Despertar

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–Gracias. –Luego da una palmada y mira a su alrededor–. Menudo frío hace aquí fuera, ¿no?

Hettie no se había fijado, pero es verdad. Ahora hay menos gente en la calle. Parece que todo el mundo se ha ido a casa.

–Necesito una copa. ¿Te apetece beber algo? Conozco un sitio por aquí cerca. –Ed sonríe, de pronto parece dócil–. Bueno, en realidad, me refiero a mi piso, puestos a ser sinceros. Que es lo que estamos haciendo. ¿Qué te parece si tomamos algo en mi casa?

Cuando la ve titubear, levanta las manos. Es el mismo gesto que hizo en el club el sábado por la noche. Como si fuera desarmado.

–Te prometo que me portaré como un hombre de honor.

 

 

El suelo, de parquet oscuro, huele a cera y madera vieja, cara.

Así que es rico.

Hettie se queda al borde del parquet, como a orillas de un lago hondo y gélido. El apartamento es inmenso. Cabrían sin problemas cinco pisos como el de su madre en Hammersmith.

Ed recorre el salón encendiendo las luces.

–Espero que no te importe. Me he pasado la tarde en una madriguera a oscuras. Dame un minuto y enseguida caldeo la casa.

Se le ve distinto ahora que está en su piso, más estable, menos borracho.

Hettie se acerca a la chimenea, donde Ed está agachado añadiendo carbón de un cubo. Junto al hogar, una puerta abierta conduce a otra habitación. Hettie ve la esquina de una cama.

Un hombre. Una mujer. Una cama.

–Bien –dice Ed cuando por fin se endereza. Se dirige a la mesita baja donde varias botellas con tapón de cristal reflejan la luz–. Tengo whisky, ginebra y… ¡vodka! –Levanta una botella llena de un líquido transparente, se la muestra–. ¿Alguna vez has probado el vodka?

–No.

Jamás había oído hablar del vodka, pero no quiere admitirlo.

–Todo anarquista debe tener su vodka. Esos rusos sí que saben lo que se hacen. Tomemos un vodka a su salud.

Se vuelve hacia el mueble bar tarareando, coge unos vasos y sirve la bebida.

Hettie se calienta las manos en la chimenea. En la repisa hay dos fotografías. Una es de Ed, serio y de uniforme. La otra fotografía es muy diferente: aparece más joven, con el pelo más largo, con suéter de críquet. Junto a él hay una joven bellísima, que mira directa a cámara y se ríe. A Hettie se le encoge algo en el pecho.

–Mi hermana. –Ed se acerca por detrás, gesticulando con la copa.

–Ah. –El pecho de Hettie se relaja cuando acepta la copa: líquido transparente con hielo.

–Más o menos de la última vez que la vi sonreír. –Se toma un trago, balanceándose sobre los talones, con la vista clavada en la foto–. Es absolutamente infeliz. Todo el tiempo. ¿Tú tienes?

–Si tengo ¿qué?

–¿Hermanos? ¿Hermanas?

–Un hermano.

Intenta probar el vodka. Está frío y limpio.

–¿Y también es absolutamente infeliz?

Hettie se ríe.

–Pues sí, la verdad, creo que sí.

Ed se enciende un cigarrillo y le ofrece otro.

–¿Fue a la guerra?

–Sí.

Se inclina para encenderlo.

–¿Dónde sirvió?

–En Francia.

–¿Sabes dónde?

Hettie se estruja el cerebro, pero no consigue recordar si se lo ha dicho alguna vez. Ya durante la guerra, su hermano nunca hablaba de Francia. De pronto se siente fatal. Debería saberlo, ¿no? Pero Ed asiente.

–Ven. –Deja la bebida–. Parece que vayas a salir corriendo. Dame el abrigo.

Le coge el abrigo y lo deja en el respaldo de una silla. Y ahora, por fin, cuando Hettie casi había olvidado que lo lleva, se ve el vestido. El tejido susurra al recolocarse, las lentejuelas captan la luz y brillan, y Hettie se acalora: de repente, siente como si hectáreas enteras de su piel estuvieran desnudas.

–Dios mío –exclama Ed.

Hettie se quita la gorra y la sostiene delante del vestido. Cuando por fin mira a Ed, este parece desconcertado.

–Te has cortado el pelo.

–Sí.

–Pero ¿por qué? –Su voz carece de entonación.

–Porque… –Hettie se lleva la mano a la punta afilada de la nuca–. Porque quería. Hacía siglos que quería cortarme el pelo y…

No termina la frase. A su espalda, el fuego crepita y chisporrotea.

Sigue una pausa, y luego:

–Te queda bien –dice Ed, en el mismo tono neutro.

Estás mintiendo.

–No es verdad –replica ella, con el corazón acelerado.

–¿Cómo dices?

Por un instante, Hettie ve algo en él: ¿ira? Un destello rápido que desaparece enseguida.

–Antes has dicho… has dicho que no diríamos mentiras.

–Muy bien. –La apunta con el pitillo–. Tienes razón. Lo he dicho. Pero te equivocas. Es verdad. Estás guapa. Solo que…

–¿Qué? –Parece que Ed le esté retorciendo las entrañas.

–Nada. –Ed da media vuelta, arroja el cigarrillo al fuego–. No me hagas caso.

Hettie se ríe. Suena áspera y dolida.

–Ten. –Ed rebusca en los bolsillos y saca una cajita redonda de cartón–. Tengo un poco. ¿Sabes lo que es? –pregunta con voz persuasiva, suave.

