Despertar

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Los terrenos del norte eran custodiados por los ejércitos de Juraknar, aunque en realidad lo que protegían era una torre negra en una isla cercana que resultaba ser de suma importancia, cuya destrucción significaría otra caída más para el inmortal.

Nad apareció junto a las montañas que separaban esas tierras de ciudades como Bixenta o Cerezo, y en las sombras distinguió a una mujer envuelta en capa naranja: Syderlia, su maestra.

Esta dejó caer su capa al suelo y miró a su alumno. Ambos intercambiaron un gesto de asentimiento y Syderlia tomó su arco, avanzó hacia el ejército y cargó tres flechas.

Nad, entre tanto, desenvainó sus dagas y lanzó un fuerte silbido, atrayendo las miradas hacia él.

Había hombres vestidos con armaduras verde oliva en cuyo pecho se veía grabada la marca del inmortal, un dragón negro con fieras garras, fuertes mandíbulas y algunas líneas rojas entre sus escamas. También había Deppho, Manpai y varios Rocda.

Syderlia lanzó sus flechas y estas lograron su objetivo, yendo a parar a la frente de tres guardias después de romper sus cascos. Con un grito de lucha, la pareja se adentró en la batalla moviendo con agilidad sus armas.

Nad clavó sus dagas en el pecho de un hombre, atravesando su coraza y las extrajo con facilidad. Se giró sobre sí mismo y se agachó justo a tiempo de evitar la estocada que a punto estuvo de degollarlo; su ágil movimiento provocó que el hombre cayera al suelo, y enseguida recibió sus cuchilladas. Se puso en pie y unas flechas le rozaron parte de la capucha. Llegó a sentir la afilada punta de una rozando su rostro y no pudo evitar aliviarse cuando esta terminó en la frente de otro hombre que esperaba a su espalda.

Syderlia le miró con reproche, pero no tardó en seguir luchando.

Nad manejaba con destreza sus dagas entre las manos, moviendo los brazos de derecha e izquierda, cruzándolos por delante de su pecho y matando todo cuanto se cruzaba ante él, hasta que una fuerte mano se posó sobre su cabeza impidiéndole seguir adelante. La presión era cada vez más fuerte y sus ojos se achicaron debido al dolor. Conocía aquella fuerza y el color de la piedra. Estaba a la merced de un Rocda.

***

Syderlia volvió a cargar tres flechas más que se incrustaron en los huesudos pechos de los Depphos, cayendo muertos al instante. Desenvainó su espada, pesada, brillante y curvada ligeramente en su parte superior, y comenzó a moverse con agilidad. A su alrededor solo oía voces, apenas veía debido a la estatura de los hombres, pero esto no le impedía continuar con éxito la lucha.

Su acero atravesó el estómago de uno de los guardias, dejándolo con vida. Arrastraba una pesada maza, que parecía demasiado grande para él, y Syderlia estaba decidida a hacer desaparecer tal carga. Levantó el acero por encima de su cabeza y con un grito lo descargó sobre su mano, que cayó al suelo separada del brazo. Luego rodó su cabeza y el hombre se desplomó definitivamente. A pesar de estar rodeada por la multitud, localizó a su alumno. Estaba atrapado.

***

Nad intentaba agredir al Rocda con brazos y piernas, pero no servía de nada. Gritó cuando la bestia lo levantó del suelo y sus dagas cayeron. Con las piernas comenzó a golpear el pecho de la bestia sin conseguir nada. El Rocda lo agarró del cuello con la mano libre y la capucha se le cayó hacia atrás, dejando al descubierto sus rasgos. De inmediato la batalla cesó y comenzaron a oírse carcajadas. Syderlia se abrió paso entre la multitud, recogió la pesada maza que hacía un rato cargaba uno de los hombres y con ella golpeó las rodillas de la bestia, que dejó caer a Nad.

