Despertar

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Evelyn pasa al recibidor en penumbra.

–¿Sí? Pues será mejor que le espere aquí.

Y sin darle tiempo a Jackson a reaccionar, abre la puerta del salón y entra. Las cortinas están descorridas y la mañana luminosa inunda la enorme habitación. Le molesta que su hermano ya esté despierto. Es como si la hubiera ganado a algo, pequeño pero significativo, como los juegos a los que solían jugar de niños, esos a los que Evelyn detestaba perder. Sin embargo el salón está desordenado, la alfombra está enrollada y la mesa arrinconada, como si acabaran de barrer. La puerta del dormitorio de Ed está cerrada.

–¿Ed?

–¿Eves? Ya voy. Un minuto.

Evelyn rodea la mesita. Nunca le ha gustado mucho el piso. Era de su padre, que lo ocupaba cuando estaba en la ciudad. De niños, Ed y ella lo visitaban cuando iban al zoo con la niñera. Los mandaban pasar a saludarle y se quedaban de pie, perdidos en medio del salón, mientras la niñera se retiraba a una distancia prudencial, esperando a que su padre comentara la altura de sus hijos o el tiempo, como si fueran de otra familia a la que lo unía un parentesco lejano y un interés remoto. Por aquel entonces la mesilla le llegaba a la cintura. Ahora es el piso de Ed, ya hace años, desde que su padre se jubiló en plena guerra.

La puerta del dormitorio se abre y Ed aparece recién peinado, vestido con un traje negro y sobrio. Está anudándose la corbata, también negra. Lleva dos medallas en el pecho, cada una con tres galones.

–Eves. –Ed cruza el salón–. Qué bien que hayas decidido venir.

Se le ve cansado, como siempre, tiene las ojeras más hundidas y más oscuras, y cuando la besa, el aliento le huele a una mezcla de alcohol y dentífrico. Es raro, piensa Evelyn al separarse, siempre huele igual, desde hace años, pero todavía no le ha visto nunca borracho.

Evelyn mueve la cabeza con impaciencia.

–No pienso ir.

–¿No? –Ed se aprieta la corbata–. ¿Por qué no?

–No se me ocurre un plan peor.

–¿En serio?

–En serio.

Ed termina de ajustarse la corbata y levanta las manos. Le tiemblan un poco.

–Pues lo lamento. Pero no discutamos, ¿quieres? Hoy no.

–¿Por qué lo dices?

–Tu reacción es un poco exagerada.

–Bueno, todo este asunto me asquea bastante.

–Eso es un poco fuerte.

Ya están discutiendo.

–¿Ah, sí? Se supone que esto lo arregla todo, ¿no? ¿El entierro? Lo de desenterrar un cadáver en Francia y arrastrarlo hasta aquí. Y luego todos nosotros salimos a verlo y a soltar cuatro lágrimas. ¿Aplaudimos el espectáculo?

–Está bien, Eves. ¿Sabes qué te digo? ¿Y si preparo algo de beber para los dos?

–¿Qué?

–¿Un whisky?

Evelyn considera recordarle la hora que es pero, visto cómo huele, no importaría y además ella apenas ha dormido. El whisky le parece bien. Se dirige al mueble bar y sirve un par de vasos generosos, le da uno a su hermano y se lleva el suyo a la ventana abierta, donde se enciende un cigarrillo. Abajo, en el camino que bordea el parque, una riada constante de gente avanza de derecha a izquierda. Da un sorbo a su bebida. Por encima de las casas de enfrente el sol hace arder las nubes. La gente se mueve bajo una luz brillante, repentina. Algunos se detienen y miran al cielo. Evelyn mira la hora. Las ocho y media. Da una calada corta.

–Ayer fui a ver a Rowan Hind. El hombre que jurabas no recordar. –Se vuelve hacia su hermano–. Vive en Poplar. ¿Tienes idea de dónde está Poplar?

Ve que la mirada de su hermano se dirige hacia el reloj de la mesa. Eso la enfurece.

–Tienes tiempo de sobra.

–He quedado con papá a las nueve y media.

–Te da tiempo.

–Hay mucha gente… –La piel de la mandíbula se le contrae al apretar los dientes–. Está bien. Continúa.

–Fui ayer. A casa de Rowan Hind.

Ed asiente.

–Me contó algo muy interesante que creo que llevaba mucho tiempo con ganas de contarle a alguien.

–¿Qué cosa?

–Trata de un soldado llamado Michael Hart.

Los ojos de su hermano titilan.

–Que fue fusilado en 1917.

Ed bebe whisky. Una expresión extraña le cruza la cara. Evelyn no la identifica. Desaparece sin darle tiempo a intentarlo. Su hermano retiene el whisky en la boca antes de tragárselo.

–Sí. Correcto.

–¿Cómo que correcto?

–Quiero decir que sí, que me acuerdo. Estuve presente.

No añade más, se limita a permanecer inmóvil con las piernas ligeramente separadas y la copa a la altura del pecho, con el cuerpo tenso con un repentino porte militar que Evelyn había olvidado de él.

–¿Ya está? ¿Es todo lo que tienes que decir?

–¿Qué? –Ed abre las manos–. No es un secreto. Consta en los archivos militares, cualquiera puede consultarlos. ¿Por qué no me dices a qué viene sacar el tema?

Evelyn traga saliva.

–Me dijo que ordenaste al soldado Hart salir a enterrar unos cadáveres.

–¿Sí? –Otro tic en la mandíbula–. Bueno, pues lo lamento muchísimo, pero no me acuerdo.

–Rowan me dijo que se encontraba en un estado deplorable. Que habían diezmado a su compañía.