Hettie no tiene ni idea.

–Nieve. –Como Hettie sigue sin reaccionar, se dirige a un sofá con una mesilla baja de madera delante–. Ven a sentarte conmigo.

Hettie se queda donde está, observándole vaciar un montoncito de polvo blanco en el tablero de ajedrez y dibujar dos rayas largas.

–Así me animaré un poco. Seré una compañía más amena, te lo prometo. –Se saca un tubito plateado del bolsillo–. Ten. –Se lo ofrece a Hettie–. Prueba tú primero.

Hettie recuerda vagamente una historia. Algo que leyó en la prensa. Una chica, hará un par de años. Una actriz. La encontraron muerta en el dormitorio, en el West End.

–Venga. Quizá te guste. Nunca se sabe.

Cruza la habitación.

–¿Puede matar?

A Ed le hace gracia.

–Supongo, si tomas mucha. Pero la gente se muere todo el tiempo, ¿no?, de cualquier tontería.

¿Quién se permite pensar así? ¿Decir esas cosas? ¿Tomarse las cosas tan a la ligera?

Ella no.

Ni su madre, ni su padre ni su hermano, ni la gente del Palais. Nadie que conozca. Ni siquiera Di. Están demasiado ocupados aguantando el tirón, esquivando peligros, sin mirar ni a derecha ni a izquierda por si el mundo está derrumbándose a su lado.

Se sienta al borde del sofá.

–¿Qué tengo que hacer?

–Esnifa.

–¿Esnifo?

–Mira, así. –Ed se agacha, pasa el tubo por una de las rayas, esnifa y el polvo desaparece. Luego se toca la nariz con el pulgar–. Sin parar. Tiene que ser del tirón.

Hettie coge el tubo, con el corazón a mil. Se inclina hacia la mesa, se tapa un agujero de la nariz y hace lo mismo que él. El golpe es instantáneo, le arde la garganta.

–¡Dios!

Se yergue, con los ojos encendidos, y la mitad de su parte todavía en el tablero.

–Bebe un poco de vodka.

Ed le acerca el vaso y se agacha a acabarse los restos.

Hettie bebe. La combinación es picante y fuerte.

Ed se endereza.

–Esto parece una tumba. ¡Necesitamos música!

Se levanta de un salto y se acerca al mueble del rincón. Por primera vez, Hettie se fija en que tiene un Victrola precioso, como el que sueñan con tener Di y ella, de madera oscura y brillantes manillas doradas.

–¿Qué te gusta? –pregunta Ed, dándole cuerda.

–Hum…

–¡Espera! Se me olvidaba. Ayer te compré una cosa. –Saca un disco del mueble de debajo–. ¡The Original Dixies! –anuncia, enderezándose y levantándolo como un trofeo.

–¡No! ¿De veras?

–Grabaron un disco estando en Londres, cuando eran la orquesta del Palais. ¿No lo sabías?

Hettie cruza el salón y Ed le pasa la funda del disco. En la portada aparecen todos los Dixies, con Nick LaRocca en el medio, sonriendo, trompeta en mano. Es como ver a un viejo amigo. Y de pronto todo le parece mejor; de pronto la noche vuelve a prometer.

–¡Impresionante! –exclama, sonriéndole y devolviéndole la funda.

–Desde luego.

Saca el disco de la funda, lo sostiene con el dedo corazón, se agacha y da un par de vueltas más a la manivela del gramófono.

El paño verde gira. Ed coloca encima el disco, baja el brazo de la aguja. Se oye un estallido de electricidad estática sobre laca y luego la inconfundible trompeta acrobática de Nick LaRocca.

Hettie se ríe en voz alta. No puede contenerse. Algo salta en su interior pidiendo ser liberado. Los polvos. La bebida. Va a tener que moverse.

–Échame una mano –dice Ed–. Rápido, ayúdame a mover esto.

Levantan la mesita, la trasladan al otro lado del salón y luego se ponen de cuatro patas y enrollan la alfombra, y el suelo se extiende, encerado, brillante, y se colocan cara a cara y bailan –como locos, como salvajes– y la pequeña parte de Hettie que sigue consciente sabe, mientras baila, que así se siente la gente del Dalton’s, que es lo que estaba buscando, que así es sentirse libre, plena, moverse como si nada importara. Cuando el tema termina, se quedan de pie, cogidos, riéndose, tratando de recuperar el resuello.

–Es rapidísimo –dice Ed, agitando la cabeza.

–La han tocado incluso más rápido que en directo.

Él la mira con una sonrisa en los labios.

–No abundan. No hay muchas chicas interesadas por la música. No hay muchas que sepan de jazz.

Podría presentarte a una decena solo en el Palais.

–A mí me encanta.

El disco crepita en el silencio que los separa.

–La verdad es que eres absolutamente encantadora, ¿lo sabías?

Y vuelve a inclinarse y esta vez, cuando se besan, es distinto; es electrizante e intenso y está cargado de intenciones.

–Ven –dice, separándose de Hettie y cogiéndola de la muñeca–. ¿Me acompañas ahí dentro?

 

 

DÍA CUATRO

Miércoles, 10 de noviembre de 1920

 

 

 

Evelyn, enredada entre las mantas, trata de sentarse. Tiene calor y mucha sed. Enseguida comprende por qué: anoche se quedó dormida vestida. Está tumbada en transversal sobre el colchón y, no sabe cómo, la almohada ha emigrado al sur y ha terminado entre sus piernas. Se sienta y maldice, se quita la chaqueta de punto por la cabeza y se queda en jersey y bragas, se levanta y sale a trompicones al pasillo. La puerta de Doreen está entornada. Evelyn se para y escucha. Silencio. Anoche no la oyó llegar a casa; habrá pasado la noche con su amigo.

