprendiendo un desagradable olor y cojeando.

—Llama a los Manpai, que se presenten ante mí los mejores, los capaces de controlar a las bestias y a los Deppho.

Kany hizo un gesto afirmativo con la cabeza y se perdió tras las puertas dobles de la sala, donde volvió a reinar el silencio.

—¿Para qué llamas a esa escoria?

—Esa escoria me la traerá.

Eliska soltó una gran carcajada, que irritó a Juraknar.

—Resulta humillante que una niña se te escape, a ti, famoso inmortal. No has sido capaz de atraparla y tampoco lo han conseguido tus chicos. Y mientras estás aquí bebiendo vino, los Dra’hi siguen con tu hija, con la que lleva tu marca y goza de tu mismo poder. Se van haciendo con los terrenos que dominaste hace siglos. No los recuperarás aquí sentado, dando órdenes a seres viles incapaces de hablar o pensar. Si quieres algo, hazlo. Sal de estas murallas y lucha por lo que quieres. O al menos recupera los terrenos que han caído.

—¡Cállate!

Eliska se puso en pie y caminó segura hasta la puerta, sin temer al hombre que nadie de la galaxia de Meira se atrevía a nombrar excepto ella.

—Cariño, alguien debe decirte la verdad y abrirte los ojos. Los elegidos, los nacidos en el año del dragón, te lo están arrebatando todo, y tú ¿qué haces? Beber vino. Haz algo o morirás.

En su camino se cruzó con Kany, quien, como había ordenado su señor, traía con él a varios Manpai. Estos parecían hombres, algo desaliñados, con greñas y desprendiendo un desagradable olor; pero bajo esa apariencia humana se ocultaban fieras despiadadas. Los Manpai poseían la inteligencia del hombre y la crueldad y fuerza de la bestia, además del control sobre estas. Dos de ellos llevaban atadas con cadenas a sendas bestias. Eran como perros enormes de pelaje negro y encrespado, fieros colmillos y brillantes ojos rojos; gozaban de una agilidad excepcional. Tres Manpai más llevaban encadenados también a tres Deppho, seres que antaño habían sido hombres y ahora casi no podían con su cuerpo. Vestían harapos y apenas tenían dientes, lo cual no era inconveniente para alimentarse de carne. Sus mordeduras resultaban letales para los hombres, ya que, infectados por esos seres, su piel nunca sanaba y se volvía putrefacta.

Eliska se alejó de aquellos inmundos seres que la olfateaban; no quería arriesgarse a ser mordida, por lo que aceleró el paso y no se sintió segura hasta entrar en sus aposentos, próximos a los del inmortal.

***

En la sala del trono, Juraknar dio la bienvenida a los Manpai y le agradó ver que controlaban a las bestias y a los Deppho. Estos últimos se querían lanzar sobre él, desgarrar su armadura con sus huesudas manos y morder su cuerpo con la poca dentadura que les quedaba, y eso hizo que el inmortal riera divertido. Lanzó una sola mirada a los Deppho y estos se ocultaron tras los Manpai, y las bestias gimieron como animales asustadizos.

—¡Mi señor, aquí estamos! —dijo uno de los Manpai—. Como ordenaste, hemos traído con nosotros a las bestias y a los Deppho.

Uno de estos se sujetó de la pierna del hombre y él le pegó una patada; el Deppho gritó dolorido y se ocultó tras otro de los Manpai.

—¿Estáis al tanto de los rumores?

—¿Los que hablan sobre tu hija, la única bastarda que ha heredado la marca?

—Resulta humillante que una hembra herede tu poder y no lo haga ninguno de tus hijos varones —interrumpió otro de los hombres.

—¡Eso son solo rumores! —aclaró el primero de los Manpai—. No puedo creer que a mi señor se le haya escapado una niña, que además le haya herido y que ni siquiera los Ser’hi hayan sido capaces de traerla aquí.

Los Manpai rieron a carcajadas, pero enseguida sintieron la mirada de odio del inmortal. Estaba serio, ceñudo. Entonces se dieron cuenta de que lo que habían oído era cierto y las carcajadas cesaron.

—¿Para qué nos habéis hecho llamar?

—Iréis en su busca a Lucilia, y la quiero viva. Viaja con los Dra’hi. No me importa lo que hagáis con ellos, pero a la chica la quiero con vida. ¡Marchaos y si cumplís vuestra misión seréis recompensados!

—Lo justo sería que nos pagaras algo por adelantado —solicitó el jefe de los Manpai.

—Si volvéis os pagaré.

—¡No llevaremos a cabo esta orden! —gritó—. No hasta ver las monedas de oro.

—Si osáis desobedecerme no saldréis de esta sala con vida. Ahora marchaos y cumplid con vuestra parte si no queréis ser aniquilados. Sabéis que puedo hacerlo, es más, disfrutaré haciéndolo. Tal vez querríais verlo con vuestros propios ojos.