Syderlia volvió a cubrir el rostro de su alumno y siguió atacando a la bestia, dejándole incrustada la maza en el pecho. Ayudó al Tig’hi a ponerse en pie y comenzaron a caminar hacia atrás, sin dejar de oír las risas.

Nad, furioso por tales burlas, se libró de su maestra y corrió de nuevo hacia los hombres que se mofaban de él. A solo unos metros, tomó impulso y dio una voltereta en el aire, apareciendo tras ellos. Cruzó las manos por delante de su pecho y el cielo comenzó a teñirse de sombras; tan solo unos rayos naranja atravesaron la oscuridad y cayeron encima de Nad sin causarle daño alguno. Alzó la mano derecha. Los rayos seguían moviéndose sin dañarlo y las risas terminaron para dar paso al más rotundo silencio, lleno de temor.

Nad enterró su puño en el suelo y los rayos cesaron, el cielo volvió a la normalidad y las risas volvieron, acompañadas de insultos dirigidos al hijo del tigre.

Nad se puso en pie, hizo una señal a su maestra, que comenzó a correr buscando un lugar alto en el que resguardarse, se cruzó de brazos y esperó. El suelo comenzó a temblar bruscamente y se abrieron enormes grietas, de las que salieron rayos naranja que electrocutaron a la mayoría de los hombres de Juraknar.

Syderlia lo contemplaba todo desde lo alto de unas rocas. El suelo que pisaba Nad era pura bomba; cualquiera que estuviese sobre él se electrocutaba; aunque no lo hacían los Rocda y Nad no reparó en ello.

—¡A tu espalda! —gritó.

La advertencia de su maestra le llegaba muy lejana y los gritos de dolor de los hombres le impedían oírla con claridad, por lo que afinó la vista y leyó sus labios. Se giró en cuanto entendió su aviso, pero no pudo evitar el mazazo que recibió en el pecho y cayó hacia atrás.

No podía respirar, estaba desorientado y dolorido, pero escuchaba claramente las pisadas del Rocda acercándose. Syderlia saltó abajo y corrió hacia su alumno. Cogió una maza y la lanzó contra el pecho del Rocda, tirándolo hacia atrás. Llegó junto a Nad y palpó su pecho, descubriendo hasta dos costillas rotas.

—O haces algo rápido o nos acabarán matando.

—¡No puedo!

—Sí que puedes. Ponte en pie y usa el poder que llevas dentro.

Nad soltó un gruñido y, apoyándose en su maestra, se levantó.

Syderlia se dirigió hasta donde estaban sus dagas, les dio una patada y estas rodaron hasta los pies de Nad. A través de su capa pudo sentir la mirada de reproche de su alumno, pero ahora no estaba para quejas.

Nad tomó sus armas, las guardó en sus fundas y aspiró con fuerza. Cerró los ojos y cruzó sus puños por delante del pecho e intentó olvidarse de cuanto le rodeaba: del desagradable olor a carne chamuscada, de los gritos de los Rocda y hasta de los esfuerzos de Syderlia por hacerlos retroceder, aunque esto le hacía perder la concentración, ya que no quería que a su maestra le ocurriera algo por un fallo más, pues si así fuera lo lamentaría de por vida.

Suspiró, tomó aire de nuevo, alzó los puños hasta sus labios y comenzó a murmurar unas extrañas palabras que a los Rocda le sonaron amenazadoras, tanto que comenzaron a correr despavoridos. Syderlia apremió a Nad y este abrió los ojos.

A través de la capa se podían ver dos puntos naranja tan fuertes y brillantes como las esferas que se ocultaban tras las espesas nubes que había levantado el inmortal. Las manos del hijo del tigre tenían un color tan naranja como sus ojos, y las separó tan inesperadamente que los Rocda se sobresaltaron.