No tardarán en casarse, ahora lo ve claro.

En la cocina a oscuras el grifo protesta antes de rendirse y escupir agua a sacudidas. Evelyn se llena un vaso y lo vacía con ansia, coge la tetera del fogón y la rellena, la pone al fuego y después descorre las cortinas para poder ver el cielo. La luna casi llena, le falta solo un trocito por arriba, cuelga sobre las chimeneas que se alinean apiñadas hacia el este, hacia Camden Town. Evelyn se queda contemplándola, abrazándose el pecho, adormilada. A su espalda oye el suave silbido de la tetera al hervir el agua.

¿La luna está creciendo o menguando? Antes sabía esas cosas. Al principio de la guerra, cuando Fraser aún vivía, Evelyn solía despertarse a esta hora, bien entrada la noche pero mucho antes del amanecer, a las dos o las tres de la madrugada, con el camisón pegado al cuerpo por el sudor. Por entonces, por los apagones nocturnos obligatorios, no era fácil tener luz de noche y no podía distraerse leyendo, de modo que lo único que la calmaba era ir a la cocina, poner una tetera a calentar, descorrer las cortinas y contemplar el cielo. La distancia se contraía en las horas previas al amanecer y, si la noche estaba despejada, Evelyn buscaba la luna.

«Estoy convirtiéndome en pagano –le escribió Fraser, aquel primer invierno–. Aquí, en esta monotonía de lodo marrón, donde la sangre es lo único con color. Aquí no hay Dios, solo están la luna y el cielo.

»Y por tanto he pactado con la luna. Que las noches despejadas me llevará contigo.»

Alguien habla en la calle. Evelyn ve al lechero a la vuelta de la esquina, luego se para bajo la farola de la acera de enfrente. El percherón piafa y su aliento se eleva en ondas blancas por el aire. Evelyn posa la vista en la ventana de la casa de delante, la del hombre en silla de ruedas. Al verla ahora, vacía, inescrutable, con las cortinas cerradas, le parece que se ha imaginado el bochorno alcohólico de ayer por la tarde.

«Las noches despejadas me llevará contigo.»

Se encoge al acordarse; como si la luna, blanca como los huesos, pudiera ver hasta el último recoveco de su yo de oropel.

¿En qué se ha convertido?

El hombre de la silla de ruedas. Robin, anoche: «Podríamos ir los dos, ¿no?».

Se apoya en el lateral de la encimera, suspira. Le echa de menos. A Fraser. En las horas menguantes de la noche. Todavía le añora muchísimo. ¿Con quién compartir lo que piensa? Sus pensamientos se marchitan dentro de ella. Ni siquiera puede escribirle como antes, no puede volver a la cama con una taza de té y sentarse con una vela durante el apagón a pensar en él, a intentar imaginar dónde está, lo que ve. No puede imaginar dónde estará porque no está en ninguna parte, ya no está. Todas las cosas que era –su forma de girar la cabeza para mirarla, de empezar a esbozar una sonrisa, de reírse, de modular la voz; cómo la calmaba, la serenaba– han desaparecido. Están todas muertas. Toda la vida que llevaba dentro, toda la vida que podrían haber compartido. Muerta.

Los latidos de su corazón suenan sin fuerza en el silencio. Ese corazón roto, que sigue latiendo.

Y ella sigue viva. ¿Para qué? Ha aguantado. Aguanta. Mata el rato. Como todas; esas mujeres patéticas que publican anuncios en los diarios, la desesperación que se palpa tras la alegría fingida:

«Soltera, 38 años. Buen carácter. Deseosa de corresponder».

Soltera.

Soltera.

Solterona.

Se ha convertido en una de ellas. Poco a poco y después de golpe. En una de esas mujeres por las que las otras mujeres sienten pena. Las afortunadas –con alianza en el dedo y cochecito en la calle– cambian de acera para evitarla. Lo huelen. Huelen la mala suerte.

¿Qué será lo siguiente? Para cualquiera de ellas.

¿Robin? ¿Es él lo que le espera?

«Podríamos ir los dos, ¿no?»

¿Tan malo sería?

Sacude la cabeza. No irá. Es ridículo. De débil. La vida la ha debilitado.

A su espalda, la tetera silba y vibra al fuego. La retira del fogón, se prepara el té y luego se lo lleva al dormitorio y vuelve a meterse en la cama.

Cuando trabajaba en la fábrica de municiones no se despertaba a media noche. Estaba demasiado cansada. Empezó de maquinista. Le procuraba una triste satisfacción ir troquelando agujeros en el metal una y otra vez. Cinco agujeros en cada plancha. Veintipico planchas a la hora. Pasó de veinticuatro a treinta en la primera semana, trabajando en un banco enorme con otras quince mujeres de ocho a cinco. Era agotador, pero nunca se apoyaba en el banco, jamás corría el riesgo de que la considerasen una blanda. A las diez en punto todas bajaban a tomarse un vaso de leche. Formaban dos largas filas: una de maquinistas como ella y otra para el resto de las mujeres que se ocupaban de otras tareas. El primer día en la fábrica se fijó en que todas tenían la piel amarillenta en la cara, los brazos y las manos.

