Despertar

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–Lo siento. –Hettie se arrodilla a su lado–. ¿Te has hecho daño?

–Estoy bien. No es culpa tuya. No deberías ser… mierda, tan estirada. –Se queda tumbado sin moverse–. Dios. Es que… estoy muy borracho. –Cierra los ojos–. Y creo que también cansado. Es difícil saberlo.

En el Victrola la canción termina y regresan los crujidos. Hettie mira hacia la puerta. Ed abre los ojos y le sonríe.

–¿Sería mucha molestia que me dieras la mano para ayudarme a levantarme?

Ella tiende las manos y él las acepta y está a punto de tirarla cuando se levanta.

–Mucho mejor. –Se da unas palmaditas–. No hay nada roto. –Sigue oscilando un poco–. ¿Nos sentamos? Creo que necesito sentarme.

Se las apaña para llegar al sofá, donde se desploma, y la mira protegiéndose los ojos, guiñando uno como si lo deslumbrara un sol cegador.

–Mucho mejor. A ver, las dos. Venid a sentaros conmigo.

–Tengo que irme.

–Por favor.

Hettie se sienta en la punta del sofá, en el extremo más cerca de la puerta. No le mira.

–¿Te he dicho que me recuerdas a alguien?

Hettie entrelaza los dedos en el regazo.

–Sí. Ya me lo has dicho.

Nota que la mira a la cara.

–¿Y te he dicho a quién?

–No.

Se produce un silencio.

–¿Cuántos años tienes? –pregunta él.

–Diecinueve.

–¿Diecinueve?

Ella se gira y se topa de pronto con una mirada más serena, más tierna, que la atrapa. Es como si en la caída Ed hubiera perdido parte de la borrachera. Y el estómago le da un vuelco, porque él sigue ahí, el hombre que conoció en el Dalton’s, el hombre que no se parece a ningún otro que conozca.

–¿Por qué? –pregunta Hettie–. ¿Tú cuántos años tienes?

–Veintisiete. –Menea la cabeza–. Pronto cumpliré veintiocho. Un carcamal. –Se saca la pitillera del bolsillo, coge un cigarrillo y se lo lleva a la boca–. ¿Te acuerdas de anoche? –Se inclina para encenderlo–. ¿De que íbamos a hablar de verdad? ¿De que íbamos a ser sinceros?

–Sí.

–Bueno, pues no lo he hecho. Soy un mentiroso.

Sus miradas se cruzan. El corazón de Hettie se acelera.

–Y ahora quiero contarte la verdad.

–Debería irme.

–Todavía no. Hay tiempo. Quédate. Solo un minuto. Por favor. –Le dedica una sonrisa tímida–. Pareces asustada.

–No estoy asustada.

–No tienes razón para estarlo. Estás a salvo. No puedo hacer nada, ni aunque quisiera.

–¿A qué te refieres?

–Eso –dice con un ademán–. De por ahí abajo.

Hettie traga saliva.

–Ya está. Ya lo he dicho. –Ed se recuesta, abre las manos–. La verdad.

Luego vuelve a levantar la vista con las manos todavía abiertas, como si le ofreciera algo. Es como si quisiera que Hettie hiciera algo con lo que ha dicho. Que se lo quitara.

Hettie no lo quiere.

Quiere que pare.

Pero él no para. Continúa hablando.

–La primera vez fue en Francia. Con una de esas chicas cerca del frente.

Hettie se abraza.

–Campesinas. Sus padres recibían a los hombres en sus casas.

Por un segundo Hettie se pregunta si lo ha entendido bien.

–¿Sus padres?

Él asiente, la mira.

–Por dinero. Estaban desesperados. Se morían de hambre. Les habían destruido las granjas. Si era en una casa tenías que pagar. Pero siempre estaban limpias. Era menos probable contagiarse de gonorrea.

Hettie no puede imaginarlo. Oyó cosas, al principio, sobre soldados alemanes y mujeres belgas y violaciones, pero lo que le cuenta es distinto. Su padre jamás habría hecho algo semejante. Él la habría protegido. ¿No?

Pero la idea ejerce una fascinación malsana: una guerra en Londres, aproximándose a Hammersmith, soldados por las calles.

Algunos padres lo harían. Puede que algunos sí.

¿Cuánta hambre tendría que pasar ella para hacerlo?

–¿Qué pasaba? –pregunta Hettie–. En las casas. ¿Cómo funcionaba?

–Normalmente hacías cola…

–¿Cuánta gente… cuántos hombres hacían cola?

–Depende. –Se encoge de hombros–. Las putas con autorización militar a veces trabajaban durante días seguidos. Tenían cuarenta, cincuenta o sesenta hombres esperando turno. Aunque no duraban mucho, las mujeres, estaban en las últimas. La casa que te digo era para oficiales y las chicas estaban bien. Solo tuve que esperar a que pasaran dos o tres hombres. –Se calla–. Era una cría.

–¿Cuántos años tenía?

–Más o menos tu edad. Quizá algo menos. –Clava la vista al frente–. Entré y me lavé. Siempre tenían un pequeño lavamanos. Luego, cuando me volví, estaba mirándome. Normalmente no te miraban. Y tenía una cara preciosa. En medio de tantas atrocidades. –Se le crispa el semblante–. Era tan… nueva. Y se tumbó y yo me tumbé encima de ella y… –Gesticula: dibuja una línea plana con la mano–. Nada. –Suelta un suspiro corto, atribulado–. No pude tocarla. –Mira a Hettie–. Tenía el pelo como el tuyo. Largo y castaño y sano. Y es en lo que pensé cuando te vi en aquel club espantoso; estaba a punto de irme a casa, pero entonces te vi. Y pensé, quizá me recupere. Quizá recupere lo que perdí. Quizá tú puedas ayudarme.

