Despertar

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–¿Dónde estamos?

Ella mira hacia fuera. Hace rato que no pasan por ninguna estación.

–Ni idea. –El aliento comienza a formar una nube delante de su cara–. ¿Has dormido bien?

–Sí, gracias.

–Pues muy bien jugado. –Evelyn no logra reprimirse.

–¿El qué? –Sus miradas se encuentran.

–Presentarte tarde.

Él se ríe.

–Pero si no he llegado tan tarde, ¿no? Al final no tanto.

–De todos modos, ¿dónde estabas?

–¿Cuándo?

–Esta mañana. Se suponía que habíamos quedado a las diez, ¿te acuerdas? ¿En la estación de Paddington? ¿Debajo del reloj?

Ed bosteza.

–Perdona, Eves. Anoche salí.

–¿Adónde?

–Por ahí.

Evelyn piensa en lo que hizo anoche. Regresó a un piso vacío tras dar un paseo, leyó hasta que se apagó la chimenea y se acostó. Su hermano nunca la ha invitado a salir de noche. Solo puede imaginarse adónde va. Analiza su silueta en la oscuridad creciente. Sus trazos gráciles. Durante años estuvieron muy unidos. Ahora apenas hablan. Se pregunta qué pasa bajo la superficie. Ni siquiera la guerra parece haberle dejado cicatriz; apenas pareció afectarle, su rostro y su cuerpo están inmaculados, su encanto, como mucho, ha aumentado.

Ed se gira, la pilla mirando y sonríe, saca la pitillera y le ofrece un cigarrillo.

–Es curioso.

–¿El qué? ¿Anoche?

–No. Bueno… –Rebusca en el bolsillo y saca un mechero–. En parte sí, pero no me refería a eso. Hablaba de hoy.

–¿De veras? ¿Y qué te ha parecido curioso?

A ella no se le ocurre nada que despertara su curiosidad.

–Me he acordado de una cosa cuando he salido a fumar al jardín.

–¿De qué?

Se enciende una llama que le demacra la cara. Evelyn se inclina para encender el cigarrillo.

–De la casita de verano. De la isla. ¿Te acuerdas de la noche que te escondiste allí?

–De hecho fueron dos noches.

–Se siente un poco orgullosa.

–Eso. –Ed se ríe–. Ya me acuerdo. En casa estaban fuera de sí.

–Tenía solo once años. No podía estar en muchos sitios.

–Pues yo siempre supe dónde estabas.

–¿Ah, sí?

–Sí.

–Bueno, ¿y por qué no aparecisteis antes?

–Me pareció que preferías estar sola.

Evelyn se ajusta el abrigo.

–Seguro que sí.

Por entonces no le importaba estar sola. Siempre hacía esas cosas.

–¿Eves?

–¿Qué?

Ed se estira.

–¿Estás bien, cosita?

–Sí. ¿Por qué? ¿No debería?

–Es que me has parecido algo…

–¿Qué?

–No lo sé. Un tanto apagada durante el almuerzo.

–¿Apagada? –Evelyn tuerce el gesto–. Qué generoso por tu parte. Tú parecías un muerto viviente.

–No te digo que no. –Levanta ambas manos. Sigue un silencio–. Venga, Eves –añade en voz queda–. ¿Cuánto tiempo puedes seguir así?

–¿Así? ¿A qué te refieres?

Alguien pasa por el pasillo.

¿Amargada? ¿Soy una amargada?

Dímelo. Por favor. Te haré caso.

Ed se inclina hacia delante y ella le ve los ojos en la luz decreciente, el halo de humo azul que le envuelve la cabeza.

–Es solo que… Bueno, ser feliz no es un crimen, ¿sabes?

Evelyn silba.

–¡No! Qué gracia. Qué cosa tan fácil de decir.

–Lo siento. –Vuelve a recostarse en el asiento–. Perdona, Eves. Tienes razón.

Ella se gira, hacia la oscuridad cada vez más densa del exterior.

Fácil.

Para ti es fácil decirlo.

Para ti todo es la mar de fácil.

 

* * *

 

–¿Di?

–¿Hum?

–¿Estás despierta?

En la salita de Di no hay chimenea y a Hettie se le ha enfriado la nariz.

–¿Qué hora es? –Di bosteza, con la voz soñolienta.

–No lo sé. Pero está oscureciendo.

Di se gira de espaldas y Hettie tiene que moverse. De todos modos se le ha dormido el brazo derecho. Lo deja colgando por el lado de la cama y la sangre vuelve a circular entre cosquillas y pequeños dolores.

–Tengo que irme. Si llego tarde mi madre me matará.

El aliento de ambas dibuja suaves nubes sobre sus cabezas.

–Podrías quedarte.

Hettie vuelve a cobijar el brazo bajo la manta. Es tentador. Vistas sus opciones, debería quedarse. Debería quedarse en el piso de Di encima de la tienda de muebles, donde no hay madre que te repase de arriba abajo ni olisquee restos de la noche anterior en tu ropa.

–No puedo. Le dije que iría a cenar.

Pero no se mueve. Todavía no. Debajo de la manta se está a gusto, en el calor que huele a su cuerpo.

–Menuda noche.

Di se despereza y Hettie la oye sonreír.

Se quedaron horas, y cuando se marcharon ya era por la mañana: las palomas las miraban sorprendidas, los hombres con mono de trabajo salpicaban las calles. Humphrey le dio a Di dinero para un taxi con el que recorrieron calles semidesiertas sobre las que justo comenzaba a salir el sol rosado del invierno.