Se puso en pie. En el silencio de la sala solo se oía el ruido producido por el acero de sus botas al pisar. Posó su mano sobre el hombro desnudo del Deppho y volvió a su trono. Todos se miraron sin comprender lo que ocurría hasta que los gritos del engendro los estremecieron. Este comenzó a arrastrarse por el suelo hasta que su cuerpo se puso rígido.

—Si huis sufriréis su misma suerte. ¡Marchaos!

Los Manpai no dijeron nada, abandonaron la sala y cerraron la puerta tras ellos. Pero esta se abrió otra vez bruscamente y Juraknar apretó fuertemente entre sus manos la copa de vino.

—¿Qué quieres ahora? —preguntó al ver a Eliska.

—Han llegado tres mujeres acompañadas de un hombre. Te traen unos presentes y quieren mostrarte sus respetos.

—¿De dónde vienen?

—De Aquilia. Han dicho que hasta hace muy poco han pertenecido al bando de la reencarnada y están dispuestos a trabajar contigo.

Juraknar se frotó la barba pensativo, barajando esa posibilidad. La reencarnada, fuera quien fuera, le estaba dando muchos problemas en Aquilia. Quizá si encontrase su punto débil podría entrar en sus tierras, usarla para sus planes y finalmente matarla.

—¡Hazles pasar!

Las últimas componentes de la orden y Lobo entraron en la sala, complacientes porque su plan hubiera surtido efecto. En el último momento pensaron que la única posibilidad de hablar con él sería llevándole información sobre alguien a quien no podía enfrentarse: la reencarnada.

Ninguno tenía información sobre ella, pero Kaede, gracias a sus encantos, esperaba que Juraknar cayera antes en sus redes, y parecía que lo estaba consiguiendo. Podía ver en su semblante el deseo de desprenderla del kimono que se había puesto para la ocasión, y eso le agradó.

Su plan funcionaría.

19

Revelaciones sobre La Oculta (Clay)

Clay podía oír el agua deslizándose por el cuerpo de Soo, a quien había ayudado a llegar hasta la pagoda. Estaba muy débil y allí, en su habitación y sin decir nada a Xinyu ni a Shen, le había preparado un baño caliente.

Era una suerte que él la hubiera encontrado, aunque desde que los Dra´hi y Kirsten se marchasen, solo había logrado amainar sus miedos y ansiedad paseando por la costa o corriendo por ella. Fue en una de esas largas caminatas cuando vio a la joven caer de unas luces que aparecieron de la nada.

Solo un biombo blanco separaba a la pareja. La tinaja estaba frente al fuego que caldeaba la fría pagoda. Él esperaba en el escritorio, junto a la cama.

La habitación era cuadrada. A la izquierda había una caldera negra que hacía más agradable la estancia y a ambos lados de ella lucían dos tapices blancos, enmarcados por una cenefa roja, con dos kanjis chinos. «Viento» y «agua». Eso le hizo sonreír.

Le fue sumamente difícil aprender el idioma y mucho más llegar a escribirlo; siempre recordaría la paciencia de Xinyu para enseñárselo.

En el biombo, debido a la luz que producían las llamas, podía ver la silueta de Soo. Se había puesto en pie y se secaba con una toalla. A continuación cogió el batín blanco, se lo puso y salió.

Clay le sonrió y le indicó que tomara asiento frente al escritorio, donde le esperaba una cena consistente en sopa y arroz.

Soo le sonrió, se sentó y empezó a cenar.

Clay la dejó sola y se dirigió al primer piso. Había dejado su ropa a secar y ya estaba lista. Entre sus pertenencias encontró un libro. Era de piel, pero a pesar de haber caído al agua estaba en perfectas condiciones.

Con él entre sus brazos, volvió a la habitación entre los pasadizos, evitando ser visto por Xinyu o Shen. Lo último que quería era que estos descubrieran la ropa de la mujer y comenzaran a hacer preguntas, en especial Xinyu.

Descorrió un tapiz en el que había dibujado un tigre y, tras asegurarse de que no había nadie por los pasillos, se dirigió a su habitación a toda prisa. Soo se sorprendió por su irrupción tan brusca.

—Lo siento. Lo último que quiero es que Xinyu y Shen descubran que he traído una chica a la pagoda.

—¿Quiénes son Shen y Xinyu?

—Shen es el monje que custodia la pagoda y Xinyu, además de ser mi mejor amigo, es el maestro de los Dra’hi.

Soo frunció el ceño al oír estas palabras, dejó los palillos y miró a Clay, que se había sentado sobre la cama.

—¿Estáis relacionados con los Dra’hi?

—Soy su tutor. Los he educado durante toda su vida y he velado por ellos.