Lo que dice no tiene sentido.

–Te has cortado el pelo –dice, con una expresión terrible, implorando–. ¿Por qué? ¿Por qué te has cortado el pelo?

–¿Y qué más da? ¿Qué importa que me haya cortado el pelo?

–Pues que no puedes volver atrás.

–El pelo crece.

–Ya lo sé –responde con tristeza–. Pero no puedes volver atrás.

Y se agacha, esconde la cabeza entre las manos.

Hettie le oye jadear.

Debería tocarle. Es lo que tendría que hacer. Acercarse y tocarle un brazo. Decirle algo para que se serene. Para que recupere la hombría. Lo piensa, pero está enfadada, y el enfado es una cosa fiera y decidida, no como ella.

–No deberías habérmelo contado –dice Hettie.

Él la mira.

–Dios mío –exclama él, con la cara blanca como la pared–. Lo siento muchísimo. Solo… perdí… algo. Y… no había intentado estar con nadie desde entonces.

–Quiero irme a mi casa. –Hettie se levanta, se pone el abrigo–. Tengo que ir a trabajar y quiero irme a mi casa.

–Por supuesto. Me he comportado fatal. Dios mío –repite, meneando la cabeza–, soy un tonto sin remedio.

Y entonces se golpea, se da un puñetazo en la sien. Se pega tan fuerte que Hettie se lleva la mano a la boca. Ed se sienta un momento como si estuviera aturdido. Luego vuelve a levantar la mano.

–¡No! –Hettie lo detiene, le agarra por la muñeca–. ¡Por favor! ¡No!

Ed se tranquiliza, asiente despacio, como si reconociera algo, y descansa la mano en el regazo. Estira los dedos.

–Perdona –se disculpa en voz queda–. No sé qué me ha dado.

Al poco, se levanta. Se alisa los pantalones. Parece que la borrachera se ha esfumado. Ahora simplemente se le ve agotado. Se palpa los bolsillos y saca algo de dinero. Lo mira, como meditando.

–¿Tienes dinero para volver a casa?

–Sí. Cogeré el metro. Ya estará abierto.

–Estupendo. –Vuelve a guardarse el dinero en el bolsillo y Hettie se alegra–. El gorro –dice Ed, y lo recoge y se lo da.

Sus nudillos se rozan cuando Hettie lo coge. Luego Ed se dirige a la puerta y salen juntos al descansillo de baldosas verdes. Ed llama al ascensor.

Mira por el hueco del ascensor como si de pronto le resultara fascinante, como si el estudio de los huecos de ascensor constituyera la pasión de su vida. El aparato tarda siglos en subir. Están de pie uno junto al otro, sin hablar. Cuando por fin llega el ascensor, Ed abre la puerta.

–Perdóname –pide en voz baja–. He sido un plasta insoportable.

–No es verdad.

Él niega con la cabeza.

–Eres muy amable –replica con una sonrisa minúscula, compungida–, pero sé lo que me digo.

Hettie entra en el ascensor y cierra la reja.

Cuando el ascensor arranca de una sacudida y comienza a bajar, alcanza a ver entre el enrejado una última imagen del rostro de Ed tras la celosía, como un rompecabezas sin montar.

 

* * *

 

No es como Ada se lo había imaginado. Se había imaginado otro sitio: una habitación oscura con una mesa redonda, como salida de una película o un espectáculo de esos donde hablan con los muertos. En los últimos años han estrenado muchos. Pero la habitación es normal y luminosa. La habitación trasera de una casa en una calle tan del montón como dijo Ivy. Y la mujer que tiene sentada enfrente es también del montón, a su modo. Tiene algo peculiar, pero cuesta decir el qué. Para empezar, cuesta calcular su edad; podría tener unos cuarenta y cinco años, igual que Ada, pero también podría ser diez años mayor. Tiene el cutis terso y sin arrugas. Parece que conserva toda la dentadura.

Abrió la puerta a regañadientes. Ada lo notó cuando preguntó por la señora Kempton mostrándole el papel con la dirección, explicándole que se la había recomendado una amiga, una amiga que la había visitado durante la guerra. La mujer miró a un lado y a otro de la calle y luego dijo: «Está bien, será mejor que entre. Pero ya no me dedico.»

La condujo por un pasillo que olía a comida recién cocinada, dejaron atrás una puerta abierta por la que Ada entrevió una sala con un piano pegado a la pared y entraron en la habitación del fondo de la casa, con solo una mesa, ni un mueble más, ni siquiera fotografías, con vistas a un jardincillo donde crecía un rosal cargado todavía con las últimas flores de la temporada.

–¿Ha traído algo de él? –pregunta la mujer.

A Ada se le acelera el pulso. Ni siquiera han hablado todavía de dinero. ¿Cuánto le pedirá la mujer cuando terminen?

Ada saca el conejo ajado y tuerto del bolso. Le costó mucho decidir qué llevar. Es un juguete que le cosió unas navidades, cuando Michael era todavía un bebé, y del que su hijo no se separó durante años. Lo deja en la mesa, tiene aspecto triste y encorvado, el fieltro se ha desgastado y solo le queda un ojo marrón.

