Despertar

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El cortejo pasa de largo, avanza hacia el cenotafio. Ada ve cómo aminora el paso y se detiene.

Se oye un murmullo y se hace el silencio.

Y comienzan a repicar las campanas.

 

* * *

 

Evelyn llega resollando a lo alto de la colina. Descubre, eufórica, que no hay nadie más, no hay nadie sentado en su banco. Es como si el gran imán de la ciudad los hubiera atraído a todos. El aire está tan quieto que, a sus pies, el humo de las chimeneas se eleva en línea recta. Hace un día espléndido.

Oye cómo dan las once. Las campanas de Primrose Hill, de Camden Town y más allá, muchas, muchas campanas repican al unísono pese a la distancia. Cuando llega el silencio, Evelyn prácticamente lo ve, avanzando como una ola colina arriba hasta su banco.

Entonces lo que ella había tomado por silencio se convierte en otra cosa. En algo sorprendente. Es el sonido de una ciudad sin gente. Sin paseos, charlas, corredizas, autobuses, coches, fábricas, oficinas, muelles; pero no es silencio, en la colina no, en absoluto. Evelyn oye el viento, levantando las últimas hojas quebradizas y tenaces, oye los cuervos, llamándose desde los árboles, y luego, a lo lejos, otras llamadas: las llamadas de los animales del zoológico, oye el parloteo de los monos, el rugido sordo de un felino. No se lo esperaba. Le arranca una sonrisa.

Esto también es la ciudad, piensa.

Y ella, sentada en un banco al sol.

Le recuerda a una mañana de verano, la ventana abierta y el calor de la calle. Tumbada al lado de Fraser, escuchando los ruidos de la ciudad. La sensación del sol colándose por la ventana, las plantas de los pies calientes. El olor cálido y cercano del hombre que amaba. Luego se levantó, se desperezó, notó el frío de las baldosas del suelo, se volvió hacia él. ¿Salimos?

El lento dibujarse de su sonrisa.

Te quería, piensa. Te quería, Fraser.

Dentro de dos semanas, piensa, cumpliré treinta años.

Coge aire, capta un tenue olor a tierra, nota el mismo sol, el inesperado regalo del sol –en noviembre– calentándole la piel.

Estoy viva, piensa. Estoy viva. Estoy viva.

 

* * *

 

Junto a ella, en silencio, Hettie nota a Fred, rígido.

Quiere preguntarle qué le parece. Quién habita ese silencio para él. De quiénes son los nombres que grita por la noche.

No puede creer que no haya querido preguntárselo antes.

En la acera de enfrente hay cientos de hombres con el sombrero pegado al pecho y cientos de mujeres, y muchos de ellos, hombres y mujeres, lloran; y si aquí, en Hammersmith, hay cientos, entonces están en todas partes, por toda la ciudad, por todo el país y más allá, allende el mar, en Francia.

¿Y la chica, la chica de la larga melena castaña? ¿Dónde está? ¿De pie en una calle como esta? ¿En un pueblo de alguna parte? ¿Todavía lleva el pelo largo? ¿O ella también se lo ha cortado? Y las otras mujeres, las mayores, las que se vendían una y otra vez. ¿Qué ha sido de ellas?

En cierto modo no le parecen lejanas.

¿Y Ed?

Le cuesta pensar en él. Le araña el corazón.

¿También está en una calle como esta? ¿No muy lejos de aquí? ¿Está con su familia? ¿O sigue donde le dejó, herido y solo?

Espera que no.

A su lado, Fred se mueve. Hettie levanta la vista. Su hermano tiene la expresión más serena, el cuerpo menos rígido. Hettie cuela el brazo por el hueco del codo de Fred. Al principio, él se estremece, pero no se aparta, no la echa de su lado, sencillamente cubre la mano de Hettie con la suya. Y permanecen así, cogidos del brazo. Hettie vuelve a mirar las caras alineadas al otro lado de la calle.

Dan testimonio, todos ellos. Es lo que están haciendo. Por eso están aquí.

 

* * *

 

Conforme se alarga el silencio queda clara una cosa. Él no está. Su hijo no va dentro. Y, sin embargo, no está vacío; pesa y está lleno de dolor: del dolor de los vivos. Pero su hijo no está ahí.

Suena una corneta, el toque de queda, bajito y lejos. Cuando se apaga la nota final, la muchedumbre respira. Permanecen un rato largo donde están, como si no quisieran moverse. Luego, muy suavemente al principio, a lo lejos, comienza a oírse el tráfico, el zumbido de la vida reanudándose, en aumento. Un sonido conocido que, no obstante, suena a afrenta.

Donde están, en primera fila, todavía no se ha movido nadie. Luego la presión aligera, la muchedumbre comienza a disgregarse y la gente del fondo se mueve.