–Canarias –susurró la mujer que tenía detrás en la cola–. A algunas no les queda mucho.

Evelyn se volvió.

–¿Cómo lo sabes?

–Están enfermas. Por eso tienen esa pinta.

Las canarias se sentaban en bancos aparte al otro lado de la sala.

Al final de la segunda semana, se saltó el almuerzo y fue al despacho del supervisor.

–Me gustaría cambiar de puesto. Me gustaría trabajar con TNT.

El hombre se quedó mirándola por encima de las gafas. Tenía una expresión distante, afable. Tenía aspecto de haber sido maestro de escuela antes de la guerra.

–Las mujeres como usted no trabajan con proyectiles.

–¿Perdón?

–Las mujeres como usted no trabajan con proyectiles.

–¿A qué se refiere? ¿Como yo?

El hombre se quitó las gafas; sin ellas, los ojos eran unas cositas minúsculas rodeadas de bolsas. Se los frotó. Tenía un lado del ojo derecho rosáceo, irritado. Suspiró.

–¿Señorita…?

–Montfort.

–Señorita Montfort. Las naves del TNT son un mundo aparte del resto de la fábrica.

–Lo entiendo.

–¿Sí?

–Sí. Por eso me gustaría trabajar allí.

La miró.

–¿Por qué trabaja usted aquí, señorita Montfort?

–¿Por qué trabajan las demás?

–Por dinero, señorita Montfort. Por dinero.

–Pues yo estoy aquí por dinero.

No parecía convencido.

–Me gustaría –insistió Evelyn, con aire resuelto– trabajar con TNT.

–De acuerdo –cedió el supervisor, volviendo a ponerse las gafas y despidiéndola con un ademán–. Como usted quiera.

La chica con la que compartía banco aparentaba quince años. La primera mañana, le pasó a Evelyn un trozo de algo. La chica tenía la cara redonda y de niña, los labios carnosos.

–Cordita. Se supone que no debes comerla. Pero es muy dulce y está muy rica. –Ceceaba.

Evelyn se llevó la cordita a los labios. Era verdad. Sabía dulce.

–Si la chupas –dijo la chica– está buena.

Los bloques del TNT se encontraban al fondo de las fábricas. Para llegar hasta ellos tenías que pasar por otras naves, repletas de mujeres mayores: descalzas, flacas, encorvadas sobre botes de plomo fundido, sacando el líquido escamoso a cucharones; parecían gitanas o brujas, con el largo pelo desmadejado.

La primera vez que aplicaron el horario de verano y el mundo se hundió todavía más en la oscuridad, Evelyn se presentó voluntaria para el turno de noche. Al menos dormir de día representaba una novedad. De modo que vivía a oscuras. A la entrada del turno de noche durante los apagones, las mujeres se llamaban unas a otras y se cogían de las manos para recorrer juntas el trecho entre la estación de tren y las naves, formando largas cadenas serpenteantes.

La nombraron examinadora, es decir, que tenía que comprobar el calibre de los sacos de algodón que rellenaban con TNT. Manipulaba un centenar de sacos al día. Al cabo de un par de semanas el pelo le cogió un tono anaranjado brillante. Si alguna vez salía durante el día, la gente se la quedaba mirando por la calle. Asentían, como si reconocieran una deuda tácita, pero aun así se asustaban.

El tono amarillo fue extendiéndose por toda la piel: primero por la cara, luego por el resto. Vio fascinada cómo se le amarilleaban las manos. Los ojos se le tiñeron de bronce. Apenas se reconocía en el espejo. Después de bañarse, el agua era de color sangre. Pero sentía que de esa vida subterránea emanaba un poder extraño. Tenía la impresión de estar acercándose a algo real. De estar transformándose en una bruja.

Luego comenzó a sentirse mal. Notaba un sabor raro en la boca después de comer. Tenía náuseas a menudo y al vomitar el sabor desaparecía. Orinaba del color de un té cargado. Empezó a adelgazar. Le subió la temperatura. Le salió un sarpullido por todo el cuerpo. Cuando se desmayó en el trabajo, la sacaron de las naves y la mandaron para casa. El médico la visitó y la examinó en cama. Cuando terminó, anotó cuatro cosas en un cuaderno. Evelyn escuchó cómo la pluma rasgaba el silencio mientras contemplaba el desvaído estampado floreado que empapelaba la pared.

–Señorita Montfort. –Pronunció una T muy marcada, que se quedó flotando en el aire.

–¿Sí?

–¿Sabe que está embarazada?

Se volvió a mirarle.

–¿No? –El médico negó con la cabeza, cerró el cuaderno y se lo guardó en el maletín–. Tiene que quedarse en cama. Recuperarse de la intoxicación de TNT. –Suavizó el tono–. Dudo mucho que el niño sobreviva.

Hizo lo que el médico le ordenó y permaneció una semana en cama. No se lo contó a nadie, ni siquiera a Doreen. Fue fácil, puesto que todo el mundo creía que estaba enferma. Dormía hasta tarde –noches largas, extrañas y plagadas de sueños– y cuando se despertaba, entrada la mañana, se llevaba las manos a la barriga y pensaba en la vida minúscula que estaba creciéndole dentro. Rememoraba la última mañana que había pasado con Fraser. El calor; el sabor salado de los labios de Fraser. Una vocecilla cristalina se alegraba dentro de Evelyn. Cualesquiera que fueran las consecuencias, ahora todo por lo que había pasado cobraba sentido.