La mujer le da vueltas entre las manos. En el silencio reinante, Ada oye un reloj en algún otro lugar de la casa.

–¿No tiene nada más? –pregunta al final la mujer–. ¿Ninguna otra cosa de él?

A Ada se le seca la boca.

–¿No sirve?

–No, no es que no sirva. –La mujer devuelve el conejo a la mesa.

Tiene las manos pálidas, los dedos largos–. Es por si necesito algo más reciente. ¿No tiene ninguna fotografía?

La más reciente que Ada ha encontrado es la de la caja, la que está borrosa, y confiaba en no tener que enseñarla, pero la saca del bolso y la deposita en la mano abierta de la mujer.

–Lo siento.

Comienza a sudar, el sudor empieza a resbalarle por debajo de las ballenas del corsé en una onda larga y lenta.

–¿Por qué? –La mujer la mira. Se miran a los ojos.

–La foto no es muy buena.

La mujer la sostiene un poco más y luego, antes de dejarla en la mesa, asiente. Después se levanta y corre las cortinas, que son verdes pero finas, de modo que ahora se cuela una luz verde en la habitación.

–Espero que no le importe que corra las cortinas. Pero no quiero que nos molesten.

Ada se pregunta qué podría molestarlas por la parte de atrás de una casa tan tranquila. La mujer se sienta y vuelve a hacerse el silencio cuando toca el conejo primero y luego la fotografía.

Aunque no es divertido, Ada tiene ganas de reír.

La mujer abre los ojos.

–No me van las sesiones de espiritismo –dice la mujer. Le ha cambiado la voz, suena clara y liviana.

Ada da un respingo.

–No me van todos esos trucos y numeritos. –La mujer aparta las manos y las apoya en el regazo–. He intentado escuchar.

–¿El qué?

–A su hijo.

Un escalofrío cortante le recorre la espalda, seguido por una oleada de náuseas. Ada cierra los ojos y espera a que se le pase.

–¿Se encuentra bien?

Ada vuelve a abrir los ojos, enfoca la piel tersa de la mujer.

–Creo que sí.

–Debería haberla avisado de que, si en algún momento necesita que paremos, tiene que decírmelo. –Apoya las manos abiertas en el mantel–. He tratado de escuchar a su hijo –repite, con el ceño fruncido–, pero me cuesta.

–¿A qué se refiere?

–Está muerto. Su hijo. No cabe duda. No le siento.

La habitación se tambalea.

–¿Se encuentra bien?

Ada se recupera. Asiente.

–Bien –dice la mujer en tono neutro–. Su hijo está muerto. Pero usted no ha venido a que le diga eso. –Habla con brío, en un tono práctico.

¿Ah, no?

Ada descubre que agradece la brusquedad.

Pues igual no.

–Hábleme de él. –La mujer apoya un dedo en la fotografía–. ¿Sabe de cuándo es la foto? –La empuja por la mesa.

Ada le echa un vistazo fugaz.

–No estoy segura.

–¿Por qué la lleva encima si no quiere mirarla?

–No me gusta.

–¿Por qué no?

Se fuerza a mirar.

–Tiene la cara borrosa.

–Sí. –La mujer levanta la vista–. Si no le gusta, ¿por qué lleva encima esta fotografía en particular?

–No es eso.

La mujer enarca una ceja.

Ada se remueve en la silla, como si estuviera suspendiendo un examen, como si ya lo hubiera suspendido.

–Tengo una enmarcada, en la sala, pero no me pareció adecuado llevarla en el autobús.

La expresión de la mujer se relaja.

–¿Sabe qué? Creo que debería guardar esta foto. –Se la devuelve–. Y si le hace mal, no vuelva a mirarla.

Ada la coge, se la guarda de nuevo en el bolso y la recorre cierto alivio.

–¿Por qué no me describe a su hijo?

–¿Perdón?

La mujer le sostiene la mirada.

–¿Por qué no me lo describe? Seguro que sabe describírmelo mejor que cualquier fotografía.

Parece otro examen, todavía más difícil.

–No se preocupe –la tranquiliza con delicadeza–. No tiene que acertar en nada. Diga lo primero que se le ocurra.

Ada intenta pensar, pero se ha quedado en blanco, o mejor dicho, nota la cabeza espesa, efervescente. La agita para intentar despejarla. No consigue verlo. No logra evocar su cara. No puede visualizarlo y la fotografía está borrosa y su hijo está muerto. Se levanta, apoya las manos en la mesa. No parecen las suyas. Su sangre es como una marea. Entonces la mujer se acerca, apoya su mano fría en la de Ada. La marea pasa. Detrás llega el silencio.

–Le traeré un poco de agua.

Ada se sienta. Oye ruidos en la cocina, de verter agua de una jarra. La mujer regresa y le deja un vaso en la mesa.

–¿Quiere que paremos?

–No. –De pronto Ada tiene sed, muchísima sed. Se bebe toda el agua–. Quiero continuar. –Deja el vaso vacío en la mesa–. En tres años nadie, ni una sola persona, ni siquiera mi marido, me ha pedido que hable de mi hijo.

La mujer asiente.

–Cuénteme.

Ada cierra los ojos.

–Era… normal. Un chico normal. –Entonces se acuerda de algo, de una cosa en la que hacía mucho tiempo que no pensaba–. Era divertido. Contaba un montón de bromas tontas.