–¿Adónde se dirigen? –pregunta Ada.

–Al cenotafio –dice una joven a su izquierda, con un ramillete de violetas–. A dejar flores por los caídos.

–¿Vamos? –propone Ivy.

Ada se gira. La cola ya es de unas veinte personas de ancho; avanza a pasitos minúsculos. Tardarán horas en llegar al final.

–¿Tú quieres ir? –le pregunta a Ivy.

–Sí.

Titubea.

–¿Te importa si no te acompaño? Quiero ir a otro sitio.

No da más explicaciones, pero Ivy tampoco la presiona, no le pregunta, se limita a señalar las flores que tiene en la mano.

–¿Las dejo en tu nombre?

–Sí, por favor. ¿Estarás bien?

–Sí. –Ivy asiente, le coge las margaritas.

–No les vendría mal un poco de agua.

–Ni a mí. O algo más consistente. –Ivy sonríe–. Cuando vuelva a casa. Pásate luego si quieres.

Ada sonríe.

–Sí. Quizá pase.

Se abrazan brevemente.

–Hala, pues, vete –dice Ivy.

Al principio le cuesta avanzar contra la marea de gente, pero en cuanto se abre paso hasta el fondo de la muchedumbre y consigue un hueco donde respirar, Ada da media vuelta para intentar despedirse de Ivy.

Entonces le ve.

Está a unos veinte pasos, junto a su mujer embarazada y su niñita. Un hombre menudo: con los hombros erguidos contra el mundo, ojos azules y amargados, un bigotito fino que apenas le cubre el labio. Está haciendo cola para visitar el cenotafio. Lleva un ramo de flores azules. Todavía no la ha visto.

Ada da un paso hacia él. Justo entonces él levanta la vista y la ve. Aprieta la mano de su hija. La niñita grita y se suelta. Al principio, por la cara de espanto que pone, Ada cree que dejará a la familia y echará a correr. Pero no. Se queda donde está, tranquiliza la expresión y le sostiene la mirada. Cuando vuelve a acercarse a su hija y coge a su mujer del brazo parece más alto.

Ada no le llama. No se le acerca. Simplemente asiente, como si fuera un viejo conocido, y luego da media vuelta y camina, despacio, sin pausa, en dirección contraria.

 

* * *

 

Cuando termina el funeral, cuando los fieles se dispersan, cuando el rey y la reina y el primer ministro y las madres que han perdido a todos sus hijos y las madres que han perdido a todos sus hijos y a sus maridos también, se han ido, cuando la joven que ha perdido nueve hermanos –muertos o desaparecidos– y ha recibido una invitación especial y las cien enfermeras ciegas y los miembros del Parlamento y los lores que han perdido a un hermano o un hijo se han ido, cuando todos ellos se han ido, se cierra la abadía de Westminster.

Han levantado cuatro vallas de madera y depositado cuatro velas encendidas alrededor de la tumba. Se espera una multitud.

Un muchacho del coro, que ya ha terminado por hoy, se escabulle de la sala donde sus compañeros están cambiándose de ropa. No le dice a nadie adónde va. La puerta de la nave está abierta de par en par. El niño se cuela dentro. No hay nadie en la iglesia inmensa, reverberante. La luz de las velas es la única encendida. En lo alto, el techo se extiende hasta el infinito. El niño se dirige a las vallas de madera con el corazón en un puño. Antes, durante la ceremonia, desde su puesto en el coro, no alcanzaba a ver el ataúd. Quiere verlo.

Se cuela por debajo de las vallas y gatea hasta el borde del agujero. En la tumba, muy abajo, ve el ataúd cubierto por una bandera. Allí la luz de las velas apenas altera el rojo, el blanco y el azul.

Piensa en su hermano; en la última vez que lo vio, de uniforme, en lo alto y apuesto que le pareció. Lo recuerda bien, a pesar de que por entonces era pequeño, recuerda cuánto deseaba ser mayor para poder ir con él a la guerra.

Guerra. Esa palabra tiene algo que le estremece. Es un estremecimiento bueno. De los que indican que algún día, cuando crezca, tendrá su oportunidad.

Entonces las grandes puertas del fondo de la abadía vuelven a abrirse y la pálida luz de noviembre tiñe el suelo. El niño se levanta, pasa gateando por debajo de las vallas y corre de vuelta a la oscuridad. Antes de desaparecer, ve una gran procesión de gente en fila de a dos que avanza hacia él por el suelo de la abadía.

 

* * *

 

Evelyn está de pie frente al espejo, sosteniendo el vestido a la altura de la barbilla y girando con escepticismo. Es rojo oscuro. Hace años que no se lo pone, pero tiene un buen corte. Tendrá que servir.

Detrás de ella, Doreen asoma por la puerta, acalorada del aire de fuera, con los brazos cruzados.

–¿Vas a salir?