Silencio, luego:

–Humphrey quiere que me vaya con él –dice Di.

–¿Qué? –Hettie se gira para estar tumbadas cara a cara–. ¿Cuándo?

–La semana que viene. A un hotel.

Está demasiado oscuro para ver la expresión de Di, pero Hettie nota una sensación de frío que se adueña de su estómago.

–¿Y vas a ir? –susurra.

–Sí. Creo que sí.

El corazón de Hettie late con fuerza en el espacio entre las dos. Han hablado de este tema infinitamente. De lo que significaría estar por fin con un hombre. No con los chicos con los que se criaron ni con los chicos con los que trabajan en el Palais, que andan siempre tratando de llevarlas detrás del escenario para fumar un cigarrillo y algo más. No con la mayoría de los hombres que las contratan, con sus trajes raídos, apretándose siempre un poco de más. Sino con un hombre de verdad. Con alguien que te gustara. Conocen a dos chicas que ya lo han hecho: una con un soldado durante la guerra, que tuvo que entregar al niño, y la otra, Lucy, del Palais, que lo hizo con un tipo de Ealing por cinco libras, la entrada para un abrigo de piel de foca.

Está aquí. El futuro ha llegado para Di.

–Pero ¿y si…? Eso… ¿Y si pringas?

–No pringaré –responde Di a la ligera–. Sé lo que hay que hacer.

Hettie cierra los ojos. Ve una habitación de hotel a oscuras, una cama. Una chica y un hombre. Pero no son Di y Humphrey.

«Llevo dos minutos observándote.»

La recorre un dolor agudo. Tan fuerte que se asusta.

–¿Y tú? –pregunta Di–. ¿Te ha gustado Gus?

Hettie abre los ojos, exhala a oscuras. Al final bailó con Gus varias horas, pero ahora apenas consigue resucitarlo: sus diferentes partes le resultan indistintas, su forma, demasiado borrosa.

–Es… –Busca la palabra–. Majo.

–Le has gustado. Se notaba.

–Hum.

Se produce un silencio.

–Será mejor que me vaya.

Hettie sale a regañadientes de la cama.

Ha dormido vestida porque cuando regresaron la habitación estaba helada, así que solo tiene que meter los pies en los zapatos y ponerse el sombrero y el abrigo.

–Hasta mañana.

Se abrazan brevemente, el cuerpo de Di es cálido y pesado, está volviendo a dormirse.

Hettie se encamina a la puerta, donde el vestido de Di está tirado de cualquier modo sobre el respaldo de una silla. Lo toca, levanta un trozo de tela negra y diáfana y palpa el delicioso crujido de las lentejuelas entre los dedos. A su espalda, Di se revuelve en la cama.

–Adiós –se despide Hettie, apartando la mano.

Fuera, se ajusta la bufanda y pasa junto al escaparate de la tienda de muebles, misterioso a la luz del crepúsculo, con sus camas y cómodas y sillas ordenadas en pequeños grupos cerrados, como si no necesitaran humanos interfiriendo en los oscuros asuntos que las ocupan. Al final de la calle gira a la izquierda por Goldhawk Road, donde el hedor a pescado y el olor metálico de la carne y el delicado y dulzón aroma de las verduras en descomposición todavía flota por encima de los puestos cerrados. Luego, apresurándose, ve a gente sentándose a cenar y las lámparas de las casas van derramando luz a medida que las cortinas se cierran contra la noche que se acerca. Todo está en su justo lugar, todo con ese espíritu de Hammersmith tan ordenado y sofocante que a veces, en sus pensamientos más lúgubres, la empuja a desear que los zepelines hubieran arrojado sus bombas aquí en lugar de pasar de largo hacia la ciudad.

Eso es porque no encaja. Hasta que le alcanza la memoria siempre ha sentido estas ansias de algo más. Algo que creyó que se contentaría con el trabajo que tenía en Woolworths y descubrió que no, daba igual que estuviera bien pagado o lo elegante que fuera el uniforme. Que pensó que se contentaría con el Palais, pero en cambio tiene la impresión de no hacer más que dar vueltas en círculo alrededor de la pista. Di también tiene el mismo deseo, Hettie está convencida. Pero Di lo ha transformado en gestos de la cabeza y caídas de ojos que le atraen hombres y dinero y medios para escapar. Hettie carece de esas habilidades, no sabe adular ni coquetear, ni siquiera sabe si quiere, así que el ansia, cruda y harapienta, permanece dentro de ella.

La asalta el olor a carne hervida en cuanto abre la puerta delantera y se mira en el espejo del recibidor mientras reza en silencio para que su cara no delate las aventuras de la noche anterior.

–¿Het? ¿Eres tú?

La voz quejumbrosa de su madre llega desde la cocina.

–Sí.

Se quita el sombrero y entra en el estrecho corredor que da a la cocina. Su madre está junto a los fogones. Su hermano Fred, en mangas de camisa, apoya los codos en la mesa y las ventanas están empañadas de cocinar y el calor y el denso aroma de la carne lo dominan todo. Fred levanta la cabeza, la recibe con su habitual mirada vacía de ojos vidriosos.

–Hola, mamá. Fred.

Su madre la repasa de arriba abajo. Fred murmura un hola.

–Llegas tarde.

–¿Sí?

–Nos preguntábamos dónde andarías.

–Estaba en casa de Di. –Levanta un pie, se roza con él la otra pantorrilla–. Te lo dije, ¿no te acuerdas?