Pero al cabo de una semana comenzó a sangrar, primero un flujo marrón y escaso, y luego rojo y brillante. La sangre paró al cabo de otra semana. El pedacito de vida la había abandonado, se había unido a las concurridas filas de los muertos.

Cuando se recuperó, volvió a la fábrica y pidió trabajo. La mandaron de vuelta con las máquinas, donde había comenzado. A los quince días, tuvo un accidente y perdió un dedo.

Cuando le quitaron las vendas casi sonrió. El muñón redondeado y suave era muy elocuente. La prueba de una ausencia. Algo real.

 

 

Se frota el final del dedo con el pulgar. A oscuras, distingue a duras penas la silueta de la cartera colgada de la puerta del dormitorio. La dirección de Rowan Hind está dentro en un papelito rosa. Hoy es miércoles. La oficina cerrará a las doce, como siempre, y Evelyn tendrá la tarde libre. Mañana, jueves, Día del Armisticio, es fiesta, de modo que si quiere encontrar a Rowan Hind debería ir a Poplar hoy después del trabajo. El jueves será imposible; habrá una multitud por las calles y lo más probable es que no esté en casa.

Dobla las rodillas y entrelaza las manos alrededor de las piernas.

Se comprometió a acudir con su hermano al entierro del Soldado Desconocido; a asomarse al balcón de Anthony con Lottie y los demás y escucharles cacarear sobre el espectáculo.

Cuánto agradece las migajas que le lanza Ed.

«Se les meten ideas fijas en la cabeza. No pueden pasar página.»

«Te estás metiendo donde no te llaman, Eves.»

Su hermano menor. Despreciándola. Antes la admiraba. La escuchaba.

No irá. De todos modos detesta el Día del Armisticio, una tradición nueva que ya gotea reverencia empalagosa, otra ocasión para que quienes tienen las manos manchadas de sangre se disfracen con sus trajes de asesinos y arrastren caballos y cureñas tras ellos mientras desfilan por las calles de Londres. Como si no hubiera otras formas de homenajear a los muertos.

Alguien debería hacer un favor al mundo. Debería coger uno de esos cañones que sacan a pasear para la ocasión y darle la vuelta; debería apuntarlo contra los dignatarios del cenotafio, en la abadía –contra el rey y Lloyd George y Haig y el grupo al completo–, y debería dispararles mientras agachan las vetustas cabezas para rezar. Rezan por el alma de los fallecidos. Hipócritas; son todos unos hipócritas asquerosos.

 

* * *

 

No ve gran cosa entre las piernas. Hay toda clase de piernas, eso sí: pantalones marrones, pantalones negros, a cuadros, y medias femeninas, azules y negras. Huele fuerte, a cerrado, como la casa de la abuela, pero más.

La niña tira de la mano de su padre.

–¿Qué pasa? –La cara enorme del padre asoma en lo alto.

–¿Me subes otra vez, papá?

–Está bien, pollito. –Sonríe–. Ven aquí.

Y la aúpa, se la sube a los hombros con un único movimiento de brazos. La niña se coge con las manos a la cabeza tal como él le ha enseñado para mantener el equilibrio y por fin puede respirar otra vez y ver bien. Ve a su familia más abajo, a su madre y a sus dos hermanas mayores al otro lado de papá, rodeadas por cientos de personas, que se han congregado en lo alto de los acantilados. La niña ve los acantilados altos y blancos que hoy no son blancos, sino grises, y el cielo gris y el mar verde grisáceo. Y luego, por debajo, en Dover, desde donde han salido, donde viven, todavía se ve a más gente. Antes intentó contar cuánta, pero tuvo que dejarlo porque se mareaba. Papá le dijo que había miles y miles de personas. Son tantas porque hoy los niños no van al colegio. Y los padres no van a trabajar.

La niñita otea el horizonte.

Sabe que están esperando a un barco. Un barco que lleva a un soldado. Pero llevan siglos allí y ni rastro.

Entonces, por la línea borrosa donde se encuentran el cielo y el mar, aparece algo. La niñita entorna los ojos. Mira a lo lejos. Vuelve a mirar. Lo ve. Hay una silueta en la neblina.

–¡Papi! –llama, emocionada, golpeando el pecho de su padre con los talones–. ¡Mira!

Su padre se yergue y suelta una exclamación. Un murmullo recorre el gentío; la niña se estira para ver cómo se transmite por la muchedumbre a sus pies.

Aparecen unas luces, las luces del barco, y luego… un barco, muchos barcos: un barco grande y negro y seis más pequeños a los lados. Abajo, sus hermanas saltan pidiendo que las aúpen para verlo. Pero el padre no les hace caso y la niña se queda donde está, en los hombros de su padre, mientras los barcos se aproximan y el corazón le late a un ritmo frenético. El padre le da unas palmaditas en las espinillas.

–Buena chica. Buena chica.

Y la niña casi revienta de orgullo porque ha sido la primera, ha sido la primera en verlo.

 

* * *

 

Poplar está incluso más lejos de lo que Evelyn había pensado.

Ha salido de la oficina a la una, no ha almorzado y ya son casi las dos. Va sentada al fondo de un ómnibus, apretujada entre la ventanilla y una mujerona maloliente; el autobús va repleto, hay gente de pie en el pasillo y en las escaleras. Evelyn frota la ventanilla con la manga y mira fuera, pero no reconoce nada; hace horas que viajan por territorio desconocido. Aquí las cicatrices de la guerra son más visibles: faltan casas enteras en mitad de la calle, entregados los huecos a la maleza y los escombros. Hace un rato el autobús paró frente a una casa semiderruida y Evelyn vio el dormitorio de arriba, el papel de flores rojas de la pared que eligieron los desafortunados últimos inquilinos, desgastado por la intemperie, manchado de agua y óxido. Cuando el autobús volvió a arrancar se alegró; la vista era demasiado triste, demasiado íntima.

