Despertar

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Despertar

 

 

ANNA HOPE

 

 

 

 

Traducción de

Cruz Rodríguez Juiz

 

 

 

 

www.megustaleerebooks.com

 

 

Para mis padres, Tony y Pamela Hope

 

 

 

 

 

despertar:

 

1. Cortar, interrumpir el sueño a quien está durmiendo.

2. Remover o traer a la memoria algo ya olvidado.

3. Hacer que alguien vuelva sobre sí o recapacite.

 

 

DÍA UNO

Domingo, 7 de noviembre de 1920

 

 

 

Tres soldados salen de sus barracones en Arras, en el norte de Francia. Un coronel, un sargento y un soldado raso. Es casi medianoche y hace un frío glacial. Los hombres se dirigen a una ambulancia de campaña aparcada junto a la verja de entrada; el coronel se sienta delante con el sargento, mientras que el soldado sube detrás. El sargento pone en marcha el motor y un centinela soñoliento les manda salir a la carretera.

El joven soldado se agarra de una correa que cuelga del techo mientras la furgoneta da bandazos por la carretera llena de surcos. Está inquieto, y tanto salto no ayuda. La cruda mañana parece un castigo: al despertarle hace escasos minutos le han ordenado que se vistiera y saliera. No ha hecho nada malo, que él sepa, pero el ejército tiene esas cosas. En los seis meses que lleva en Francia ha transgredido las normas en muchas ocasiones y solo después le han explicado el cómo y el porqué.

Cierra los ojos, se aferra con más fuerza mientras la furgoneta avanza y gira.

Tenía la esperanza de ver cosas. La clase de cosas que se perdió porque era demasiado joven para combatir. La clase de cosas que contaban las cartas de su hermano mayor. El hermano héroe que murió tomando una trinchera alemana y cuyo cadáver nunca encontraron.

Pero lo cierto es que no ha visto gran cosa de nada. Ha estado atrapado entre los escombros de Arras una semana sí y otra también, reconstruyendo casas e iglesias, cargando ladrillos.

En la parte delantera de la furgoneta, el sargento se inclina hacia delante, concentrado en la carretera. La conoce bien, pero prefiere conducir de día porque tiene varios hoyos de obús traicioneros. No querría perder una rueda, esta noche no. Tampoco él tiene ni idea de por qué está aquí, tan temprano y sin previo aviso, pero por el silencio tenso del coronel que va a su lado deduce que es mejor no preguntar.

De modo que van sentados con el motor rugiendo bajo sus pies mientras avanzan por campo abierto, aunque nada lo indique, no se ve nada aparte del destello de los faros, solo de vez en cuando un animal espantado cruza la carretera por delante de ellos y regresa corriendo a la oscuridad.

Cuando llevan conduciendo una media hora, el coronel ordena con aspereza: «Aquí. Pare aquí». Golpea el salpicadero. El sargento detiene la ambulancia al borde de la carretera, en la cuneta. El motor se para con una sacudida. Se hace el silencio, los hombres se apean.

El coronel enciende la linterna, busca en la parte de atrás del vehículo. Saca dos palas, entrega una a cada hombre y luego coge un saco grande de arpillera, que carga él.

Trepa por un muro bajo y los hombres le siguen, caminan despacio, con la luz de la linterna cabeceando por delante de ellos.

Como el suelo se ha helado el barro está duro y resulta fácil caminar, pero el soldado va con cuidado; la tierra está cubierta de metales retorcidos y hoyos, algunos bastante hondos. Sabe que el terreno está salpicado de proyectiles sin explotar. En los barracones se celebran muchos funerales por los trabajadores chinos, contratados para limpiar los campos de cadáveres y artillería. Solo la semana pasada murieron cinco, que dispusieron en fila. Acaban enterrados en los cementerios que han venido a cavar.

Pero pese al frío y la incertidumbre, el soldado está empezando a disfrutar. Es emocionante estar fuera en plena oscuridad, donde los árboles destrozados se ciernen sobre uno y se intuye el peligro. Casi puede imaginarse en otra misión. Algo de tipo heroico. Algo sobre lo que poder escribir. Pase lo que pase es mejor que las iglesias y los colegios.

Enseguida el suelo cae en picado y los hombres llegan al borde de una zanja, a los restos de una trinchera. El coronel baja y echa a andar, y los otros le siguen en fila india por el trazado serpenteante de la trinchera.

El soldado se mide comparándose con la pared. No es alto, y la trinchera tampoco. A la derecha, dejan atrás los restos de un refugio subterráneo con la entrada en un ángulo imposible y un soporte desaparecido. Titubea un momento frente al refugio, apunta con la linterna dentro, pero no hay mucho que ver, solo una mesa vieja apoyada en la pared y una lata oxidada y abierta encima. Aparta la luz del húmedo agujero y acelera para no quedar rezagado.

Por delante, el coronel gira a la izquierda hacia una trinchera más recta y más corta y al final, a la derecha, a otra construida en secciones breves y zigzagueantes como la primera.

–El frente –dice el sargento por lo bajo.

A los pocos metros, el rayo del coronel ilumina una escalera oxidada tirada contra la pared de la trinchera. Se para, apoya una bota en el travesaño inferior y empuja una, dos veces, para comprobar su resistencia.