–¿Rowan? –La mira con incredulidad–. ¿Ahora es Rowan a secas?

Evelyn hace crujir los pulgares contra las palmas.

–¿Eso dice el soldado Hind?

–Sí.

–Bueno. –Sonríe, tenso–. Es evidente que has hablado con la máxima autoridad, Evelyn. Bien hecho. Has localizado a tu soldadito de Poplar y entre los dos os habéis montado un cuento y tú ya lo tienes todo claro. Y yo tengo cosas mejores que hacer que malgastar un tiempo precioso tratando de que cambies de opinión. De modo que si me disculpas…

Da media vuelta, entra en el dormitorio y cierra la puerta.

Evelyn se queda mirando la puerta y da una patada a la mesilla. El dolor casi hace que se le salten las lágrimas. Se acerca a la puerta y llama. A los pocos segundos, Ed vuelve a salir. Parece a punto de perder el control.

–De verdad que preferiría que te fueras, Evelyn. Se está haciendo tarde y tengo que irme.

–¿Por qué no le escribiste a su madre?

–¿Qué?

–¿Por qué no escribiste a la madre? A Ada, la madre de Michael Hart. Se llama Ada. ¿Lo sabías? ¿Por qué no se la informó?

–Supongo que probablemente le dije que su hijo había fallecido a consecuencia de sus heridas. Lo cual es cierto.

Aparta a su hermana para acercarse al mueble bar.

–¿Cómo te soportas? –dice Evelyn por lo bajo.

–¿Perdona? –Ed habla con calma, con la licorera en la mano.

–¿Cómo te soportas? –repite ella, más alto–. ¿Cómo puedes ponerte las medallas y pasearte por ahí como un payaso con las manos manchadas de sangre?

–Puta zorra idiota. –Ed arroja la licorera contra la pared, donde revienta en mil pedazos minúsculos y forma una mancha oscura, horrible. Se gira de cara a Evelyn con los puños apretados–. No soy una puta costra que te puedas rascar, Evelyn. –Está temblando–. ¿Sabes qué problema tienes?

–A ver, dime.

Siente como si estuvieran tirándole agua fría por la espalda.

–Estás amargada. Y sola. Solo has querido a una persona en toda la vida y te la han arrebatado, es algo espantoso, terrible y lo siento mucho. Y siempre lo lamentaré. Pero mucha gente lo ha pasado muchísimo peor y siguen siendo personas. Puede incluso que sean más humanos que antes. Pero tú desde entonces usas esa muerte para alimentar tu odio hacia el mundo.

–No, te equivocas.

–¿Entonces? A ver, dime, Evelyn, ¿qué queda que no odies? Cuéntame. –Se le crispa la cara–. ¿Qué hay que no odies?

–Antes no te odiaba.

Por un momento Ed parece desconcertado, pero luego sacude la cabeza, prácticamente está riéndose.

–Por Dios, Evelyn. Eres puro veneno. Mírate. Te envenenaste en aquella fábrica nauseabunda y ahora sigues envenenándote en un trabajo horrible. Y no consigo ver de dónde sale tanta superioridad moral, tú, que estuviste rellenando proyectiles.

–Era distinto.

–¿Ah, sí? –Arruga los labios–. Por supuesto, Evelyn. ¿Cómo no? Por supuesto. Adelante, cuéntame por qué era distinto.

Evelyn abre la boca.

–Yo…

Vuelve a cerrarla.

Ed niega con la cabeza.

–Buscas lo feo y lo podrido y lo encuentras por todas partes, y luego dedicas el resto del tiempo a metérnoslo al resto del mundo por la boca. ¿Y sabes qué? ¿Quieres saber qué? Es puro egoísmo. Porque lo único que te interesa es prolongar el dolor. ¿Alguna vez, una sola, Evelyn, alguna vez te has parado a pensar que la muerte de Fraser es algo que le pasó a él, no a ti?

Al principio no sabe qué es más fuerte, la rabia o la pena. Gana la rabia.

–¿Cómo te atreves? ¿Cómo te atreves a hablarme así?

Cruza la habitación hecha una furia. Luego abofetea a su hermano con todas sus fuerzas. Abre la mano a medias y pega raro, pero cuando la retira, el dolor le sienta sorprendentemente bien.

–Está bien. –Ed la coge de las muñecas–. ¿Quieres pegarme? Pues hazlo como Dios manda, vamos.

Algo crece en su interior y comienzan a pelear de verdad, Ed le devuelve los golpes y, en algún rincón de su mente, Evelyn es consciente de que es justo lo que quería. También le sienta bien. Pero Ed para, se aparta de ella y se ovilla en un rincón del salón y Evelyn cae de cuatro patas, tratando de recuperar el aliento.

Un ruido espantoso inunda la habitación.

La espalda de Ed está temblando. Evelyn tarda un instante en comprender que está llorando. Que su hermano llora a lágrima viva, a sollozos irregulares.

–¿Ed? ¿Ed?

Él no la oye. Está ausente.

–¿Eddie?

Fuera suena un cañonazo. Hace temblar el cristal de la ventana. Instintivamente, Evelyn se tira al suelo.

 

* * *

 

Avanzan un par de pasos más. El autobús, que tuvieron que esperar un buen rato porque todos los que pasaban por Hackney iban repletos, las dejó al principio de Charing Cross Road. El conductor, con la cara roja y sudada, lo anunció a gritos a la planta baja atestada y expectante:

–Me temo que no puedo acercarme más. Han cerrado Trafalgar Square.

