Despertar

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—Gracias por la invitación.

—Por favor, sírvete. Encontrarás lo que gustes: huevos de codorniz, conejo a la plancha... los más exquisitos platos que se puedan conseguir en estas tierras áridas donde si uno quiere comer carne tiene que matar a un Deppho.

—¿De dónde viene la comida?

—De Aquilia. Pero, por favor, princesa, sírvete.

—No pretendo desairarte, pero no como carne.

—Debí suponerlo —dijo suspirando.

Dio unas débiles palmadas y dos jóvenes acudieron a su llamada para situarse a la derecha del hombre, donde permanecieron calladas y sumisas.

—Por favor, traed a la princesa algo de su agrado. Nada de carne.

—Una sopa estará bien.

—Sopa, pues. No os demoréis.

Las criadas abandonaron la sala y volvió a reinar el silencio, provocándole una angustiosa sensación de asfixia.

—Quiero ver a Nathair.

—A su tiempo, princesa. De momento disfrutaremos de tan suculento banquete.

Las criadas volvieron a entrar en el comedor y dejaron ante Aileen un suculento plato de sopa, hicieron una reverencia y con la cabeza baja desaparecieron de nuevo tras la puerta. Aileen no tuvo otra opción que comer para complacer al hombre.

Durante la cena dominó el silencio, solo irrumpido por los ruidos del comandante al despedazar la carne. Aileen se sintió incómoda. A pesar de lo deliciosa que le pareció la sopa de verduras, su estómago no podía más y las náuseas aumentaban por momentos. No podía soportar estar sentada frente a aquel hombre, y mucho menos a solas.

—Princesa, aún desconozco las razones de la ayuda que le ofreces a Nathair.

—Quiero saber para qué me has hecho llamar —exigió.

—Tranquila, una chica tan bonita como tú pierde atractivo cuando se enfurece.

Aileen se levantó bruscamente, haciendo que la silla cayera al suelo, y golpeó la mesa. Varios platos vibraron debido al impacto.

—Soy mujer, pero no débil. Soy princesa, y no te imaginas lo inmenso que es mi poder. Podría hacer que ahora mismo cada uno de tus poros supurasen agua y ahogarte con un solo chasquido de mis dedos. He perdido mis dagas, pero las recuperaré; aun así, sé defenderme cuerpo a cuerpo. ¡No soy débil! Lo fui una época en que mi poder no me sirvió de nada, pero ahora quien ose tocarme sufrirá como nadie lo desearía.

El hombre se puso en pie y con grandes zancadas llegó hasta ella, quien osadamente le miró a los ojos con su mentón bien alto. La cercanía le permitió a Aileen apreciar algo extraño en sus ojos. Su iris era negro, pero de vez en cuando adquiría tonalidades blancas. Entonces observó el fenómeno al completo: la pupila desapareció, quedando solo el iris negro, pero pronto una pupila blanca y alargada ocupó el centro. La princesa lo comprendió todo. Apartó la mirada, avergonzada de su descaro, y se arrodilló a los pies de él.

—¡Disculpa mi osadía, mi señor!

—Aileen, creo que va siendo el momento de que me expliques el porqué de tu empeño en ayudar al joven Ser’hi —Su voz, ronca hasta entonces, se volvió suave, aterciopelada, casi susurrante, y ya no le trasmitía nada de miedo—. Él es guerrero, tú, princesa, y ni siquiera comprendo qué haces por estas tierras, por qué has aprendido las artes de la lucha y el manejo de armas.

—Mis motivos quizá no sean los más puros, debido a mi posición, mi señor, pero no he podido controlar mis sentimientos. El Ser’hi es muy importante para mí, me está ayudando y se ha portado conmigo como nadie lo había hecho durante mucho tiempo. Él es mi razón de vivir.

—Incluso más que la misión que se te ha asignado.

—Suena egoísta, pero no te puedo mentir. Si Nathair muere, disculpa mi sinceridad, no me importa el destino de Serguilia, y mucho menos el de los restantes planetas.

Esperó agachada la regañina de su señor, pero no llegó, y entonces decidió jugárselo todo.

—Por favor, mi señor, disculpa mi osadía, pero me gustaría poder ver tu verdadera apariencia.

—Serás la única en hacerlo.

Un viento gélido comenzó a llenar la habitación y un torbellino se creó alrededor del hombre, encerrándolo en su interior sin dejar nada al descubierto de su aspecto.