–Pues te has tomado tu tiempo para volver. Pensábamos que te había pasado algo. ¿Verdad, Fred?

Hettie lanza una mirada a su hermano, que no tiene pinta de estar preguntándose gran cosa.

–¿Por qué no has vuelto antes? No me gusta que cruces el mercado de noche.

Es mejor no decir nada.

–Bueno, quítate el abrigo y lleva esto a la mesa.

Hace lo que le mandan, coge dos platos y coloca uno delante de su hermano.

–Gracias –dice Fred, flojito.

«Gracias», hasta ahí llega. «Por favor» y «gracias» y a veces, si tienes suerte y le planteas una pregunta directa, «sí» o «no». Cualquier otra cosa supone demasiado esfuerzo. Desde que regresó de Francia. Aunque por la noche no se calla. Grita y chilla nombres de hombres en sueños. Le oye a través de la pared.

–A ver –dice su madre, tomando asiento–. ¿Damos gracias, pues?

Hettie apoya la barbilla en las manos juntas.

Es lo que solía decir su padre. «¿Damos gracias, pues?»

Era irlandés y amable y a veces los miraba con asombro, como si le sorprendiera haber acabado ahí, con una mujer y unos hijos ingleses, compartiendo la vida con desconocidos que se fingían su familia.

Hettie cierra los ojos y por un instante fugaz vuelve al club, como si lo proyectaran en el dorso de sus párpados: el cantante negro, el frenesí de los músicos, la manera en que todos bailaban como si nada importara.

–Por lo que vamos a recibir…

«Entonces ¿has venido a bailar?»

– … te damos gracias, Señor –musitan Hettie y su hermano.

Hettie abre los ojos. En el plato que tiene delante hay un trozo de cordero junto a un montón de puré veteado, todo rodeado por un charco de espesa salsa de carne. Su madre prepara la salsa la noche del domingo con los huesos del cordero y para la siguiente cena dominical, después de toda una semana, la salsa se parece a lo que es: pegamento.

La madre de Hettie coge cuchillo y tenedor y se hace el silencio; un silencio grumoso de domingo, roto solo por el chirrido del cuchillo y el tenedor contra el plato.

–He visto a Alice en misa. La chica con la que trabajabas en Woolworths.

Hettie pincha la comida.

«Llevo dos minutos observándote.»

–¿Hettie?

–¿Qué?

Levanta la vista. Su madre la está mirando fijamente.

–¿Alice? La que se le murió la hermana de gripe, al mismo tiempo que papá.

Hettie ve a su padre acostado en la cama. Un día estaba bien y al siguiente había muerto, con la piel brillante y morada; un florecer horrible, del color de los heliotropos del jardín de atrás. Le añora. Compensaba a su madre.

–Me acuerdo –dice en voz baja.

–Se ha casado. Está embarazada.

–Ah. –Sabe lo que sigue.

–Dice que el trabajo va a más.

Su madre nunca le ha perdonado que dejara el departamento del hogar de Woolworths, donde estuvo trabajando desde los catorce años, y aceptara el trabajo en el Palais. Es como si se hubiera comprado un boleto para el siguiente tren al infierno. Sin paradas, sin trasbordos. Directo. A su madre no la alegró ni interesó ni enorgulleció que Hettie le contara cuántas candidatas se habían presentado al puesto. Quinientas para ochenta plazas, cribadas a lo largo de un día. Su madre se limitó a decir: «Ninguna chica decente se dejaría ver en semejante lugar».

–Ya tengo trabajo, mamá, gracias.

Su madre suelta un gruñido.

Hettie pincha la carne con el tenedor.

–¿Qué tal Di?

–Bien. –Hettie suspira–. Di está bien.

Una conversación ensayada:

«Pero ¿por qué tiene que vivir sola?»

«No vive sola, mamá. La casera vive en la habitación contigua.»

«Aun así. Ahí pasa algo. No está bien, ¿no? Podría pasarle cualquier cosa.»

No sirve de nada que precisamente esa sea la cuestión; y si Hettie se saliera con la suya, ella también estaría viviendo allí.

Los mira: su madre, pelo fino recogido en un moño, vestida con una bata que Hettie detesta porque la hace parecer lo que es, una asistenta que sale cada mañana a limpiar las casas de otras mujeres. La cocina pequeña y ordenada. Y Fred, masticando, con la mirada vidriosa, tan pálido que casi se transparenta la pared de detrás.

Tiene que entregar medio sueldo por esto. Quince chelines a la semana por esto. En la mesa los lunes por la noche. Todas las semanas desde que su hermano regresó inútil y su padre murió y los dejó en la estacada. Podría compartir piso con Di por menos. Y le sobraría algo para ropa.

«No serás una anarquista de esas, ¿no?»

No son de verdad, piensa. Ninguno de ellos. Ni su madre ni su hermano. Ni tampoco la cocina. Nada de todo esto es real.

«Yo también quiero volar cosas.»

Hettie imagina una explosión, enorme, la casa hecha trizas, la calle en llamas, el ancho cielo y las estrellas en lo alto, y salir a la inmensidad con cenizas revoloteándole en el pelo.

–¿Qué? –dice su madre.

–¿Qué? –dice Hettie.

–Estás sonriendo.

–¿Sí?

La expresión de su madre se turba.

–¿Qué te hace tanta gracia?

–Nada –dice Hettie, negando con la cabeza.

