Despertar

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—Supongo que sí —admitió y soltó una risa nerviosa—. En esa cosa que tiene aspecto de libro se encuentra la respuesta a lo que en realidad son los ocultos, pero hace meses que soy incapaz de abrirlo sin sentirme débil o cansada. Deberías ver su interior. La tinta es roja y el idioma de esas bestias es muy extraño; tiene gran parecido con el meirilia antiguo, pero se me hace muy difícil de comprender.

—Tal vez si descansaras te encontrarías mejor —aconsejó—. Pareces agotada. Puedes descansar cuanto quieras en la pagoda, avisaré a los demás de tu presencia y se te asignará una habitación.

Clay se puso en pie pero Soo lo agarró de la mano y volvió a sentarse junto a ella.

—Gracias, pero tengo que marcharme. Tarde o temprano podré volver a leer el libro y mucho más ahora que estoy libre. Nunca quise permanecer a la orden, solo obedecí los deseos de mi padre. ¿Nunca has sentido que cuatro paredes pueden llegar a asfixiarte mucho más que dos fuertes manos apretándote el cuello? ¿Que las personas con las que convives te asfixian más que una soga al cuello y que la rutina de cada día se te va haciendo tan pesada que llega un momento en el que ni siquiera encuentras fuerzas para volver a ponerte en pie? Pues así me sentía en el pabellón Cerezo. Nunca volveré a Lucilia y nunca podré volver a estar encerrada en otra pagoda; ahora que soy libre, me gustaría poder conocer los diferentes planetas de Meira. Necesito hacer un viaje.

—Necesitas buscarte a ti misma —respondió Clay.

—Supongo que sí. Andar por otras tierras y averiguar quién soy, adónde voy... Además tengo que encontrar a mi hermana. Creo que estoy algo perdida.

—Supongo que deberías pensar en tus prioridades. Primero busca a tu hermana; no hay nada mejor que encontrarse con alguien que comparte tu sangre. Segundo, termina lo que no hizo tu padre, así cerrarás el círculo y sentirás que al fin has acabado aquello por lo que tanto trabajó. Por último, cuando ya hayas hecho todo eso, puede que te encuentres a ti misma. Descubrirás quién eres, y entonces será el momento de buscar un lugar en el que instalarte, una casa pequeña, nada de pabellones oscuros.

Soo le dedicó una sonrisa a Clay, agradecida por sus palabras.

—Gracias por todo, has sido muy amable. Tengo que marcharme, aún no sé cómo cruzaré el océano hasta las islas del este.

—Eso tiene solución —dijo Clay—. Recoge tus cosas.

Soo lo hizo y, tras asegurar el libro a su espalda, tomó la mano que le ofrecía Clay y se situaron detrás del biombo. Allí el hombre le mostró lo que ocultaban los tapices y se adentraron en un pasadizo. Giraba en espiral y a varios metros encontraron una antorcha. Clay la tomó y guio a Soo por varios pasillos hasta que dieron con una puerta de madera. La abrió con mucho cuidado y, tras asegurarse de que nadie podía verlos, salieron al exterior.

La noche era cálida y una suave brisa agitaba las cañas de bambú provocando que las hojas cayeran sobre ellos, algunas de las cuales se enredaban en el cabello de Soo. Clay le quitó algunas y tomó su mano. Si le hablaba sobre su facultad de viajar de un lugar a otro con rapidez estaba seguro de que no lo aceptaría, y mucho menos después de haberlo hecho a través de la aurora boreal.

Los dos desaparecieron de los alrededores de la pagoda y aparecieron en las islas del este rodeados de una espesa niebla. Estaban en la montaña y los jadeos de Soo se dejaban oír en medio de la silenciosa y tranquila noche.

Clay la ayudó a sentarse y esperó hasta que su cuerpo se acostumbró a tan brusco viaje. Estaban en silencio, pero a ninguno de los dos le parecía incómodo.

Soo se puso en pie, le dio la mano a Clay y los dos se encaminaron por el sendero de piedra gris en dirección a lo más alto que pudieran llegar hasta que la aurora boreal fuera apreciable. No tardaron en encontrarse bajo sus destellos, disfrutando de tan grata visión.

Soo se separó de Clay, se detuvo a tan solo unos metros de la aurora boreal y se dio media vuelta.

—¿Adónde vas? —preguntó Clay.

—A Aquilia. Tengo que encontrar a Derek. A él le encargué que cuidara de mi hermana.

—¡Una vieja pareja! —afirmó Clay y Soo se limitó a sonreír—. Si alguna vez vuelves o necesitas ayuda, ve a la pagoda, siempre me encontrarás allí.

—Eso haré. Cuídate mucho.

—Y tú.

Soo le sonrió y caminó hacia las luces. Clay la vio desaparecer.

***

La guerrera sintió que el suelo firme desaparecía bajo sus pies y que comenzaba a caer por un desfiladero hasta dar con su cuerpo en el suelo. Esperó un rato tumbada hasta que se recuperó.

Al levantarse sintió algo caliente y pegajoso que se escurría por su frente. La tocó y vio que era sangre. Maldijo y se puso en pie, apoyando su cuerpo en las rocas. Entonces sintió la afilada punta de un puñal en el cuello. Alzó la vista y se encontró a tres personas frente a ella cubiertas con capas color naranja. Estaba en un desierto amenazada por desconocidos y con una herida en la cabeza. Y lo que más le dolía era que había caído en Crysalia en lugar de Aquilia. Pensaba enfrentarse a los desconocidos, pero alguien le golpeó en la nuca y cayó inconsciente.

***

Clay volvió a la pagoda y se dirigió al despacho, donde encontró a Xinyu sentado a la mesa, muy concentrado, escribiendo a alguien mientras que Shen colocaba libros en sus respectivos estantes.

Tomó asiento en los cómodos sofás frente al fuego y echó la cabeza hacia atrás con un suspiro.

—He conocido a una chica —dijo, atrayendo la atención de Xinyu.