Aileen levantó la mirada sin apartar la vista del gélido torbellino y este fue cortado por el ala de ave de un blanco puro, disipándose y dejando al descubierto la verdadera imagen del hombre. Su armadura negra se había teñido de blanco, al igual que su látigo, e incluso sus cabellos, que ya no caían en greñas sobre sus hombros, sino lisos hasta su cintura. Y de su espalda, de su armadura hecha a medida, sobresalían dos alas como las de un murciélago, pero blancas.

Aileen volvió a bajar la cabeza mostrando respeto por el señor de los Saidhrar, el último de ellos, quien siempre ayudó a las ninfas. Ellos eran los señores de la naturaleza y otorgaron a las ninfas el don de velar por sus bosques, lagos y ríos. Pero fueron eliminados con el reinado del inmortal, ya que los Saidhrar opusieron resistencia, y por ello se dice que fueron enviados a Igelardhe, tierra de inmortales. Aileen no creía tal cuento, le parecía inverosímil que un lugar así existiera, pero esperaba que su señor tuviera la respuesta.

—¿La leyenda es cierta?

—Me temo que sí.

Aileen se estremeció al escuchar la confirmación de su boca, ya que ella siempre había pensado que Igelardhe era fruto de la imaginación, que nada tan horrendo podía existir. Y ahora supo que era real.

—Por favor, Aileen, ponte en pie.

Obedeció sus órdenes y permaneció frente a él, sin atreverse a mirarlo a los ojos por temor a faltarle el respeto.

—Haz tus preguntas.

—¿Por qué te ocultas tras la apariencia de mi enemigo, aliado del inmortal? ¿Por qué haces daño a los Manpai? No comprendo tus actos. Deberías estar intentando controlar la naturaleza para acabar con el inmortal.

—Mi querida princesa, aún eres una niña. El inmortal cree haber acabado con mi raza y es mejor que siga creyendo que así es. Todos y cada uno de nosotros fuimos enviados a Igelardhe, y solo yo escapé con vida, pero a cambio pude traer parte de nosotros.

—No comprendo.

—Lo sé. Y algún día lo entenderás, pero hoy no es ese día. Sobre los Manpai solo te puedo decir que debemos actuar como bestias. El inmortal puede que tenga espías incluso en mi castillo; desconfía de todos y hace bien. Con todo mi pesar, solo puedo hacer lo que harían unos monstruos: matar a otros engendros —confesó, y deslizó sus blancos y fríos dedos bajo el mentón de la princesa, obligándola a que le mirara—. Ha sido un día duro, has recibido muchas noticias inesperadas y debes guardar bien mi secreto. Si el inmortal descubriera que estoy con vida, volvería a enviarme a ese infierno del que a punto estuve de no salir con vida. Sé paciente, princesa, y sigue con la misión que te ha sido asignada.

—¿Y Nathair? ¿Por qué te arrodillaste ante él? No lo haces frente a mí, que soy princesa, pero sí frente a él, que es guerrero. No es que me importe, es que no lo comprendo y temo por su vida.

—Como dije, Nathair es en parte nuestro señor. Él es el nacido bajo la marca de la serpiente y por ello es especial respecto a cuantos lo rodean. Su hermano no puede hacerle sombra y con el tiempo él comprenderá sus verdaderos poderes.

—¿No desconfías de él?

—¿Desconfías tú? Sé que no. ¿Por qué iba a hacerlo yo? Al mirar a los ojos a ese chico uno puede leer tantas cosas: miedo, duda y, sobre todo, valor. Valentía para hacer frente a alguien que con un solo chasquido de sus dedos podría hacer que sangrara por todos los orificios de su cuerpo.

—Temo por él. La bestia que nos ataca es muy fuerte. Invoqué todo mi poder y ni siquiera la maté, escapó de mi torbellino de agua.

—Mejorarás con el tiempo. Ahora ve a la torre norte. Mis curanderos han hecho un gran trabajo con Nathair. Despertó hace un rato y lo primero que hizo fue preguntar por ti.

—Es muy considerado. No quiere parecerse a su hermano, lucha contra ello constantemente. Pero, para mi pesar, solo somos amigos.

—El chico mantiene una gran lucha interior, es cierto, pero te equivocas, princesa. Está muy confundido, eres más que una amiga y algún día lo reconocerá. Ahora ve con él.

La apariencia angelical del hombre desapareció, regresando la del hombre desaliñado, que le guiñó un ojo y volvió a tomar otro trozo de carne para devorarla con ansia.