Han ido caminando despacio entre una muchedumbre densa, vestida con pesadas ropas a las que no están acostumbrados. El sombrero de Ada, decorado con frutas y flores falsas, también pesa. La mañana es tan calurosa que hace un rato tuvieron que pararse a quitarse el abrigo y, además del abrigo, las dos llevan flores, como el resto de las mujeres de su alrededor, recogidas del jardín antes de que saliera el sol. Ivy lleva rosas, Ada margaritas. Pero la mañana también les ha pasado factura y comienzan a mustiarse.

–No debe de faltar mucho –dice Ada, más como un deseo que una certeza.

No tiene ni idea de dónde están. La calle por la que avanzan se abre a una plaza grande, pero con tanta gente es imposible ver nada, orientarse.

–¡Ay, Dios! –Ivy coge a Ada del brazo–. ¡Mira! –Señala un edificio enorme con una torre coronada por una esfera de metal–. Yo lo conozco. Vine una vez.

–¿Qué es?

–El Coliseum. Hace años fui a un espectáculo de variedades. Me llevó Bill de joven. Por dentro es precioso… –El recuerdo le sonroja la cara–. Vimos unas focas. Y nadadores, en tanques. Ay, fue impresionante. Tendrías que haberlo visto, Ada. ¡No te lo creerías!

La presencia del teatro parece animarlas y Ivy analiza la estampa que tienen delante con renovado vigor.

–Vamos por ahí. –Señala la escalera de una iglesia grande a su izquierda–. Si subimos quizá consigamos ver algo.

Se abren paso entre la multitud creciente. Los escalones de la iglesia ya están llenos de gente, pero queda un hueco al fondo y consiguen llegar hasta él. La vista es extraordinaria: a sus pies, la plaza se extiende como un manto negro hasta perderse en el horizonte. Autobuses y coches han quedado atrapados en las calles repletas de personas que apenas se mueven, de modo que los vehículos parecen varados en un río de alquitrán.

–Ese es Nelson –dice Ada, satisfecha de reconocer algo.

La base de la columna está a reventar de gente. No se ve ni una piedra.

–No parece que por esta calle vaya a pasar nadie, ¿no? –Ivy parece preocupada, confusa.

Ada está al borde del pánico.

–Y entonces ¿dónde vamos? ¿Nos quedamos aquí arriba? Ni siquiera sabemos el recorrido exacto, ¿verdad?

Miran hacia la zona por donde han venido, desde donde no para de llegar gente. Pronto tampoco podrán moverse en esa dirección. Un ruido, grave y vibrante, como un trueno lejano, reverbera en los edificios y despierta a la muchedumbre.

–¿Qué ha sido eso? –Ivy agarra a Ada del brazo.

–No sé. Parecían disparos.

–¿Va todo bien?

La gente mira a su alrededor, murmura, busca confirmación, el consuelo de los vecinos.

–No pasa nada. –Un hombre alto y elegante se dirige al resto–. Es un cañonazo. Anuncia el principio de la procesión. Enseguida saldrán de la estación Victoria.

–¿Por dónde vendrán? –pregunta Ada girándose, contenta de encontrar por fin a alguien que sabe lo que ocurre.

–Por allí. –El hombre señala adelante–. Por el Mall; Buckingham Palace está al final. Saldrán de ese arco y cogerán Whitehall. –Señala una calle ancha, un poco más próxima–. Luego enfilarán hacia el cenotafio y, de allí, a la abadía de Westminster. No podrán acercarse al cenotafio, claro está, va con invitaciones, pero si se dan prisa quizá encuentren hueco en la esquina. Nosotros nos quedamos aquí. A mi madre no le gustan las aglomeraciones.

Detrás de él, una mujer joven y otra anciana saludan con la cabeza, y dos niños callados miran a Ada con sus ojos grises y serios.

–Gracias –dice Ada.

El hombre se levanta el sombrero.

–Buena suerte.

Se quedan mirando la multitud, la lenta marea negra humana.

–¿Crees que llegaremos? –pregunta Ivy, insegura.

–Para eso hemos venido, ¿no?

Ivy asiente, se arma de valor.

–Pues vamos allá.

 

* * *

 

Ocho soldados de la Guardia de Granaderos entran en el vagón de tren y cubren el ataúd con una maltrecha bandera británica. La bandera se ha utilizado en múltiples ocasiones como ropa de altar en alguno de los servicios improvisados antes de las batallas de Vimy, Bois des Foureaux, Ypres, Messines, Cambrai y Béthune. Los soldados depositan encima un casco de infantería y un cinturón de servicio.

El cortejo fúnebre forma: las bandas concentradas, gaitas y tambores, los gaiteros con falda escocesa; la cureña; los portadores del féretro –mariscales de campo, almirantes y generales–. Tras ellos, un millar de excombatientes se preparan, en columna de a seis. En el enorme espacio abovedado de la estación solo se oye el chasquido de alguna hebilla, un minúsculo roce de la tela.

Desde Hyde Park una batería de diecinueve cañones lanza la salva. Los soldados se ponen en posición de firmes. El eco de los cañonazos flota en el aire mientras la banda toca la Marcha fúnebre de Chopin y el cortejo comienza a moverse.

De pie entre el público, justo a la entrada de la estación, un joven contempla el paso del cortejo.

Está pensando en su mejor amigo, el chico con el que se crió en las calles de Battersea. Cuando murió tenía dieciocho años y era virgen. Le recuerda mirando arriba desde el suelo de una trinchera. Mientras la vida se le escapaba formando un charco a su alrededor. La blancura de su cara. El agujero donde debería tener la entrepierna.

El joven cierra los ojos. Nota que la piel de la cara se le tensa bajo el sol inesperado. ¿Por qué él? ¿Por qué se ha salvado? No era el mejor. Ni de lejos. Podría recitar una lista de hombres mejores que él. Ni siquiera es capaz de conseguir empleo.