–¿Mi coronel? –El que habla es el sargento.

–¿Qué pasa? –El coronel gira la cabeza.

El sargento carraspea.

–¿Tenemos que subir por ahí, mi coronel?

El soldado mira cómo el coronel traga saliva, la nuez sube y baja lentamente en su cuello.

–¿Alguna idea mejor?

Parece que el sargento no tiene nada que decir.

El coronel se vuelve y sube la escalera con un par de movimientos rápidos.

–La puta –musita el sargento.

Con todo, no se mueve.

Detrás de él, el soldado se muere por subir. Aunque sabe que al otro lado solo habrá más campos destrozados, una parte de él se pregunta si le espera otra cosa, algo más parecido a lo que vino a buscar: esa idea vaga, valiente y maravillosa que no se atreve a verbalizar, ni siquiera para sí. Pero no puede moverse hasta que el sargento se mueva, y el sargento está petrificado.

Las botas del coronel aparecen por encima de sus cabezas y el haz de la linterna les ilumina la cara.

–¿A qué esperamos? Arriba. Ya. –Habla como una ametralladora, escupe palabras.

–Sí, mi coronel.

El sargento cierra los ojos, parece casi como si estuviera rezando, luego se gira y trepa por la escalera de mano. El soldado le sigue con la sangre zumbándole en los oídos. Una vez arriba, recuperan el aliento de pie y barren con la luz de las linternas la escena que se extiende ante ellos: enormes espirales de alambrada oxidada, de entre seis y nueve metros de ancho, como el esqueleto delirante de una serpiente prehistórica, que se extienden en ambas direcciones hasta donde alcanza la vista.

–Mierda –dice el sargento. Luego, un poco más alto–: ¿Cómo vamos a atravesarla?

El coronel se saca un par de cizallas del bolsillo.

–Tenga.

El sargento las coge, calcula el peso. Sabe de alambradas, las ha cortado a menudo. Valla de delantal. También ha montado las suyas. Solían dejar huecos, cuando tenían tiempo para hacerlo bien. Huecos que no se veían desde el otro lado. Pero aquí no hay huecos. El alambre está enredado y aplastado y doblado. Destrozado. Como todo lo demás.

–Está bien. –Le pasa su pala al soldado–. Y tú ilumíname bien.

Se agacha y comienza a cortar.

El soldado, que intenta enfocar bien, se queda mirando la alambrada. Hay cosas atrapadas entre las espirales, cosas que parecen llevar ahí mucho tiempo. Hay jirones de ropa tiesos por la helada, y la luz de la linterna revela la palidez de los huesos blancos, aunque no se sabe si humanos o animales. El campo huele raro, más a metal que a tierra; lo nota en el sabor de la boca.

Del otro lado de la alambrada, el sargento se endereza y se vuelve, indica a los otros dos que le sigan. Ha hecho un buen trabajo, y el coronel y el soldado pueden avanzar sin problemas por el estrecho paso que ha abierto.

–Por aquí.

El coronel sale a zancadas a un terreno yermo, cubierto de minúsculas cruces. Cruces de madera blanca o improvisadas con un par de fragmentos de proyectil atados. También hay botellas clavadas boca abajo en el barro, dentro de algunas todavía se ven trozos de papel. El coronel se detiene a menudo junto a alguna, se arrodilla y enfoca la luz para leer la inscripción, pero luego sigue adelante.

El soldado escudriña la cara del superior mientras lee. ¿A quién estará buscando?

Al final el coronel se agacha junto a una de las pequeñas cruces de madera, un poco apartada del resto.

–Aquí. –Les indica que se adelanten–. Caven aquí.

Hay una fecha escrita en la cruz, garabateada con tembloroso lápiz negro, pero ningún nombre.

El soldado hace lo que le mandan, levanta la pala y la hunde en la dura tierra. El sargento se le suma, pero para tras un par de paladas.

–¿Mi coronel?

–¿Qué?

–¿Qué estamos buscando, mi coronel?

–Un cadáver –responde el coronel–. Y a ver si espabilan. No tenemos todo el día.

Los dos hombres se sostienen la mirada, hasta que el sargento la aparta, escupe en el suelo y continúa cavando.

Bajo la corteza helada el barro está más blando, pegajoso, y no tienen que cavar mucho rato. Pronto el metal araña metal. El sargento suelta la pala y se arrodilla, limpia el barro de un casco de metal.

–Creo que ya lo tenemos, mi coronel.

El coronel sostiene la linterna sobre el agujero.

–Sigan –dice, con voz tensa.

Los hombres se agachan y con las manos enguantadas procuran retirar el barro del cadáver. Pero en realidad no es un cadáver, solo un montón de huesos dentro de los restos de un uniforme. No queda rastro de carne, únicamente algún jirón marrón ennegrecido pegado al lateral del cráneo.

–Limpien cuanto puedan –dice el coronel– y luego busquen las insignias.

El cadáver yace retorcido en la tierra, con el brazo derecho debajo del cuerpo. Los hombres se inclinan, lo levantan y le dan la vuelta. El sargento saca la navaja y rasca donde debiera estar el hombro. Las insignias del regimiento siguen en su sitio, pero no son legibles, se han descolorido hace tiempo, se han filtrado a la tierra; imposible saber lo que fueron.

