Despertar

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Elena marchaba a toda prisa hacia el instituto Robert E. Lee, sintiendo como si llevara años sin aparecer por allí. La noche anterior parecía igual que algo de su lejana infancia, apenas recordado. Pero sabía que ese día tendría que enfrentarse a sus consecuencias.

La noche anterior había tenido que enfrentarse a tía Judith. Ella se había sentido terriblemente trastornada cuando unos vecinos le hablaron sobre el asesinato, y más trastornada aún por el hecho de que nadie parecía saber dónde estaba su sobrina. Cuando Elena llegó por fin a casa, cerca de las dos de la madrugada, su tía estaba muerta de preocupación.

Elena no había sido capaz de dar una explicación. Sólo podía decir que había estado con Stefan, que sabía que lo habían acusado y que sabía que era inocente. Todo el resto, todo lo demás que había sucedido, tuvo que guardárselo para sí. Incluso aunque tía Judith la hubiera creído, jamás lo habría comprendido.

Y esa mañana Elena se había dormido, y ahora llegaba tarde. En las calles no había nadie más que ella, que avanzaba presurosa en dirección al instituto. En lo alto, el cielo era gris, y empezaba a soplar viento. Deseaba desesperadamente ver a Stefan. Toda la noche, aunque había dormido de forma muy pesada, había tenido pesadillas sobre él.

Un sueño había sido especialmente real. En él veía el rostro pálido de Stefan y sus ojos furiosos y acusadores. Sostenía en alto un libro ante ella y decía: «¿Cómo pudiste, Elena? ¿Cómo pudiste?». Luego dejaba caer el libro a los pies de ella y se alejaba. Ella le llamaba, suplicante, pero él seguía andando hasta desaparecer en la oscuridad, y cuando ella bajaba la mirada hacia el libro, veía que estaba encuadernado en terciopelo azul. Era su diario.

Un estremecimiento de ira la recorrió mientras volvía a pensar en cómo le habían robado el diario. Pero ¿qué significaba el sueño? ¿Qué había en su diario para que Stefan mostrara aquella expresión?

No lo sabía. Todo lo que sabía era que necesitaba verle, oír su voz, sentir sus brazos a su alrededor. Estar lejos de él era como estar separada de su propia carne.

Subió corriendo los escalones del instituto y penetró en los pasillos casi vacíos. Marchó en dirección al aula de idiomas extranjeros, porque sabía que la primera clase de Stefan era latín. Si podía verle sólo un momento, se sentiría bien.

Pero él no estaba en el aula. A través de la ventanita de la puerta, vio su asiento vacío. Matt estaba allí, y la expresión de su rostro hizo que se sintiera más asustada que nunca. El muchacho no dejaba de echar ojeadas al pupitre de Stefan con una mirada de angustiada preocupación.

Elena se apartó de la puerta maquinalmente. Como una autómata, subió la escalera y fue a su aula de matemáticas. Al abrir la puerta, vio que todos los rostros se volvían hacia ella y se deslizó apresuradamente en el pupitre vacío que había junto a Meredith.

La señorita Halpern detuvo la lección un instante y la miró; luego continuó. Cuando la profesora se hubo vuelto de nuevo hacia la pizarra, Elena miró a Meredith.

Su amiga se inclinó hacia ella para tomarle la mano.

—¿Estás bien? —susurró.

—No lo sé —respondió Elena estúpidamente.

Sentía como si el mismo aire a su alrededor la asfixiara, como si fuera un peso aplastante. Los dedos de Meredith tenían un tacto seco y caliente.

—Meredith, ¿sabes qué le ha sucedido a Stefan?

—¿Quieres decir que no lo sabes?

Los ojos de Meredith se abrieron de par en par, y Elena sintió que el peso se volvía aún más aplastante. Era como estar sumergida a mucha profundidad en el agua sin un traje presurizado.

—No le han arrestado…, ¿verdad? —dijo, obligando a las palabras a salir.

—Elena, es peor que eso. Ha desaparecido. La policía fue a la casa de huéspedes a primera hora de esta mañana y él no estaba allí. También vinieron al instituto, pero hoy no se ha presentado. Dijeron que habían encontrado su coche abandonado junto a la carretera de Old Creek. Elena, creen que se ha ido, que se ha largado de la ciudad porque es culpable.

—Eso no es cierto —dijo Elena, hablando entre dientes.

Vio cómo algunos alumnos volvían la cabeza y la miraban, pero ya nada le importaba.

—¡Es inocente!

—Sé que tú piensas eso, Elena, pero ¿por qué iba a irse si no?

—No lo haría. No lo hizo.

Algo ardía en el interior de Elena, un fuego rabioso que hacía retroceder el aplastante miedo. Respiraba entrecortadamente.

—Jamás se habría ido por su propia voluntad.

—¿Te refieres a que alguien le obligó? Pero ¿quién? Tyler no se atrevería…

—Le obligaron, o peor —interrumpió Elena.

Toda la clase las miraba en aquellos momentos, y la señorita Halpern estaba abriendo la boca. Elena se puso en pie de improviso, mirándolos a todos sin verlos.

—Que Dios le ayude si le ha hecho daño a Stefan —dijo—. Que Dios le ayude.

Luego dio media vuelta y se encaminó a la puerta.

—¡Elena, regresa! ¡Elena!

Oyó gritos a su espalda, de Meredith, de la señorita Halpern, pero siguió andando, cada vez más rápido, viendo únicamente lo que tenía justo delante, con la mente fija en una sola cosa.

Pensaban que iba tras Tyler Smallwood. Estupendo. Que malgastaran el tiempo corriendo en la dirección equivocada. Ella sabía qué debía hacer.

Abandonó la escuela, sumergiéndose en el frío aire otoñal. Avanzaba de prisa, las piernas devorando la distancia entre la escuela y la carretera de Old Creek. Desde allí giró en dirección al puente Wickery y el cementerio.

Un viento helado echó sus cabellos hacia atrás y le azotó el rostro. Hojas de roble volaban a su alrededor, arremolinándose en el aire. Pero la conflagración de su corazón era abrasadora y consumía el frío. En aquellos momentos sabía qué significaba sentir una cólera intensa. Pasó a grandes zancadas junto a las moradas hayas y los sauces llorones, hasta llegar al centro del cementerio, y miró a su alrededor con ojos febriles.

En lo alto, las nubes pasaban raudas como un río color plomizo. Las ramas de los robles y las hayas se agitaban violentamente. Una ráfaga de viento le arrojó puñados de hojas al rostro. Era como si el cementerio intentara expulsarla, como si le mostrara su poder, aunando fuerzas para hacerle algo horrible.

Elena hizo caso omiso de todo ello. Giró en redondo, buscando con la mirada llameante entre las lápidas. Luego se dio la vuelta y gritó directamente a la furia del viento. Sólo una palabra, pero la que sabía que lo traería.

¡Damon!

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