Pero tiene una mujer, una chica que le esperó, con la que se casó justo al terminar la guerra. Y ahora también una hija. A veces las mira, cuando no saben que las observa. Son pequeños milagros, las dos: tersas e intactas. Adora escuchar la voz susurrante de su mujer cuando acuesta a la niña.

Piensa en lo que hará esta noche, al llegar a casa. Besará a su mujer, dará gracias por ella, y luego se enterrará en su interior, cuanto pueda.

 

* * *

 

Cuando el estruendo cesa, Evelyn levanta la cabeza.

Su hermano está sentado sobre los talones, con la espalda apoyada en la pared y la cara hinchada y enrojecida por el llanto.

–¿Qué ha sido eso?

–Formará parte de la ceremonia –responde Ed–. Seguro.

–¿Más disparos?

–Eso parece.

–¿No se les ha ocurrido una forma mejor de honrar a los muertos?

Ed abre las manos.

Evelyn se pasa la manga por la mejilla. Le arden las manos.

–¿Cómo pudiste hacerlo?

Ed suspira. Echa la cabeza hacia atrás, como si la respuesta pudiera estar en las alturas. Tiene un verdugón rojo e hinchado en el pómulo izquierdo y también, Evelyn lo ve ahora, un moratón de aspecto doloroso en el ojo derecho.

–Era el peor trozo de todo el frente. Llevábamos meses hundidos en el barro. Y en cuanto a uno le entra el pánico, se contagia. Al menos es lo que pensaban los generales. En cuanto tomaron cartas en el asunto, se acabó. Era 1917. Los rusos se habían retirado, los franceses estaban retrocediendo. Les aterraba la posibilidad de un motín. Para cuando regresé de la enfermería, ya estaba en manos del tribunal. No podía hacer nada.

Evelyn asiente. Lo comprende.

–Pero ¿por qué lo elegiste a él? ¿Por qué lo elegiste para matar a su amigo?

–Práctica habitual. Para mantener el orden.

–¿Y funcionaba?

Ed aparta la mirada.

–Diría que probablemente sí.

–¿Y su madre?

–¿Cuál? ¿La de Hart?

–Sí.

–Se nos dijo que no escribiéramos la verdad. Y de todos modos, ¿crees que la pobre mujer tenía necesidad de saberla?

–Creo que tenía derecho.

–¿Derecho? No estoy seguro. –Ed se mira las manos–. ¿Y Hind? ¿Crees que volverá? ¿Que se lo contará? –Vuelve a levantar la vista.

–Creo que si fuera a hacerlo, ya lo habría hecho.

–¿Y te lo dijo? ¿Te dijo dónde vive la madre? –Su hermano tensa la expresión.

Evelyn niega con la cabeza.

–Pensé en preguntárselo, pero me pareció fuera de lugar. No me corresponde a mí.

–Entonces ¿para qué quería verme?

Evelyn mira a su hermano. Coge aire.

–Creo que quería entenderlo. Pero cuando terminó de hablar… no me preguntó. Ni tu dirección. Ni nada. Y se la habría dado. Pero en cuanto lo soltó todo y alguien le escuchó, creo que tuvo suficiente.

Ed asiente despacio.

Por fin la atmósfera que reina entre ellos se serena.

Ed saca dos cigarrillos de la pitillera y le ofrece uno a su hermana. Evelyn se inclina para encenderlo. Fuman un rato en silencio.

–¿Quieres saber una cosa, Eves?

–Dime.

Ed recoloca la espalda apoyada contra la pared y se limpia la cara con la mano.

–Dentro de un minuto, en cuanto me acabe este cigarro, voy a levantarme y a salir a la calle y a acercarme cuanto pueda al cenotafio. Y confío en ver la ceremonia. Quiero verla. Tú pensarás lo que quieras, pero a mí me parece algo bueno.

Se frota un punto entre los ojos. Es el gesto de un hombre exhausto. Le recuerda a alguien. Le recuerda a Rowan Hind.

–Puede ayudar a que la gente se sienta mejor, quizá les ayude en el duelo. Hasta puede que me ayude a mí también. Pero no pondrá fin a la guerra. Y digan lo que digan, Inglaterra no ganó la guerra. Y Alemania tampoco.

–¿Qué quieres decir?

–Ha ganado la guerra. Y sigue ganando ella, una y otra vez.

Ed dibuja un círculo en el aire con el cigarrillo, como si englobara todas las guerras, millares de guerras, todas las guerras pasadas y todas las guerras por venir.

–Gana la guerra –repite con amargura– y hay que ser tonto para pensar lo contrario.

 

* * *

 

Hettie se sienta al borde de la cama en la pequeña habitación soleada mirando al vacío. Lleva despierta desde el amanecer, apenas ha dormido. Tiene la nariz tapada, los ojos hinchados, siente el pecho como áspero, dolorido e irritado. Está segura de que su hermano la ha oído llorar desde el otro lado de la pared.

Anoche, de vuelta a casa desde el metro, envolviéndose el vestido de Di con el abrigo, había rezado para que por un milagroso golpe de suerte su madre no estuviese.

Pero no tuvo suerte. No era su día.

Lo palpó en el ambiente, afilado como una cuchilla, en cuanto abrió la puerta. Su madre salió de la cocina sin darle tiempo a esconderse.

–Venga –siseó–. Cuenta. Suéltamelas. ¿Qué mentiras piensas contarme esta vez?

–Lo siento, mamá. Eh…

–Llevas fuera desde ayer por la tarde. ¿Dónde has estado?

–En casa de Di.