Luego mira al plato y se lleva un bocado de cordero a la boca.

 

 

DÍA DOS

Lunes, 8 de noviembre de 1920

 

 

 

En Saint-Pol-sur-Ternoise, justo pasada la medianoche, el general de brigada Wyatt se baja de un coche militar. Es el director de la Comisión de la Commonwealth para las Tumbas de Guerra, el hombre encargado de organizar el sepelio del muerto del ejército británico. Junto a él está su ayudante, el coronel Gell. Ambos caminan hacia dos soldados de guardia frente al barracón prefabricado.

–Están listos, mi general.

–¿Han salido las misiones de selección?

–Sí, mi general, ya han salido.

–¿Se han escalonado las llegadas según las órdenes?

–Sí, mi general.

–Muy bien.

Wyatt pasa junto al hombre y cruza la puerta de metal corrugado. Tras una pequeña lámpara de parafina, apenas visibles en la penumbra, hay cuatro camillas. Wyatt se detiene, escucha cómo el viento arrecia y se cuela silbando por los costados del barracón. A su izquierda, abierto y vacío, con la tapa en el suelo, está el cascarón de un sencillo ataúd de madera. Las camillas de delante contienen cuatro formas, cada una de ellas cubierta por una bandera británica.

Son fardos pequeñísimos. No pueden ser cadáveres. Son solo retazos de cosas, parecen poco más que jirones.

Por un segundo tiene la impresión de que se ha cometido un error garrafal.

Pero luego sacude la cabeza. Pues claro que no son cadáveres. Llevaban demasiado tiempo enterrados para serlo.

Piensa en la razón que lo ha llevado hasta allí, apenas tres semanas después de que el Gabinete decidiera dar luz verde: de la lluvia de telegramas, de las reuniones breves y apresuradas del comité de selección de emergencia; cuánto costó convencer a un rey reacio de que podría ser una buena idea.

Wyatt confía en que lo sea. De verdad confía en que hayan juzgado correctamente al país y que dentro de cuatro días todos piensen que, al fin y al cabo, valía la pena.

Fuera, uno de los soldados tose.

Wyatt echa un vistazo a los ataúdes para grabar ese momento en su memoria. Luego cierra los ojos y, muy brevemente, alarga la mano y toca una de las camillas. Llama a la pared del barracón y entra el coronel. Sin hablar, Wyatt señala la camilla que ha tocado. Entre los dos levantan el fardo, todavía envuelto en un saco atado con cordel por los extremos, y lo depositan en el ataúd vacío. Colocan la tapa y la cubren con la bandera raída. Después se van, vuelven a subir al veculo del regimiento, que petardea una, dos veces, en mitad de la noche y se alejan.

 

 

De madrugada, mientras el cielo todavía está oscuro, otros dos hombres se aproximan al barracón. Se saludan y los guardias se hacen a un lado.

Los hombres ven el ataúd cerrado con la bandera raída encima. Se detienen un momento y luego se dirigen a las otras camillas, a las tres que no han sido elegidas. Levantan la primera y la cargan en la ambulancia. Después entran a por la segunda camilla. Luego a por la tercera.

Un capellán, recién despertado, con el sobretodo verde del ejército echado encima de cualquier modo, se suma a los hombres delante de la ambulancia. Conducen hacia el sur por la carretera de Albert. Cuando llevan unos veinte minutos de trayecto paran. Un proyectil ha abierto un boquete enorme en la cuneta. Han pasado por ahí de día y han marcado el lugar.

Encienden un farol y lo dejan en el suelo, donde la llama ilumina un agujero de tamaño medio, de unos cuatro metros y medio de ancho. Un viento afilado les corta la cara. Están ansiosos por regresar a cubierto, a la cama. Deslizan el primer saco al agujero. Apenas hace ruido al caer. Cuando todos los sacos están en el boquete, el capellán se apea del vehículo. Se sitúa al borde del hoyo con la Biblia encuadernada en cuero en la mano. La silueta de los sacos apenas se distingue al fondo del agujero. De pie junto al hoyo, con el viento agitándole el pelo contra la frente, reza una oración corta. Cuando ha terminado, los soldados cogen las palas y cubren los cadáveres con tierra sin muchos miramientos. Luego los tres vuelven a subir a la ambulancia y se van.

 

* * *

 

Ada se levanta y se viste apresuradamente, se acerca a la ventana y descorre las cortinas. Abajo la calle está en calma, el cielo reluce. Es temprano, y aunque Jack ya ha salido, los últimos hombres todavía van camino del trabajo. La luz matinal inunda la habitación, encuentra objetos conocidos que iluminar y expulsa las sombras de la noche anterior.

Ada casi no ha dormido. Ayer, Jack y ella se pasaron toda la tarde persiguiéndose en círculos, y a ella le parecía que el chico seguía allí, en la habitación, entre ellos y su hijo Michael, cuyo nombre, pronunciado por primera vez en tres años, resonaba en las paredes.

Pero estar bajo esta luz tan normal tiene un efecto especial.

Quizá entendió mal al chico. Quizá simplemente oyó lo que quería oír. No sería la primera vez.

Con independencia de la explicación, por el modo en que se marchó, no es probable que el chico regrese.

Ada se vuelve hacia el tocador, donde hay una fotografía de Jack y ella que se tomó hoy hace veinticinco años. Los dos miran fijamente a la cámara y se ríen. Ada coge la foto, se la acerca. Se le ocurrió a ella. Todavía en las nubes, justo después de la ceremonia, lo arrastró al estudio de High Road, donde un joven atolondrado los acompañó a la trastienda y sostuvo objetos en alto para que los mirasen: un osito de peluche, un plumero, una bocina de bicicleta. Cuando la hizo sonar se les escapó la risa, al tiempo que la cámara emitía un fogonazo.