Aileen se despidió con una reverencia y, recogiendo la falda de su vestido, se dirigió corriendo a la torre norte siguiendo las indicaciones del servicio. Casi sin aliento, irrumpió en ella.

Nathair estaba en una cama individual junto a una ventana abierta. La brisa de la noche acariciaba su rostro. Su ropa se encontraba lista y seca en una silla a su izquierda, y al fondo de la habitación solo había un escritorio con medicinas, tarros de hierbas y varios utensilios más.

Tomó asiento en la silla, junto a él, le cogió la mano y Nathair le sonrió. Sus labios estaban resecos por la fiebre y Aileen le dio agua muy despacio.

—Te pondrás bien —le susurró.

***

Días más tarde, por exigencia de Aileen, los dos abandonaban Acair a caballo, a pesar de las heridas de Nathair. Aileen quería estar en Phelan antes de la Oculta, y a pesar de que les disgustaba la idea, sabían que con Nathrach estarían más seguros. La bestia no atacaría con los Ser’hi unidos, además de dos ninfas.

Los alrededores estaban en silencio y Nathair casi iba dormido detrás de Aileen, que llevaba las riendas y no dejaba de vigilar las inmediaciones. El acechador estaba cerca, pero quizá le intimidaba la presencia de su protector, la serpiente gigante que avanzaba a la derecha del caballo. A pesar de que ahora sabían que los Rocda estaban de su parte, ni Aileen ni el comandante habían creído oportuno que fueran resguardados por ellos, ya que eso solo levantaría las sospechas del inmortal, y debían seguir como si no hubiera ocurrido nada.

Espoleó al caballo para ir al galope, pero de pronto este se sobresaltó, levantándose sobre sus dos patas traseras. Aileen consiguió mantenerlo calmado hablándole en el idioma de las ninfas y acariciando su cabeza, aunque no tardó en comprender su sobresalto. La bestia estaba allí.

Bajó del caballo; después ayudó a Nathair a hacerlo y lo dejó apoyado en una piedra. Se quitó la pulsera de hojas de cristal, regalo de Naev, rompió la segunda y el encapuchado no tardó en acudir a su llamada.

Aileen, sin dar ninguna explicación, se encaminó hacia su enemigo.

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Kaede, para la ocasión y con tal de conseguir sus fines, vestía un kimono demasiado colorido para su gusto: fondo rojo con flores doradas. La parte interna de la tela de las mangas, que llegaban hasta el suelo, era rosa pálido, contrastando con el rojo fuerte exterior; el obi era azul, con un gran lazo del mismo color y estrellas doradas, rematado por un cordón. Para la visita al inmortal también se había cambiado de peinado, pues en raras ocasiones lo llevaba suelto. Su larga melena lisa le llegaba hasta la cintura y parte de ella iba recogida con varias agujas rojas.

Kaede miró a sus tres compañeros y estos hicieron un gesto de asentimiento. Avanzaron hasta el inmortal y se arrodillaron frente a él. Dejaron sus ofrendas en bandejas de plata y después se colocaron detrás de Kaede.

La primera bandeja portaba uvas de Aquilia, conocidas por su exquisito sabor. La segunda contenía los más deliciosos y exóticos pescados de los océanos de Meira, muy escasos y difíciles de capturar. Por último, el exquisito olor que despedía la tercera bandeja despertaba el más adormecido apetito. Al ver el color rojo de aquella sopa, Juraknar supo que ante él se encontraba la receta secreta de las ninfas para la vitalidad.

Chasqueó sus dedos y al instante las ofrendas fueron recogidas por su servidumbre.

En silencio miró a Kaede a los ojos, aquellos preciosos ojos negros bajo unas largas pestañas. Ella parpadeó sensualmente y dio varios pasos hacia atrás hasta detenerse junto a Akane. La joven guerrera extrajo de su espalda dos grandes abanicos rojos y se los entregó a su señora, que volvió a situarse frente al inmortal, donde, ante su atenta mirada, comenzó a moverse.

Su danza era todo un arte. Sus pies se veían en contadas ocasiones debido a las ropas que llevaba. Se movía con la majestuosidad de un cisne cuando emprende el vuelo. Su cuerpo giraba como nunca había visto a hacer a nadie y manejaba los abanicos con una gracia fuera de lo común, cubriendo su rostro en contadas ocasiones, dedicándoles sonrisas sugerentes y lascivas miradas que secaban la garganta de Juraknar.