–¿Cuál era su favorita?

–Contaba un chiste sobre… –Hace una mueca–. Eran muy malos.

–Cuénteme uno.

–Siempre contaba uno sobre India… Sobre la comida india y la india-gestión.

La mujer sonríe. Ada también.

–Me lo contaba sin parar. Era malísimo. –Sacude la cabeza–. Se pasaba horas fuera jugando al fútbol, hasta que tenía que arrastrarlo de vuelta a casa. Iba a ver los partidos con su padre, desde muy pequeño. Le gustaba nadar en el canal. En verano. Yo siempre le decía que no fuera, pero no me hacía caso. Aunque yo sabía cuándo había ido a nadar.

–¿Cómo?

–Olía diferente. –Arruga la nariz–. No podía disimularlo. Me preocupaba que se pusiera enfermo. Pero nunca estaba enfermo.

La mujer vuelve a asentir.

–¿Quería ir a la guerra?

La pregunta es sencilla, pero impactante por la franqueza.

–Al principio. –Ada asiente–. Cuando todos los chicos de su equipo se alistaron. Pero él era demasiado joven. Fue en 1917, después de su cumpleaños. –Hace una pausa–. Pero ya era… diferente.

–¿Por qué?

–Bueno, daba la sensación de que todos… como si ya no hubiera esperanza, ¿no? Como si fueran todos de camino al cadalso. Y creo que él lo sabía.

–¿Por qué lo dice?

–Por algo que me dijo. «Nada está a salvo. Eso no existe.» No podía quitármelo de la cabeza. Todavía no lo he conseguido. Y pienso que… que podría haberlo detenido.

–¿Cómo? –La mujer se inclina hacia delante en la silla.

–Podría haberle escondido.

Ada levanta la vista. El corazón le late tan rápido que sospecha que la mujer lo oye, lo ve a través de las ballenas del corsé, a través del vestido.

–¿Cómo? –insiste con la voz igual de suave–. ¿Cómo lo habría hecho?

–Mi marido –nota la voz ronca, así que se aclara la garganta– trabaja en una fábrica. Conocía a uno del sindicato que lo hacía. Una vez escondieron a dos al mismo tiempo. –Ada nunca se lo había contado a nadie. No termina de creerse que lo esté contando ahora–. Jack quería. Pero yo me negué. –Dice que no con la cabeza–. Dije que tenía que ir.

–¿ Jack es su marido?

–Sí.

–Se habría arriesgado mucho al esconderlo.

–Lo sé.

–Y usted también.

Nota una tensión en el corazón, en la garganta. La presión que se acumula. Le cuesta tragar. Habla rápido, las palabras salen a borbotones.

–Pensé que si se escondía y le descubrían sería peor. Lo habrían enviado al frente de todos modos. Los diarios hablaban de los chicos que pillaban escondidos. Y de todas formas –mueve la cabeza– no habría aceptado. Michael. Jamás se habría escondido. Pero ahora no paro de pensar: ¿Y si hubiese hecho caso a Jack? Tal vez todavía estaría con nosotros.

Lo único que se oye es el tenue siseo del gas.

–¿Se siente culpable?

Ada levanta la vista. Por primera vez desdeña a esa mujer. ¿Para qué sirve si es incapaz de ver lo evidente? ¿Si no ve lo que tiene delante de las narices? ¿Y qué está haciendo ella allí, en esa habitación vacía, hablando de sus intimidades con una desconocida?

–Pues claro.

–La culpa ejerce una gran atracción.

–No la entiendo.

–¿Lo ve?

–¿Cómo?

–Que si ve a su hijo.

Le pica la cabeza, como si tuviera un insecto en el pelo.

–Sí.

–¿Por eso ha venido?

El insecto comienza a picar y morder.

–Sí.

–Cuéntemelo. –La mujer le sostiene la mirada.

Ada se reacomoda en la silla.

–Le veo en la calle.

–Siga.

–Al principio le veía constantemente. Después estuve años sin verlo. Y entonces esta semana… le he visto otra vez.

La cara de la mujer no se inmuta.

–¿Y habla con usted? Cuando le ve.

Ada niega con la cabeza.

–¿Alguna vez le ve la cara?

–No. Siempre está mirando para otro lado.

La mujer asiente, suspira. Parece que nada de lo dicho la sorprende.

–Voy a decirle una cosa. No sé si le será de ayuda. –Se apoya en la mesa y se levanta–. Pero nada es de gran ayuda, ¿no? En el fondo.

»He recibido a muchas mujeres, y todas se aferran, todas. Se aferran a sus hijos o a sus amantes o a sus maridos o a sus padres, igual que se aferran a las fotografías que conservan o a los retazos de infancia que me traen y dejan aquí, en la mesa. –Señala con la mano–. Todas son distintas, todas son iguales. Todas tienen miedo de soltar lastre. Y si nos sentimos culpables, nos cuesta más liberar a los muertos. Los mantenemos con nosotras, los guardamos celosamente. Son nuestros. Queremos que se queden con nosotras. –Se produce un silencio–. Pero no son nuestros. Y, en cierto modo, nunca lo fueron. Solo se pertenecen a sí mismos. Igual que nosotras somos nuestras propias dueñas. Y según cómo es horrible, pero también… también puede liberarnos.

Ada está callada, asimilando lo que le ha dicho, hasta que pregunta:

–¿Dónde cree usted que están?

–¿Quiénes?

