Despertar

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—Preciosa, tengo que irme, mi amigo se impacienta. He matado a uno de los dragones del inmortal, así que tú y las chicas deberéis trasladaros a otro lugar ya que esto dentro de unas horas será un hervidero de monstruos. Quizás debieras advertir a tus clientes sobre el hecho de nombrar al inmortal, diles que quien ose nombrarlo se verá privado de una placentera parte de su cuerpo; estoy cansado de venir y cortar cabezas de dragones.

—Mi querido Lizard siempre fue muy valiente.

—Sí, nena, y lo soy, pero ahora desgraciadamente tengo que irme. Dejaremos nuestra pequeña cita para otro día. Espero que me hagas saber a qué nuevo lugar os trasladaréis.

—Tranquilo, recibirás la noticia.

Con un beso se despidió de su amiga y se dirigió a los hombres.

—No puedo creer que habléis de esa manera de una chiquilla solo por ser hija de quien es —dijo Lizard mal humorado—. Nadie merece morir de la manera en lo que lo deseáis y ahora espero, que de verdad, seas tan buen mata dragones como dices para hacer frente a uno de los dragones de Juraknar.

Tras sus palabras otro vórtice comenzó a abrirse y una bestia surgió de él arrancando exclamaciones de sorpresa entre los asistentes. No tardó en escucharse el sonido del acero al ser desenvainado.

***

Apenas unos minutos más tarde de que el chico hubiera entrado, un hombre casi tan alto y joven como él cruzaba la puerta refunfuñando. Lizard, su amigo de la infancia, tenía ojos claros, azules, y piel pálida; su cabello era rubio y rizado y caía hasta debajo de sus hombros. Una fina y bien recortada barba adornaba su barbilla y una cicatriz fina y pequeña le cruzaba la ceja derecha y el ojo, el cual, de milagro, no había sufrido ningún daño después de tal ataque.

La amistad los unía a ambos a pesar de ser totalmente diferentes.

—¿Qué has visto en el fuego? —preguntó Lizard.

Ambos se encaminaron por las abandonadas y desiertas calles de Khane para cumplir con su destino, que era el de vagar e impedir que les dieran muerte.

—Creo que han caído. Habrá que averiguarlo.

—Estamos muy lejos de Flor de Loto, tardaríamos días en llegar, incluso a caballo nos llevará jornadas.

—Lo sé, por eso vamos a enviar a alguien en nuestro lugar.

—Olvidaba a tu amiguito —dijo. Miró taciturno a su amigo y se apoyó en la seca corteza de un árbol que no tenía ni una sola hoja.

Daksha se llevó los dedos a la boca y emitió un largo silbido. Al instante el cielo fue surcado por un imponente halcón que con gracia se depositó en el brazo derecho del hombre. Daksha le puso comida sobre el pico del animal.

—¡Sobrevuela Flor de Loto! —ordenó al halcón.

El ave emprendió el vuelo y ambos lo vieron perderse entre oscuras nubes, que por momentos se oscurecían más. La mala señal se extinguía.

—He escuchado interesantes rumores ahí dentro —añadió señalando el burdel del que había salido—. Han sucedido cosas en nuestra ausencia. Al parecer el inmortal tiene una hija.

Mientras los hombres se dirigían a los caballos, Lizard le relataba a Daksha lo sucedido en el Madame sin omitir que por fin los Dra´hi hubiera hecho acto de presencia después de cuanto habían oído hablar de ellos.

—¿Qué piensas, Daksha? No pareces sorprendido por lo de los Dra´hi, pero la chica… Descubrir que uno de los hijos del inmortal ha heredado su magia te ha desconcertado.

El hombre no respondió y Lizard no insistió más. Conocía a su amigo y sabía que cuando se volvía taciturno y misterioso, poco podía hacer, aunque al menos esperaba descubrir el siguiente paso que iban a llevar a cabo en su largo viaje.

—¿Adónde nos dirigimos?