Se les ve muy jóvenes. Ada limpia por encima el tocador con la manga y devuelve la foto a su lugar. Recuerda cómo se sintió al recorrer esta calle por primera vez, camino del hogar común: el futuro ante ellos, a la espera de que lo pisaran, soleado, amplio.

Veinticinco años de matrimonio. De aprender a convivir. De aprender a quererlos. De aprender a enterrar las cosas a las que no osan enfrentarse.

Es lunes y, por tanto, como todos los lunes, deshace la cama. Pero hoy, antes de retirar las sábanas, se detiene, presa otra vez de los recuerdos. Solían pasar aquí mañanas enteras, los domingos, cuando deberían estar en la iglesia, con los dedos de él enredados en su pelo, rodeándose uno al otro con las piernas, hablando en susurros. Ada dio a luz en esta cama, con una comadrona de la calle de al lado. Qué impresión. El júbilo asombrado y desgañitado de su hijo.

Se gira, se ve en el espejo. La luz lateral de la ventana no la favorece. ¿Qué piensa su marido ahora cuando la mira? Ada se lleva las manos a la cara, estirándola para que la piel flácida de la barbilla se tense, brevemente, antes de dejarla caer de nuevo.

¿Qué le pasa hoy? Es el aniversario, que la hace recordar, le impide trabajar. Recoge en un fardo la ropa sucia y vuelve abajo, llena los cubos en la bomba del patio, echa las sábanas a hervir en el caldero. Prepara el almidón, primero lo mezcla con agua fría, luego con agua caliente, después aclara las sábanas y las escurre en el rodillo. Es un trabajo pesado y, mientras gira la manivela, la asalta un nuevo recuerdo: su hijo de pequeño, de pie junto a ella, ayudándola, aguantando las sábanas lo más recto posible mientras ella giraba el rodillo, alimentándolo con algodón empapado.

Michael.

El recuerdo le corta la respiración.

Al poco, se fuerza a respirar otra vez, aparta el recuerdo.

 

* * *

 

Esta mañana la cola es muy larga. Evelyn la ve al pasar junto a la entrada del metro, la cola da la vuelta a la esquina y llega hasta media calle. Tiene que cruzar la cola para entrar por la puerta trasera del despacho, de modo que se cala el sombrero y se sube el cuello del abrigo.

–Disculpe.

Un hombre rubio le deja paso y ella se cuela encogiendo los hombros. La alivia llegar a la puerta del despacho, a veces algunos de los visitantes asiduos la ven y no le gusta que la reconozcan en la calle. Se quita el sombrero y el abrigo y los cuelga en el recibidor, luego cruza por la cocina, pequeña y atiborrada. Pese a que el día es frío, abre la ventana mugrienta que da al patio trasero. Por un momento, con ese silencio, piensa que ha sido la primera en llegar, hasta que oye abrirse la puerta del despacho y a Robin acercarse por el pasillo.

–Buenos días.

Se gira y ve a Robin de pie en el umbral, con su amplia figura revestida por una chaqueta y unos pantalones de tweed, sonriendo, como si supiera algo bueno sobre lo que va a deparar el día.

Irritante. De inmediato.

–Buenos días.

Evelyn habla en el tono más neutro que puede. No tiene sentido esforzarse demasiado. Robin todavía es nuevo, solo lleva una semana. Ha habido muchos Robin. Vienen durante un mes o dos; a veces, los más tenaces aguantan incluso seis, armados con sonrisas y buenas intenciones, y luego, al cabo de otro par de meses, se marchan, derrotados por la monotonía, la miseria y los hombres. Uno de ellos duró solo un día, un hombre menudo de cara colorada que había sido maestro antes de la guerra. Alguien lo hizo llorar. Cuando ya se iba, dio media vuelta en la puerta y le dijo que estaba loca, que era peor que estar en Francia.

Robin coge la tetera abollada y se inclina sobre el fregadero para rellenarla.

–Un día precioso –comenta Robin, asintiendo frente a la ventana abierta en señal de aprobación–. Bonito y seco.

–No sé si tienes tiempo para contemplarlo.

Robin parece sorprendido.

–Supongo que no. –Deja la tetera al otro lado del fregadero–. ¿Cómo te encuentras?

Se le ve tan fresco, tan descansado. Tan amistoso. Casi parece que le interese la respuesta.

–Bien –contesta Evelyn–. Perfectamente.

Lo deja de pie junto a la ventana, coge su cartera y se dirige al pequeño despacho desde cuyo interior vislumbra las siluetas encorvadas de los hombres que esperan fuera. Los primeros de la fila están tirados en el suelo, probablemente dormidos; llevarán horas allí. Cuando Evelyn enciende la luz los que están sentados en el suelo se ponen en pie entre empujones y codazos generalizados. Oye las palabrotas amortiguadas por el cristal.

Al tiempo que Robin entra en el despacho a sus espaldas, Evelyn comprueba que tiene todo lo necesario para el trabajo de esa mañana: lápices afilados, suficientes formularios de los diversos colores que debe rellenar con cada caso, cada comentario, cada queja. Rosas para los oficiales, verdes para los demás rangos. Luego se mira el reloj. Las nueve menos tres minutos. Saca el manojo de llaves del cajón superior del escritorio y se dirige a la puerta.