–Todos esos muchachos muertos. ¿Dónde están? En el cielo no están, ¿no? No puede ser. Viejos, enfermos, bebés, y luego… ese montón de jóvenes. Eran jóvenes, estaban vivos, y al minuto siguiente habían muerto. Murieron todos en cuestión de horas. ¿Adónde han ido?

–¿Alguna vez ha sido creyente?

–Antes me consideraba creyente.

La cara de la mujer cambia; de repente parece más vieja, sus rasgos menos firmes.

–No sé dónde están. Puedo escuchar gracias a los objetos que me trae la gente, puedo intentar escuchar. Y a veces, algunos parecen… tranquilos, lo noto. Y puedo transmitirlo. Y creo que ayuda. Pero con otros cuesta más.

Ada se lame los labios. Están agrietados, resecos.

–¿Y Michael? ¿Y con mi hijo?

La mujer frunce el ceño, regresa a la mesa y apoya las manos en ella. Se queda un momento de pie. Luego sacude la cabeza, como para despejarse.

–Creo que debería usted aprender a dejarle ir.

Ada no habla.

–Dígame. Su marido. ¿ Jack, ha dicho que se llama?

–Sí.

–Él está bien, ¿verdad?

Es una pregunta extraña.

–Sí, creo que sí –responde Ada.

–¿Me permite un consejo?

Ada asiente, con recelo.

–Mire a su marido. A ver qué encuentra. Él está vivo. Quiere que lo miren.

 

* * *

 

A las cuatro menos cuarto la mujer comienza a apilar las sillas en las mesas. Evelyn es el último cliente, en la punta más alejada de la cafetería, junto a la ventana grasienta, con los restos de un sándwich de beicon y la tercera taza de café. Cierra el libro y se pone el abrigo. «Gracias», le dice a la camarera al salir. La mujer se despide apenas levantando una mano.

Fuera, en la calle de tonos marrones, ya está oscureciendo, los edificios se ven más densos, más voluminosos. Sin embargo, a lo lejos el cielo sigue alto, de color azul claro, como listo para separarse, para dejar a la tierra a oscuras y echar a volar. Por un momento, Evelyn vuelve a sentir ese pánico que últimamente la atenaza tan a menudo, y tiene que apoyarse en la pared para recuperarse.

Pasan dos minutos de las cuatro cuando llama a la puerta de Rowan Hind. De dentro solo llega un silencio vacío. La temperatura se ha desplomado con la puesta de sol. De pronto se siente una inútil, un parásito. Por todos los santos, ¿qué está haciendo ahí, acosando a la gente en su casa?

Solterona.

Solterona entrometida.

Se abre la puerta y aparece la niñita, esta vez con bata y un lacito azul en el pelo. Se enrosca una pierna con la otra. Sigue sin llevar zapatos.

–Mi papá aún no ha vuelto.

–Vaya. No podría esperarle dentro, ¿verdad? ¿Hasta que venga?

La niña se gira y se adentra en la oscuridad violeta del final del pasillo, donde se oyen susurros. Después vuelve.

–Dice que tienes que esperar aquí.

Abre la puerta de un cuarto a su derecha y Evelyn entra tras ella en la salita. Hay un sillón en un rincón y un maltrecho sofá de dos plazas pegado a la pared. La chimenea tiene pinta de no haber visto un fuego en años. Se quedan de pie un momento, mirándose en la penumbra.

–Bueno. –El aliento de Evelyn forma nubes delante de su cara–. No tendrás una vela, ¿verdad?

–Tendré que ir a buscar una cerilla.

–Espera. De eso tengo yo. Mira.

Se saca una cajita del bolsillo.

La niña acerca el cabo de una vela de la repisa de la chimenea y lo sostiene en alto. Evelyn se agacha a encenderla.

–Mucho mejor –anuncia, cuando prende la llama ondulante–. Ahora te veo esa monada de lacito. –Sonríe–. El color es precioso.

La niña no le quita ojo a Evelyn.

–¿Cómo te llamas?

–Dora.

Tiene una voz grave, rota, como les pasa a veces a los críos.

–Encantada de conocerte, Dora. Me llamo Evelyn.

Le tiende la mano.

Dora mira la mano, luego vuelve a mirarla a la cara. Se oye un portazo y murmullos en la cocina. Evelyn reconoce la voz de Rowan Hind.

–Es mi papá –dice Dora.

Evelyn se endereza.

–¿Por qué has venido a verle? –Aprieta los labios, blancos de preocupación.

–No te preocupes; te prometo que no es nada malo.

La niñita la mira, parece considerar la posible verdad de la respuesta. Luego:

–Voy a ver si quiere venir –dice, entregándole la vela a Evelyn.

Evelyn se acerca a la repisa de la chimenea y deja la vela. Se sienta en el borde del sillón. Se levanta. Cruza la sala hacia la ventana, cubierta hasta la mitad por un trozo de puntilla amarillenta y cedida. En la calle no hay farolas; está prácticamente a oscuras. Se muere por encenderse un cigarrillo.

A su espalda, se abre la puerta y aparece Rowan Hind.

–Señor Hind. –Se adelanta con la mano extendida–. Me llamo Evelyn Montfort. Trabajo en la oficina de pensiones, en Camden Town. Vino usted a verme el lunes. –Con las prisas por hablar, las palabras chocan unas con otras.