—¡Menudo estás hecho! Ha sido marcharse los chicos y recuperar tu vida sexual.

Clay rió.

—Me la he encontrado aquí, en Draguilia, y hace muy poco. Amigo mío, estás perdiendo facultades. En la pagoda ha estado una mujer y ni siquiera te has enterado.

—No pierdes el tiempo, la has conocido hoy y ya te la has tirado.

—No es lo que piensas —añadió—. Se llama Soo.

—Hmm... suena muy exótico. ¿Está buena?

—Xinyu, tienes treinta y un años y, en serio, creo que va siendo hora de que dejes hablar como si fueras uno de tus alumnos, excesivamente hormonados.

—No has contestado mi pregunta.

—Es muy atractiva. Pertenecía a la Orden de los Cerezos.

—Suena muy japonés.

—Eso mismo pensé yo.

—¿Qué se supone que es?

—Una orden de guerreras que vivían en un pabellón en Lucilia velando por el bienestar de la sais hasta que su dueña apareciera por allí, superara las pruebas y tomara sus armas. Y adivina quién es.

Xinyu le miró y susurró que no podía ser, pero su amigo afirmó con la cabeza.

—¿Kirsten estaba destinada a llevar unas armas especiales, solo para ella?

—Eso parece. Se ha encontrado con Kun y Kirsten, y estaban bien; no sabía nada de Xin, aunque si Kun estaba bien, supongo que no tenemos que preocuparnos.

—Supongo —dijo Xinyu.

—¿Qué haces? Parece que estás muy entretenido. Hacía mucho tiempo que no te veía frente a un folio en blanco —se interesó Clay.

—Escribo a mi familia a China, a mi hermana y hermanos. Cartas por separado. Xiu, a pesar de que mis hermanos insisten para que vuelva a Pekín, sigue viviendo en Hong Kong.

—Hmm... Xiu... Me pregunto cómo estará.

—¡Ni nombres a mi hermana! —replicó—. Esa chica solo trae problemas. Hace años de su divorcio y desde entonces no ha sentado cabeza.

—No te pongas así; tu hermana es mayorcita y creo que puede tomar sus propias decisiones. Además, yo creo que el divorcio le sentó muy bien.

—¡Tú qué sabrás! No la conoces tan bien como yo, soy su hermano pequeño. ¿O quizá me equivoco?

Xinyu esperó las palabras de Clay, pero este lo único que hizo fue evitar su mirada para dirigirla al fuego.

—¡Te tiraste a mi hermana! —exclamó.

—Esa manera de referirte a lo que tu hermana y yo tuvimos no me agrada mucho. Digamos que nos conocimos más íntimamente.

—¡Te acostaste con ella! Con mi hermana, mi única hermana. ¿Cómo pudiste hacerlo?

—¡No te pongas así! No soy de piedra y Xiu se me puso a tiro. Soy débil.

—¡Soy débil! ¡Soy débil! —repitió burlándose—. Esa estúpida excusa la inventé yo.

—No me culpes a mí de la promiscuidad de tu familia, Xinyu. Tú eres igual que tu hermana, y tus hermanos, a pesar de que no los conozco mucho, pero por lo que cuentas no son muy diferentes.

—¡Si te acercas a ella te caparé cómo si fueras un animal!

—No me acercaré a Xiu, pero avísala de que aleje sus manos de mí o no respondo de mis actos. ¡Me marcho! —dijo poniéndose en pie enérgicamente.

—Últimamente pasas mucho tiempo fuera —se quejó Xinyu.

—Tengo cosas que hacer —respondió, y se marchó de la habitación ante la mirada ceñuda de Xinyu, a quien le parecían muy extrañas sus idas y venidas.

En el exterior de la torre, Clay sacó la esfera que ocultaba entre sus ropas y esta se fue expandiendo hasta formar un vórtice que cruzó sin demora.

20

El poder del tigre (Nad)

Los terrenos del norte eran custodiados por los ejércitos de Juraknar, aunque en realidad lo que protegían era una torre negra en una isla cercana que resultaba ser de suma importancia, cuya destrucción significaría otra caída más para el inmortal.

Nad apareció junto a las montañas que separaban esas tierras de ciudades como Bixenta o Cerezo, y en las sombras distinguió a una mujer envuelta en capa naranja: Syderlia, su maestra.

Esta dejó caer su capa al suelo y miró a su alumno. Ambos intercambiaron un gesto de asentimiento y Syderlia tomó su arco, avanzó hacia el ejército y cargó tres flechas.

Nad, entre tanto, desenvainó sus dagas y lanzó un fuerte silbido, atrayendo las miradas hacia él.

Había hombres vestidos con armaduras verde oliva en cuyo pecho se veía grabada la marca del inmortal, un dragón negro con fieras garras, fuertes mandíbulas y algunas líneas rojas entre sus escamas. También había Deppho, Manpai y varios Rocda.

Syderlia lanzó sus flechas y estas lograron su objetivo, yendo a parar a la frente de tres guardias después de romper sus cascos. Con un grito de lucha, la pareja se adentró en la batalla moviendo con agilidad sus armas.

Nad clavó sus dagas en el pecho de un hombre, atravesando su coraza y las extrajo con facilidad. Se giró sobre sí mismo y se agachó justo a tiempo de evitar la estocada que a punto estuvo de degollarlo; su ágil movimiento provocó que el hombre cayera al suelo, y enseguida recibió sus cuchilladas. Se puso en pie y unas flechas le rozaron parte de la capucha. Llegó a sentir la afilada punta de una rozando su rostro y no pudo evitar aliviarse cuando esta terminó en la frente de otro hombre que esperaba a su espalda.

Syderlia le miró con reproche, pero no tardó en seguir luchando.

Nad manejaba con destreza sus dagas entre las manos, moviendo los brazos de derecha e izquierda, cruzándolos por delante de su pecho y matando todo cuanto se cruzaba ante él, hasta que una fuerte mano se posó sobre su cabeza impidiéndole seguir adelante. La presión era cada vez más fuerte y sus ojos se achicaron debido al dolor. Conocía aquella fuerza y el color de la piedra. Estaba a la merced de un Rocda.