–No se leen, mi coronel. Lo siento, mi coronel.

La cara del sargento se ve roja a la luz de la linterna, sudada por el esfuerzo.

–Busquen por todo el cadáver. Quiero cualquier detalle que sirva para identificarlo.

Los hombres acatan la orden, pero no encuentran nada.

Se incorporan despacio. El soldado se frota la zona lumbar con la vista clavada en los magros restos del hombre que han desenterrado, retorcido sobre un costado. De pronto le asalta una idea: su hermano murió allí. En un campo como ese, en Francia. Nunca encontraron el cadáver. ¿Y si fuera él?

Pero no hay forma de saberlo.

Vuelve a mirar al coronel. También es imposible saber si ese es el cadáver que buscaba. Ha sido una pérdida de tiempo. Espera a que el hombre reaccione, se prepara para ver su cara de ira.

Pero el coronel simplemente asiente.

–Bien –dice, arrojando el pitillo al suelo–. Sáquenlo de ahí y métanlo en el saco.

 

* * *

 

Hettie frota la ventanilla empañada del taxi con la manga y atisba fuera. No ve gran cosa; en cualquier caso, nada que se parezca a un club nocturno, solo calles vacías y a oscuras. Nadie diría que están a escasos segundos de Leicester Square.

–Aquí, por favor. –Di se inclina hacia delante para hablar con el conductor.

–Será una libra. –El taxista enciende la luz sin apagar el motor.

Hettie entrega los diez chelines de su parte. Un tercio de su paga. El estómago le da un vuelco al verlos pasar adelante. Pero el taxi no es un lujo, a esas horas no; ya no pasan autobuses y el metro está cerrado.

–Valdrá la pena –susurra Di mientras bajan–. Te lo prometo. Te lo juro por mi vida.

El taxi arranca y se quedan cogidas de la mano caminando por un callejón oscuro mientras los zapatos de baile aplastan grava y cristal. Pese al frío, a Hettie se le forman cercos húmedos en la espalda. Debe de ser la una pasada, nunca había estado tan tarde en la calle. Piensa en su madre y en su hermano, dormidos en Hammersmith. Dentro de pocas horas se levantarán para ir a misa.

–Tiene que ser aquí.

Di se ha parado delante de una vieja casa de tres plantas. No se ven luces detrás de las persianas y solo una pequeña bombilla azul ilumina la puerta.

–¿Estás segura? –pregunta Hettie, y el aliento forma nubes delante de ella en el aire frío.

–Mira.

Di señala una plaquita clavada en la pared. Tiene apariencia normal; podría incluso corresponder a un médico o a un dentista. Pero hay un nombre grabado en el bronce: DALTON’S N.º 62.

Dalton’s.

Un club legendario.

Tan legendario que hay quien cree que no existe.

–¿Lista?

Di dibuja una sonrisa triste y espectral y luego levanta una mano y llama a la puerta. Se abre un panel corredero. Dos ojos pálidos en un rectángulo de luz.

–¿Sí?

–Vengo a ver a Humphrey –dice Di.

Pone voz de pija. Detrás de ella, a Hettie le entra la risa. Pero la puerta se abre. Pasan encogidas. Al otro lado hay un pequeño vestíbulo, apenas mayor que un armario, donde un portero joven aguarda de pie tras un mostrador de madera alto. Su mirada resbala por encima de Hettie, con abrigo marrón y boina escocesa, pero se detiene en Di, de ojos negros y con las puntas del pelo asomando por debajo del sombrero. Di tiene un modo peculiar de mirar, abajo y a un lado y luego lentamente hacia arriba. Lo está haciendo ahora. Hettie ve al portero abrir los ojos como un pez atrapado.

–Tienen que registrarse –dice por fin el portero, señalando un libro grande abierto delante de él.

–Por supuesto. –Di se quita un guante, se inclina y firma con gesto experto–. Te toca –dice, pasándole la pluma a Hettie.

Desde abajo llegan las vibraciones de la música: una trompeta vertiginosa. Una mujer chilla. Hettie se nota el corazón: bum-bum-bum. La tinta de la firma de Di brilla, se ha salido de su casilla y ocupa también la de abajo. Hettie se quita un guante y garabatea su nombre: «Henrietta Burns».

–Adelante.

El hombre guarda el libro y señala la escalera a oscuras detrás de él.

Di pasa primero. La escalera es vieja y cruje y, cuando alarga una mano para apoyarse, Hettie nota cómo la pared húmeda se desconcha bajo sus dedos. No es lo que había imaginado; no se parece en nada al Palais, donde reina el glamour. Nadie diría que unas escaleras tan viejas y mohosas llevan a alguna parte. Pero ahora oye la música perfectamente, a gente charlando, pies que se mueven rápido por la pista, y al llegar abajo una oleada de pánico amenaza con apoderarse de ella.

–Te quedarás conmigo, ¿verdad? –pregunta, cogiéndose del brazo de Di.

–Claro.

Di la coge, le da un apretón y luego abre la puerta.