–No lo sé. –Evelyn tira el vestido a la cama y se sienta al lado–. Había olvidado lo complicado que es esto.

Doreen se sienta a su lado en la cama, parece divertida.

–¿Puedo preguntarte adónde vas?

Evelyn coge la pitillera.

–A bailar. Se supone.

Doreen arquea una ceja.

–¿Dónde?

–A Hammersmith.

–¿Al Palais?

–Hum.

Se enciende un cigarrillo.

–¿Y con quién? –Doreen sonríe.

Evelyn echa la cabeza hacia atrás.

–Con un hombre.

La sonrisa de Doreen crece.

–Bueno, al menos es un buen principio.

–Del trabajo. Un compañero de trabajo.

–Bueno, bueno. Menuda sorpresa.

–No significa nada –se apresura a aclarar Evelyn.

–Claro, claro. –Doreen sigue sonriendo.

–¿Qué? Para de mirarme así. ¿Qué?

Pero Doreen no para. De modo que Evelyn se pone de pie, coge el vestido y lo sostiene delante.

–¿Qué te parece?

 

* * *

 

Ada se apea del autobús un par de paradas antes de casa y camina por las calles vacías hacia el canal. El sol todavía luce en el cielo y mientras pasea por los escalones cubiertos de líquenes que conducen al camino de sirga se siente más animada. Siempre le ha encantado ese lugar, desde niña, cuando iba con su padre a dar de comer a los patos; le encanta el olor a agua y algas, el verde exuberante que bordea el camino. Gira a la izquierda, nota el sol en la espalda, y luego se hace a un lado mientras espera a que pase una barcaza bajo el puente. El barquero la saluda levantándose la gorra.

–Buenas tardes.

El barco es un golpe de color, está pintado de amarillo, rojo y azul chillón. El aliento del poni, embridado y con anteojeras, huele dulzón en el aire de la tarde.

Ada cruza bajo el puente, ve las torres del gas a lo lejos, medio llenas, con sus entramados grabados en gris contra el cielo. Cerca de los huertos huele a madera quemada. Cuando enfila el sendero que bordea los huertos por detrás, dos torcaces gordas levantan el vuelo. Deja atrás manzanas que ha tirado el viento, zarzas resecas, marrones, huertas vacías y cuidadas.

No tarda en verle. Está de espaldas, arrodillado junto a un caballón, desplantador en mano. Ada se para junto a la cerca, observa cómo se agacha, preocupado por algo de la tierra. Se ha quitado la chaqueta, va en mangas de camisa y se le dibujan cercos de sudor en las axilas. Hay un montoncito de verduras en el suelo, a su lado. A su derecha, arde una pequeña fogata. Ada se inclina a abrir el pestillo y avanza un par de pasos. Él no se gira al oírla, aunque Ada sabe que la ha oído porque se queda quieto. Él se levanta poco a poco, se limpia las manos y se dirige a la mesa, donde deja el desplantador.

–Hola. –Ada habla primero.

–Hola. –Se yergue, se seca la cara con la manga–. ¿Hace mucho que has llegado?

–Ahora mismo.

Él asiente.

–No sueles venir.

–Bueno. –Cruza los brazos a la altura del pecho, cohibida porque viste de luto. Se quita el sombrero, se arregla el peinado sin soltar el sombrero y mirando a los huertos de alrededor–. No se ve mucho movimiento.

Él niega con la cabeza.

–No ha venido nadie en todo el día. Pensé en aprovechar la ocasión. He avanzado mucho. Lo he dejado listo para el invierno.

Ada se fija en los caballones recién arados y cubiertos por una malla sujeta a la tierra mediante estacas. Hay un montón de zarzas y hojas que echará en la fogata. Todo transmite sensación de calma y orden.

–Acaba de brotar otra calabaza. –Jack señala al suelo–. Y creíamos que ya no crecerían más.

La calabaza está rodeada por un montón de verduras pequeñas, cubiertas de barro. Es de un naranja chillón, con rayas amarillas y verdes, y todavía más intenso que la que le llevó el domingo. Jack se acerca al fuego y se arrodilla, se inclina y remueve las brasas hasta que se avivan.

Ada se sitúa enfrente.

–¿Dónde has estado? –pregunta despacio, con la garganta seca–. ¿Has pasado aquí la noche?

Él la mira y asiente.

Ada siente un alivio inmenso.

–¿Dónde has dormido?

–En el cobertizo.

–¿No has pasado frío?

–Me lo quitó el alcohol.

Ada se ríe. El ambiente se relaja un poco. Ada se acerca a las llamas, levanta las manos para calentarse.

–¿Echo más hojas?

Él la mira, sorprendido, y le indica que sí.