Una esfera naranja de rayos se formó ante Nad; esta tomó la forma de tigre y emprendió una carrera hacia los Rocda. Solo quedaban tres. El pecho del más cercano a Syderlia fue atravesado por el tigre y cayó a tierra. Los otros dos, aterrados ante tal escena, corrieron despavoridos, pero el animal los alcanzó atravesando su dura e impenetrable espalda y haciéndolos caer como si solo fueran roca. Luego el tigre avanzó hacia Nad. A solo unos metros, se lanzó a él, desapareciendo en el interior de su cuerpo, y el Tig’hi cayó al suelo.

—¡Maldita sea! —susurró Syderlia, y corrió hacia su alumno.

Lo rodeó entre sus brazos y palpó su rostro y su garganta. Tenía pulso. Lo agarró por la cintura, pasó el brazo de Nad por sus hombros y comenzó a caminar. Más allá de los cuerpos sin vida de los soldados de Juraknar se veían las ruinas de una casa de piedra y hasta allí se dirigieron para resguardarse hasta que llegasen los Dra’hi.

—Te dije que no podría —susurró tan débilmente que Syderlia casi ni lo escuchó.

—Claro que has podido. Has acabado con todos. Creo que aún no te das cuenta de tu potencial.

Nad resopló por las palabras de su maestra, ya que solía tergiversar los hechos según le convenía.

Se fueron abriendo paso entre cuerpos hasta llegar a la casa. De una patada la mujer abrió la puerta y entraron en una estancia cuadrada sin apenas techo. Era pequeña y en ella solo había tierra y restos de lo que había sido una hoguera.

Syderlia dejó apoyado a Nad contra la pared y en silencio se sentó junto a su alumno, esperando a que se recuperara. Habían alisado el camino para los Dra´hi y esperaban verlos muy pronto.

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El fuego de las antorchas iluminaba las destruidas murallas de Acair y los gritos del Manpai al que torturaban estremecían a cualquiera que lo escuchara.

Nathair se escurrió entre las murallas, sin soltar la mano de Aileen, y se ocultaron tras una de ellas, donde permanecieron agachados. Tan solo unas rocas les separaban de dos Rocda que vagaban por la población buscando intrusos.

Tímidamente se asomó y los vio de espalda, desapareciendo tras un callejón. Miró en dirección contraria y encontró un enorme círculo cerrado de bestias que vitoreaban emocionados ante el castillo. En uno de los balcones pudo ver al hombre que tenía el valor, el coraje y la fuerza de dominar a tales bestias. Vestía de negro y su pelo caía en greñas hasta los hombros; llevaba una pesada armadura y de sus caderas colgaba un látigo.

El suelo comenzó a vibrar. Nathair salió de su escondite y comenzó a atravesar el pueblo tirando de Aileen. De pronto los gritos cesaron. Habían sido descubiertos. Ni siquiera se atrevía a alzar la vista, pero lo hizo, y miró en dirección al comandante, cruzándose con su mirada.

Los gritos volvieron y Nathair siguió adelante sin demora. Se dirigieron a unas ruinas y, agazapados, comenzaron a escurrirse entre piedras que amenazaban con caerles encima. El suelo temblaba con más intensidad; pero pronto cesaron y permanecieron bajo las ruinas sin saber qué ocurría. De repente, las piedras que los ocultaban fueron levantadas, quedando al descubierto.

Nathair se puso en pie y se sintió como un niño al verse rodeado de tantos engendros que le doblaban en altura. Ver sus cuerpos de piedra roja le hacía temblar; no podría con ellos. Durante un instante su mirada se cruzó con la de Aileen, que le mostraba tanto terror que le dolió. Le había prometido protegerla y la había llevado a la boca del lobo.

Un punzante dolor comenzó a atravesarle el pecho y un aura azul salió de su cuerpo. Esta se fue expandiendo hasta que los Rocda comenzaron a retroceder, temerosos, sin que Nathair pudiera comprender el motivo.

Las bestias se fueron retirando, dejando paso al comandante, que se detuvo ante Nathair, aún rodeado por la luz azul. Allí, ante la sorpresa de él mismo y de Aileen, se arrodilló y todos los Rocda hicieron lo mismo.