Pasa el revisor y Evelyn se inclina por encima de la mujerona y le toca en la manga.

–Disculpe.

–¿Sí, señorita?

–Busco la calle Poplar High. ¿Falta mucho?

–La próxima parada.

Evelyn vuelve a recostarse en su asiento. Parece muy bucólico. La calle Álamo. Pissarro pintaba álamos, ¿no? En una carta de Fraser, de las primeras, le describía la ruta de una marcha.

«Parece sacado de un cuadro de Pissarro, un camino largo y recto flanqueado por álamos. Jamás imaginarías lo que ocurre treinta kilómetros más al norte.»

–Perdone.

Evelyn pasa por delante de la mujer y, mientras el vehículo aminora, se apea de un salto. Después del autobús fétido y atestado, agradece el aire frío de la calle. A su izquierda hay una fila desordenada de tienduchas y puestos de fruta, algunos de ellos con una cola de mujeres de luto que la miran al pasar. Los carretones ofrecen verduras de aspecto poco apetecible: patatas y zanahorias casi grises, nabos y colinabos arenosos. De su derecha, en la otra acera, llegan lejanos ruidos metálicos de maquinaria pesada y, por encima de los tejados y los matorrales, Evelyn distingue las grúas del puerto.

Avanza por una calle ancha con las alcantarillas taponadas de hojarasca y basura. En la acera de enfrente, varios hombres fuman con expresión aburrida despatarrados en unos bancos. Evelyn esquiva sus miradas; las conoce, las ve a diario, las miradas del desempleo, de la rabia y de la apatía: una mezcla combustible. Poco después pasa frente a dos cafés de los que sale un flujo constante de estibadores. Un par de hombres se giran y la piropean sin mucho entusiasmo. Evelyn agacha la cabeza y se sube el cuello del abrigo.

Faltan dos calles para Grafton Street: dos filas de adosados una frente a la otra, cada una a un lado de una estrecha franja de tierra. No hay aceras ni árboles, solo un puñado de niños que ha conquistado la calle con sus juegos ruidosos y rudimentarios. Evelyn busca los números de las puertas, pero no ve ninguno. Al dar media vuelta después de revisar todas las casas de un lado, descubre que los niños han abandonado el juego y están mirándola fijamente. Algunos son mayores de lo que le había parecido al principio; los hay de todas las edades, desde los dos a los nueve o diez años.

–Perdón. –Se acerca un par de pasos a los niños, maldiciéndose por su acento–. Busco a la familia Hind. Sé que viven en el número once, pero no sé por dónde empezar a contar.

El puñado de niños se contrae como una anémona marina marrón y sucia y alguien empuja a una niña pequeña por la espalda. A pesar del frío, va descalza. Cruza la calle de tierra a pasitos precavidos en dirección a Evelyn.

–¿El número once?

Evelyn le tiende el papel y señala los números.

La niña lo mira sin entender.

–¿Hind? –Se agacha para quedar a la altura de la niña–. ¿Rowan Hind?

–Es mi papá –susurra la niña y se estremece; y echa a correr, es una pálida estela que desaparece a la vuelta de la esquina.

Mierda. Evelyn se endereza. Debería haberla tranquilizado; la niña habrá creído que su padre tiene problemas y habrá corrido a avisarlo. Probablemente Hind se esconderá, probablemente no volverá a dar la cara.

El resto de los niños sigue observándola, atentos como gatos. Evelyn siente el impulso repentino y absurdo de hacer una tontería, de hacer una mueca o ponerse a bailar. Pero ni una cosa ni otra. Sino que pliega el papel, vuelve a guardárselo en el bolso y se aleja caminando despacio hacia los ruidos distantes del puerto. Mientras avanza se estruja el cerebro; podría llamar a las puertas, preguntar por los Hind, pero así solo despertaría sospechas. A saber por qué clase de persona la han tomado. Alguien que viene buscando problemas, eso está claro.

¿Y acaso se equivocarían?

Sacude la cabeza. Mierda. Mierda. Mierda.

Se abre la puerta de una casa a su derecha. Una mujer guapa aparece en el umbral. Evelyn ve a la niñita escondida tras sus faldas.

–¿Señora Hind?

La mujer está embarazada, a punto de dar a luz y cansada. Ojos pálidos. Pelo rubio y fino recogido en la nuca sin apretar.

–¿Quién quiere saberlo?

Evelyn se dirige a la casa tendiendo la mano con una confianza que no siente.

–Me llamo Evelyn Montfort. Trabajo en la oficina de pensiones de Camden Town. –Intenta sonreír, pero siente como si su sonrisa cayera al suelo, entre sus pies–. Su marido vino a verme hace un par de días. Pidiendo ayuda. Le dije que no podía ayudarle. Pero… bueno, resulta que sí.

La mujer permanece callada. Detrás asoman un recibidor sin enmoquetar y la niñita, curioseando.

–¿Está en casa el señor Hind?

La mujer niega con la cabeza.

–Está trabajando.

–Ya veo.

–Es vendedor –explica la mujer, con un atisbo de orgullo–. Puerta a puerta.