Ada se dirige al montón de rastrojos, coge una brazada de hojas rojas, amarillas y marrones y las echa a las llamas, que las lamen hasta que prenden y dan una llamarada breve, bella, antes de retorcerse y chisporrotear. Suben volutas de humo gris por el aire. Ada lo respira.

–Lo siento –dice Jack.

Ella le mira. Él tiene la mirada serena, observa cómo arden las hojas, con la cara arrugada por culpa de las llamas. Tiene las mejillas rojas y los ojos hinchados, como si llevara mucho tiempo contemplando la hoguera.

–No. –Ada niega con la cabeza–. Yo soy quien debería disculparme.

–No estoy seguro. –La mira.

–No te he visto. Todo este tiempo. Miraba para otro lado, buscaba otra cosa, y ya no te veía.

Jack lo piensa. Piensa en ella. Asiente, como reconociendo que es verdad.

–¿Has ido a la ciudad?

–Sí.

–¿Sola?

–Con Ivy.

Jack gruñe. Se sienta sobre los talones, retador.

–¿Y ha merecido la pena?

¿Ha merecido la pena?

Ada no responde de inmediato. Piensa en la multitud. La presión de tanta gente, tan apretujada, el olor; el silencio, extendiéndose, el ruidoso silencio del dolor. En el chico, su esposa y su hija y sus flores azules. En alejarse de él y la sensación que le ha provocado, como si hubiera mantenido el puño apretado durante años y lo abriera y descubriera que no tenía nada dentro.

–Sí. Ha merecido la pena.

Jack asiente.

–Bueno.

Se levanta y se acerca al montón de hojas, y regresa con una brazada que arroja al fuego, donde saltan y crepitan y las llamas retuercen sus tallos finos, que brillan un momento y luego se apagan y la hoguera vuelve a callar. Jack recoge la chaqueta, se la pone. El sol se está poniendo tras la torre de gas a su espalda, la luz vespertina tiñe el cielo de púrpura.

–¿ Jack?

–¿Sí?

Entonces Ada se acerca y él levanta los brazos para recibirla. Ella hunde la cabeza en él, apoya la oreja en su pecho. Le oye el corazón. Respira con él. Huele a humo de leña, a todo el día trabajando, a él.

 

* * *

 

A la salida de la estación, Evelyn para a una pareja joven:

–Perdón. ¿Tenéis idea de dónde está el Palais?

La chica, con un abrigo de lana y un elegante casquete, se la queda mirando como si no estuviera bien de la cabeza.

–Aquí al lado. Nosotros también vamos.

Al salir se encuentran una cola de unos quince metros que empieza en un edificio con aspecto de cochera para los tranvías.

–Gracias –dice Evelyn. Santo Dios.

No quiere esperar con ellos, sola no, no al final de la cola, para que se apiaden de ella e intenten darle conversación.

–Tengo… Voy a comprar tabaco.

Se mete en el pequeño quiosco de junto a la estación y compra un paquete de Gold Flakes, luego da la vuelta a la esquina y se enciende uno.

¿Qué narices está haciendo aquí? Se asoma a la esquina. La pareja joven ha desaparecido. No para de salir gente de la estación para sumarse a la cola, que ha crecido, y se acerca a ella, pero como mínimo parece que avanza deprisa y que no rechazan a nadie en la entrada. Se acaba el cigarrillo y lo aplasta con el tacón, y luego, prácticamente como si en realidad no lo hiciera, da unos pasos y se pone a la cola.

Son jóvenes, la mayoría son espantosamente jóvenes.

Se toquetea el cuello, consciente del vestido rojo que lleva debajo del abrigo. Ojalá no lo llevara, ojalá no se lo hubiera puesto nunca. Se ha adelgazado demasiado y no le sienta bien. El color no le va: rojo. ¿A quién se le ocurre vestir de rojo? Y llamará la atención. Lo sabe con una claridad deprimente.

Quiere irse a casa.

¿Llega temprano o tarde? No lo sabe. ¿Robin la estará esperando dentro? Fuera no le ve. ¿La verá él primero? ¿O tendrá que esperarle, buscarle entre la gente? ¿Cómo se hacen estas cosas? Deberían haber quedado en un sitio concreto. De pronto, ni siquiera está segura de recordar qué aspecto tiene Robin, y todos los de la cola, tan animada y parlanchina, son jovencísimos, y por eso, precisamente por eso, no sale; porque estos sitios son para la juventud, para los que todavía tienen que aprender que el placer no es un derecho.

 

* * *

 

Hettie oye el parloteo de la muchedumbre que se ha congregado fuera mientras desfila hacia el Corral y ocupa su puesto al tiempo que Grayson acecha por la cola.

La noche es rara. Algo bulle en el ambiente. Lo nota en todo el mundo: en los chicos, sentados enfrente; en Grayson, que escudriña a un lado y a otro; en el entusiasmo apenas contenido de las chicas.