Él mueve lentamente la cabeza a un lado y al otro, con el mismo movimiento involuntario que Evelyn recuerda del otro día. Entonces le dio pena, en el tedio de la oficina a última hora de la tarde, pero ahora que no le ve bien la cara, le da miedo.

–La recuerdo. No soy tonto. Me acuerdo de usted.

Evelyn junta las manos y se presiona una palma con el pulgar de la otra mano.

–Muy bien, pues, no quería…

–Municiones.

–Correcto.

–Le falta un dedo. –Le señala la mano.

–Sí.

–¿Qué está haciendo en mi casa?

Su voz transmite tanta hostilidad que Evelyn retrocede y se engancha el tacón en la chimenea y, por un instante, breve pero incómodo, está a punto de caerse, aunque al final se agarra de la repisa justo a tiempo.

–Cuidado.

–Perdone. –Se endereza–. He venido porque buscaba usted a una persona. Al capitán Montfort. ¿Correcto?

Él no dice nada.

–¿Era Edward Montfort? ¿El capitán Edward Montfort?

Algo en esas palabras altera la temperatura de la habitación.

–Es mi hermano. Puedo ayudarle, si me cuenta por qué le busca.

Él da media vuelta y cierra la puerta.

–¿Por qué?

–Por qué ¿qué?

Él arruga la cara, desconfía.

–¿Por qué ha venido hasta aquí?

–Porque me pareció que era lo que usted quería. Y… porque lamento haberle mentido.

Él se la queda mirando.

–No tenía obligación de venir.

En cuanto lo dice, Evelyn se da cuenta de que es mentira. Y de que suena petulante. Tenía que venir. No podría no haber venido.

Él se saca un cigarrillo arrugado del bolsillo interior, lo alisa y se lleva la mano derecha a la cabeza, frotándose el espacio entre los ojos con dos dedos.

–¿Hoy ha trabajado? –pregunta Evelyn en voz baja.

–Sí.

–¿Ha habido suerte?

Él niega con la cabeza, va a sentarse al sofá.

–No. Hace demasiado frío.

–Cualquiera diría que con este frío al menos le dejarían entrar.

–Bueno, pues no va así.

Se enciende el cigarrillo, se quita una hebra de tabaco de los labios.

–¿Le molesta si yo también fumo?

Él se encoge de hombros.

–Como guste.

Evelyn se enciende un pitillo.

–¿Qué hizo?

–¿Quién?

–Mi hermano.

Él sigue cabizbajo, pero la escucha; Evelyn nota la tensión de su cuerpo, cómo se extiende hacia ella de forma casi imperceptible. Rowan emite un ruido involuntario y se pone a temblar. Al principio Evelyn lo atribuye al frío, pero luego, como no para, se da cuenta de que son los mismos temblores que recuerda de la oficina, que precedieron al ataque. Llaman a la puerta. Evelyn da un respingo, pero es solo la hija de Rowan con una bandeja con una tetera y dos tazas, el azucarero y una jarrita de leche. La niña lleva la bandeja con cuidado, con expresión concentrada, y la deja sobre la mesa frente a la chimenea vacía.

Evelyn ve que Rowan está peleando consigo mismo, ve que los temblores amenazan con adueñarse de él, la lucha interior, el ritmo que marca en el suelo con los pies. En respuesta, el pánico comienza a apoderarse de ella. Mira a la niñita. Debería protegerla de lo que va a pasar, taparle los ojos. Pero la niña se dirige a su padre.

–¿Papá? –Deja la bandeja y se acerca a él–. ¿Papi?

El hombre tiembla descontroladamente, pero la niña trepa a su regazo y se abraza al cuello con ambas manos. Se queda sentada así, abrazándolo fuerte, hasta que su padre se tranquiliza.

Mientras los contempla, entrelazados padre e hija, la domina una envidia hiriente, abrasadora; quiere estar en ese sofá con el calor de la niña en su regazo, con esos bracitos rodeándole el cuello. Vuelve a sentarse en el sillón con los brazos fríos y el regazo vacío y piensa en Robin, en la mano que apoyó en la espalda de Rowan, acariciándolo, calmándolo, y en lo brusca que fue después con él. Tenía razón, aquel hombre horrible, Reginald Yates: es una zorra. Es una zorra sádica.

Cuando por fin Rowan se serena, su hija le toca la mejilla y deja un momento la mano en la cara antes de bajarse de sus rodillas. La niña sirve el té con leche y le pasa una taza a Evelyn.

Mirarla, no sabe por qué, cuesta.

Cuando la niña se ha ido, Evelyn deja la taza y el plato en el suelo.

–Siento mucho haberle molestado, señor Hind. Será mejor que me vaya.

Se levanta y se pone los guantes. Ha sido un error venir. Ha molestado a esa buena gente y está contenta de irse.

–Quédese –dice Rowan, y su voz suena distinta, más calmada–. Tómese el té. Es de mala educación marcharse sin tomarse el té.

Entonces la mira a la cara, con expresión firme y osada.

Evelyn hace lo que le dice.

–Su hermano –dice Rowan, cuando Evelyn deja el té.

–¿Sí?

–¿Qué le ha hecho?

–Me…

Ha hecho que me sienta pequeña. Que me sienta una solterona boba. Él puede ser feliz. Es capaz de olvidar la guerra.

–Me ha mentido.

Rowan asiente, parece satisfecho con la respuesta.

–Está bien, se lo diré. Le diré lo que quiere saber. –Enciende un cigarrillo y la apunta con él–. Pero no olvide que ha preguntado usted.