Kaede siguió bailando a pesar del silencio de la sala, moviéndose con gracia, manejando los abanicos con erotismo hasta que supo que había conseguido su objetivo; Juraknar se había levantado del trono e hizo una señal al joven consejero que permanecía impasible junto a la puerta para que fuera llevada a sus aposentos. Mientras, el resto del grupo fue invitado a la sala de descanso.

***

Los aposentos del inmortal eran excesivamente cómodos. Ocupaban parte del cuarto piso y la habitación era bastante espaciosa. Desde la terraza de piedra gris podía ver cualquier rincón de Serguilia.

El suelo de la habitación estaba cubierto por alfombras azules y frente a la chimenea de mármol de color blanco roto había un diván rojo. Cerca estaba la cama, doble, con colchas blancas y limpias que desprendían un agradable olor a flores. Al lado había una mesilla de noche y sobre ella, tan solo una lámpara de aceite. A la izquierda, una pequeña puerta que se comunicaba con los aposentos contiguos: los de su amante.

Se dijo que si estaba allí era para cumplir su plan. Se tumbó sobre las colchas blancas, se quitó el obi, que arrojó al suelo, y abrió un poco su kimono, dejando al descubierto su larga y blanca pierna. Así esperó durante largo rato hasta que la puerta se abrió de repente y él apareció. Era la primera vez que lo veía sin armadura y tuvo que admitir que sin ella también resultaba amenazador. Su cabello rojo le llegaba casi hasta la cintura; sus ojos parecían más brillantes, más violeta, como si pudieran adivinar lo que estaba pensando.

En su mano izquierda balanceaba un exquisito vino rojo. Dio un trago más, derramando parte de él por su recortada barba y, furioso, lanzó la copa al fuego. Con grandes zancadas, llegó hasta el lecho, se tumbó encima de la mujer y deslizó las manos por debajo de su ropa.

Kaede aspiró fuertemente intentando que el inmortal no notara su desconcierto y muy despacio se quitó las agujas que llevaba en el pelo; pero Juraknar aprisionó sus manos contra la almohada. Ella reprimió un grito de terror y solo pensó en la forma de distraerlo. Cerró la boca sobre la suya y la presión sobre sus manos cedió; podía sentir su erección y eso la hizo estremecerse. Nunca tuvo intención de acostarse con él, solo seducirlo y acabar cuanto antes con su vida. Por ello agarró tímidamente las agujas. Su respiración acelerada y la del inmortal le impidieron oír abrir una puerta. Alzó el brazo con rapidez para clavárselas en la yugular, pero una mano de mujer se lo impidió y al instante sintió un pinchazo en su mano. Poco a poco su cuerpo su tensaba, su tráquea se cerraba y sus ojos se volvieron vidriosos. Lo último que vio cuando Juraknar se apartó de encima de ella, antes de sumirse en un intenso sufrimiento, fue a Eliska y su aguijón negro saliendo de la parte superior de su mano e incrustándose en su mano, que ya se había teñido de un enfermizo azul.

Las manos de la señora de la orden cayeron inertes sobre el lecho. Eliska apartó a Juraknar le dio la vuelta al cuerpo casi sin vida de Kaede y tras despojarlo del kimono le mostró su espalda tatuada con un enorme cerezo en flor.

—¿Cómo lo has sabido? —preguntó a Eliska, y esta miró hacia la puerta, donde había un hombre cubierto con ropajes negros del que ni siquiera podía ver el rostro.

—Tu infiltrado traía noticias, pero ya que estabas tan ocupado, pensé en prestarle la atención que requería y no tardamos en unir piezas. La Orden del Cerezo se separó hace días, exactamente cuando tu hija recuperó las segundas armas sagradas, y, ya acabada su misión, decidieron vengarse.

—¡Maldita sea! —exclamó.

—Al parecer estás condenado a morir asesinado por alguien de tu propia sangre —dijo el traidor, pero se arrepintió de sus palabras al sentir la fría mirada del inmortal—. Juraknar, quizá antes de yacer con una mujer sería conveniente que la vieses desnuda. Las pertenecientes a la Orden del Cerezo llevan tatuado este árbol en la espalda. Las tigresas suelen llevar sus rostros o alguna parte de su cuerpo pintados de naranja; son sus pinturas de guerra. Eliska coincidirá conmigo en que una mujer puede ser más peligrosa que un hombre con el arma más afilada.

—¿Qué nuevas me traes?