***

Syderlia volvió a cargar tres flechas más que se incrustaron en los huesudos pechos de los Depphos, cayendo muertos al instante. Desenvainó su espada, pesada, brillante y curvada ligeramente en su parte superior, y comenzó a moverse con agilidad. A su alrededor solo oía voces, apenas veía debido a la estatura de los hombres, pero esto no le impedía continuar con éxito la lucha.

Su acero atravesó el estómago de uno de los guardias, dejándolo con vida. Arrastraba una pesada maza, que parecía demasiado grande para él, y Syderlia estaba decidida a hacer desaparecer tal carga. Levantó el acero por encima de su cabeza y con un grito lo descargó sobre su mano, que cayó al suelo separada del brazo. Luego rodó su cabeza y el hombre se desplomó definitivamente. A pesar de estar rodeada por la multitud, localizó a su alumno. Estaba atrapado.

***

Nad intentaba agredir al Rocda con brazos y piernas, pero no servía de nada. Gritó cuando la bestia lo levantó del suelo y sus dagas cayeron. Con las piernas comenzó a golpear el pecho de la bestia sin conseguir nada. El Rocda lo agarró del cuello con la mano libre y la capucha se le cayó hacia atrás, dejando al descubierto sus rasgos. De inmediato la batalla cesó y comenzaron a oírse carcajadas. Syderlia se abrió paso entre la multitud, recogió la pesada maza que hacía un rato cargaba uno de los hombres y con ella golpeó las rodillas de la bestia, que dejó caer a Nad.

Syderlia volvió a cubrir el rostro de su alumno y siguió atacando a la bestia, dejándole incrustada la maza en el pecho. Ayudó al Tig’hi a ponerse en pie y comenzaron a caminar hacia atrás, sin dejar de oír las risas.

Nad, furioso por tales burlas, se libró de su maestra y corrió de nuevo hacia los hombres que se mofaban de él. A solo unos metros, tomó impulso y dio una voltereta en el aire, apareciendo tras ellos. Cruzó las manos por delante de su pecho y el cielo comenzó a teñirse de sombras; tan solo unos rayos naranja atravesaron la oscuridad y cayeron encima de Nad sin causarle daño alguno. Alzó la mano derecha. Los rayos seguían moviéndose sin dañarlo y las risas terminaron para dar paso al más rotundo silencio, lleno de temor.

Nad enterró su puño en el suelo y los rayos cesaron, el cielo volvió a la normalidad y las risas volvieron, acompañadas de insultos dirigidos al hijo del tigre.

Nad se puso en pie, hizo una señal a su maestra, que comenzó a correr buscando un lugar alto en el que resguardarse, se cruzó de brazos y esperó. El suelo comenzó a temblar bruscamente y se abrieron enormes grietas, de las que salieron rayos naranja que electrocutaron a la mayoría de los hombres de Juraknar.

Syderlia lo contemplaba todo desde lo alto de unas rocas. El suelo que pisaba Nad era pura bomba; cualquiera que estuviese sobre él se electrocutaba; aunque no lo hacían los Rocda y Nad no reparó en ello.

—¡A tu espalda! —gritó.

La advertencia de su maestra le llegaba muy lejana y los gritos de dolor de los hombres le impedían oírla con claridad, por lo que afinó la vista y leyó sus labios. Se giró en cuanto entendió su aviso, pero no pudo evitar el mazazo que recibió en el pecho y cayó hacia atrás.

No podía respirar, estaba desorientado y dolorido, pero escuchaba claramente las pisadas del Rocda acercándose. Syderlia saltó abajo y corrió hacia su alumno. Cogió una maza y la lanzó contra el pecho del Rocda, tirándolo hacia atrás. Llegó junto a Nad y palpó su pecho, descubriendo hasta dos costillas rotas.

—O haces algo rápido o nos acabarán matando.

—¡No puedo!

—Sí que puedes. Ponte en pie y usa el poder que llevas dentro.

Nad soltó un gruñido y, apoyándose en su maestra, se levantó.

Syderlia se dirigió hasta donde estaban sus dagas, les dio una patada y estas rodaron hasta los pies de Nad. A través de su capa pudo sentir la mirada de reproche de su alumno, pero ahora no estaba para quejas.

Nad tomó sus armas, las guardó en sus fundas y aspiró con fuerza. Cerró los ojos y cruzó sus puños por delante del pecho e intentó olvidarse de cuanto le rodeaba: del desagradable olor a carne chamuscada, de los gritos de los Rocda y hasta de los esfuerzos de Syderlia por hacerlos retroceder, aunque esto le hacía perder la concentración, ya que no quería que a su maestra le ocurriera algo por un fallo más, pues si así fuera lo lamentaría de por vida.

Suspiró, tomó aire de nuevo, alzó los puños hasta sus labios y comenzó a murmurar unas extrañas palabras que a los Rocda le sonaron amenazadoras, tanto que comenzaron a correr despavoridos. Syderlia apremió a Nad y este abrió los ojos.

A través de la capa se podían ver dos puntos naranja tan fuertes y brillantes como las esferas que se ocultaban tras las espesas nubes que había levantado el inmortal. Las manos del hijo del tigre tenían un color tan naranja como sus ojos, y las separó tan inesperadamente que los Rocda se sobresaltaron.

Una esfera naranja de rayos se formó ante Nad; esta tomó la forma de tigre y emprendió una carrera hacia los Rocda. Solo quedaban tres. El pecho del más cercano a Syderlia fue atravesado por el tigre y cayó a tierra. Los otros dos, aterrados ante tal escena, corrieron despavoridos, pero el animal los alcanzó atravesando su dura e impenetrable espalda y haciéndolos caer como si solo fueran roca. Luego el tigre avanzó hacia Nad. A solo unos metros, se lanzó a él, desapareciendo en el interior de su cuerpo, y el Tig’hi cayó al suelo.