—A Flor de Loto. Puede que para cuando lleguemos sea demasiado tarde, pero tengo que ver con mis propios ojos qué le ha pasado a las chicas y al castillo.

Así pues, tras espolear a los caballos, se pusieron en marcha. Con un suspiro de Daksha, emprendieron el viaje hacia el siguiente pueblo, con todas sus esperanzas puestas en encontrar el castillo tal y como lo habían visto la última vez.

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En un lugar muy lejano de donde ahora Lizard y Daksha caminaban despreocupados, cinco chicas luchaban por su vida. Al sureste de Lucilia, en una recóndita y pequeña costa, se encontraba Flor de Loto, un castillo con la forma de dicha flor, donde vivían las cinco damas; jóvenes nacidas con la habilidad de controlar un elemento.

Durante sus cortas vidas habían hecho frente al inmortal, consiguiendo así que Lucilia fuera un lugar mejor para vivir. Pero los ataques de Juraknar cada vez eran más persistentes y ellas pronto caerían.

El castillo blanco, con forma de flor de loto, se hallaba rodeado de agua y para entrar había que cruzar un puente. Guardias experimentados custodiaban la entrada. Vestían armadura roja y sobre su pecho llevaban dibujada una flor de loto de cristal que con los rayos del sol brillaba tanto como el arco iris. En el interior, bajo una enorme cúpula de cristal, dos chicas hablaban de sus futuros planes de lucha. Niara, dama de tierra, y Laysa, dama de luz. Ambas lucían vestidos dorados con mangas acampanadas que llegaban hasta el suelo.

Laysa, de veinte años, y Niara, de dieciséis, planificaban la defensa, mientras las tres damas restantes se encontraban en sus puestos dispuestas a hacer frente a sus enemigos.

El castillo, visto desde el cielo tenía forma de flor, pero desde el suelo tan solo se apreciaba una extraña estructura. Una cúpula de cristal ocupaba el centro del extenso castillo y varias alas de piedra blanca se extendían a su alrededor de una forma rara, como si de pétalos se tratara. Constaba de tres pisos, unos más bajos y pequeños y otros más altos, todos ellos con enormes terrazas. Desde el aire todo el que lo sobrevolara podía apreciar una preciosa flor de loto.

En varios pétalos y en sus respectivos balcones, se encontraban tres de las cinco damas. Eran trillizas, aunque sus rasgos eran muy diferentes. Gabriella, la mayor, era pequeña y robusta, poseía ojos saltones y llevaba su cabello negro y liso recogido en una redecilla. Vestía el traje de las damas con la única diferencia de que sobre su pecho llevaba una flor de loto azul oscura, ya que ella controlaba a la perfección el elemento del agua. Angie, la segunda, era de la misma estatura que su hermana, aunque de constitución débil; su cabello era rojo y sus rasgos parecían más adultos; sobre su pecho lucía la flor en rojo, pues dominaba el fuego, aunque no como el inmortal: solo podía hacer aumentar el calor de los objetos, nada de crear llamas entre las manos. Y Anne de complexión delgada y la más débil; controlaba a la perfección el duro elemento del aire. Sus facciones eran suaves y sus ojos azules resaltaban en un enfermizo rostro pálido. Su cabello era liso, negro y poco agraciado.

Las cinco sabían que no estaban preparadas para su función, pero habían nacido con su poder y debían hacer frente a su destino.

Anne se encontraba en una de las torres y contemplaba todo lo que se les venía encima, un numeroso ejército del inmortal. Algunos eran hombres, otros brujos y algunos horribles seres a los que ni siquiera se atrevía a mirar. Además, entre el numeroso ejército se distinguían varios Rocda, todos armados con sus imponentes mazas.

***

Niara corrió por los largos pasillos hasta llegar a su puesto. Su hermana había decidido subir a la cúpula y ella no estaba de acuerdo y por eso se le iba a adelantar, ya que ella podría hacer mucho más con su magia.