Evelyn no dice nada.

–Dígalo –dice Rowan.

–¿El qué?

–Que lo ha preguntado usted. Quiero oírselo decir.

–He preguntado yo.

–Muy bien.

Y comienza a hablar.

–Tenía un amigo.

Nos conocimos en un campamento de reposo. Lo llamaban de reposo, pero no lo era, tenías que hacer de todo. Solo descansabas cuando anochecía y por fin te acostabas. Habían incorporado un montón de hombres a la compañía, pero no me había dado cuenta. Yo iba a lo mío.

»Un día me pusieron con un tipo a cargar rollos de alambrada y repartirlos por el frente. Tuvimos que hablarnos y enseguida noté que era de la misma zona que yo. Resultó que el tipo era de Hackney. Unos kilómetros al norte de aquí.

»Para entonces los regimientos se habían separado. No era como antes, cuando servías con gente de tu zona. Habían caído demasiados. A esas alturas te encontrabas a uno de Yorkshire con un londinense y un galés. A los que quedaban y todavía eran aptos, los transferían después del combate. No pasaba a menudo eso de toparte con alguien de tu zona.

–¿Cómo se llamaba? –Evelyn se adelanta en la silla.

–Michael. Michael Hart. Venía de una compañía donde habían muerto casi todos. Las había pasado canutas, solo quedaban unos cuarenta hombres.

–¿De cuántos?

–Unos cientos. –Se encoge de hombros–. Así que los mandaron con nosotros. Nunca hablaba de lo que ocurrió. Jamás. Pero ya lo sabíamos. Se habían ahogado en el barro.

–¿Ahogado?

Rowan asiente despacio, la mira.

–Sí, hay que verlo para creerlo.

Sigue un silencio mientras Evelyn trata de asimilarlo. No puede. Su mente lo rechaza. Sacude la cabeza.

–¿Cómo era? –pregunta entonces–. ¿Cómo era el tal Michael?

Rowan se apoya en el respaldo, se rasca el cuello, lo medita.

–Una cosa le voy a decir. En el campamento, cuando terminábamos la tarea, la mayoría nos sentábamos por ahí a fumar o jugar a las cartas. Pero Michael nunca jugaba. Decía que no quería saber cuánta suerte le quedaba.

–¿Por qué? ¿A qué se refería?

–Jugábamos a juegos de apuestas. Apostábamos peniques. Pero si ganabas te ponías nervioso. Creías que ya habías gastado la buena suerte que te tocaba. Supongo que Michael, como había salido vivo del barro, creía que ya había agotado la suya. De modo que le parecía mejor no jugar. No quería enterarse.

–Entiendo.

Y lo entiende, tiene sentido.

La punta del cigarro de Rowan brilla.

–No hablaba mucho con nadie. Ninguno de los nuevos hablaba demasiado. Pero nos pasamos varias semanas en el frente. Por las noches salíamos para la primera línea en grupos de trabajo.

–¿Qué trabajos?

–Hacíamos un poco de todo. Llevábamos municiones, sacos de arena, mortero para las trincheras, alambre de espinos. Eso era lo peor. Lo transportábamos entre dos con un palo, y lo más probable era que terminaras hecho jirones antes de llegar. Caminabas de esta guisa tres o cuatro kilómetros, intentando no caerte en el barro. Pero cualquiera que fuera la tarea, Michael y yo siempre nos presentábamos juntos.

»Una vez recibió un pastel. Se lo mandó su madre. Una tarta de frutas. –La mira, insinúa una sonrisa y muestra el tamaño de la tarta con las manos–. La repartió. Estaba rica. Recuerdo que me pregunté cómo se las habría apañado para que le quedara tan sabrosa. Debió de estar ahorrando azúcar durante semanas. También le escribía regularmente. Yo nunca recibí carta de mi madre.

–¿Por qué no?

Parece resentido.

–No sabía ni escribir su nombre.

–Oh.

Por supuesto.

–A las pocas semanas empezó a llegar más comida. Raciones dobles. Así supimos que tendríamos que regresar a primera línea de fuego. Todo el mundo se inquietaba cuando le daban más comida. La querías, pero no la querías, ya me entiende. Nadie sabía adónde nos destinarían, pero todos apostábamos. Para entonces, lo único que queríamos era un trocito de frente tranquilo, bien situado.

»Por la mañana vino el capitán Montfort. Dijo que partíamos al día siguiente de madrugada. Parecía nervioso. Tuve una intuición. Enseguida supe que acabaría mal.

El nombre de su hermano en boca de ese hombre la estremece. «Capitán Montfort.» Evelyn se inclina hacia delante.

–¿Era bueno?

Rowan la mira.

–Si era buen capitán.

Él se encoge de hombros.

–Sí. No estaba mal. Hasta el final.

–¿El final?

–Sí.

No añade más, y Evelyn intuye que no quiere que lo presione. La invade una sensación extraña, mitad defensiva, mitad culpable; descubre que desea que su hermano haya hecho bien su trabajo.

–Me volví hacia Michael –dice Rowan– para decirle algo, y estaba blanco como la pared.

»Estábamos alojados en una granja habitada y de noche no podíamos encender fuego. No podíamos hacer nada, solo acostarnos. Estábamos metidos en las literas a oscuras, pero me había desvelado. Entonces oí un ruido por donde dormía Michael.

»–¿Estás despierto? –le pregunté.