—¡Maldita sea! —susurró Syderlia, y corrió hacia su alumno.

Lo rodeó entre sus brazos y palpó su rostro y su garganta. Tenía pulso. Lo agarró por la cintura, pasó el brazo de Nad por sus hombros y comenzó a caminar. Más allá de los cuerpos sin vida de los soldados de Juraknar se veían las ruinas de una casa de piedra y hasta allí se dirigieron para resguardarse hasta que llegasen los Dra’hi.

—Te dije que no podría —susurró tan débilmente que Syderlia casi ni lo escuchó.

—Claro que has podido. Has acabado con todos. Creo que aún no te das cuenta de tu potencial.

Nad resopló por las palabras de su maestra, ya que solía tergiversar los hechos según le convenía.

Se fueron abriendo paso entre cuerpos hasta llegar a la casa. De una patada la mujer abrió la puerta y entraron en una estancia cuadrada sin apenas techo. Era pequeña y en ella solo había tierra y restos de lo que había sido una hoguera.

Syderlia dejó apoyado a Nad contra la pared y en silencio se sentó junto a su alumno, esperando a que se recuperara. Habían alisado el camino para los Dra´hi y esperaban verlos muy pronto.

21

El acechador se rebela (Nathair)

El fuego de las antorchas iluminaba las destruidas murallas de Acair y los gritos del Manpai al que torturaban estremecían a cualquiera que lo escuchara.

Nathair se escurrió entre las murallas, sin soltar la mano de Aileen, y se ocultaron tras una de ellas, donde permanecieron agachados. Tan solo unas rocas les separaban de dos Rocda que vagaban por la población buscando intrusos.

Tímidamente se asomó y los vio de espalda, desapareciendo tras un callejón. Miró en dirección contraria y encontró un enorme círculo cerrado de bestias que vitoreaban emocionados ante el castillo. En uno de los balcones pudo ver al hombre que tenía el valor, el coraje y la fuerza de dominar a tales bestias. Vestía de negro y su pelo caía en greñas hasta los hombros; llevaba una pesada armadura y de sus caderas colgaba un látigo.

El suelo comenzó a vibrar. Nathair salió de su escondite y comenzó a atravesar el pueblo tirando de Aileen. De pronto los gritos cesaron. Habían sido descubiertos. Ni siquiera se atrevía a alzar la vista, pero lo hizo, y miró en dirección al comandante, cruzándose con su mirada.

Los gritos volvieron y Nathair siguió adelante sin demora. Se dirigieron a unas ruinas y, agazapados, comenzaron a escurrirse entre piedras que amenazaban con caerles encima. El suelo temblaba con más intensidad; pero pronto cesaron y permanecieron bajo las ruinas sin saber qué ocurría. De repente, las piedras que los ocultaban fueron levantadas, quedando al descubierto.

Nathair se puso en pie y se sintió como un niño al verse rodeado de tantos engendros que le doblaban en altura. Ver sus cuerpos de piedra roja le hacía temblar; no podría con ellos. Durante un instante su mirada se cruzó con la de Aileen, que le mostraba tanto terror que le dolió. Le había prometido protegerla y la había llevado a la boca del lobo.

Un punzante dolor comenzó a atravesarle el pecho y un aura azul salió de su cuerpo. Esta se fue expandiendo hasta que los Rocda comenzaron a retroceder, temerosos, sin que Nathair pudiera comprender el motivo.

Las bestias se fueron retirando, dejando paso al comandante, que se detuvo ante Nathair, aún rodeado por la luz azul. Allí, ante la sorpresa de él mismo y de Aileen, se arrodilló y todos los Rocda hicieron lo mismo.

—¡Podéis partir en paz, mi señor! —susurró el hombre cabizbajo—. Contad con mi pueblo para lo que queráis.

—No comprendo —murmuró en un tono casi inaudible.

—Eres el Ser’hi, el más poderoso de los dos. Mi señor, tu poder está despertando y algún día estaremos a tu lado para lo que sea. Eres el verdadero señor de Serguilia.

Nathair no comprendió sus palabras, pero asintió y con Aileen se marchó de Acair. Ninguno de los dos habló sobre lo ocurrido. Recorrieron los terrenos áridos y secos que los separaban de Marisma Brillante y por fin apareció en aquel infierno, como si fuera lo único bello que pudiera encontrarse en Serguilia, el siguiente pilar.

El naranja de la torre iluminaba los alrededores como si fueran piedras preciosas. La edificación estaba rodeada por un fino hilo de cristal, y en su fachada destacaban varios grabados, algunos de figuras geométricas y otros de signos desconocidos. Terminaba en tres agujas, que parecían actuar de pararrayos por su aspecto quemado. Un sendero de gravilla amarilla llegaba hasta la entrada y en él crecían pequeñas flores de color lila que a ambos sorprendieron. Era la primera vez que encontraban algo de vida en las tierras de Serguilia.

Marisma Brillante les esperaba y entraron en ella. Su interior era de un blanco luminoso con columnas naranja repartidas por su superficie. Siguieron avanzando hasta que la estancia se agrandó para formar un círculo, y allí esperaron hasta que las imágenes se fueron formando.

Los zainex volvían a estar reunidos, pero en terreno enemigo. Serguilia era un lugar en el que reinaban las sombras y el castillo de Juraknar estaba siendo levantado poco a poco. Tenía una forma peculiar, con cinco puntas que, vistas desde el cielo, formaban una estrella, símbolo de mal presagio para muchos, ya que los hechiceros la usaban para invocar a los demonios.

El inmortal, con el mismo aspecto que en la actualidad, se abrió paso entre la gente que trabajaba en la construcción. La escena empezó a volverse borrosa y tanto Nathair como Aileen comenzaron a sentir un terrible dolor de cabeza. Lo último que vieron antes de que la imagen desapareciera fue como los cinco mantenían una acalorada conversación contra el inmortal.