El Palais luce como nunca. Las limpiadoras han pulido el suelo hasta sacarle brillo, los cristales están relucientes y han quitado el polvo de las lámparas chinas. Las puertas de detrás del escenario están abiertas, entran los músicos. Una oleada sonora recorre el Corral cuando cogen los instrumentos y comienzan a calentar. Hettie, Di y las demás se sientan un poco más erguidas que de costumbre.

El trompetista toca un solo, una pequeña escala, que termina en un trino. La orquesta transmite confianza, tiene la noche arrogante. Con todo, Hettie no está segura de que le apetezca escuchar jazz. Preferiría una música acorde con su ánimo, esa melancolía tocada de dulzura que la ha acompañado todo el día. Un estado de ánimo que, de camino al Palais, se parecía a transportar un líquido precioso: algo recién destilado que no quería derramar; que veía reflejado en las caras de la gente con la que se cruzaba, bajo los últimos rayos de un sol inesperado.

Se abren las puertas y la clientela inunda la pista. Una parte de ella retrocede. No quiere que le pisoteen ese ánimo tan delicado, todavía no.

Pero las puertas solo llevan abiertas segundos y la pista ya está llena. Aunque la orquesta todavía no ha comenzado a tocar, hay gente bailando, y se forman pequeños corrillos donde algunos improvisan pequeños rags. Hettie se fija en un hombre alto y rubio, con traje de gala, que está solo. Parece que busca a alguien, escudriña el gentío. Entonces, casi como si supiera que lo observa, el hombre gira la cabeza en su dirección. Cuando Hettie vuelve a mirar, está cruzando la pista hacia el Corral. Nota un codazo en las costillas.

–Ya está, Het –dice Di, a su lado–. Te toca salir.

El hombre avanza directo hacia Hettie. Un leve titubeo interrumpe su avance, un balanceo mínimo, como si tuviera una pierna más larga que la otra.

Pierna ortopédica.

El hombre se para justo delante de ella.

–Hola. –Tiene una expresión franca. Una sonrisa amistosa. Alarga una mano y toca la portezuela de metal con un dedo, como si comprobara su resistencia–. Esto es un tanto primitivo, ¿no? –Sacude un poco la portezuela–. ¿Por qué os encierran? ¿Sois peligrosas?

Hettie esboza un amago de sonrisa. Se sabe todas las bromas, ya las ha escuchado.

–¿Os dejan salir de vez en cuando?

–Seis peniques –dice Hettie, señalando a la taquilla–. Allí.

–Entonces ¿puedo liberarte por seis peniques? Me parece barato.

El hombre da media vuelta, pero entonces, como si acabara de ocurrírsele algo, vuelve a girarse con las manos en los bolsillos y una mirada socarrona.

–Es decir, si te parece bien.

¿Se está riendo de ella? Hettie no lo sabe.

–Por supuesto. Es mi trabajo.

Mientras el hombre se aleja, Hettie vuelve a fijarse en la pequeña pausa, en el titubeo mínimo de su caminar que lo delata. Lo disimula bien; si no supieras cómo buscarlo, no lo notarías.

–No está mal –dice Di, inclinándose hacia ella–. ¿Cómo lo has conseguido?

Hettie se encoge de hombros. No sabe si Di intenta ser amable. Lo está siendo desde que Hettie ha llegado al Palais y se ha limitado a sacudir la cabeza cuando le ha preguntado por la noche anterior. No la ha presionado en ningún sentido cuando Hettie le ha explicado que no ha traído el vestido, que se ha ido un rato a Broadway a disfrutar del silencio.

Ahora Di frunce el ceño, coge a Hettie del brazo.

–¿Seguro que estás bien, Het? Esta noche estás muy callada.

–Estoy bien.

 

 

El rubio ha vuelto en menos de un minuto con el tíquet.

–Aquí tienes. –Se lo entrega–. Me han dicho que te dé esto.

Hettie lo acepta, se lo guarda en el bolso y sale por la portezuela. Se quedan de pie uno frente al otro, él con las manos en los bolsillos, ella con las manos a la espalda. Él no se le acerca. Permanecen así un rato, hasta que Hettie gruñe malhumorada.

–¿Quieres bailar? –le pregunta al final.

–¿Bailar? –Él arquea las cejas–. ¿Es eso? Se te veía tan triste ahí sentada que he pensado que debía liberarte.

Hettie lo atraviesa con la mirada.

–Perdona –se disculpa él, sonriendo–, es broma. –Se saca las manos de los bolsillos–. ¿Qué baile toca?

–Un vals. El primero y el último son un vals.

Detrás del hombre Hettie ve que los músicos han acabado de afinar. Están ajustándose las corbatas, colocando las partituras, sentándose más adelante. El director entra desde bastidores entre vítores y aplausos dispersos.