—¡Podéis partir en paz, mi señor! —susurró el hombre cabizbajo—. Contad con mi pueblo para lo que queráis.

—No comprendo —murmuró en un tono casi inaudible.

—Eres el Ser’hi, el más poderoso de los dos. Mi señor, tu poder está despertando y algún día estaremos a tu lado para lo que sea. Eres el verdadero señor de Serguilia.

Nathair no comprendió sus palabras, pero asintió y con Aileen se marchó de Acair. Ninguno de los dos habló sobre lo ocurrido. Recorrieron los terrenos áridos y secos que los separaban de Marisma Brillante y por fin apareció en aquel infierno, como si fuera lo único bello que pudiera encontrarse en Serguilia, el siguiente pilar.

El naranja de la torre iluminaba los alrededores como si fueran piedras preciosas. La edificación estaba rodeada por un fino hilo de cristal, y en su fachada destacaban varios grabados, algunos de figuras geométricas y otros de signos desconocidos. Terminaba en tres agujas, que parecían actuar de pararrayos por su aspecto quemado. Un sendero de gravilla amarilla llegaba hasta la entrada y en él crecían pequeñas flores de color lila que a ambos sorprendieron. Era la primera vez que encontraban algo de vida en las tierras de Serguilia.

Marisma Brillante les esperaba y entraron en ella. Su interior era de un blanco luminoso con columnas naranja repartidas por su superficie. Siguieron avanzando hasta que la estancia se agrandó para formar un círculo, y allí esperaron hasta que las imágenes se fueron formando.

Los zainex volvían a estar reunidos, pero en terreno enemigo. Serguilia era un lugar en el que reinaban las sombras y el castillo de Juraknar estaba siendo levantado poco a poco. Tenía una forma peculiar, con cinco puntas que, vistas desde el cielo, formaban una estrella, símbolo de mal presagio para muchos, ya que los hechiceros la usaban para invocar a los demonios.

El inmortal, con el mismo aspecto que en la actualidad, se abrió paso entre la gente que trabajaba en la construcción. La escena empezó a volverse borrosa y tanto Nathair como Aileen comenzaron a sentir un terrible dolor de cabeza. Lo último que vieron antes de que la imagen desapareciera fue como los cinco mantenían una acalorada conversación contra el inmortal.

Con nuevas piezas para el rompecabezas, salieron de la torre y, como era habitual, cuando salieron la pared del fondo se fue haciendo pedazos dejando al descubierto una esfera.

Una vez fuera, tomaron asiento en el camino de gravilla sin decirse nada.

—Quizá aún era muy pronto —dijo Aileen irrumpiendo el silencio—. Quiero decir que quizá debamos esperar más tiempo entre un pilar y otro. Parece que no nos permitiera ver todo cuanto puede mostrarnos por habernos anticipado, ¿me comprendes?

Nathair afirmó con un gesto sin dejar de escudriñar en las sombras. Tras los montículos de la pradera había alguien o algo, que no dejaba de seguirlos. Tomó la mano de la princesa, sin dejar que descansara más o que las ideas se aclararan en su mente, y la llevó hacia la costa. En las negras aguas ya comenzaba a hacer acto de presencia las sirhad, pero prefería enfrentarse a ella antes que volver a Acair. La extraña actitud de los monstruos hacia él le inquietaba; no comprendía por qué le habían dicho que él sería su señor.

Aileen se liberó de su mano y corrió a la playa. Nathair no se lo impidió. Le dio la espalda mientras oía como se acercaba a las agitadas aguas mientras él, con espada en mano, iba de un lado a otro escudriñando en las sombras. El canto de las sirhad no le afectaba; reconocía que era sensual y su cuerpo reaccionaba ante sus encantos; pero no pensaba caer en sus redes.

A Aileen no dejaba de sorprenderle la actitud de Nathair. Había cuatro sirhad alrededor de ella, cantando, y ninguna le afectaba, ni siquiera las miraba. Supuso que debía querer mucho a la hija del inmortal para poder hacer frente a una cosa así.