Las asalta el olor a cerrado, a humanidad bailando. El club no es mayor que la planta baja de casa de la madre de Hettie, pero está repleto, todas las mesas están ocupadas y la pista de baile parece una batalla campal. La mayoría de la gente va de etiqueta –los hombres de blanco y negro y las mujeres con coloridos vestidos– pero algunas personas parecen disfrazadas. Lo más sorprendente de todo es que el grupo de cuatro músicos que está tocando rag en el diminuto escenario tiene un cantante negro, el primero que ve Hettie. Es alucinante, como si todo el color que le falta a la ciudad se hubiera colado en el subsuelo.

–¡Impresionante! –Di sonríe.

–¡Impresionante! –conviene Hettie, soltando aire.

–¡Allí está Humphrey!

Di saluda a un hombre rubio que avanza hacia ellas entre el gentío. Hettie lo reconoce de la noche en el Palais de hace dos semanas, cuando contrató a Di para un baile… y luego para otro y otro más hasta el final de la velada. (Porque ese es su trabajo: «Profesora de baile, Hammersmith Palais. Disponible por seis peniques el baile, seis noches a la semana».)

–¡Estupendo! –dice Humphrey, besando a Di en la mejilla–. Has venido. Y esta debe de ser…

–Henrietta.

Henrietta le tiende la mano.

Humphrey no es mucho mayor que ellas, tiene un apretón de manos relajado y una cara agradable, pecosa. Al menos es majo. No como algunos con los que Di ha salido en el pasado. Tras un año en el Palais, Hettie tiene una brújula para hombres. Dos minutos en su compañía y sabe cómo son. Si están casados, sudorosos por la culpa de haberse escabullido para pasar una noche a su aire. Esa mirada vidriosa que se les pone cuando te imaginan sin ropa. O a veces, como Humphrey, son un encanto.

–Venid –dice Humphrey con una sonrisa–. Estamos por aquí.

Le siguen abriéndose paso como pueden entre las mesas atestadas. Hettie avanza despacio porque todo el rato se retrasa, se retuerce para ver al grupo y su cantante de piel sorprendentemente oscura y a los bailarines, muchos de los cuales se mueven alocadamente, de un modo que nadie osaría en el Palais. Al final llegan a una mesa de un rincón, no muy lejos del escenario, donde se levanta un hombre bajo con frac.

–Diana, Henrietta –dice Humphrey–, os presento a Gus.

El compañero de Hettie esa noche es fornido y paliducho, apenas más alto que ella. Le clarea el pelo y le brilla el cuero cabelludo por culpa del calor. Hettie disimula el chasco con una sonrisa.

–¿Me permites el abrigo?

El hombre la rodea y ella se encoge de hombros. El abrigo viejo y marrón ya es malo de por sí, pero además debajo lleva su vestido de baile, el único que tiene, y hoy, después de trabajar un turno doble, ni siquiera está limpio.

Entretanto, al otro lado de la mesa Di se despoja del suyo y deja ver el vestido que se compró la semana pasada con el dinero de Humphrey. Hettie se hunde en la silla. Qué vestido. Ese vestido la afecta físicamente; lo desea tanto que duele. Es casi negro, pero está cubierto de tantas lentejuelas, tan minúsculas, de una iridiscencia tan deslumbrante, que resulta imposible saber de qué color es. Hettie estaba presente cuando Di lo compró en la sección de confección de Selfridges. Costó seis libras del dinero de Humphrey y Hettie tuvo que tragarse la envidia y sonreír cuando después estuvieron subiendo y bajando en los ascensores por mera diversión.

Los dos hombres la miran fijamente hasta que Gus recupera los buenos modales y se sienta junto a Hettie, señalando la bandeja de sándwiches del centro de la mesa. «No están muy buenos –comenta con una sonrisa–, pero tienen que servirlos con la bebida. No tienen licencia de bar. Los vamos amontonando a un lado.» Los aparta y Hettie los ve alejarse. Sería capaz de matar por comer algo. No ha probado bocado desde el sándwich de jamón y paté de las seis, en el descanso entre turnos.

–Y bien –Gus sirve de una botella de la mesa y le pasa una copa–, imagino que sois muy buenas. Humph me ha contado que sois profesoras de baile en el Palais.

–Bueno… –Hettie bebe un sorbo. La bebida es dulce y espumosa. No está segura, pero diría que podría ser champán–. Supongo que no somos malas.

Son mejor que buenas, en realidad. Llevan años practicando en salones con las alfombras enrolladas, cantando canciones memorizadas, estudiando minuciosamente las fotografías de Baile moderno, turnándose para hacer de hombre. Son las dos mejores bailarinas del Palais con diferencia. Y no es por presumir. Es la verdad.

–Soy un pésimo bailarín –dice Gus, sacando el labio inferior como un niño.

Hettie le sonríe. Puede que no luzca mucho, pero al menos es inofensivo.

–Seguro que no.

–No, de verdad. –Señala hacia abajo con una mueca–. ¿Ves el pie izquierdo? Pues nací con dos pies izquierdos.

Se oyen estruendosos vítores en la pista y Hettie se vuelve para ver al cantante aguijoneando a sus músicos, animándolos.