—¿Y Kirsten?

A Clay le sorprendió que Soo conociera ese nombre.

—¿Qué ocurre con ella?

—Clay..., hasta no hace mucho yo pertenecía a la Orden del Cerezo, una orden liderada por mujeres y en la que solo las mejores guerreras pueden entrar. Hasta hace días custodiábamos Cerezo en Lucilia, hasta que las sais fueron recuperadas por su elegida. Kirsten superó las pruebas y ahora porta las armas.

—¿Cómo está? ¿De verdad la has visto? ¿Viaja sola?

Soo sonrió y entre sus manos tomó las de Clay. Eran ásperas y fuertes, y le gustó su contacto.

—Viaja en compañía de Kun y él también superó las pruebas.

—Kun siempre ha sido bueno un buen chico, nunca me preocupé por él, sabía que sabía hacer frente a todo tipo de obstáculos. ¿Su hermano no iba con él?

Soo negó con un gesto.

—Van separados. Supongo que el menor de los Dra’hi estará bien, pero Kun no me habló de él. Iban los dos solos, pero por su actitud parecían muy relajados.

Clay no pudo evitar sentirse inquieto por las palabras de Soo. Le preocupaba que estuvieran separados, aunque si las palabras de la guerrera eran ciertas, seguro que estaban bien.

Soo sonrió al ver como Clay se relajaba y terminó la cena.

Clay se disculpó y abandonó la habitación, para ir a echar un vistazo por la pagoda. En el último piso encontró a Xinyu, más serio que de costumbre y entrenando con la espada. En el piso inferior, en la cocina, como era habitual, encontró a Shen. Viendo que todo estaba en orden, decidió volver a su habitación. Esta vez llamó antes de entrar, a pesar de lo raro que se le hacía.

Escuchó la voz de Soo y pasó. Ella estaba tras el biombo y el batín colgaba por encima. Supuso que se estaría poniendo su ropa. Sobre la cama estaba el pesado y extraño ejemplar.

Se sentó junto al libro, lo acarició y empezó a emitir un extraño brillo. Lo puso en su regazo y decidió abrirlo; al manipular el broche que lo protegía, brilló con más intensidad y una gran fuerza comenzó a absorberlo. Sentía como si el libro se tragara su aire y le privara de vida. Agotado, cayó al suelo, sintiendo que los ojos se le cerraban; todo su cuerpo se convulsionaba de dolor.

Soo salió tras el biombo, se puso delante de Clay y gritó:

—Lixalis, lixalis, dutnli, ubeis ma lai.

Pero no consiguió nada. El libro absorbía parte de su vida, de su alma, y no tardaría en caer al suelo sin vida.

—Lixalis, lixalis, dutnli, ubeis ma lai.

Volvió a gritar, y el libro cayó al suelo como si fuera ya uno normal. Ella se quedó de rodillas, extenuada por el esfuerzo que le había costado dominarlo. Sentía que escapaba a su control y hacía meses que se veía incapaz de abrirlo; si seguía así nunca podría averiguar la verdad sobre los ocultos, ya que temía morir a manos del que habitaba allí. El hechizo que usó su padre no debía de ser muy fuerte; sabía que el alma de la bestia pronto escaparía de su encierro y recuperaría su cuerpo.

—¡No es un libro normal! —explicó desde el suelo.

Clay se levantó, la ayudó a ella a ponerse en pie y ambos se sentaron en la cama con la mirada fija en el libro.

—Mi padre, que en paz descanse, estaba obsesionado con los ocultos. Uno de ellos le arrebató la vida a mi madre y mi padre se juró encontrar la forma de derrotarlos. Desconozco cómo lo consiguió, pero encerró a uno de ellos en ese libro. Mi padre a veces, por muy extraño que suene, mantenía conversaciones con él y escribía cosas en un extraño idioma. Poco antes de que fuera asesinado, me dijo que estaba muy cerca, que su solución nos ayudaría a todos, pero unos días más tarde mi madrastra murió y después lo mataron. Kaede, quien ahora es señora de la orden, mi hermanastra, lo mató. Le culpaba por la depresión que llevó a la muerte a su madre. Yo fui incapaz de hacerle frente —confesó tras un suspiro. Miró en dirección a la ventana y su mirada se perdió entre las cañas de bambú—. Para entrar en la orden se deben superar duras pruebas, pero yo entré sin tener que superar ninguna. Cuando mi padre contrajo matrimonio con Tomoko, la entonces señora de la orden, la persuadió para que me permitiese ingresar, y a ella le pareció bien, pues formaba parte de su familia y era lo justo —concluyó.

Volvió a suspirar y se reprochó haber contado su vida a un desconocido.

—¡Lo siento! —se disculpó—. No sé qué me ha pasado.

—Quizá necesitaras hablar con alguien.

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