–El primero y el último –dice el hombre, asintiendo, como si fuera importante recordarlo–. ¿Y durante cuánto tiempo estás libre?

–Solo un baile.

–¿Y luego qué pasa? ¿Te transformas en calabaza? ¿O me convierto yo?

–Luego vuelvo ahí dentro.

Hettie señala al Corral, donde acaban de contratar a Di y quedan solo tres chicas.

–Ah. –Hace una mueca–. Entiendo.

A su alrededor, las parejas ocupan sus puestos en la pista y el barullo va apagándose, dejando paso a otra cosa: un silencio expectante, emocionado.

–Bueno, pues –dice el hombre abriendo los brazos–. Será mejor que me esmere.

Hettie levanta las manos y sus palmas se rozan. Él le rodea la cintura con el brazo derecho.

–Tengo entendido que la orquesta es muy buena.

Hettie se pregunta cómo se las apañará para bailar con esa pierna.

El director levanta la batuta y comienza la música. La orquesta toca un ritmo grave, como una pulsación. No es un vals normal. Es más lento de lo habitual y suena triste, un poco extraño. A su alrededor se oye el frufrú de la ropa y los pasos de las parejas que empiezan a moverse.

Durante dos o tres compases el hombre con el que está no hace nada. Luego, justo cuando Hettie comienza a pensar que se pasará así toda la noche, se la acerca un poco más y la guía, haciéndola girar por la pista. La lleva bien, la coge con firmeza y deja los hombros abiertos y relajados mientras giran por la sala siguiendo el ritmo extrañamente marcado.

La orquesta mantiene largo rato esa pulsación peculiar, hasta que la extrañeza y la indecisión empiezan a parecer naturales, algo vivo, un latido fracturado. Mantienen el ritmo hasta que se levanta un trompetista y se pone a tocar por encima.

 

* * *

 

Dentro, todo es sorprendentemente suntuoso y sorprendentemente chino; hay signos indescifrables pintados en cristales colgantes y estampados de pagodas y cigüeñas por todas las paredes. Debería ser de mal gusto, pero, sorprendentemente, resulta agradable. Evelyn ve el cartel del servicio de señoras y se dirige hacia allí, aunque en realidad no necesita ir al lavabo, pero luego tiene que esperar, en una cola tortuosa, mientras las chicas se arreglan y se acicalan frente al larguísimo espejo. Cuando por fin se vacía un lavabo, se encierra dentro, saca el cepillo del bolso y se peina. Quiere dar media vuelta y largarse. Este sitio no es para ella. No debería haber venido.

Fuera del lavabo, se mira de mala gana en el espejo, se alisa el vestido. ¿Por qué? ¿Por qué se lo ha puesto? Porque no tenía otra cosa, por eso. Pero si se mueve, si baila, se le ahuecará un poco. Está claro. Entonces ¿qué? ¿No debería bailar? Probablemente solo se pondrá en ridículo. No debería haber venido. No debería haber venido.

Entrega el abrigo a la chica del guardarropía y coge el resguardo, luego cruza las puertas dobles que dan a un salón inmenso, atestado de bailarines. Grandes faroles de colores cuelgan del techo, inundando la sala de luz rosa, azul y amarilla. En mitad de la reluciente pista de baile hay una curiosa montaña en miniatura por cuyas laderas corre el agua y, al fondo de la sala, bajo lo que parece imitar un templo chino, toca la orquesta: veinte o treinta músicos vestidos de blanco.

De modo que un salón de baile es así.

Alrededor de la pista hay mesas. Evelyn decide que las recorrerá una vez para ver si Robin está en alguna y, si para cuando haya completado el circuito no lo ha encontrado, entonces dará media vuelta y se marchará.

Pasa junto a un pequeño puesto de bebidas. Se pone a la cola, espera turno y entonces:

–Una ginebra con naranja, por favor –le pide a la chica uniformada de la barra.

La chica pone los ojos en blanco.

–No servimos alcohol.

Señala un cartel que cuelga sobre su cabeza.

NO SE SIRVE ALCOHOL. NORMA DEL LOCAL.

–Bueno –dice Evelyn, levantando una ceja–, pues ¿qué me sugieres?

–Té, o cóctel de verano.

–¿El cóctel de verano no se prepara con ginebra?

La chica se la queda mirando.

–Un cóctel de verano, por favor.

–Dos peniques –dice la chica, llenando la copa de un tanque enorme que tiene a la derecha.

Evelyn se lleva el cóctel a una mesa y lo deja un momento para encenderse un cigarrillo. Está cerca de la orquesta, cerca del director cuando entra al escenario y levanta la batuta y suena la música, y Evelyn comienza a dar la vuelta a la pista tratando de parecer desinteresada, intentando no saltarse ninguna mesa, procurando no parecer que está buscando; pero Robin no está.