–Es pronto –dice Robin.

–Sí. –Se gira hacia él–. ¿Estás listo?

Robin conduce su alta figura alrededor de la mesa y, una vez sentado, le dirige un saludo marcial.

–Será mejor que lo esté.

Ella pone los ojos en blanco y abre la puerta.

Del fondo llega una oleada de gente y algunos de los hombres adormilados de delante trastabillan antes de conseguir recuperar el equilibrio. Evelyn sale al aire gélido de la mañana.

–Los que molesten tendrán que irse o ponerse al final de la cola. ¿Comprendido?

Se oye un murmullo de descontento hacia el final de la cola.

–¿Comprendido?

El murmullo amaina. Un puñado de dóciles «Sí, señorita» vuelan en su dirección. Vuelve a la mesa, con la acostumbrada preocupación por ese montón de hombres desaliñados. Pero la compasión es una ciénaga. Mejor no caer en ella. Sobre todo un lunes a las nueve de la mañana. No podría aguantar toda la semana.

Mientras el primer hombre se abre paso hacia la mesa Evelyn le echa un vistazo rápido. Amputado. Por la forma en que se ha enganchado la pernera derecha se diría que le han amputado la extremidad entera hasta la cadera. No lleva pierna ortopédica; probablemente el muñón era demasiado pequeño para encajarla. Se sienta enfrente de Evelyn. Es un juego, Evelyn trata de adivinar el rango del hombre antes de que hable. En este mundo poscaqui, los extremos de la escala son demasiado fáciles de detectar y, en su opinión, permanecen igual de rígidos que siempre, pero el territorio intermedio es distinto, todavía no se ha fijado. Los caballeros temporales son los más peliagudos, aquellos que han sido ascendidos por los servicios prestados en el campo de batalla y que ahora están atrapados entre niveles sociales. «Caballeros temporales», una expresión mezquina; aun así, precisa. Este en concreto, Evelyn lo tiene claro: no es un caballero, ni temporal ni de los otros; por la indumentaria y el porte es soldado raso de cabo a rabo.

Evelyn agacha la cabeza y coge el primer formulario.

 

 

Cuando el cuarto hombre se acerca a la mesa, sabe que le dará problemas sin necesidad de mirarlo dos veces.

–¿Qué? ¿Por fin tiene tiempo para mí? –dice el hombre, sentándose enfrente de Evelyn.

Hay algo en él, cierta confianza, quizá la postura. ¿Un oficial? Su acento es indeterminado. Evelyn alinea el formulario con el borde de la mesa. ¿Rango? Difícil de saber: a este no logra calarlo.

–¿Nombre?

–Reginald Yates.

–¿Rango?

–Alférez.

Evelyn anota «Reginald Yates» al principio de un formulario rosado.

–¿Es su primera visita al Ministerio?

–No –espeta él–. Diría que no.

Tiene un rostro afilado, el pelo castaño rigurosamente peinado hacia atrás y un bigote cuidado. Cuesta calcular su edad. Podría tener veinticinco años, pero también podría tener diez años más. Desprende cierta agitación, impaciencia. Evelyn ya se ha acostumbrado a evaluar el peligro potencial de quien se le acerca; una vez, hace un año, un hombre atacó a una mujer con un cuchillo. Su última colega femenina. La mujer pasó la noche en el hospital y nunca regresó.

–Me dan menos –dice el hombre, sacando un paquete de picadura del bolsillo y liándose un pitillo con gesto experto.

Ella le acerca un cenicero.

–¿Menos dinero?

–Sí.

Se enciende el cigarrillo y expulsa el humo entre los dos.

–Me temo que es algo que a veces ocurre, señor… Yates.

Él la mira a los ojos a través del humo.

–¿Puedo preguntarle qué herida sufrió?

–No, no puede.

Y al decir esto, Evelyn capta que su petulancia ha perdido brillo.

–Muy bien. Como quiera.

«Entonces fue en las nalgas o la ingle; nunca quieren confesar esas heridas.»

El hombre se inclina hacia delante, señalando con el dedo al hablar:

–Le basta con saber que me tocan diecisiete chelines semanales y ahora me dan menos.

Evelyn nota que el acento empieza a delatarle.

–Bueno, estará usted al corriente, señor Yates, de que, en los casos que el departamento califica como heridas de segundo grado, es decir, todas las que no impliquen pérdida de un miembro, la paga se reduce a partir de los tres años. ¿Podría decirme cuándo fue herido?

–En 1917.

Evelyn abre las manos.

–Ahí lo tiene. Lo siento, señor Yates. Siempre puede usted apelar.

El hombre escupe una hebra de tabaco al suelo.

–¿Eso es todo?

–Me temo que sí.

–¿No piensa decirme si van a darme más?

Evelyn suspira. Todavía le sorprende seguir ahí, portavoz de un comité que considera todas las reclamaciones sospechosas y a todos los hombres farsantes, culpables hasta que se demuestre lo contrario, obligados a suplicarle las sobras a un gobierno que hace ya mucho que dejó de preocuparse por ellos.

–Lo siento, señor Yates, pero esta es solo la primera parada. Si quiere presentar una reclamación oficial, puede presentarla aquí y nosotros la derivaremos donde corresponda. Debería pedir cita para una nueva evaluación, que incluirá un examen médico, dentro de un mes.