Son estadounidenses, seguro. Ningún grupo inglés que conozca toca así ni tiene ese aspecto; desde luego, el grupo del Palais no, ya no, desde que se marcharon los Original Dixies, con sus cencerros y silbatos y bocinas, de vuelta a Nueva York. Y la gente: bailan como locos, como si les importara un pito lo que piensen los demás. Ojalá su madre pudiera verlo. «Respetable» es su palabra favorita. Si pudiera ver a esa gente disfrutando le daría un ataque.

Hettie se vuelve hacia Gus.

–Es solo práctica –dice, bebiendo otro sorbo, con el cuerpo ansioso por seguir el ritmo.

–No, no –insiste él–. Soy un patoso. Nunca le he pillado el truco. –Le da un par de giros bruscos al vaso y añade–: Pero estoy listo para intentarlo, si te apetece dar una vuelta por la pista.

–Me encantaría –dice Hettie, lanzando una mirada fugaz a Di, cuya cabeza azabache está demasiado cerca de la de Humphrey, enfrascada en una conversación íntima, susurrada, que Hettie no alcanza a escuchar.

Los acordes estrepitosos del rag están apagándose y el grupo pasa a un cuatro por cuatro, a algo más lento. Ellos se abren paso a empellones y encuentran hueco al borde de la pista repleta. Gus le coge las manos y luego mira al techo, como si los misterios del movimiento estuvieran escritos allí arriba. Brinca un poco, contando por lo bajo, y arrancan.

Gus tenía razón. Es un pésimo bailarín. No tiene sentido musical, ya se ha adelantado dos tiempos, tira del ritmo, no se deja guiar por él.

«¡Escucha! quiere decirle Hettie–. Déjate llevar. ¿No oyes lo buenos que son?»

Pero no serviría de nada, de modo que intenta adaptarse a los torpes pasos de Gus.

(En el Palais tienen una norma: nunca bailes mejor que tu pareja. Te contratan para que hagas que se sientan bien. Si se sienten bien volverán a contratarte. Como le gusta decir a Di: «Al final se reduce a una cuestión económica».)

Después de unos cuantos compases, Gus le suelta las manos y levanta la vista, encantado. «¡Le estoy pillando el truco!» Giran, Hettie exagera los gestos para alabar los suyos y hacia el final del tema Gus da una vuelta victoriosa por la pista. «¡Humph tenía razón!» Está radiante, se detiene a recuperar el aliento. «Sois fantásticas. Aunque vuestro oficio da muchísima sed, eso sí.» Se saca el pañuelo del bolsillo y se seca la cara. «Espera un segundo, te traeré algo fresco del bar.»

Se pierde entre el gentío y Hettie encuentra un sitio pegado a la pared húmeda, contenta de quedarse a solas un momento para poder observarlo todo. Una pareja joven pasa por su lado entre risillas, abrazados. La chica es joven y elegante, va envuelta en seda azul y le cuelgan perlas del largo cuello, pero se le descompone la cara y no para de resbalarse del brazo de su compañero. Hettie tarda un poco en darse cuenta de que la chica está borracha. Se los queda mirando, esperando a medias que alguien se acerque a echarlos. Pero nadie mueve un dedo. No está en el Palais.

Justo entonces alguien la empuja por detrás y casi se cae, aunque consigue recuperar el equilibrio.

–Perdón. Vaya por Dios. Perdón.

Hettie se gira y ve a un hombre alto. Parece distraído y esboza una sonrisa arrepentida.

–Lo siento muchísimo –insiste él. Se tira del pelo con una mano; en la otra sostiene una bebida de color ámbar–. ¿Estás bien? Ya te veía en el suelo.

–Sí… Bien. –Hettie suelta una risilla incómoda, aunque no sabría decir si por él o por ella.

Los ojos del hombre se posan en ella con atención, asimilándola, y Hettie se sonroja. Es un hombre muy atractivo.

–Dios mío –dice él. Se le borra la sonrisa y una expresión distinta, más tímida, ocupa su lugar.

Le arden las mejillas. ¿Qué? ¿Qué pasa? Pero Hettie no dice nada, el hombre sigue observándola, como si fuera algo espantoso que no pudiera dejar de mirar.

–Perdón –se disculpa él, sacudiendo la cabeza como para despejarse. Regresa un eco de su sonrisa–. Pensaba que eras… –Levanta la bebida–. ¿Una copa? Tienes que dejar que te invite. Para disculparme y eso.

Ella niega con la cabeza.

–Gracias. Yo… Ya me traen una.

Hettie se aleja, quiere distanciarse del hombre, encontrar un espejo, comprobar que no le pasa nada en la cara, pero él la ha cogido del brazo.

–¿De dónde eres?

–¿Perdón? –La coge fuerte.

–No, que si eres inglesa.

–Sí.

Él asiente, la suelta. ¿Es decepción lo que Hettie ve en su cara?

–Disculpa…

Hettie se escabulle, se escapa de él, avanza entre el gentío, todavía más denso, en busca de los lavabos, y los encuentra detrás de un arco, pequeños y con olor a humedad, con las paredes cubiertas por una capa negra de moho.

Se examina en el espejo con la respiración acelerada. No ve nada particularmente terrible, aparte del cuello sonrojado por la vergüenza y de que se le han soltado dos horquillas y el pelo amenaza con enmarañarse. Vuelve a empujar las horquillas del delito en el erizo que tiene que hacerse para recogérselo. Esa estúpida melena larga que su madre no le deja cortarse.