Con nuevas piezas para el rompecabezas, salieron de la torre y, como era habitual, cuando salieron la pared del fondo se fue haciendo pedazos dejando al descubierto una esfera.

Una vez fuera, tomaron asiento en el camino de gravilla sin decirse nada.

—Quizá aún era muy pronto —dijo Aileen irrumpiendo el silencio—. Quiero decir que quizá debamos esperar más tiempo entre un pilar y otro. Parece que no nos permitiera ver todo cuanto puede mostrarnos por habernos anticipado, ¿me comprendes?

Nathair afirmó con un gesto sin dejar de escudriñar en las sombras. Tras los montículos de la pradera había alguien o algo, que no dejaba de seguirlos. Tomó la mano de la princesa, sin dejar que descansara más o que las ideas se aclararan en su mente, y la llevó hacia la costa. En las negras aguas ya comenzaba a hacer acto de presencia las sirhad, pero prefería enfrentarse a ella antes que volver a Acair. La extraña actitud de los monstruos hacia él le inquietaba; no comprendía por qué le habían dicho que él sería su señor.

Aileen se liberó de su mano y corrió a la playa. Nathair no se lo impidió. Le dio la espalda mientras oía como se acercaba a las agitadas aguas mientras él, con espada en mano, iba de un lado a otro escudriñando en las sombras. El canto de las sirhad no le afectaba; reconocía que era sensual y su cuerpo reaccionaba ante sus encantos; pero no pensaba caer en sus redes.

A Aileen no dejaba de sorprenderle la actitud de Nathair. Había cuatro sirhad alrededor de ella, cantando, y ninguna le afectaba, ni siquiera las miraba. Supuso que debía querer mucho a la hija del inmortal para poder hacer frente a una cosa así.

—¡Nathair!

Este se giró al escuchar su nombre y le sonrió.

—¿No te apetecería darte un baño? Yo vigilaría.

—Estoy bien. Tomaré el baño en Phelan, cuando estemos a salvo. Tómate tu tiempo.

Aileen se quitó vestido y se adentró en las aguas seguida de las sirhad, que al parecer se habían rendido sabiendo que no iban a conseguir nada de Nathair. Desde el agua, Aileen, se permitió observar los movimientos del Ser’hi. Hacía muchas lunas que habían emprendido el viaje y durante ese tiempo había llegado a conocerlo mejor. Y no le era indiferente. No sabía qué había ocurrido en Acair, pero comprendía que aquel extraño brillo era su fuerza, su verdadero poder, que había despertado. Él era el verdadero hijo de la serpiente y quizá su verdadera misión hubiera estado ensombrecida por su hermano mayor. Por un instante apartó la mirada del chico y vio algo tras una loma, algo que no era un Rocda, pero que le produjo un gran temor.

Nadó hasta la orilla y comenzó a vestirse sin demora; luego corrió hacia Nathair descalza.

—¡Nos siguen!

—Lo sé —dijo sin inmutarse—. Llevan haciéndolo desde hace tiempo.

—Está tras aquella loma —dijo señalando en dirección norte, no muy lejos de ellos—. ¡Vienen a por mí!

—Puede ser. Pero, por alguna razón que desconozco, desde que nos sigue aún no nos ha atacado. No encuentra el valor para hacerlo, o tal vez haya algo que le causa tanto pavor que, a pesar de su fuerza descomunal, le obliga a esconderse como si fuera un animal herido.

Aileen se calzó y volvió a ver a la figura, esta vez erguida del todo. Era una bestia embutida en harapos negros. Su aspecto era fiero, lo mismo que sus despiadadas garras. Tenía el cuerpo tan rojizo como el de los Rocda, pero era de piel y estaba lleno de llagas. Los ojos eran lo único humano que había en aquella bestia, unos ojos azules y grandes, aunque inyectados en sangre.

Sanice se había armado de valor para llevar a cabo su misión y comenzó a correr a cuatro patas hacia ellos. Nathair empujó a Aileen y se agachó, escapando del salto de la bestia; pero esta se situó tras él, se giró y saltó encima de Nathair, provocando que su espada rodara por las arenas. Las garras despedazaban el pecho de Nathair, que intentaba evitar sus desgarros y posar las manos sobre la bestia. Pero esta pesaba enormemente y no podía hacer nada.

Aileen desenvainó sus dagas y las clavó en la joroba de la bestia. Esta lanzó un fuerte grito, le miró con los ojos llenos de rabia y le propinó un fuerte golpe, lanzándola contra el suelo. Volvió a ponerse en pie y Sanice le golpeó en el rostro con todas sus fuerzas, dejándola inconsciente. La serpiente salió enseguida en su ayuda. Entonces Sanice se apartó de Nathair con un grito de terror.

Aileen despertó con una sangrante herida en la cabeza y comprobó el pavor de la bestia por su protector. Corrió hacia las aguas y se dio la vuelta en dirección a la bestia. Sus ojos grises desaparecieron para dar paso a dos esferas azules; las aguas comenzaron a agitarse tras ella formando un remolino tan potente que las sirhad supieron que la princesa se estaba jugando la vida. Aileen señaló al torbellino y este fue directo hacia Sanice, que se quedó encerrada en su interior. Después la ninfa, con un gesto, lo hizo desaparecer y descubrió que la bestia había escapado de su ataque.

Agotada, cayó al suelo. Las cuatro sirhad acudieron a ayudarla y la sentaron en unas rocas cercanas, hasta que se recuperó. Más tranquila, recordó la imagen de Nathair aprisionado bajo el cuerpo de la bestia. Estaba inconsciente, con graves heridas en el pecho y perdiendo gran cantidad de sangre. Se puso en pie y corrió hacia donde estaba.

—¡Ni se os ocurra hacerle daño en mi ausencia! Voy a pedir ayuda.

—Es un hombre —replicó una de las sirhad—. ¿Cuánto crees que tardará en hacerte daño?

—Si tocáis uno solo de sus cabellos os mataré con mis propias manos.