–No me mientas. –Su madre se acercó hacia ella, pero se detuvo en mitad del pasillo y se llevó la mano a la boca–. ¿Qué has hecho?

–Nada.

Hettie retrocedió.

–¿Cómo que nada? Si te lo estoy viendo. Quítate el gorro. ¿Qué te has hecho?

Solo entonces Hettie comprendió que su madre se refería al pelo. Se quitó el gorro y alzó la barbilla.

Su madre palideció.

–¿Cuándo?

–Ayer.

–Es esa amiga tuya, ¿verdad? Menuda amiguita.

–No. He sido yo. Quería cortármelo. Ha sido idea mía.

–No me repliques.

Y entonces su madre le dio un bofetón, fuerte.

 

 

Hettie se toca la mejilla. Le duele la cara. Le duele todo. Es como si hubiera mudado la piel y solo le quedara el interior blando y dolorido.

Respira hondo, se mira las manos, en el regazo. En el cuarto de al lado oye a Fred removiéndose en la cama. Pronto saldrá a dar su paseo. Hettie no tiene mucho tiempo.

Se levanta y baja silenciosamente. Su madre está en la cocina, sentada con una taza de té. Hettie se planta en el umbral y la observa. Los hombros caídos y la cara, con la guardia baja, marcada por la decepción y la pérdida. No es una cara que quiera heredar.

–¿Queda té?

Su madre levanta la mirada, sorprendida. Asiente.

–¿Suficiente para dos tazas?

–Supongo.

Hettie coge una bandeja y dos tazas, sirve el té, añade azúcar y leche.

–¿Qué haces? –pregunta su madre.

–Le llevo una taza de té a Fred.

Hettie nota el silencio incrédulo de su madre mientras sale de la cocina con la bandeja. Sube las escaleras, deja la bandeja en el suelo y llama a la puerta de su hermano.

Dentro se oye movimiento.

–¿Fred? –pregunta Hettie en voz baja–. ¿Estás despierto?

Pasos dubitativos, y luego su hermano abre la puerta en pijama, despeinado de dormir.

–Ten. –Hettie se agacha a recoger el té y se lo ofrece–. Para ti.

Él mira el té, luego la mira a ella. Parpadea, pero acepta la taza.

–Gracias –dice Fred, interrogándola con sus pálidos ojos.

–Quiero que hagas una cosa por mí, Fred. Di que sí. Por favor.

 

* * *

 

El sol calienta mucho, brilla mucho. Aunque la calle donde está, la que bordea el parque, está tranquila, a la izquierda, en Euston Road, ve una gran masa de gente en movimiento. Se aleja de ella y entra a Regent’s Park. Pero no escapa a las aglomeraciones; avanzan hacia ella sin tregua: familias con cestas de comida, niños en brazos de sus madres, mujeres, mujeres por todas partes, viejas, cansadas, con el pelo recogido bajo sombreros de otro siglo; mujeres más jóvenes, con el pelo corto y faldas negras igual de cortas. Con la misma expresión imperturbable en todos los rostros, como si se la hubieran cosido, como si estuvieran decididas a contenerse hasta la hora fijada, la hora que los diarios y los políticos han decretado para el luto. Las once.

Evelyn mira a la ventana de su hermano, se abre paso contra la marea y enfila colina arriba. A esa gente le espera un largo camino, un largo y lento paseo antes de poder diseminarse.

El 11 de noviembre.

Hace dos años que acabó la guerra.

También causó un gran impacto cuando se produjo, a finales de 1918.

 

 

Estaba en la oficina, rellenando facturas, cuando vio a un chico del piso de arriba bajar corriendo a la planta de producción. Le vio gritar y agitar los brazos. Desde donde estaba Evelyn no alcanzaba a oír lo que decía, pero vio el efecto que surtía en la gente de abajo, les vio levantarse todos a una, detenerse un momento mirándose unos a otros como pasmados y luego salir y dejar las máquinas en marcha. Evelyn también dejó lo que estaba haciendo y bajó, y entonces escuchó el eco de los gritos en el hueco de la escalera:

–¡Se acabó! ¡Hemos ganado! ¡Se acabó! ¡Hemos ganado!

Era un día húmedo y neblinoso, y fuera reinaba la confusión, las mujeres corrían de un lado para otro y sus voces resonaban, estridentes, inútiles. Nadie parecía saber qué había que hacer. Gritaban, chillaban, se abrazaban. Otros sencillamente se quedaban de pie con la mirada perdida.

Vio a una mujer que conocía de los años que trabajó en la planta de producción que la saludaba desde un taxi. Dentro viajaban seis o siete mujeres, apenas quedaba espacio, pero subió y se medio sentó encima de las rodillas de otra, con la cara aplastada contra la ventanilla mientras la lluvia golpeaba el cristal.

Las mujeres paraban constantemente el taxi para intentar comprar champán, pero se había agotado en las tiendas, y al final se rindieron y compraron unas botellas de vino blanco barato que se bebieron asomadas a las ventanillas a pesar de la lluvia, cantando las canciones escandalosas que habían aprendido en la fábrica. Se dirigían a Trafalgar Square, pero el taxi solo pudo acercarlas a Marylebone Road, de modo que pararon y bajaron para seguir a pie. Resultaba prácticamente imposible abrirse paso y Evelyn perdió a las otras enseguida; pero era más fácil moverse sola y consiguió ir avanzando por Oxford Street, donde el tráfico estaba parado, y luego seguir hacia el Soho. Los pubs del West End estaban a reventar; la clientela ocupaba las aceras y las calzadas sin hacer caso a la lluvia. Caras borrachas se tambaleaban delante de Evelyn. Se cruzó con una anciana, con la melena suelta y despeinada, que se agarraba del abrigo de un joven soldado. «Es por vosotros –le decía arrastrando las palabras–, lo habéis conseguido vosotros.» Se arrodilló delante del muchacho y le ofreció la botella de cerveza negra. El joven, avergonzado, intentaba zafarse de la mujer.