«Como vengas a casa con la pinta de esa amiga tuya te vas a enterar. Flapper, más que flapper.»

Su madre no se entera de nada. Di lleva el mejor corte de pelo de todas las chicas del Palais. Siempre están intentando que les cuente dónde se lo han hecho.

Hettie se apoya en el borde frío del lavamanos. Es tarde. Lleva horas en pie. La noche, que prometía tanto, comienza a torcerse y surgen las inseguridades de siempre. Hettie es de Hammersmith. Es demasiado alta. Lleva un vestido viejo y no puede permitirse otro porque entrega la mitad de su sueldo a su madre y al inútil de su hermano todas las semanas. Se ha aplicado vaselina perfumada en las axilas tantas veces que ha perdido la cuenta, pero todavía apesta y es probable que nunca en la vida tenga un vestido como el de Di. Tiene que ser simpática con Gus. Y sobre todo, se le marcan los pechos, da igual cuánto intente aplastarlos.

Es culpa de ese hombre, piensa, mirándose a los ojos en el espejo. De cómo la ha mirado y de lo que le ha preguntado. «¿De dónde eres?» Como si supiera que este no es su sitio, este club con gente que actúa con libertad a la hora de beber y bailar, como si hagan lo que hagan sus vidas no vayan a cambiar.

Venga.

Se echa agua en las mejillas, comprueba que no se le vea el viso y se clava la última horquilla rebelde en el pelo. Las rojeces del cuello se han aclarado un poco.

De vuelta en el tumulto, escudriña la muchedumbre y comprueba con alivio que el hombre alto ha desaparecido. Tampoco ve ni rastro de Gus y, cuando por fin lo localiza, su calva brillante sigue cabeceando en la cola del bar. En la mesa, Di y Humphrey no se han movido. A lo sumo, quizá estén un poco más cerca. Hettie ve a Di riéndose de algo que le ha dicho Humphrey. No parece que vayan a agradecer que los interrumpan. Por un momento, mientras está de pie sola, su frágil determinación amenaza con flaquear. Pero algo está pasando en la pista de baile. La gente ha dejado de moverse y los músicos tocan más lento, sueltan los instrumentos de uno en uno hasta que solo queda el batería, manteniendo el ritmo únicamente con la caja temblorosa. Luego también él se para, detiene los platos de bronce con la mano y el silencio se adueña del club. En la mesa, Di y Humphrey levantan la vista.

Hettie, sin respirar, se aleja de la pared.

Durante un instante electrizante tiene la impresión de que podría pasar cualquier cosa, hasta que el trompetista se adelanta y alza el instrumento para tocar. Brilla bajo la luz tenue. Un destello del sonido más puro inunda la sala. Hettie cierra los ojos, dejándolo entrar, permitiendo que la vacíe, y luego, cuando el hombre comienza a tocar con fervor, las notas vierten gotas de oro fundido en el espacio creado por el músico. Y allí de pie, henchida de música, comprende con la intensidad de una revelación que no importa, nada importa en realidad: es joven, sabe bailar y los diez chelines han valido la pena solo por ver ese lugar, por escuchar a esos músicos, por contarles el lunes a las chicas del Palais que es verdad, que hay un club en el West End, enterrado en el subsuelo, con el mejor grupo de jazz desde que los Dixies se marcharon a Nueva York.

–¿Merodeando?

Hettie abre los ojos de golpe. El hombre de antes está a escasos metros, apoyado en la pared, fumándose un cigarrillo.

–¿Perdón?

–Estás merodeando.

–No merodeo.

El corazón le golpea peligrosamente contra el pecho.

–Sí. Llevo dos minutos observándote. Dos minutos es merodear.

Hettie nota que el odioso rubor vuelve a subirle por el cuello.

–Pues no merodeo, estoy viendo al grupo.

Se cruza de brazos y aparta la mirada, tratando de concentrarse en los dedos del trompetista, intentando recordar lo a gusto que estaba hace nada.

Con el rabillo del ojo ve que el hombre se aparta de la pared.

–No serás una anarquista de esas, ¿no?

Ella se vuelve, incrédula.

Él no aparta sus ojos grises. Esta vez no sonríe.

–He leído sobre vosotros. Vais a locales públicos como este. –Abarca el club con un ademán–. Con cientos de inocentes. Con una bomba escondida en el abrigo. La dejáis en los lavabos. Merodeáis un poco y luego… bum.

Imita una explosión. Y levanta las manos y las separa, caen cenizas dispersas por el aire. Algunas aterrizan en el vestido de Hettie.

Por un momento está demasiado sorprendida para hablar. Luego:

–Tengo el abrigo allí –replica, señalando la mesa del rincón–. Y no esconde ninguna bomba. De todos modos, si pensara volar algo no me pararía a merodear. Me iría.

–Ah. –Él asiente–. Bueno, quizá te haya juzgado mal.

–Sí. Exacto.

Se sostienen la mirada. Ella intenta mantener la calma, estudiarlo, pero se le ha estropeado la brújula y no consigue calarlo.

Entonces él sonríe con toda la cara.

–Perdona. –Sacude la cabeza–. Tengo un sentido del humor penoso.