Las sirhad no replicaron y se sentaron junto al chico mientras Aileen corría hacia Acair sin dejar de mirar a su alrededor. La bestia estaba rondándola, lo sabía; podía sentirla, pero no tan fuerte como hacía unos instantes, y eso solo podía deberse a que no había salido indemne de su ataque.

Se adentró en la ruinas de Acair y corrió al castillo. Los Rocda seguían rodeando algo que ella no llegaba a distinguir, pero en el balcón estaba el hombre que se había arrodillado ante Nathair y él reparó en ella.

Esperó hasta que el comandante bajó y cuando tan solo los separaban unos metros se arrodilló frente a él.

—¡Una princesa arrodillada a mis pies! —exclamó sorprendido—. Si alguien me lo hubiera dicho lo habría degollado por embustero.

—Nathair está herido. No hace mucho dijisteis que era vuestro señor, que si algún día necesitara su ayuda se la blindaríais sin dudarlo. Nos han atacado y está inconsciente. ¡Tenéis que ayudarlo!

—Vos parece que también estéis herida.

—Estoy bien. Brindad vuestros cuidados a Nathair.

El hombre caminó alrededor de ella, mirando la figura de la chica agachada a sus pies sin levantar la vista.

—¿Quién os ha atacado?

—Una bestia rojiza con un inmenso poder. Sé que su ataque iba dirigido a mí; el inmortal quiere acabar conmigo por ser una amenaza para él. Pero el engendro se enfrentó a Nathair de forma cruel. Por favor, puede que se esté muriendo mientras mantenemos esta absurda conversación. Yo os daré todas las explicaciones que deseéis, pero debéis salvar su vida.

—¿Por qué?

—Dijisteis que era vuestro señor.

—Conozco mis motivos para ayudar al Ser’hi, pero quiero conocer los vuestros. Sois enemigos, además de incompatibles. Él es un hijo de la serpiente, mientras que tú eres una princesa ninfa que debe velar por la naturaleza. Él está destinado a ser un guerrero, mientras que tú, un ser pacífico rodeado de naturaleza por la que debes velar. Además, habéis nacido para ser enemigos. Él es del bando del inmortal, quien acabó con tu raza y solo es un títere en sus manos. Hace o deshace todo cuanto ordena Juraknar. ¡No te asustes! —se apresuró a decir al ver como su espalda se tensaba—. Yo soy uno de los pocos que tengo el alto honor de nombrarlo sin que un dragón aparezca para comer mis entrañas.

—Si el inmortal es vuestro señor, no comprendo vuestro interés por Nathair.

El hombre se agachó y le acarició el cabello a la ninfa, sintiendo como esta temblaba con su contacto. Enredó los dedos en su pelo y le dio un tirón hacia atrás provocando que le mirara a los ojos.

—¿Conoces el verdadero significado de Serguilia?

—Serpiente.

—Nadie mejor que un hijo de la serpiente para gobernar estas áridas tierras

—El inmortal ya lo gobierna, este lugar y a todos los habitables en Meira, excepto Draguilia, liberado por los Dra’hi .

El hombre rió y soltó a Aileen.

—Estas tierras deben ser gobernadas por alguien que posea el poder de la serpiente, y ese no es Juraknar. Algún día Nathair será su señor.

—Si es así, ¿por qué servís al inmortal? ¿Por qué hacéis cuanto os ordena? Estáis de su bando, lo sé. Me adentré en el castillo y lo comprobé. Sois de su misma calaña.

—En eso estás muy equivocada. Princesa, ¿no conoces el dicho? Si no puedes con tu enemigo, únete a él. Trabajamos para el inmortal, pero ni siquiera cobramos por los trabajos realizados. Algún día su imperio caerá y alguien estará allí para llevarlo adelante, y esa persona será Nathair. Ahí lo tienes.

Aileen se giró y observó que un Rocda cargaba con el muchacho. El comandante chasqueó los dedos y de entre la multitud se abrió paso un hombre de aspecto desaliñado y con una joroba.

—Princesa, él es mi mayordomo. Te guiará hasta tus aposentos, donde te asearás. Luego te presentarás ante mí en el comedor. No te preocupes por el chico, estará bien cuidado. Ahora ve y no te demores.

A Aileen le entró un escalofrío al pensar que aquel hombre la quería ver a solas, pero aun así no dijo nada, solo asintió y siguió al hombre hasta el interior del sombrío castillo para ser guiada a sus aposentos.

A pesar del aspecto lúgubre del lugar, las habitaciones eran mejores que las del castillo del inmortal. La que le habían asignado era bastante espaciosa y la caldeaba una chimenea de mármol blanco. Al fondo, blancas cortinas con un pequeño hilo dorado cubrían los ventanales, proporcionando un aspecto agradable a la estancia. La cama era doble, con una colcha de un blanco inmaculado, bordada con varias flores azules. Sobre ella descansaba un vestido largo, blanco, de mangas acampanadas y junto a él descansaban unas sandalias doradas. La habitación desprendía un agradable olor a jabón, y eso agradó a Aileen, pero estaba demasiado inquieta por la visita al comandante como para disfrutar de ello.

Se dirigió a la tinaja que descansaba frente al hogar y se desnudó. No tardó en entrar una dama a llevarse su ropas, sin que ella tuviera tiempo para impedírselo, y volvieron a dejarla sola. El agua estaba caliente y era agradable, conseguía hacerle olvidar algo de dolor y la adormecía; pero se recordó que debía reunirse con el comandante

Tomó el jabón y comenzó a frotar su cuerpo con él, y también su cabello, que enjuagó varias veces. Al terminar se puso un batín blanco y se dirigió a coger sus nuevas ropas. Las tomó en sus manos y una redecilla que descansaba sobre la falda del vestido resbaló hasta el suelo. Era brillante, con pequeñas bolitas doradas por toda ella. La recogió, la dejó encima de la cama y comenzó a vestirse. Su cuerpo agradeció el suave tacto del vestido e incluso el de las sandalias, que en un primer momento le parecieron incómodas. Por último se dirigió a la mesilla de noche y con ayuda del espejo de mano encerró su cabello en la redecilla, dejando caer algunos mechones alrededor de su rostro. Respiró hondo, guardó su protector bajo las ropas y salió de la habitación. Allí le esperaban tres damas vestidas de gris que desprendían un agradable olor a jabón; su atuendo en nada se parecía a los trapos viejos que ella usaba cuando servía a Juraknar.