»–Sí.

»–Tengo un mal presentimiento.

»–Sí. Yo también.

»–¿Me prometes una cosa?

»–Dime.

»–Si me pasa algo, ¿se lo dirás a mi mujer?

»–Claro.

»–Cuéntale lo que pase. Como es debido. No quiero que se trague las chorradas que les escriben. Quiero que sepa la verdad.

–¿Y qué dijo Michael? –Evelyn se enciende otro cigarrillo.

–Que lo haría. Me lo prometió. Luego me pidió que hiciera lo mismo por él. No tenía mujer, pero quería que se lo contara a su madre.

»–¿Y cómo se llama tu madre? –le pregunté.

»–Ada.

»Hice una broma. Que le daría las gracias por la tarta. Se rió. Al día siguiente, me anoté la dirección.

Rowan se inclina, apoya la cabeza en las manos y habla al suelo.

–Me la aprendí de memoria por si perdía el papel. Para poder encontrarla de todos modos. Hace años que Michael murió y yo sigo con la maldita dirección en la cabeza.

–Entonces ¿no fue a verla?

–No.

–¿Por qué no?

Menea la cabeza.

–No podía contárselo. Fui un cobarde.

–No podía contarle ¿qué?

Rowan no contesta. Al poco, sigue hablando.

–Un día, hará un par de semanas, estaba vendiendo cepillos y jabones por las casas y… mierda, levanto la vista y me doy cuenta de que estoy en su calle. La calle que me había apuntado. Justo delante de su puerta. Y mientras estoy allí plantado se abre la puerta y sale su madre y pasa por mi lado.

–¿No le vio?

Dice que no con la cabeza.

–Iba pensando en sus cosas. Pasó de largo colina abajo. Pero antes me dio tiempo de verle la cara. Y es clavadita a él, solo que más menuda y con aspecto más pulcro, y pensé: «Es la mujer que le mandó la tarta. Es la mujer que le escribía todas aquellas cartas». Y me puse a temblar, allí mismo, en plena calle, mirando para un lado y para el otro y pensando: «Sabe que no he cumplido mi promesa. Alguien quiere que le cuente lo que pasó. Han pasado tres años y aquí estoy». –Tiene una expresión fiera, como retándola a contradecirle–. Supe que había sido Michael el que me había conducido hasta allí. A su casa.

Evelyn traga.

–¿Y qué hizo?

–Volví. El domingo pasado. Cogí la bolsa y fingí que estaba vendiendo. Era domingo, pero su madre no sospechó nada. En cualquier caso, me dejó entrar.

»Lo primero, nada más entrar, me di cuenta de que no se lo iba a decir. Estaba de pie en la cocina, mirándola y pensando: “Estás triste. Y yo sé por qué. Sé por qué sientes esa tristeza tan grande”. –Hace una pausa, y luego la mira a los ojos–. ¿Ha visto alguna vez un fantasma?

–No –miente. Rowan no para de repiquetear en el suelo con el pie. Evelyn da una calada rápida al cigarrillo. Luego añade–: Una vez.

–Cuénteme. ¿Qué vio?

–No puedo. –Agita la cabeza–. Lo siento, pero no puedo.

–Cuéntemelo. Yo se lo estoy contando. –Rowan alza la voz–. Cuéntemelo.

Evelyn suspira. Nunca se lo ha contado a nadie. A nadie.

–Una vez… –comienza a decir despacio– me desperté en plena noche y vi a una niñita. Estaba de pie en un rincón de mi cuarto. Parecía sentirse sola. Quería ir con ella. Quería consolarla, así que me levanté de la cama y mientras me acercaba supe… –Se traba–. Supe que era mía. Mi hija. Y que necesitaba que la abrazara. Y yo quería hacerlo, con todas mis fuerzas. Pero cuando llegué a su lado, se alejó. Atravesó la pared.

Evelyn está temblando. No llores. No llores, joder.

–¿Se asustó?

Evelyn asiente, le devuelve la mirada.

–Sí. Me asusté.

Rowan se inclina hacia ella.

–Yo también he visto un fantasma. Aquel día. Michael. Estaba en la cocina de su madre, justo a su lado, lo vi como la estoy viendo a usted.

A Evelyn le late la sien, la garganta.

–Apuntándome con el dedo y moviendo los labios, pero no le oí. Como en las películas, cuando no escriben lo que dicen pero aun así sabes que están furiosos. Y yo solo podía pensar en que tenía que salir de allí. Lo intenté. Pero su madre se había dado cuenta. Intentaba retenerme.

–¿Cómo? ¿Cómo lo adivinó?

Rowan abre las manos.

–No lo sé. Pero dijo su nombre. Dijo «Michael».

Evelyn oye las cazuelas en la habitación contigua. Las voces susurradas y entrelazadas de la madre y la niña.

–Así que no paro de pensar que lo único que tengo que hacer es contarle la verdad. Porque está claro que la mujer no la sabe. No tiene ni idea. Y desde luego su hermano no le contó la verdad en la carta que debió de escribirle.

–¿Qué insinúa?

A Rowan se le crispa la cara.

–Yo lo maté. Yo maté a su hijo. –Se balancea adelante y atrás, meciéndose el brazo inutilizado–. Y fue su hermano quien me obligó a hacerlo.

Por un momento parece que se para el tiempo. Luego Evelyn oye algo, una risa ahogada.

–Es ridículo. Mi… Ed… jamás haría algo así.

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