Cuando ha recorrido media sala, se le ocurre que tal vez no se presente. Hace días que quedaron. Se habrá olvidado. ¿Solo supone que vendrá, que estará esperándola, por arrogancia? ¿Tiene ganas de verle? Se detiene, se apoya en la baranda y contempla la pista. Habrá cuatrocientas o quinientas parejas bailando y, sin embargo, pese a ello, el movimiento y el roce de los pies es ligero; pese a todo, oye al trompetista tocando un solo mientras la orquesta mantiene un ritmo pulsátil, sostenido, de fondo.

 

* * *

 

Es un bailarín extraordinario. Mientras Hettie gira en sus brazos al ritmo de esta música triste y entrecortada, con su mano en la espalda y su paso seguro y firme siguiendo el compás, tiene la impresión de que se siente, de que siente su piel, su sangre, hasta las partes más pequeñas de su ser. Y las nota cambiadas, recargadas, recolocadas.

No es la misma de antes.

Es Ed. Es como si parte de su vulnerabilidad se le hubiera colado dentro. Es Fred, y esperar con él en silencio bajo el sol. Es pensar en aquellas mujeres en Francia. Es la tristeza del vals.

Pero aunque siente toda esa tristeza, algo la sostiene: es este hombre. Es el modo en que la coge, la distancia constante entre ellos. Una distancia que él no parece querer salvar. El modo en que le da a entender mediante sus movimientos que quiere bailar con ella y que con bailar le basta.

El trompetista calla, la última nota flota en el aire y la música se ralentiza hasta llegar al final.

–Gracias. –El hombre se detiene con delicadeza–. Han sido seis peniques deliciosos.

Hettie quiere volver a bailar con él; quiere decirle que con gusto bailaría toda la noche con él; quiere preguntarle cómo puede bailar tan bien con…

Pero el hombre ha visto algo por encima del hombro de ella. Su expresión ha cambiado y se ha ruborizado. La suelta con una reverencia divertida.

–Perdona.

Todo él está concentrado en algo detrás de ella. Hettie sabe, sin necesidad de mirar, que es una mujer; que es la mujer con la que se ha citado.

Pues claro que ha venido porque ha quedado con alguien. Por supuesto.

Hettie se traga la decepción y se gira a mirar.

Hay una mujer vestida de rojo de pie al borde de la pista. Está apoyada en la baranda, mirando al vacío y fumando. Tiene el pelo ondulado y castaño, cortado a la altura de la barbilla. No es ni demasiado baja ni demasiado alta, y es guapa. No guapa de esa manera de las mujeres que quieren que las miren; esta mujer parece que sería feliz si nadie la mirase. A Hettie le recuerda a alguien, pero no sabe a quién.

La mujer todavía no se ha dado cuenta de que el hombre la mira y por tanto él todavía no está en guardia y su mirada se pasea con libertad. Hettie le observa. Quizá, piensa, la mujer se sienta observada y se vuelva a mirarle.

Se pregunta si la mujer piensa del hombre lo que él, obviamente, piensa de ella. Sabe, sin necesidad de pararse a pensar, sin ni siquiera llegar a formar un pensamiento como es debido, que el hombre ama a esa mujer. Y sabe también que es un buen hombre; que es un buen hombre del que enamorarse.

Hettie se aleja de él, regresa al Corral para no estar en medio cuando la mujer se gire.

La mujer se gira…

NOTA DE LA AUTORA

 

 

Existen diversas versiones sobre el proceso de selección del cadáver del Soldado Desconocido. Para este libro me he basado principalmente en el testimonio contemporáneo del general de brigada Wyatt, citado exhaustivamente en The Story of the British Unknown Warrior, de Michael Gavaghan. En él describe que se recuperaron cuatro cadáveres de las zonas de mayor participación británica en el frente occidental (Somme, Aisne, Arras e Ypres) y que se recuperaron de campos de batalla, no de cementerios, como se ha apuntado a veces. La idea de que el cadáver seleccionado provenía de los campos de alrededores de Arras es mía.

AGRADECIMIENTOS

 

 

Leí mucho durante la investigación y la escritura de Despertar pero consulté varios libros en particular en diversas ocasiones.

Para conocer la sociedad británica tras la Primera Guerra Mundial: The Great Silence, 1918-1920, de Juliet Nicolson, y el maravilloso The Long Weekend, A Social History of Britain, 1918-1939, de Robert Graves.

Para conocer el impacto que causó la guerra en las mujeres de la generación de Evelyn: Ellas solas, de Virginia Nicholson.

Narraciones contemporáneas sobre mujeres de aquella época: Hay novedad en el frente (hijastras de la guerra), de Helen Zenna Smith; The Virago Book of Women and the Great War; Testamento de juventud, de Vera Brittain, y el sorprendente ¡Zona prohibida!, de Mary Borden, las cuales, pese a no haber influido directamente sobre el texto, suponen una lectura esencial para cualquier interesado en las experiencias de las mujeres durante la Primera Guerra Mundial.