—¡Nathair!

Este se giró al escuchar su nombre y le sonrió.

—¿No te apetecería darte un baño? Yo vigilaría.

—Estoy bien. Tomaré el baño en Phelan, cuando estemos a salvo. Tómate tu tiempo.

Aileen se quitó vestido y se adentró en las aguas seguida de las sirhad, que al parecer se habían rendido sabiendo que no iban a conseguir nada de Nathair. Desde el agua, Aileen, se permitió observar los movimientos del Ser’hi. Hacía muchas lunas que habían emprendido el viaje y durante ese tiempo había llegado a conocerlo mejor. Y no le era indiferente. No sabía qué había ocurrido en Acair, pero comprendía que aquel extraño brillo era su fuerza, su verdadero poder, que había despertado. Él era el verdadero hijo de la serpiente y quizá su verdadera misión hubiera estado ensombrecida por su hermano mayor. Por un instante apartó la mirada del chico y vio algo tras una loma, algo que no era un Rocda, pero que le produjo un gran temor.

Nadó hasta la orilla y comenzó a vestirse sin demora; luego corrió hacia Nathair descalza.

—¡Nos siguen!

—Lo sé —dijo sin inmutarse—. Llevan haciéndolo desde hace tiempo.

—Está tras aquella loma —dijo señalando en dirección norte, no muy lejos de ellos—. ¡Vienen a por mí!

—Puede ser. Pero, por alguna razón que desconozco, desde que nos sigue aún no nos ha atacado. No encuentra el valor para hacerlo, o tal vez haya algo que le causa tanto pavor que, a pesar de su fuerza descomunal, le obliga a esconderse como si fuera un animal herido.

Aileen se calzó y volvió a ver a la figura, esta vez erguida del todo. Era una bestia embutida en harapos negros. Su aspecto era fiero, lo mismo que sus despiadadas garras. Tenía el cuerpo tan rojizo como el de los Rocda, pero era de piel y estaba lleno de llagas. Los ojos eran lo único humano que había en aquella bestia, unos ojos azules y grandes, aunque inyectados en sangre.

Sanice se había armado de valor para llevar a cabo su misión y comenzó a correr a cuatro patas hacia ellos. Nathair empujó a Aileen y se agachó, escapando del salto de la bestia; pero esta se situó tras él, se giró y saltó encima de Nathair, provocando que su espada rodara por las arenas. Las garras despedazaban el pecho de Nathair, que intentaba evitar sus desgarros y posar las manos sobre la bestia. Pero esta pesaba enormemente y no podía hacer nada.

Aileen desenvainó sus dagas y las clavó en la joroba de la bestia. Esta lanzó un fuerte grito, le miró con los ojos llenos de rabia y le propinó un fuerte golpe, lanzándola contra el suelo. Volvió a ponerse en pie y Sanice le golpeó en el rostro con todas sus fuerzas, dejándola inconsciente. La serpiente salió enseguida en su ayuda. Entonces Sanice se apartó de Nathair con un grito de terror.

Aileen despertó con una sangrante herida en la cabeza y comprobó el pavor de la bestia por su protector. Corrió hacia las aguas y se dio la vuelta en dirección a la bestia. Sus ojos grises desaparecieron para dar paso a dos esferas azules; las aguas comenzaron a agitarse tras ella formando un remolino tan potente que las sirhad supieron que la princesa se estaba jugando la vida. Aileen señaló al torbellino y este fue directo hacia Sanice, que se quedó encerrada en su interior. Después la ninfa, con un gesto, lo hizo desaparecer y descubrió que la bestia había escapado de su ataque.

Agotada, cayó al suelo. Las cuatro sirhad acudieron a ayudarla y la sentaron en unas rocas cercanas, hasta que se recuperó. Más tranquila, recordó la imagen de Nathair aprisionado bajo el cuerpo de la bestia. Estaba inconsciente, con graves heridas en el pecho y perdiendo gran cantidad de sangre. Se puso en pie y corrió hacia donde estaba.