—Como bien ha dicho Eliska, tu hija ha recuperado las segundas armas sagradas. Durante todo este tiempo han estado custodiadas por la Orden del Cerezo y nosotros lo hemos ignorado.

—Aún podemos recuperar las armas de Crysalia y buscar en Aquilia. Ya sabemos de la existencia de la lanza, dónde se oculta y qué es lo que hace. Con la unión de todas las armas me será difícil hacer frente a sus portadores. La guerra con los zainex fue dura, no sabéis cuánto; me vi con muchas dificultades para derrotarlos, y en parte la culpa era de esas armas. Mágicas, especiales, capaces de invocar la fuerza más elevada de la naturaleza, y poderosas, casi tanto como cinco de mi raza. Tuve muchas dificultades y ahora descubro que las armas van siendo recuperadas poco a poco. ¿Dónde estarán las dagas y el arco?

—Creo que en Crysalia —respondió el traidor—. Y siento decirte que quizá las dagas ya hayan sido recuperadas por el hijo del tigre.

—¡Adéntrate en Crysalia y busca por cada rincón de ese condenado desierto el lugar donde yace el arco y destrúyelo!

—Lo haría, tus órdenes son siempre bien recibidas; pero si vago por el desierto puede que mi ausencia levante sospechas. No querrías eso, ¿verdad?

Juraknar meditó sus palabras y a pesar de lo que lo destetaba admitió que tenía razón. Enviar a su infiltrado a buscar las armas solo le traería problemas; quizá debiera enviar a alguien temible, alguien cuya sola mención hiciera estremecer al más valiente de los guerreros.

—He de admitir que tienes razón. Asrhud-Devra y sus hombres irán en tu lugar.

Al pronunciar su nombre, el más rotundo silencio reinó en la estancia, solo irrumpido por el crepitar de las llamas de la chimenea.

Asrhud-Devra era uno de los demonios del inmortal. Nadie había visto su rostro y preferían no hacerlo, ya que cualquiera que caminara junto a él sentía su fuerza y cómo se escapaba la vida de sus cuerpos. ¿Qué se escondía tras aquellos mugrientos harapos negros? Nadie lo sabía, y mejor no preguntar, ya que el demonio y sus hombres podían llegar a ser incluso más crueles que Juraknar.

—Él traerá a Kirsten junto a mí.

Ni Eliska ni el traidor se atrevieron a llevarle la contraria por miedo a su furia, pero temían que si Kirsten se encontraba con el demonio no sobreviviría a la impresión.

—Tengo más nuevas —continuó el traidor—. Hay una chica más de la orden, Soo, que viaja de planeta en planeta, pero puedes quedarte tranquilo, sé que pronto volveré a encontrármela y entonces la mataré. Ella y las demás componentes de la orden son una amenaza y gustosamente acabaré con ellas. Ahora, si me disculpáis, iré a hacerles una visita a la sala de descanso.

—Un hombre va con ellas —interrumpió Eliska.

—¡Un hombre! —dijo pensativo—. Puede que sea de la tribu de Lobo Azul, quizá incluso conozca el paradero de esta tribu. Juraknar, con tu permiso iré a la sala y averiguaré cuanto pueda sobre los lobos. Sé que son algo salvajes, pero fuertes y valerosos, no temen a la muerte; son una gran amenaza, hay que encontrar su poblado y acabar con ellos.

—Lo dejo todo en tus manos.

El hombre miró a Eliska.

—Puede que necesite ayude, quizá a tu aguijón y a tu veneno le gustaría trabajar algo más durante la noche.

Una sonrisa se dibujó en el rostro de Eliska, y siguió al traidor hasta la sala de descanso, en el primer piso, donde entraron sin llamar.

La estancia era bastante confortable. Los suelos estaban cubiertos de alfombras rojas y había una chimenea de mármol negro al fondo. Cerca aguardaba Lobo. Frente al fuego, tres divanes, dos de los cuales ocupaban las chicas, y al fondo, ante los ventanales, una mesa rectangular de cerezo con varias sillas a juego.

Lobo y Ryoko se intercambiaron las miradas y supieron que sus planes habían fracasado, por lo que debían llevar a cabo el segundo: huir.

El traidor corrió hacia Lobo, quien de una patada golpeó el diván, lanzándolo contra él. Lo evitó de un salto, lo agarró del cuello y le miró fijamente a los ojos.

***

Eliska corrió hacia Ryoko y le incrustó su aguijón en la garganta. Esta cayó al suelo retorciéndose de dolor y sintiendo que el veneno iba actuando poco a poco.