Evelyn se abrió paso a empellones entre las riadas de gente hacia Charing Cross Road, donde llovían papeles de las ventanas de las oficinas como si los edificios estuvieran patas arriba, y luego a Trafalgar Square. Allí el estruendo de la celebración era un fragor, los vehículos estaban atascados y la gente bailaba y saltaba en la calle, encima de los coches, corría dando vueltas como juguetes mecánicos estropeados.

Adondequiera que mirase, veía juventud. Jóvenes besándose en todas partes, en diversos grados de abandono; vio a una pareja entrelazada, con la chica con la falda remangada sentada en una tapia, clavándosele en los muslos blancos y carnosos. Evelyn tuvo la impresión de que, mientras había estado en la fábrica, mirando solo máquinas y papeles, el mundo la había dejado atrás. Se había pasado dos años sentada en un banco o un escritorio, mirando únicamente lo que tenía delante. Y ahora tendría que levantar la vista.

Bordeó la plaza. Había banderas por todas partes. Un vendedor tras otro, plantados junto a unas mesitas grises que crecían como setas bajo la lluvia. Un hombretón sudado que estaba comprando un lote le regaló una.

–Para ti, guapa.

Evelyn se quedó mirándola, y luego miró al hombre.

–¿Te encuentras bien, guapa?

Como no le contestó, el hombre se desinteresó y comenzó a lanzar banderas a la gente. Evelyn miró la banderita minúscula: no era mucho mayor que la palma de su mano, estaba hecha de papel y madera, tenía la punta afilada, como un palillo de dientes. Se la clavó en el pulgar. Le dolió, pero no lo suficiente, ni de lejos. Volvió a clavársela, y la sangre llenó la herida. Se la extendió por la boca.

–¡Haced lo que tendríais que haber hecho en el 14!

Un hombre vendía papel higiénico a su lado. Con la cara del Kaiser en cada trozo. Evelyn parpadeó; creyó que lo estaba imaginando.

–¡Haced lo que tendríais que haber hecho en el 14!

–Cielo.

Alguien la tocó en el brazo.

Un hombre con uniforme. Era alto, con acento canadiense o estadounidense.

–¿Estás bien?

Tenía la cara ancha, joven y tersa; le sudaba la frente. ¿De verdad era tan joven? No parecía posible que existiera alguien tan joven.

–¿Puedo besarte? –le pidió a Evelyn–. Un beso por la victoria.

Como ella no dijo nada, el joven la cogió y la besó. Él abrió la boca y Evelyn notó su lengua, el sabor de la cerveza, olió el uniforme caqui mojado y, por debajo, el sudor salado y acre. Cuando el chico se apartó Evelyn le vio los labios ensangrentados y por un instante creyó que le había hecho daño, pero después se acordó de que era su sangre.

–Ven.

La cogió de la mano y ella se dejó guiar al otro lado de la calle, cruzar el atasco y dejar atrás a una mujer cubierta de banderas británicas que montaba en una bicicleta gritando, borracha perdida, con varios soldados corriendo a su lado. Lo siguió hacia la iglesia de la plaza, Saint Martin in the Fields, cuya escalinata estaba atestada de gente, sentada, de pie, a cobijo de la lluvia. El joven la llevó a un lateral y bajaron por unos escalones de piedra a una zona fría donde el sonido retumbaba bajo los arcos y no había nadie más.

–Aquí –dijo, apoyándola en una columna. Evelyn notó la piedra contra la espalda–. Hagámoslo aquí mismo.

Empezó a tirarle de la blusa, no a desabrocharla, solo la sacó de la falda, y luego metió las manos por debajo, bajo la camisola, hasta que llegó a los pechos. Acercó la cara al cuello de Evelyn. Ella se giró a un lado, contra la fría columna, mientras el chico le remangaba la falda. Le bajó las bragas, ella sacó una pierna y estas cayeron del tobillo al suelo. Cuando la penetró, ahogó un grito.

Podía oí el retumbar de los tambores fuera, los gritos y los cantos, y el roce del uniforme contra la blusa. Evelyn levantó la cara hacia el techo abovedado. Acabó en cinco o seis empujones, y luego el chico se apartó y se dio la vuelta para abrocharse los pantalones. Cuando volvió a girarse parecía un crío. Una parte de Evelyn quería cogerlo del brazo y explicarle que no pasaba nada. Otra parte de ella quería echarse a reír.

Salieron juntos de allí y luego, sin mediar palabra, como si lo hubieran decidido entre los dos, al llegar a la calle se separaron sin despedirse. Evelyn siguió caminando en dirección al río, lejos de la iglesia, por Northumberland Avenue. No paraba de llegar más gente en sentido contrario, sin cesar, inundando los puentes desde el sur, una masa densa, palpitante, borracha. Cerca de ella alguien se arrancó a cantar y los demás comenzaron a balancearse, y el balanceo se extendió hasta el infinito.

Al final Evelyn llegó al Embankment, con los barcos amarrados por toda la orilla haciendo sonar las sirenas. Cerca de donde estaba se había congregado una muchedumbre alrededor de un chico subido a lo alto de una farola. Al principio no entendió lo que hacía, y luego vio que estaba arrancando la pintura negra. La farola se encendió y la muchedumbre lo ovacionó. Luego volvió a la vida otra farola y otra y otra hasta que todo el Embankment, toda la orilla del río, se iluminó.