—¡Ni se os ocurra hacerle daño en mi ausencia! Voy a pedir ayuda.

—Es un hombre —replicó una de las sirhad—. ¿Cuánto crees que tardará en hacerte daño?

—Si tocáis uno solo de sus cabellos os mataré con mis propias manos.

Las sirhad no replicaron y se sentaron junto al chico mientras Aileen corría hacia Acair sin dejar de mirar a su alrededor. La bestia estaba rondándola, lo sabía; podía sentirla, pero no tan fuerte como hacía unos instantes, y eso solo podía deberse a que no había salido indemne de su ataque.

Se adentró en la ruinas de Acair y corrió al castillo. Los Rocda seguían rodeando algo que ella no llegaba a distinguir, pero en el balcón estaba el hombre que se había arrodillado ante Nathair y él reparó en ella.

Esperó hasta que el comandante bajó y cuando tan solo los separaban unos metros se arrodilló frente a él.

—¡Una princesa arrodillada a mis pies! —exclamó sorprendido—. Si alguien me lo hubiera dicho lo habría degollado por embustero.

—Nathair está herido. No hace mucho dijisteis que era vuestro señor, que si algún día necesitara su ayuda se la blindaríais sin dudarlo. Nos han atacado y está inconsciente. ¡Tenéis que ayudarlo!

—Vos parece que también estéis herida.

—Estoy bien. Brindad vuestros cuidados a Nathair.

El hombre caminó alrededor de ella, mirando la figura de la chica agachada a sus pies sin levantar la vista.

—¿Quién os ha atacado?

—Una bestia rojiza con un inmenso poder. Sé que su ataque iba dirigido a mí; el inmortal quiere acabar conmigo por ser una amenaza para él. Pero el engendro se enfrentó a Nathair de forma cruel. Por favor, puede que se esté muriendo mientras mantenemos esta absurda conversación. Yo os daré todas las explicaciones que deseéis, pero debéis salvar su vida.

—¿Por qué?

—Dijisteis que era vuestro señor.

—Conozco mis motivos para ayudar al Ser’hi, pero quiero conocer los vuestros. Sois enemigos, además de incompatibles. Él es un hijo de la serpiente, mientras que tú eres una princesa ninfa que debe velar por la naturaleza. Él está destinado a ser un guerrero, mientras que tú, un ser pacífico rodeado de naturaleza por la que debes velar. Además, habéis nacido para ser enemigos. Él es del bando del inmortal, quien acabó con tu raza y solo es un títere en sus manos. Hace o deshace todo cuanto ordena Juraknar. ¡No te asustes! —se apresuró a decir al ver como su espalda se tensaba—. Yo soy uno de los pocos que tengo el alto honor de nombrarlo sin que un dragón aparezca para comer mis entrañas.

—Si el inmortal es vuestro señor, no comprendo vuestro interés por Nathair.

El hombre se agachó y le acarició el cabello a la ninfa, sintiendo como esta temblaba con su contacto. Enredó los dedos en su pelo y le dio un tirón hacia atrás provocando que le mirara a los ojos.

—¿Conoces el verdadero significado de Serguilia?

—Serpiente.

—Nadie mejor que un hijo de la serpiente para gobernar estas áridas tierras

—El inmortal ya lo gobierna, este lugar y a todos los habitables en Meira, excepto Draguilia, liberado por los Dra’hi .

El hombre rió y soltó a Aileen.

—Estas tierras deben ser gobernadas por alguien que posea el poder de la serpiente, y ese no es Juraknar. Algún día Nathair será su señor.

—Si es así, ¿por qué servís al inmortal? ¿Por qué hacéis cuanto os ordena? Estáis de su bando, lo sé. Me adentré en el castillo y lo comprobé. Sois de su misma calaña.