Evelyn asiente.

–Por supuesto. Qué tontería venir tan temprano.

La mujer la mira de pronto a la cara.

–¿Hay algún problema? No tiene problemas, ¿verdad?

–No, no pasa nada –responde Evelyn en voz baja, acercándose más a la puerta–.

Mire, comprendo que esto debe de parecerle extraño, que me presente así, pero me gustaría mucho hablar con su marido. ¿Cree que podría decirme a qué hora termina de trabajar más o menos?

–A las cuatro. –La mujer entorna los ojos–. Más o menos.

–Entonces ¿le parece que vuelva a las cuatro?

Silencio.

–¿Señora Hind?

La mujer asiente, brevemente, y cierra la puerta.

Cuando Evelyn llega al final de la calle se gira, esperando que todos los niños sigan vigilándola, pero su efímero interés ha pasado. Han vuelto a lo suyo y se entretienen otra vez con el mismo juego ruidoso de antes.

 

* * *

 

Dos horas después de levar anclas, el barco comienza a moverse. Deja atrás los destructores y avanza despacio hacia la entrada oriental del puerto de Dover, bordeando los acantilados altos y empinados.

A popa viaja un joven oficial de marina. Delante de él, el ataúd, cubierto de coronas y rodeado también de coronas. El joven oficial ha ayudado a subirlas a bordo. Para levantar algunas se han necesitado cuatro hombres. El oficial se pregunta si se tratará de algo típico francés. Parece que les van mucho las flores.

Va de pie, con las piernas separadas y los brazos a la espalda. Ve a la multitud agolpada más abajo, congregada alrededor del puerto y en la cima de los acantilados, todos de cara al barco. En las murallas del castillo ve los cañones listos para disparar.

Los cañonazos retumban y resuenan por todo el puerto en silencio, levantan pequeñas olas temblorosas en el agua. Una salva de diecinueve disparos. Bienvenida de mariscal de campo.

Tras la salva se hace el silencio. Un silencio asombroso, limpio y desnudo. Luego la sirena del barco suena brevemente, solo una vez, y el joven se mueve para ocuparse del cabo.

 

* * *

 

Hettie se gira en la cama.

 

Rock-a-bye your rock-a-bye ba-by

With a Dixie melody.

 

La música llega de algún lugar cercano. Alguien sigue la melodía cantando. Por un momento, a oscuras, se pregunta si será su hermano, pensando vagamente que Fred se habrá comprado un gramófono, pero cuando estira una pierna inmediatamente se percata de que algo no encaja, la cama donde está es enorme. Se sienta, se abraza y se le acelera la respiración. Todavía lleva puesto el vestido de Di; las lentejuelas se le han marcado en el brazo. Entonces, como una náusea horrible, le viene todo de golpe.

No ha pasado.

Nada. Nada ha sido como esperaba.

Al principio, cuando entraron, parecía que sí. Y cuando notó la boca de Ed en su cuello y se tumbaron uno al lado del otro comenzó a pasar y Hettie estaba preparada… pero entonces…

Se abrió un espacio, se coló el aire; Ed se apartó de ella y se acomodó en la otra punta de la cama.

–Perdona –se disculpó, con la voz amortiguada por las manos.

–¿Qué?

–Yo… –Y empezó a mascullar, apenas se le oía, algo acerca de perder no sé qué, de estar perdido. Hettie lo miró aterrorizada hasta que al rato volvió a levantar la cabeza–. Quédate. Quédate hasta que abra el metro.

–No. –Hettie agitó con fuerza la cabeza–. Me voy.

–¡Por favor! –Alargó los brazos como para sujetarla contra la cama–. Por favor… quédate. Quiero que te quedes. Estarás a salvo. Te lo prometo. Es que… –Se pasó las manos por el pelo, estirándoselo–. Quédate. –Se apartó de ella, se dirigió a la puerta–. Estás a salvo –repitió.

Luego apagó la luz y cerró la puerta, y Hettie se quedó tumbada con el corazón latiéndole con fuerza en plena oscuridad, con ganas de escapar pero incapaz de moverse, escuchándole dar vueltas y hablar solo en el salón. Después de varias horas, por fin se calló y Hettie debió de dormirse, porque no recuerda nada más.

La música ha parado. Hettie se levanta de la cama y cruza la moqueta en dirección a la rendija de luz que se cuela entre las cortinas. Las abre, se inclina hacia delante, apoyando la punta de los dedos en el cristal frío. La casa donde está forma parte de una hilera de viviendas idénticas de color crema, y Hettie está bastante arriba, en una quinta planta más o menos. A la derecha, un trozo de un parque, con las ramas de los árboles casi desprovistas de hojas, se extiende colina arriba. El día parece frío y por la luz, se diría que ya menguando, debe de ser, como mínimo, por la tarde. Por tanto ha dormido todo el día. Entra a trabajar a las siete y media. Tiene que irse a casa.

Encuentra el cuarto de baño, usa el inodoro lo más silenciosamente que puede, luego recoge los zapatos y se dirige a la puerta sin hacer ruido. Todo ello de forma mecánica y con prisas, porque si piensa demasiado podría echarse a llorar.

Tras la puerta le espera el salón, con las cortinas corridas y una lámpara en un rincón por toda iluminación. La mesa sigue apartada a un lado y la alfombra enrollada. Ve la cajita de polvos en el tablero. El Victrola sisea y crepita en su rincón.

Sisss du, sisss du, sisss du.