Akane corrió hacia la mesa, saltó encima y desde allí hacia las ventanas. Se llevó la cortina por delante, que la protegió de los cristales rotos, y cayó en el patio interior del castillo. Dos guardias corrieron hacia ella. Cuando ya estaban cerca, Akane saltó con las piernas separadas y golpeó a ambos en el rostro con tal fuerza que sus huesos se quebraron. Siguió corriendo hasta salir del patio y adentrarse en un bosque. Sabía que su única oportunidad de ponerse a salvo era llegar hasta las montañas, pues Kaede era la única que llevaba esfera de viaje y había muerto.

***

Un persistente dolor de cabeza comenzó a atacar la mente de Lobo. Sabía que aquel hombre estaba intentando averiguar dónde estaba su poblado, pero él también gozaba de la facultad de introducirse en los pensamientos de una persona y averiguar lo que escondía, y lo hizo con solo intercambiar una mirada con la persona que se ocultaba tras la capa. Vio sus intenciones, lo ocurrido en los aposentos de Juraknar, el cuerpo sin vida de Kaede y, lo más importante, su verdadera identidad y su relación con los Dra’hi. Quiso comunicarse mentalmente con Daksha, pero el oxígeno dejó de llegar a su cerebro y todo cuanto le rodeaba desapareció.

***

El traidor hizo un gesto a Eliska en dirección a Lobo y esta incrustó su aguijón inyectándole una leve cantidad de veneno, el poco que aún quedaba en su interior, suficiente para que sus órganos dejaran de funcionar.

Mientras, el traidor se masajeaba las sienes. No había contado con que el hombre tuviera el mismo don que él. Había descubierto su verdadera identidad, pero no le importaba, ya que yacía a sus pies. Él también se había llevado una parte de Lobo: el lugar donde estaba situado el poblado, sus entradas y salidas por medio de las cuevas de hielo y sus trampas; ahora solo le faltaba encontrar a la chica que se había escapado.

Corrió hacia la mesa e hizo lo mismo que ella: atravesó la ventana y cayó en el patio. Allí encontró a los dos guardias muertos. Recogió una de sus espadas y corrió hacia la entrada del bosque. Esperó la señal. Los cuervos comenzaron a agitarse y supo en qué lugar se hallaba. Desapareció para aparecer de nuevo frente a Akane, que tropezó con él y cayó de espaldas.

Aterrada, comenzó a arrastrarse hacia atrás hasta que se recuperó de la impresión. Se puso en pie y comenzó a correr en dirección contraria, pero el traidor volvió a aparecer delante de ella y de una sola estocada la degolló. Más tarde volvió a la sala del trono y arrojó a los pies de Juraknar la cabeza de la chica.

El inmortal rió complacido. La cabeza de una de las componentes de la orden era su trofeo. La incrustaría en una pica en la entrada del castillo para que todos vieran pudrirse su carne hasta caer al suelo, y así nadie más osaría desafiarlo.

—Conozco el acceso a Lobo Azul. Pon a mi cargo un ejército de hombres, bestias y mercenarios y partiré ahora mismo para acabar con ellos —solicitó.

Mucho más tarde cruzaba los helados pasadizos de los montes Lobo Azul con un ejército de bestias.

Llegaron al poblado y no hubo hombre que no se alarmara por su invasión, pero eran guerreros y siempre estaban preparados para el ataque. Se movieron con la agilidad y rapidez de un lobo e irrumpieron en su campamento atacándolos con arcos, espadas o hachas, y los más inexpertos solo con sus puños.

Los arqueros se situaron en primera fila, cargaron y lanzaron las flechas. Pero los hombres de Juraknar iban preparados para el ataque y se cubrieron con sus escudos. Cuando ya volvían a cargar, el ejército del inmortal se separaron y comenzaron a arrasar todo a su paso. Algunos llevaban antorchas e incendiaron las casas. Las bestias se fueron abriendo paso entre la multitud y se lanzaron contra los arqueros.

Pronto la tranquilidad del poblado se vio transformada en gritos de dolor, rabia y el humo negro característico de una batalla.

Los Deppho comían las entrañas de los caídos, llegaban incluso a devorar las de sus propios hombres, y los Rocda destrozaban todo a su paso con sus mazas; pero aun así, el pueblo ofrecía resistencia y los pocos arqueros que habían sobrevivido al ataque de las bestias volvieron a cargar.

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