—En eso estás muy equivocada. Princesa, ¿no conoces el dicho? Si no puedes con tu enemigo, únete a él. Trabajamos para el inmortal, pero ni siquiera cobramos por los trabajos realizados. Algún día su imperio caerá y alguien estará allí para llevarlo adelante, y esa persona será Nathair. Ahí lo tienes.

Aileen se giró y observó que un Rocda cargaba con el muchacho. El comandante chasqueó los dedos y de entre la multitud se abrió paso un hombre de aspecto desaliñado y con una joroba.

—Princesa, él es mi mayordomo. Te guiará hasta tus aposentos, donde te asearás. Luego te presentarás ante mí en el comedor. No te preocupes por el chico, estará bien cuidado. Ahora ve y no te demores.

A Aileen le entró un escalofrío al pensar que aquel hombre la quería ver a solas, pero aun así no dijo nada, solo asintió y siguió al hombre hasta el interior del sombrío castillo para ser guiada a sus aposentos.

A pesar del aspecto lúgubre del lugar, las habitaciones eran mejores que las del castillo del inmortal. La que le habían asignado era bastante espaciosa y la caldeaba una chimenea de mármol blanco. Al fondo, blancas cortinas con un pequeño hilo dorado cubrían los ventanales, proporcionando un aspecto agradable a la estancia. La cama era doble, con una colcha de un blanco inmaculado, bordada con varias flores azules. Sobre ella descansaba un vestido largo, blanco, de mangas acampanadas y junto a él descansaban unas sandalias doradas. La habitación desprendía un agradable olor a jabón, y eso agradó a Aileen, pero estaba demasiado inquieta por la visita al comandante como para disfrutar de ello.

Se dirigió a la tinaja que descansaba frente al hogar y se desnudó. No tardó en entrar una dama a llevarse su ropas, sin que ella tuviera tiempo para impedírselo, y volvieron a dejarla sola. El agua estaba caliente y era agradable, conseguía hacerle olvidar algo de dolor y la adormecía; pero se recordó que debía reunirse con el comandante

Tomó el jabón y comenzó a frotar su cuerpo con él, y también su cabello, que enjuagó varias veces. Al terminar se puso un batín blanco y se dirigió a coger sus nuevas ropas. Las tomó en sus manos y una redecilla que descansaba sobre la falda del vestido resbaló hasta el suelo. Era brillante, con pequeñas bolitas doradas por toda ella. La recogió, la dejó encima de la cama y comenzó a vestirse. Su cuerpo agradeció el suave tacto del vestido e incluso el de las sandalias, que en un primer momento le parecieron incómodas. Por último se dirigió a la mesilla de noche y con ayuda del espejo de mano encerró su cabello en la redecilla, dejando caer algunos mechones alrededor de su rostro. Respiró hondo, guardó su protector bajo las ropas y salió de la habitación. Allí le esperaban tres damas vestidas de gris que desprendían un agradable olor a jabón; su atuendo en nada se parecía a los trapos viejos que ella usaba cuando servía a Juraknar.

El interior del castillo estaba perfectamente cuidado: suelos alfombrados en rojo, antorchas que iluminaban pasillos y tapices en las paredes, todos ellos con motivos de soldados en plena batalla. Captaron la atención de la princesa sus armaduras rojas y azules con cascos en forma de fénix. Aquellos tapices eran réplicas de lo que en su momento hicieron los zainex. En algunos se veía a los cinco guerreros empuñando sus armas en medio de una descomunal batalla y en otros a ellos con sus armas, simplemente. Quiso examinarlos con más detalle, pero un Rocda apareció en el pasillo, la agarró del brazo y la arrastró hasta la entrada del comedor. Dos guardias con armaduras plateadas y largas lanzas custodiaban la puerta. Uno de los hombres le abrió. Aileen entró en la habitación y la puerta se volvió a cerrar bruscamente tras ella. El comandante ya la esperaba sentado en el último asiento de una larga mesa rectangular llena de exquisitos manjares, iluminados por candelabros de tres brazos.

Aileen tomó asiento y esperó.

—Bienvenida seas.

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