El corazón de Hettie da un vuelco. La sonrisa de él es desconcertante; tan repentina, como si debajo ocultara a otra persona completamente distinta. Aunque se le ve respetable y viste frac y camisa blanca, hay algo raro en el modo de llevarlos. ¿Indiferencia? No se ha puesto gomina. Tiene ojeras.

Se lleva la mano al bolsillo, saca una petaca y se la ofrece.

–Toma, bebe un poco mientras esperas.

–No, gracias.

Hettie le da un poco la espalda, encogiéndose mientras se escucha decir: «No, gracias». Suena a Hammersmith. A que normalmente estaría durmiendo. A mojigata.

–Venga. Está bueno. Es de malta.

Ahora los ojos de él se ríen. ¿De ella? Es la clase de hombre capaz de hablar con cualquiera. Así que ¿qué hace con ella? Parece una trampa.

Debería ir a buscar a Gus; ya le habrán servido.

Debería.

Pero no va.

En vez de eso, acepta la petaca, la coge y se la lleva a la boca.

Porque solo ha venido para esta noche y su acompañante no está y es un inútil y su amiga está entretenida con otros asuntos.

De modo que ¿qué puede perder?

Pero no estaba preparada para una bebida tan fuerte y se atraganta y tose.

–No sueles beber whisky, ¿verdad?

Hettie replica con otro sorbo, más largo. Esta vez se lo traga.

–Gracias –responde, ufana, devolviéndole la petaca.

Él mira hacia la pista.

–Entonces ¿has venido a bailar? ¿O solo merodeas?

–He venido a bailar –dice mientras el whisky le enciende la sangre.

–Me alegro. –Él apaga el cigarrillo en un cenicero cercano y se gira hacia ella–. ¿Qué te parecería bailar conmigo?

–Si quieres…

Ahora hay poca gente bailando y pueden entrar directos al centro de la pista. Una vez allí, él levanta las manos. Es un gesto raro, no es el propio de un hombre que se dispone a bailar, sino más bien el de un hombre desarmado. Hettie coloca una mano en la de él y la otra en la chaqueta, que se le ciñe a la espalda. El cuello de la camisa le roza la oreja. Tiene la mano fría. Huele a limón y tabaco. Hettie está algo aturdida. Quizá por la bebida.

La trompeta preciosa y conmovedora ha enmudecido y el grupo va animándose, la música evoluciona hacia un rag, a un one-step.

Un-dos, un-dos.

La pista va llenándose, la gente aprieta alrededor, vitoreando, aplaudiendo, reanimando la música a pisotones.

Un-dos, un-dos.

Él da un paso hacia Hettie.

Hettie retrocede un paso.

Y ya está; ocurre en ese primer movimiento minúsculo: el destello del reconocimiento. «¡Sí!» La rara sensación que experimenta cuando alguien sabe moverse. Luego entra la música y bailan juntos por toda la pista.

–Esta noche la banda es muy buena –dice él, por encima de la música–. Son americanos. Me gustan los americanos.

–A mí también.

–Ah, ¿sí? –Arquea una ceja–. ¿A quiénes has visto?

–A los Original Dixies.

–¿A los Dixies? Caramba. –Parece impresionado–. Eran los mejores. –Cuela una pierna entra las de Hettie y ataca el giro–. ¿Dónde los has visto?

–En el Palais. En Hammersmith. –Gira y se pone de cara a él.

–¿El Palais? Fui una vez, ¡también los vi allí! –De repente parece impaciente como un niño.

Hettie lo piensa, se pregunta si bailaron juntos. Está claro que no. Se acordaría.

–¿Qué tema te gustó más?

Ella se ríe; esa es fácil.

–«Tiger Rag.»

–¡«Tiger Rag»! –Él sonríe–. Vaya. Un tema peligroso. Rapidísimo.

El más rápido de todos. Incluso a Hettie le faltaba el aliento.

–¿Cómo se llamaba? –Él arruga la cara–. El trompetista… Nick no sé qué.

–LaRocca.

Nick LaRocca, el trompetista neoyorquino mundialmente famoso. Volvía locas a las chicas. Una vez le había sonreído entre bambalinas, en el pasillo, «¡Hey, chica!», y le había guiñado el ojo mientras se anudaba la pajarita. Desde entonces Hettie tenía una foto suya colgada encima de la cama.

–¡LaRocca! Eso. –Se le ve encantado–. Menudo chalado. Tocaba como un loco.

Están al borde de la pista, donde el ruido no es tan alto.

–Entonces, cuéntame. Una anarquista aficionada al jazz americano.

–Que no soy…

Sus miradas se cruzan y se transmiten algo, un entendimiento tácito. Es todo un juego.

–¿Cuál es tu tapadera? –pregunta él, inclinándose hacia ella; acercándose lo bastante para que Hettie le huela el aliento a whisky.

–¿Tapadera?

–El trabajo de día.

–Ah, bailo. En el Palais. Soy profesora de baile.

–Buena tapadera. –Él sonríe, luego vuelve a arrugar la frente, como si hubiera recordado algo–. No estarás en esa caja metálica espantosa, ¿no?

Hettie experimenta el conocido estremecimiento de la vergüenza.

–Me temo que sí.

–Pobrecita.