Evelyn se abrió paso hasta el muro y se apoyó para recuperarse. Notaba los restos fríos y resbaladizos del chico en las bragas. El estómago revuelto. Miró al río, al agua anaranjada por las farolas, y pensó que no le costaría mucho trepar al muro y saltar. Que nadie se daría cuenta. Todos miraban arriba, al futuro y al lugar que ocuparían en él. Y por un fugaz instante pensó que tenía el valor necesario, que quizá reuniera el coraje suficiente para hacerlo; pero el instante pasó y Evelyn seguía de pie, mirando al río, a la lluvia iluminada de naranja, atrapada, como si el tiempo se hubiera detenido y la lluvia hubiera quedado suspendida y no pensara caer.

 

* * *

 

Fred va elegante, con traje y sombrero. Hettie se siente rara caminando a su lado. Falsa. Como se sentía de niña después de estar enferma. El primer día de levantarse y regresar a la escuela, caminando como si pisara huevos, cuando todo parecía cambiado. La casa donde vivía. La gente con la que se cruzaba. La calle.

Hoy la calle está desierta y toda la gente se ha ido. Las casas tienen un aspecto inquieto, como si no supieran si sus inquilinos regresarán.

Regresarán.

Hoy no quiere que vuelen las casas ni destrocen las calles. Quiere ladrillos sólidos y acogedores. Quiere que las cosas no cambien. Quiere que su padre no esté muerto y que los jardines mantengan la inocencia y los heliotropos solo signifiquen verano y no piel hinchada y una muerte súbita. Quiere que no haya habido hijas que han yacido con un hombre tras otro en las casas de sus padres en los pueblos de Francia. Ni mujeres en las últimas, esperando a que terminen las colas de hombres. Quiere que desaparezca el triste desfile de hombres del Palais o que vuelvan a estar enteros, que los remienden. Quiere que Ed se arregle. Y Fred. Quiere a su hermano de vuelta.

Pero sabe, en la mañana soleada y cálida, que nada de ello es posible. Que Ed tiene razón. No se puede volver atrás.

Pero su hermano está a su lado. Ha hecho lo que le ha pedido y la está acompañando. Y caminan, los dos juntos, al unísono, uno al lado del otro, paso a paso. Un pie delante del otro, avanzan.

Conforme se acercan al final de la calle, Hettie comienza a oír el murmullo del gentío de Hammersmith Broadway. La gente se agolpa en las aceras, en triples filas. Todos los comercios están cerrados, con los toldos recogidos y las persianas bajadas. Los coches y los ómnibus han parado a un lado y han apagado los motores. El reloj de la isla de mitad de la calle señala las once menos cuarto.

Fred y ella bordean la parte de atrás de la muchedumbre en busca de un hueco. Pero a medida que avanzan hacia donde la aglomeración se espesa y cuesta más pasar, nota que su hermano se inquieta cada vez más.

Hettie le da unos golpecitos en el brazo.

–¿Aquí te parece bien? No creo que podamos avanzar más.

Él la mira agradecido.

–Sí. Aquí está bien.

Ocupan sus puestos, codo con codo. La muchedumbre ha enmudecido: cientos de caras frente a otros cientos de caras al otro lado de una calle vacía.

 

* * *

 

Avanzan entre la gente hasta quedar tan encajadas entre espaldas vestidas de negro que se diría que nunca más volverán a moverse.

–Aquí no veremos nada, ¿no? –susurra Ivy.

Está tan pegada a Ada que le huele el aliento, ligeramente ácido, el aroma a naftalina del vestido, las rosas y, detrás, los otros cuerpos, miles de ellos, y miles de ramos marchitándose a marchas forzadas. Durante un segundo, en el abrumador olor dulzón y fétido de la muchedumbre, Ada está a punto de desmayarse. Pero se recupera y estira la cabeza intentando esquivar a un hombre alto que tiene delante, pero solo ve espaldas, cabezas y sombreros. Están, como mínimo, a quince personas de la primera fila. Hay tanta gente que ni siquiera ve las vallas. Nadie parece dispuesto a quejarse en voz alta, pero muchos refunfuñan por lo bajo.

Ada se vuelve hacia Ivy.

–Pues tendrá que ser aquí –comenta con ánimo fingido.

Deberían haberse quedado donde estaban. Allí al menos podían respirar y ver algo. Había sido idea suya cambiar de sitio.

Justo entonces se produce una escaramuza un poco más adelante. Algo pasa cerca de la primera fila. Durante un buen rato no está claro el qué, hasta que comienzan los gritos, «¡Abran paso! ¡Abran paso!», y la muchedumbre abre un estrecho pasillo por el que dos muchachos sacan a una joven con los pies por delante. El sombrero se le cae de la cabeza, sin fuerza, y Ada se agacha a recogerlo. Luego no sabe qué hacer con él, de modo que se lo coloca sobre el pecho. Es un sombrero moderno, bonito, uno de esos acampanados con florecillas de tela blanca en el borde.

Toca a uno de los muchachos en el brazo.

–¿Se pondrá bien?

La joven se mueve un poco.

–Está bien –dice él, agachándose–. No pasa nada, Mary, cariño.

Pasada la conmoción, la muchedumbre se revuelve y regresa a su sitio, luego carga de pronto desde atrás, como si los del fondo hubieran decidido empujar todos a la vez y por un momento parece que caerán como fichas de dominó, hasta que, como una ola, la parte de la aglomeración donde están Ada y Ivy avanza. Ada y Ivy se cogen una a la otra, y se aferran a sus flores, y terminan arrastradas por la gente.