Frente a ella hay un gran sillón orejero y, detrás, ve su gorra y el abrigo doblado sobre el respaldo del sofá. Se dirige a por él.

–Buenos días.

Da un respingo, se gira en redondo; Ed está apoyado contra el lateral del sillón, con el ceño fruncido.

–Confío en que no pensaras escabullirte sin despedirte.

Hettie se aferra a los zapatos, niega con la cabeza.

–Estupendo. –Ed asiente–. ¿Has dormido bien?

Ella se le queda mirando. Ed está sonriendo, actúa como si la noche anterior no hubiera pasado nada raro.

–No… no estoy segura. ¿Por qué? ¿Tú no?

Él se toma su tiempo para meditar la pregunta. Lleva la camisa blanca desabrochada y por fuera. Se ha quitado el cuello, que está tirado en el suelo junto con la corbata. Hay una licorera de whisky en la mesa a su lado y en la mano sostiene un vaso medio vacío.

–No sé si he dormido –dice por fin–. Aunque puede que haya echado alguna cabezadita, ahora mismo. Antes sonaba música. Y ahora ya no. –Alza la copa en dirección a Hettie–. ¿Te apetece beber algo? Ya que estás aquí, me tomaría otra.

Habla con suma precisión, como si le costara, pero los finales de las palabras le resbalan.

A Hettie se le revuelve el estómago. No quiere otra copa; no quiere estar en esa habitación a oscuras, con ese hombre al que no entiende. Está cansada, al borde del llanto, y quiere irse a casa.

–¿Sabes qué hora es?

–¿La hora? –Ed niega con la cabeza–. No te preocupes por eso. La hora no sirve para nada, es una inutilidad.

La recorre un ramalazo de furia.

–Entro enseguida a trabajar.

–Está bien. –Ed estira el cuello para mirar por un lado del sillón–. Son las tres y media –dice, al tiempo que el reloj de la mesilla avisa de la media hora–. Temprano –sentencia, agitando el vaso con una sonrisa borrosa–. Ven a tomarte una copa.

–Tengo que irme.

Se agacha, se pone los zapatos y comienza a abrocharlos.

–¿Whisky?

–No, gracias.

–¿Vodka?

Niega con la cabeza mientras se incorpora.

Ed arruga la cara de tanto pensar.

–¿Un té?

Silencio. El Victrola sisea. Se miran desde la distancia.

–Té –dice Ed, decidido–. La bebida de tarde ideal.

Se levanta del sillón y avanza dando tumbos hasta la puerta, al otro lado de la cual está la pequeña cocina.

–Ven –le dice, girándose en el umbral–. Ven a hacerme compañía.

Y algo en su forma de decirlo, algo repentinamente indefenso, la hace transigir y le sigue, espera en la puerta abrazándose por culpa del frío mientras Ed rellena la tetera.

Él no sube la persiana, se limita a encender una pequeña luz eléctrica y hurgar entre las latas, abriéndolas y oliéndolas. Se diría que no ha preparado una taza de té en toda su vida. Al poco, se endereza y se vuelve hacia Hettie, como si le hubiera leído el pensamiento.

–Normalmente me ayudan con estas cosas.

–Ah. –Por supuesto.

–Pero… –Se gira y vuelve a rebuscar en los armarios–. Pero le he dado la mañana libre al muchacho. A-já. –Da con la lata correcta, vacía unas hojas en la tetera y luego coge un cuchillo y lo sostiene en alto–. No tengo claro dónde guarda las cucharillas –se disculpa antes de sumergir el cuchillo para remover el té–. Pues muy bien. ¿Pasamos al salón?

Lleva con cuidado la tetera, una taza y un plato a la mesa del salón.

–Siéntate, por favor. –Él se sienta enfrente, frunce el ceño como si barruntara algo–. Creo que lo dejaré reposar un rato –dice al poco, señalando hacia la tetera–. Antes de servirlo.

Hettie esconde las manos bajo los muslos. Tiene la piel de gallina en los brazos. El fuego de ayer ha quedado reducido a un montón de cenizas en la chimenea. Piensa en ponerse el abrigo. En circunstancias normales sería de mala educación. Pero aquí ya no rigen las normas de comportamiento habituales, de modo que coge el abrigo y se lo echa encima de las rodillas.

Ed sonríe vagamente.

–Falta música, ¿no te parece? Espera.

Vuelve a levantarse, se tambalea en dirección al gramófono y se agacha a darle cuerda. Los crujidos enmudecen y vuelve la música; la misma canción que despertó a Hettie. Ed canta por lo bajo, de espaldas, balanceándose.

 

Rock a-bye your baby with a Dixie melody

When you croon a tune from the heart of Dixie.

 

–¿La conoces? –Se vuelve hacia Hettie.

–No.

–Es vieja. Una nana.

Alza los brazos y comienza a bailar con una compañera fantasma.

–Vamos –dice al poco rato.

Hettie se queda donde está.

–Venga. No eres nada divertida.

¿Divertida?

¿Y la diversión de anoche?

Evelyn se pone en pie con gesto desafiante. Se acerca a Ed. Él la coge de los hombros, apoyando el peso, y se mueven un poco, a un lado y al otro.

–Qué agradable –dice Ed, con los ojos casi cerrados.

Apesta a alcohol. Cuando intenta girar, tropieza con la mesilla y se balancea como un árbol a medio caer, y Hettie tiene que apartarse para que no la aplaste cuando termina en el suelo.

–Joder.

Se tapa los ojos.

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