El interior del castillo estaba perfectamente cuidado: suelos alfombrados en rojo, antorchas que iluminaban pasillos y tapices en las paredes, todos ellos con motivos de soldados en plena batalla. Captaron la atención de la princesa sus armaduras rojas y azules con cascos en forma de fénix. Aquellos tapices eran réplicas de lo que en su momento hicieron los zainex. En algunos se veía a los cinco guerreros empuñando sus armas en medio de una descomunal batalla y en otros a ellos con sus armas, simplemente. Quiso examinarlos con más detalle, pero un Rocda apareció en el pasillo, la agarró del brazo y la arrastró hasta la entrada del comedor. Dos guardias con armaduras plateadas y largas lanzas custodiaban la puerta. Uno de los hombres le abrió. Aileen entró en la habitación y la puerta se volvió a cerrar bruscamente tras ella. El comandante ya la esperaba sentado en el último asiento de una larga mesa rectangular llena de exquisitos manjares, iluminados por candelabros de tres brazos.

Aileen tomó asiento y esperó.

—Bienvenida seas.

—Gracias por la invitación.

—Por favor, sírvete. Encontrarás lo que gustes: huevos de codorniz, conejo a la plancha... los más exquisitos platos que se puedan conseguir en estas tierras áridas donde si uno quiere comer carne tiene que matar a un Deppho.

—¿De dónde viene la comida?

—De Aquilia. Pero, por favor, princesa, sírvete.

—No pretendo desairarte, pero no como carne.

—Debí suponerlo —dijo suspirando.

Dio unas débiles palmadas y dos jóvenes acudieron a su llamada para situarse a la derecha del hombre, donde permanecieron calladas y sumisas.

—Por favor, traed a la princesa algo de su agrado. Nada de carne.

—Una sopa estará bien.

—Sopa, pues. No os demoréis.

Las criadas abandonaron la sala y volvió a reinar el silencio, provocándole una angustiosa sensación de asfixia.

—Quiero ver a Nathair.

—A su tiempo, princesa. De momento disfrutaremos de tan suculento banquete.

Las criadas volvieron a entrar en el comedor y dejaron ante Aileen un suculento plato de sopa, hicieron una reverencia y con la cabeza baja desaparecieron de nuevo tras la puerta. Aileen no tuvo otra opción que comer para complacer al hombre.

Durante la cena dominó el silencio, solo irrumpido por los ruidos del comandante al despedazar la carne. Aileen se sintió incómoda. A pesar de lo deliciosa que le pareció la sopa de verduras, su estómago no podía más y las náuseas aumentaban por momentos. No podía soportar estar sentada frente a aquel hombre, y mucho menos a solas.

—Princesa, aún desconozco las razones de la ayuda que le ofreces a Nathair.

—Quiero saber para qué me has hecho llamar —exigió.

—Tranquila, una chica tan bonita como tú pierde atractivo cuando se enfurece.

Aileen se levantó bruscamente, haciendo que la silla cayera al suelo, y golpeó la mesa. Varios platos vibraron debido al impacto.

—Soy mujer, pero no débil. Soy princesa, y no te imaginas lo inmenso que es mi poder. Podría hacer que ahora mismo cada uno de tus poros supurasen agua y ahogarte con un solo chasquido de mis dedos. He perdido mis dagas, pero las recuperaré; aun así, sé defenderme cuerpo a cuerpo. ¡No soy débil! Lo fui una época en que mi poder no me sirvió de nada, pero ahora quien ose tocarme sufrirá como nadie lo desearía.

El hombre se puso en pie y con grandes zancadas llegó hasta ella, quien osadamente le miró a los ojos con su mentón bien alto. La cercanía le permitió a Aileen apreciar algo extraño en sus ojos. Su iris era negro, pero de vez en cuando adquiría tonalidades blancas. Entonces observó el fenómeno al completo: la pupila desapareció, quedando solo el iris negro, pero pronto una pupila blanca y alargada ocupó el centro. La princesa lo comprendió todo. Apartó la mirada, avergonzada de su descaro, y se arrodilló a los pies de él.

—¡Disculpa mi osadía, mi señor!

—Aileen, creo que va siendo el momento de que me expliques el porqué de tu empeño en ayudar al joven Ser’hi —Su voz, ronca hasta entonces, se volvió suave, aterciopelada, casi susurrante, y ya no le trasmitía nada de miedo—. Él es guerrero, tú, princesa, y ni siquiera comprendo qué haces por estas tierras, por qué has aprendido las artes de la lucha y el manejo de armas.

—Mis motivos quizá no sean los más puros, debido a mi posición, mi señor, pero no he podido controlar mis sentimientos. El Ser’hi es muy importante para mí, me está ayudando y se ha portado conmigo como nadie lo había hecho durante mucho tiempo. Él es mi razón de vivir.

—Incluso más que la misión que se te ha asignado.

—Suena egoísta, pero no te puedo mentir. Si Nathair muere, disculpa mi sinceridad, no me importa el destino de Serguilia, y mucho menos el de los restantes planetas.

Esperó agachada la regañina de su señor, pero no llegó, y entonces decidió jugárselo todo.

—Por favor, mi señor, disculpa mi osadía, pero me gustaría poder ver tu verdadera apariencia.

—Serás la única en hacerlo.

Un viento gélido comenzó a llenar la habitación y un torbellino se creó alrededor del hombre, encerrándolo en su interior sin dejar nada al descubierto de su aspecto.