Cuando la ola pasa, están pegadas a la vallas y ven perfectamente la calle: las espaldas de los policías que controlan la muchedumbre con las piernas separadas y los brazos a la espalda y la punta del casco destellando al sol; el ancho tramo de calle vacía y, al otro lado, todas las caras en fila, expectantes, mirándolas.

Ivy está temblando. Ada la toca en el brazo.

–¿Estás bien, tesoro?

Pero cuando Ivy levanta la cabeza, está claro que estaba riéndose. Asiente, se seca los ojos.

–No he podido evitarlo –responde en un susurro–. ¿Qué te parece? Alguien quiere que lo veamos todo.

–Tiene gracia, sí.

Ada se endereza. A su derecha hay una pareja joven, con un niñito en medio, cogidos de las manos. El hombre habla con su mujer y su hijo en voz baja.

–Mirad las ventanas –les dice–. Mirad los tejados.

Ada sigue la dirección que señala el dedo y lo que ve la deja de piedra. Todas las ventanas están atestadas de caras y, efectivamente, hay gente en los tejados: la mayoría hombres jóvenes, pero también mujeres, sentados peligrosamente en los alféizares y los bordes de los balcones. Toca a Ivy en el brazo y señala hacia allí.

–¡Madre mía! –Ivy se estremece.

A lo lejos, oyen el retumbar lento y apagado de los tambores.

 

* * *

 

El cortejo fúnebre pasa frente a un joven irlandés. Ayer cogió el transbordador en Cork y llegó a Southampton para estar hoy aquí. No ha avisado a nadie de que venía, ha dicho que iba a ver a su hermana de Wexford. En Irlanda las cosas están cambiando. Ha tenido que mentir.

El joven irlandés se alistó en 1915 y luchó por Gran Bretaña, pero luego, tras el Levantamiento de Pascua, le escupían por la calle cada vez que regresaba de permiso. Tommy de mierda, le decían. Puto Tommy de mierda.

Ahora es partidario de Collins. Un hombre del Sinn Féin. Sabe perfectamente por quién lucha. Y habrá pelea. No le cabe duda. No hace ni tres semanas que el alcalde de Cork murió en la prisión de Brixton durante una huelga de hambre.

Y, sin embargo, tenía que venir. Tenía que mentir y venir. Por los compañeros con los que luchó y que murieron a su lado, a veces en sus brazos. Quienes, como él, fueron engañados, pero no obstante lucharon como héroes. Cuyas vidas fueron malgastadas a millares, por puñados de tierra. No puede olvidarles. No les olvidará.

Os recordaré, piensa, cuando pasa por delante la cureña con el féretro y el casco dentado, y cierra los ojos.

Nada los devolverá. Ni las palabras de hombres acomodados. Ni las palabras de los políticos. Ni los tópicos de los poetas a sueldo.

«A la puesta del sol los recordaremos.»

No.

Os recordaré cuando cargue la pipa.

Os recordaré cuando alce una pinta.

Os recordaré los días soleados y los nublados. A la luz del verano, os recordaré.

Abre los ojos y contempla desfilar detrás a los militares. Sabe quiénes son, ha leído sus nombres en la prensa: mariscales de campo, almirantes y generales. De pronto, ve a Haig, lo bastante cerca para distinguir las canas del bigote. Le escupiría a la cara.

Sabe que el rey no anda lejos. Le viene una imagen repentina: de un hombre con una bomba atada al cuerpo, que sale corriendo de entre el público. Un golpe en el corazón del Imperio. Sería fácil, muy fácil. Sacude la cabeza. Todavía no, piensa. Todavía no.

* * *

 

El ruido de tambores se aproxima y, con él, un murmullo recorre la multitud: «Ya llega, ya llega, ya llega». Empujan desde atrás y Ada se agarra a la valla. No puede respirar, el sudor le resbala a chorretones por la espalda. Desearía no haberse apretado tanto el corsé. Si se desmaya, ¿quién la sacará de ahí? A su espalda, la gente se remueve y vuelve a pararse.

–Intente mantener los pies separados –le dice un joven a su lado–. No se preocupe. Ya no volverán a moverse. Ya verá.

Por la calle se acercan cuatro caballos zainos enormes, silenciados sus cascos por la paja que cubre la calle, y a medida que se aproximan, prácticamente al unísono, como si lo hubieran ensayado, todos los hombres se descubren. El joven de al lado se lleva el sombrero al pecho.

Detrás de los caballos llegan los tambores, forrados de negro. Suenan hueco, amortiguado. Les siguen las gaitas, que resuenan agudas, finas, en el aire en calma. Por detrás se abre un hueco, un vacío, y después seis caballos negros tiran de una cureña, con anteojeras y el pelaje reluciente. Transporta un único féretro, cubierto por una bandera raída, descolorida, como si le hubiera tocado mucho el sol.

Encima de la bandera Ada ve el casco dentado de un soldado. Es el mismo casco que tenía Michael. Por un instante cree que es ese, que ese es el casco que llevaba al cuello la última vez que le vio, avanzando pesadamente por la calle bajo el pálido sol de primavera, rebotándole en la espalda por lo que Ada pensó que le saldría un morado; durante ese instante está convencida de que el cadáver de dentro es el suyo. Luego oye el sollozo de una mujer, hiriente y desconsolado. El eco rebota en los edificios de ambos lados de la calle. Luego se oye otro sollozo y otro, y en la acera de enfrente aparecen cientos de pañuelos cuya blancura contrasta con el negro dominante. A su lado, Ivy llora en silencio.

Y entonces lo comprende. Todos llevaban ese casco. Todos los maridos, los hermanos, los hijos de estas mujeres.

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