El Corral. «Esa caja metálica espantosa.» Donde Di y ella se sientan, atrapadas, junto con otras diez chicas hasta que las contratan, mientras los hombres sin pareja acechan de aquí para allá, decidiendo si les apeteces, si vales los seis peniques que cuesta dar una vuelta por la pista.

Él se echa hacia atrás, como para verla mejor.

–Pues no pareces la clase de chica que se alquila.

¿Está riéndose otra vez de ella? Podría ser un cumplido, pero no está segura.

–Por cierto, me llamo Ed. Disculpa la mala educación. Debería haberme presentado antes.

Hettie titubea.

–Está bien –dice él con una mueca–. Ya me dirás tu nombre después, en el potro de tortura.

Hettie se ríe. El baile casi ha terminado. Por encima del hombro de él ve a Gus de pie al borde de la pista, mirándolos consternado, con dos copas en las manos, y mientras la música toca a su fin Hettie se vuelve torpe de golpe, consciente de su cuerpo, de las partes que están cerca de Ed. Baja las manos y retrocede.

–Espera. –La agarra de la muñeca–. No te vayas. Al menos no te vayas sin decirme cómo te llamas.

Su rostro ha vuelto a cambiar. La sonrisa se ha esfumado.

–Me llamo Hettie –responde ella.

Porque cualquiera que fuera el juego al que estaban jugando ha terminado y, en general, no es de las que mienten.

–Hettie –repite él, apretándole la muñeca. Luego se acerca–. No te preocupes. No te delataré. Sé lo importante que es. Yo también quiero volar cosas.

Después la suelta, da media vuelta y se aleja sin detenerse, sin mirar atrás, por entre la gente, por la pista, escaleras arriba y fuera del club.

La sala da vueltas, es un calidoscopio en movimiento.

Y ahí está Gus cruzando alicaído la pista, perdida toda alegría.

–¿Quién era ese? ¿Un conocido?

Ella niega con la cabeza. Pero todavía le siente, siente a Ed, a un hombre que no conoce, una quemazón en la muñeca.

–Pues parecía que le conocías –dice Gus. Parece agraviado.

Hettie de pronto está furiosa. Con el pobre Gus, tan calvo. Su torpeza al bailar y esa mirada medio servil en la cara. Y entonces, al comprender que Gus lo nota, le da pena.

–Es posible que le conozca –dice en voz baja–. Puede que hayamos coincidido antes.

Gus parece quedarse más tranquilo. Como Hettie no dice nada más, asiente.

–¿Una limonada? –pregunta, tendiéndole la bebida.

 

* * *

 

–Evelyn.

Alguien la llama.

–Evelyn, apaga el maldito despertador, ¿quieres? Lleva siglos sonando.

Evelyn abre los ojos a oscuras. Saca una mano por debajo de la manta y busca a tientas el despertador de la mesilla de noche. Se produce un silencio repentino, desconcertante, hasta que Doreen gruñe desde el otro lado de la puerta:

–Gracias.

Evelyn se acurruca de lado, los nudillos en la boca, mordiéndolos, mientras los pasos de Doreen se alejan.

Estaba teniendo otra vez el mismo sueño.

Se queda un momento tumbada, luego aparta el puño, se sienta y abre las cortinas. Una tenue luz se refleja en la esfera de su despertador. Las realidades inmutables de la mañana imponen su presencia. Son las ocho. Es domingo, el cumpleaños de su madre, y tiene que estar en Oxfordshire para el almuerzo.

«Maldita sea.»

En el cuarto de baño, las tuberías traquetean y crujen. Se levanta de la cama, apoya la planta de los pies desnudos en el suelo frío y mientras Doreen tararea y salpica en la habitación contigua, ella se viste a media luz, selecciona la blusa menos gastada, la falda de sarga más larga, se pone las medias y los zapatos y se ajusta la chaquetilla.

Para cuando termina de vestirse la luz es más intensa; con todo, evita su reflejo en el espejo de la pared.

Fuera, en el trocito de césped descuidado que hace las veces de jardín, abre la puerta del aseo húmedo y se agacha, mea tiritando, tira de la cadena y sale. Tiene un paquete de Gold Flakes arrugado en el bolsillo de la chaquetilla y tose al encenderse uno. Levanta la vista hacia los árboles, a las ramas invernales negras y mojadas, que dibujan una celosía en el cielo. Mientras está allí parada, una hoja cansada se desprende y cae girando al sendero. Tras un par de caladas, Evelyn tira el pitillo junto a la hoja y aplasta ambos con el pie, hundiéndolos en la tierra.

 

 

En la cocina, hierve agua para el café, luego se sirve los toscos posos directamente en la taza, se la lleva a la mesa y enciende otro cigarrillo.

–Buenos días.

La cabeza sonriente de Doreen asoma por la puerta.

–Buenos días.

Se echa dos cucharadas colmadas de azúcar al café y remueve.

–¿Qué tal?

–De primera, guapa. –Evelyn saluda–. De primera.

–¿Desayunas?

Doreen desaparece en la despensa a ver qué encuentra.

–Uf, no.

Se sienta.

–¿Vas al campo?

–Tengo que estar en Paddington a las diez.

Doreen vuelve con pan y mantequilla.

–Pues espabila.

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