–¿Un mes? –El hombre se inclina hacia delante, imitando el acento de Evelyn. Cosa que, se fija Evelyn, no se le da nada mal–. ¿Y los subsidios? ¿Cómo puede ser que si no hubiera pasado de soldado raso estaría cobrando más? Un país para héroes, ¿no es eso lo que dicen?

Tiene razón. En cierto sentido, los ex soldados tienen suerte, les han concedido un pequeño subsidio de desempleo. Los oficiales no han recibido el mismo trato; se supone que ellos tienen amigos o recursos. Los caballeros temporales han aterrizado de golpe. El hombre se recuesta en la silla, apuntándola con el cigarrillo como si estuviera decidiendo si disparar o no.

–Puta mujer.

–Sí, bueno. Mucho me temo que las mujeres desempleadas tampoco reciben ningún subsidio.

Él parece capaz de escupirle.

Evelyn lanza una mirada a Robin, pero está enfrascado en una conversación con el pelirrojo que tiene enfrente. Este ha dicho algo que le ha hecho reír.

–Lo siento –dice Evelyn, girándose–, señor Yates. Ahora, si hace el…

–¿Cuántos hijos tiene?

–Eso a usted no le…

–Cinco. Yo tengo cinco. –Tose, se inclina hacia delante y baja la voz–. Usted no tiene ninguno, ¿verdad?

Evelyn no dice nada.

–Solterona, ¿eh? Con los bajos más secos que una pasa.

Cualquier compasión que hubiera sentido se esfumó hace tiempo. Se imagina golpeándole o clavándole el lápiz en la mano.

–Esto le encanta, seguro. Ahí, en su trono.

–Pues claro que me gusta –responde Evelyn, echándose hacia atrás en la silla–. ¿Quiere saber por qué?

–¿Por qué?

Evelyn vuelve a echarse hacia delante.

–Porque soy una sádica.

Él abre la boca, vuelve a cerrarla.

–Zorra –insulta entre dientes, y se levanta arrastrando la silla.

–Exacto, señor Yates. Soy una zorra sádica.

Evelyn alarga una mano y, sin levantar la vista, deposita el papel rosa en el montón para archivarlo.

–¡Siguiente!

 

* * *

 

Anchas franjas de luz matinal rayan la cama de Hettie y rozan las caras de las fotografías de más arriba, clavadas en la pared con orden primoroso: Vernon y Irene Castle en pleno foxtrot; Theda Bara; y, en un fotograma de Lirios rotos, Lilian Gish. A su lado están los Dixies, en una foto recortada del periódico justo antes de que se marcharan de Londres: Billy Jones, Larry Shields, Emile Christian, Tony Spargo y Nick LaRocca, blandiendo la trompeta cual arma letal.

Esta mañana parecen todos contentos, sonríen bajo un sol inesperado.

Oye a Fred en la habitación de al lado, arreglándose para salir. Su madre ya se ha ido a trabajar, mucho antes del amanecer. En cuanto Fred se marche, la casa será suya durante unas horas maravillosas hasta que tenga que salir hacia el Palais, a las doce. Pondrá agua a calentar y se dará un baño. Pero primero quiere seguir tumbada bajo ese sol delicioso y pensar en el hombre de Dalton’s. Ed.

Cierra los ojos e intenta evocarlo. Su olor. Su modo de bailar. Su modo de hablar, como si todo fuera un juego.

«Dos minutos es merodear.»

Nadie le había hablado así.

A su espalda, el ropero de Fred se abre con una sacudida que retumba a través de la pared. Hettie abre los ojos de golpe, derrotada. No puede concentrarse en nada bueno con su hermano hurgando por ahí.

Fred volvió a despertarla anoche. Esta vez fueron solo cuatro gritos y luego debió de despertarse él también, porque después volvió el silencio.

Las perchas repiquetean al sacar la chaqueta. Se viste todas las mañanas y sale, aunque no tiene a donde ir. No tiene trabajo. No trabaja desde que regresó de Francia, en diciembre hará dos años, justo después de morir su padre. Estuvo varias semanas sin salir de casa, sentado en el sillón de su padre, en el salón. Hettie volvía de trabajar en Woolworths y se lo encontraba en la misma posición que al marcharse. A menudo, la penumbra y su manera de sentarse le hacían pensar que era su padre, que había regresado de entre los muertos. Le daba escalofríos. Pero Fred se limitaba a quedarse sentado, hora tras hora, como si el viejo sillón fuera a decirle dónde encontrar empleo.

Fue entonces cuando Hettie tuvo que empezar a entregar la mitad de su sueldo. Y Fred allí, sentado, sin hacer nada de nada.

Antes no era así. No había forma de hacerlo callar. Era un incordio. Ocupaba mucho sitio. Esparcía piezas de la bicicleta por toda la mesa de la cocina y se burlaba de las clases de baile y las postales de películas de Hettie. Fred trabajaba en la fábrica de lámparas de Brook Green con su padre. Los dos solían irse juntos por la mañana en la bici. Como dos gotas de agua. A veces, después del trabajo, Fred iba al pub y regresaba cantando y su madre fingía enfadarse, pero saltaba a la vista que no estaba molesta, porque él siempre había sido su favorito. Tenía una novia que se llamaba Katy, con el pelo tan rubio que parecía casi blanco y que olía a virutas de lápiz porque trabajaba en la papelería que había cerca del metro.