Tras girar varias veces en círculo se paró ante una puerta minúscula y dorada. Se agachó y se coló por ella para dar a un lugar descubierto, la zona que rodeaba la cúpula por el norte, por donde las doncellas solían salir a los exteriores a limpiar los cristales. Enrolló su largo vestido alrededor de sus caderas y comenzó a subir las oxidadas escaleras hasta llegar a una pequeña base blanca en el centro de la cúpula. Con dificultad se puso en pie debido al viento. No pudo evitar soltar un grito cuando una oleada de aire la golpeó y la hizo caer a la plataforma.

Las trillizas esperaban instrucciones de su hermana para derrotar al ejército. Por un momento desvió la atención del enemigo y buscó por los alrededores, pero en ninguna de ellas veía a su hermana. Se arrastró hasta la base y volvió a hacer equilibrios intentando que la corriente no la balanceara. Miró abajo, hacia el interior de la cúpula, y la encontró: un guardia de cabellera negra la tenía inmovilizada y la amenazaba con un puñal bajo su garganta. A pesar del fuerte cristal que les separaba, podía oír la petición del hombre: la rendición, con la cual serían llevadas al castillo de Juraknar.

Podía oír también los gritos de Laysa: nunca se rendirían.

Impotente, observó cómo aquel guardia, un hombre al que durante un tiempo habían creído su más fiel servidor, la degollaba, y con paso amenazante se dirigía a las escaleras para capturarla.

Olvidándose del traidor, miró al frente y alzó sus manos y el encapotado cielo comenzó a teñirse de un azul eléctrico; varios relámpagos comenzaban a concentrarse en su interior y con los ojos completamente blancos señaló a la tierra, la cual comenzó a levantarse como si de una puerta levadiza se tratara.

El fuerte agitar de unas alas la obligó a agacharse y volverse a agarrar a la plataforma: un dragón acababa de pasar por encima de ella. Alzó la vista y vio el castillo sobrevolado por tres dragones.

No había ni rastro de las trillizas, por lo que supuso que habían devorado y el fuerte batir de las alas le hizo perder el equilibrio y comenzó a rodar por la cúpula. En un último intento por no caer clavó el puñal provocando algunas grietas

Entonces alzó la vista. Sobre la base estaba el hombre que había matado a Laysa. Confundida, le vio quitarse la armadura y sus ropas, quedando tal como había venido al mundo, aunque eso no le sorprendió mucho, pero sí el dibujo que cubría su pecho: una bestia de ojos rojos, largos colmillos, hocico de lobo y unas grandes y afiladas garras.

Al contemplar aquello comprendió que a quien creían su amigo en realidad era un Manpai, un hombre y una bestia. El dibujo fue creciendo y la bestia se tragó por completo al hombre, quedando solo el rostro de aquella persona oculto en su espalda, como si de un tatuaje se tratara. La bestia se posó sobre sus patas delanteras cogiendo impulso y Niara comprendió que aquellos serían sus últimos segundos de vida. El monstruo saltó y aterrizó sobre Niara, la cúpula cedió y ambos cayeron al vacío entre cristales y escombros.

***

En la entrada del castillo dos hechiceros posaban sus manos en el suelo y todo alrededor empezó a temblar. Se levantaron grandes olas por detrás, arrasando la fuerte estructura del castillo e inundándolo, llevándose todo a su paso. Los cimientos cedieron y todos vieron sucumbir lo que en su día había sido el pilar de Lucilia, destrozado ahora en el interior de un enorme cráter.

Mientras el castillo se precipitaba al suelo, un halcón sobrevolaba la zona contemplando la caída de las damas de Flor de Loto.