Aileen levantó la mirada sin apartar la vista del gélido torbellino y este fue cortado por el ala de ave de un blanco puro, disipándose y dejando al descubierto la verdadera imagen del hombre. Su armadura negra se había teñido de blanco, al igual que su látigo, e incluso sus cabellos, que ya no caían en greñas sobre sus hombros, sino lisos hasta su cintura. Y de su espalda, de su armadura hecha a medida, sobresalían dos alas como las de un murciélago, pero blancas.

Aileen volvió a bajar la cabeza mostrando respeto por el señor de los Saidhrar, el último de ellos, quien siempre ayudó a las ninfas. Ellos eran los señores de la naturaleza y otorgaron a las ninfas el don de velar por sus bosques, lagos y ríos. Pero fueron eliminados con el reinado del inmortal, ya que los Saidhrar opusieron resistencia, y por ello se dice que fueron enviados a Igelardhe, tierra de inmortales. Aileen no creía tal cuento, le parecía inverosímil que un lugar así existiera, pero esperaba que su señor tuviera la respuesta.

—¿La leyenda es cierta?

—Me temo que sí.

Aileen se estremeció al escuchar la confirmación de su boca, ya que ella siempre había pensado que Igelardhe era fruto de la imaginación, que nada tan horrendo podía existir. Y ahora supo que era real.

—Por favor, Aileen, ponte en pie.

Obedeció sus órdenes y permaneció frente a él, sin atreverse a mirarlo a los ojos por temor a faltarle el respeto.

—Haz tus preguntas.

—¿Por qué te ocultas tras la apariencia de mi enemigo, aliado del inmortal? ¿Por qué haces daño a los Manpai? No comprendo tus actos. Deberías estar intentando controlar la naturaleza para acabar con el inmortal.

—Mi querida princesa, aún eres una niña. El inmortal cree haber acabado con mi raza y es mejor que siga creyendo que así es. Todos y cada uno de nosotros fuimos enviados a Igelardhe, y solo yo escapé con vida, pero a cambio pude traer parte de nosotros.

—No comprendo.

—Lo sé. Y algún día lo entenderás, pero hoy no es ese día. Sobre los Manpai solo te puedo decir que debemos actuar como bestias. El inmortal puede que tenga espías incluso en mi castillo; desconfía de todos y hace bien. Con todo mi pesar, solo puedo hacer lo que harían unos monstruos: matar a otros engendros —confesó, y deslizó sus blancos y fríos dedos bajo el mentón de la princesa, obligándola a que le mirara—. Ha sido un día duro, has recibido muchas noticias inesperadas y debes guardar bien mi secreto. Si el inmortal descubriera que estoy con vida, volvería a enviarme a ese infierno del que a punto estuve de no salir con vida. Sé paciente, princesa, y sigue con la misión que te ha sido asignada.

—¿Y Nathair? ¿Por qué te arrodillaste ante él? No lo haces frente a mí, que soy princesa, pero sí frente a él, que es guerrero. No es que me importe, es que no lo comprendo y temo por su vida.

—Como dije, Nathair es en parte nuestro señor. Él es el nacido bajo la marca de la serpiente y por ello es especial respecto a cuantos lo rodean. Su hermano no puede hacerle sombra y con el tiempo él comprenderá sus verdaderos poderes.

—¿No desconfías de él?

—¿Desconfías tú? Sé que no. ¿Por qué iba a hacerlo yo? Al mirar a los ojos a ese chico uno puede leer tantas cosas: miedo, duda y, sobre todo, valor. Valentía para hacer frente a alguien que con un solo chasquido de sus dedos podría hacer que sangrara por todos los orificios de su cuerpo.

—Temo por él. La bestia que nos ataca es muy fuerte. Invoqué todo mi poder y ni siquiera la maté, escapó de mi torbellino de agua.

—Mejorarás con el tiempo. Ahora ve a la torre norte. Mis curanderos han hecho un gran trabajo con Nathair. Despertó hace un rato y lo primero que hizo fue preguntar por ti.

—Es muy considerado. No quiere parecerse a su hermano, lucha contra ello constantemente. Pero, para mi pesar, solo somos amigos.

—El chico mantiene una gran lucha interior, es cierto, pero te equivocas, princesa. Está muy confundido, eres más que una amiga y algún día lo reconocerá. Ahora ve con él.

La apariencia angelical del hombre desapareció, regresando la del hombre desaliñado, que le guiñó un ojo y volvió a tomar otro trozo de carne para devorarla con ansia.

Aileen se despidió con una reverencia y, recogiendo la falda de su vestido, se dirigió corriendo a la torre norte siguiendo las indicaciones del servicio. Casi sin aliento, irrumpió en ella.

Nathair estaba en una cama individual junto a una ventana abierta. La brisa de la noche acariciaba su rostro. Su ropa se encontraba lista y seca en una silla a su izquierda, y al fondo de la habitación solo había un escritorio con medicinas, tarros de hierbas y varios utensilios más.

Tomó asiento en la silla, junto a él, le cogió la mano y Nathair le sonrió. Sus labios estaban resecos por la fiebre y Aileen le dio agua muy despacio.

—Te pondrás bien —le susurró.

***

Días más tarde, por exigencia de Aileen, los dos abandonaban Acair a caballo, a pesar de las heridas de Nathair. Aileen quería estar en Phelan antes de la Oculta, y a pesar de que les disgustaba la idea, sabían que con Nathrach estarían más seguros. La bestia no atacaría con los Ser’hi unidos, además de dos ninfas.

Los alrededores estaban en silencio y Nathair casi iba dormido detrás de Aileen, que llevaba las riendas y no dejaba de vigilar las inmediaciones. El acechador estaba cerca, pero quizá le intimidaba la presencia de su protector, la serpiente gigante que avanzaba a la derecha del caballo. A pesar de que ahora sabían que los Rocda estaban de su parte, ni Aileen ni el comandante habían creído oportuno que fueran resguardados por ellos, ya que eso solo levantaría las sospechas del inmortal, y debían seguir como si no hubiera ocurrido nada.

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