Fred también podía ser simpático. Una vez, cuando iba a regresar de Francia de permiso, coincidía con el cumpleaños de Hettie y le preguntó por carta qué quería de regalo. Ella había pedido ir al teatro y su hermano compró entradas para ver Chu Chin Chow en el Her Majesty. Fue la primera vez que Hettie visitaba el West End y el espectáculo estaba plagado de números musicales, bailes y animales de verdad. En mitad de la representación se produjo un bombardeo y en lugar de refugiarse en la bodega con todo el mundo, ellos salieron a la calle, compartieron un cigarrillo y contemplaron el vuelo de los zepelines a la luz del atardecer, sus vientres hinchados como ballenas gigantes.

«No se lo cuentes a mamá.» Fred le había guiñado un ojo, como si confabularan, y ella se emocionó, se sintió adulta y agradecida.

Hettie oye los pasos de su hermano frente a su puerta, el delicado descenso por las escaleras.

–¿Fred? –le llama.

Fred no responde, y Hettie se levanta de la cama, se acerca a la puerta y abre.

Su hermano está a mitad de las escaleras.

Hettie se asoma a la baranda.

–¿Vas a salir?

Él asiente, encogiéndose, como si lo hubiera pillado haciendo algo vergonzoso.

–¿Adónde vas?

–Pues… –Se encoge de hombros, carraspea, le da vueltas al sombrero–. A la oficina de empleo. A ver qué tal.

–¿A ver si consigues trabajo?

Se produce un silencio horrible, muy largo, en el que las mejillas de Fred se encienden de un rojo que duele. Parece que va a decir algo… pero decide ocuparse en alisar el ala del sombrero.

–Sí –responde por fin–. Eso espero.

Luego se pone el sombrero y prácticamente echa a correr escaleras abajo.

Hettie regresa a su cuarto, cierra y se apoya en la puerta.

Fred no va a la oficina de empleo.

Una vez lo vio, cuando había salido a dar uno de sus paseos. Sencillamente deambulaba por ahí como un viejo. Se ha convertido en uno de esos hombres del Palais, los callados; los que te contratan y luego se arrastran por la pista y cuyos silencios son como la piel fina de las ampollas, cubren cosas que no pueden decir.

Ve el vestido de baile tirado en la cama.

Si Fred trabajara, al menos le quedaría dinero para ropa.

¿Por qué su hermano no puede pasar página?

No es solo él. Son todos. Todos los ex soldados, mendigando en la calle, con carteles colgados del cuello. Todos te recuerdan algo que quieres olvidar. Ya ha durado suficiente. Hettie creció con ello, bajo una especie de ocupación ilegal que le chupaba todo el color y la alegría a la vida.

Manda el vestido a un rincón de una patada.

La guerra acabó, ¿por qué narices no pueden pasar página?

 

* * *

 

–Buenos días, señora H. ¿Qué le pongo?

El delantal del chico del carnicero está rojo de limpiarse los dedos. El olor de hoy es intenso, y golpea a Ada como una pared en cuanto entra.

–¿Qué tienes que esté bien?

–El hígado está espléndido.

El chico presiona con el dedo la carne morada, que rezuma un charquito de sangre a la bandeja plateada de debajo.

–Pues un poco de hígado y media libra de ternera.

–Muy bien.

El chico, silbando, se gira a por el cuchillo.

Ada saca el monedero del bolso. En el mostrador, enfrente de ella, hay un costillar, los huesos blancos asoman por un extremo de la carne veteada. El olor se hace más denso. Ada desvía la mirada a la calle, donde el sol abrasa el suelo. Dos mujeres esperan bajo el toldo de la pescadería, un joven pasa de largo mirando para otro lado.

El joven es delgado y de pelo castaño. Se parece a Michael. Se parece a su hijo.

–¿Señora Hart?

El chico del carnicero le tiende los paquetes de carne por encima del mostrador. Ada no los coge. Sino que sale corriendo a la calle. Al principio no le ve, pero luego atisba su nuca, unos cincuenta metros más adelante, en la otra acera. Camina con brío, balanceando los brazos. Ada lo llama, pero está demasiado lejos y no la oye. Una camioneta se interpone entre los dos y le tapa la vista: «Jabón Sunlight para mamá», una niña de mirada tímida con un pichi azul sostiene una caja con escamas de jabón. Ada esquiva la camioneta. Su hijo sigue allí, caminando por la calle al sol, rumbo al parque.

–¡Michael! –lo llama, apretando el paso, pero se diría que él camina más rápido que antes.

Ada intenta salvar la distancia que los separa, no perderle de vista. Tiene buen aspecto. Eso lo ve, incluso desde atrás. Tiene los dos brazos, las dos piernas, y camina con energía y gracilidad y no agacha la cabeza, y lleva el mismo corte de pelo que la última vez que lo vio; y el sol le roza la punta de las orejas y, lo que sea que le haya pasado, dondequiera que haya estado, lo ha superado y está vivo y sano. Vuelve a llamarlo a gritos.

Hay una pequeña cola frente al ultramarinos, pero Ada se abre paso a través de ella, y nota que las cabezas se giran a mirar. Se le ha acelerado el pulso, está empezando a sudarle la frente, la espalda, y le cuesta respirar, pero la distancia entre ellos se mantiene. Él tiene que intuir que le sigue porque parece que adapte el paso al de Ada, como si estuvieran enzarzados en un juego tortuoso.

Cuando él llega al final de la calle, Ada le ve titubear, parado por fin junto a la ferretería, como si estuviera decidiendo adónde ir y de repente dudara del camino.

Gira a la izquierda.

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