Para ahondar en el contexto de los soldados destinados al frente occidental: La gran guerra y la memoria moderna, de Paul Fussell, y Death’s Men, un emotivo relato sobre el día a día de los soldados de Kitchener escrito por Denis Winter.

Para investigar sobre los monumentos y el duelo: Sites of Memory, Sites of Mourning, de Jay Winter, y el extraordinario The Missing of the Somme, de Geoff Dyer.

Dope Girls, de Marek Kohn, es un libro fantástico y merece mayor reconocimiento. Con él aprendí sobre el fenómeno de las instructoras de baile y me proporcionó el trasfondo y la inspiración para los personajes de Hettie y Di.

The Story of the British Unknown Warrior, de Michael Gavaghan, y The Unknown Soldier, de Neil Hanson, han resultado indispensables.

También quiero dar las gracias a mi fantástica agente, Caroline Wood, y a todos los miembros de Felicity Bryan Associates.

A Jane Lawson, gran editora y lectora ideal.

A Susan Kamil, por su perspicacia y por las notas adicionales del texto.

A Kate Samano, Alison Barrow y a los equipos de Transworld y de Random House Estados Unidos.

A Thea Bennett, Martha Close, Pippa Griffin, Keith Jarrett, Olya Knezevic, Philip Makatrewicz, Josh Raymond, David Savill, Matthew Weait, Ginevra White y Cynthia Wilson, conocidos como Los Inescribibles; un maravilloso grupo de escritores, por su inspiración, amistad y apoyo.

A Philip Makatrewicz y a Toby Dantzic, que amablemente aceptaron leer el manuscrito y ofrecieron su inestimable ayuda durante un período crítico del proceso.

A Christine Bacon, por dejarme tranquila cuando más lo necesitaba.

A Allan Mallinson y Christopher Wood, por aclarar asuntos militares.

A Cherry Buckwell, Jennie Grant, Hazel Sainsbury, Beth Weightman, Lou Rhodes y Emma Darwall-Smith.

A Sandy Chapman.

A mi adorable y alocada familia, Dan, Emily y Sophie, y a todos los demás.

Haría falta otro libro para agradecerles a mis padres todo lo que les debo, pero de momento:

A Tony Hope, por su amabilidad, su generosidad y por inculcarme el amor a los libros.

A Pamela Hope, que me leía antes de que fuese capaz de hacerlo por mí misma y que ha sido una infatigable y entusiasta lectora de las diferentes versiones del libro.

Y finalmente a Dave, por su apoyo incondicional y su jubiloso amor. Gracias por haber construido el cobertizo y por decirme que me pusiese manos a la obra. Eres el mejor.

Este libro no hubiera sido posible sin vosotros.

Gracias.

Anna Hope nació en Manchester en 1974. Estudió lengua y literatura inglesas en Oxford, y cursó un máster de escritura creativa en Birkbeck. Por otro lado, estudió la carrera de arte dramático en la Royal Academy of Dramatic Art de Londres. Ha publicado varios cuentos y compagina la escritura con su carrera de actriz. Despertar es su primera novela.

 

Título original: Wake

 

 

Edición en formato digital: mayo de 2014

 

© 2014, Anna Hope

© 2014, Penguin Random House Grupo Editorial, S. A. U.

Travessera de Gràcia, 47-49. 08021 Barcelona

© 2014, Cruz Rodríguez Juiz, por la traducción

 

Adaptación del diseño original de la cubierta de Joshua Crosley: Penguin Random House Grupo Editorial

Fotografía de la cubierta: © Arcangel

 

Penguin Random House Grupo Editorial apoya la protección del copyright. El copyright estimula la creatividad, defiende la diversidad en el ámbito de las ideas y el conocimiento, promueve la libre expresión y favorece una cultura viva. Gracias por comprar una edición autorizada de este libro y por respetar las leyes del copyright al no reproducir ni distribuir ninguna parte de esta obra por ningún medio sin permiso. Al hacerlo está respaldando a los autores y permitiendo que PRHGE continúe publicando libros para todos los lectores. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, http://www.cedro.org) si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

 

ISBN: 978-84-397-2902-0

 

Conversión a formato digital: M.I. maqueta, S.C.P.

 

www.megustaleer.com

 

Índice

 

Despertar

Día uno. Domingo, 7 de noviembre de 1920

Día dos. Lunes, 8 de noviembre de 1920

Día tres. Martes, 9 de noviembre de 1920

Día cuatro. Miércoles, 10 de noviembre de 1920

Día cinco. Jueves, 11 de noviembre de 1920

Nota de la autora

Agradecimientos

Biografía

Créditos

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