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A Aileen le atormentaba lo que había hecho. Nathair se le había confesado y ahora yacía inconsciente a sus pies. Temblorosa, se agachó junto a él y le quitó la camisa. Como le había dicho, la marca comenzaba a desaparecer, lo que significaba que a Nathrach también le estaría sucediendo lo mismo. Solo pensar en su nombre la estremecía. Con ímpetu posó la camisa de Nathair sobre la herida e hizo presión, aunque sabía que el veneno actuaría pronto por lo que tendría que extraerlo de su cuerpo y posó sus labios sobre los del muchacho. Ahora que su cuerpo estaba en contacto con el de él comenzó a absorber la sustancia tóxica que recorría el cuerpo de Nathair hasta que lo sintió moverse y volver a respirar. Entonces se apartó de él y vomitó el veneno entre temblores que sacudían su cuerpo. Con la mirada llena de lágrimas miró al chico y lo vio sentado, haciendo presión sobre la herida y lanzándole una mirada llena de reproche.

—¡Cose la herida! —ordenó—. En el primer cajón de la mesilla encontrarás todo lo necesario.

Tras coger los útiles comenzó a coser la herida del joven Ser’hi, sumidos ambos en un incómodo silencio.

***

El delicioso banquete estaba logrando que Nathrach olvidase los acontecimientos del día, pero casi se atragantó cuando un terrible pinchazo le atravesó el pecho, y una ligera idea acudió a su mente. Sin decir nada, se puso en pie y abandonó la sala. Una vez en el pasillo, se abrió la camisa y allí observó que su marca comenzaba a desaparecer. Al parecer la estúpida pelea había tenido sus consecuencias. Con grandes zancadas recorrió el largo pasillo y se dirigió a los aposentos de su hermano, donde llamó y esperó impaciente.

—¡No digas nada! —ordenó Nathair a Aileen—. ¿Qué pasa? —preguntó desde el interior de la habitación.

—Nathair, tenemos que hablar —gritó Nathrach.

—¡Estoy ocupado! Ven más tarde.

—Solo será un momento.

Suspiró sabiendo que sería imposible que su hermano se alejara de la habitación y agarrándose a la puerta se puso en pie. Lentamente la abrió y salió del dormitorio, dejando sola a la chica.

—¿Qué quieres? —preguntó cansado.

—Solo venía a pedirte perdón.

—Ya, la marca, ¿no? Temes que desaparezca porque entonces seríamos normales y Juraknar nos mataría sin contemplaciones, como insignificantes gusanos. Por mí lo de antes está olvidado, siempre y cuando no toques a Aileen.

—No te preocupes; ya sé que casi nunca cumplo mis promesas, pero te aseguro que no le pondré un dedo encima, será toda para ti hasta que te canses de ella.

—Gracias. Ahora, si me disculpas, me está esperando.

—¿Te encuentras bien? —preguntó al ver su palidez.

—Me duele mucho la cabeza; recuerda que rodé por las escaleras cuando el Dra’hi me lanzó por ellas.

—Alguien debería verte la herida.

—Tranquilo, Aileen se ocupará de todo; pero me gustaría descansar unos días. Espero que si Juraknar quiere que volvamos a atacar a los Dra’hi cuente solo contigo.

—No te preocupes, te excusaré; no te vendrá mal descansar.

Esperó hasta que su hermano se alejó para volver a entrar en su habitación, donde se encontró con Aileen temblando y cabizbaja.

—¿Te gustaría darte un baño?

—¿Eh?

—¿Quieres darte un baño? —volvió a preguntar—. Te prometo que no miraré.

Asintió incapaz de mirarle y tremendamente agradecida, aunque aún no comprendía su actitud.

Media hora más tarde se encontraba sumergida en una bañera que habían subido y limpiaba cada centímetro de su cuerpo, mientras Nathair permanecía girado y sin apartar la vista de la pared. Se enjabonó su cabello rojo, se lo aclaró y volvió a sentir su suavidad por su desnuda espalda. En el agua lavó su cuarzo, que comenzaba a perder el color rosado que antaño brillara con fuerza; casi había desaparecido para dar paso a un tono gris claro. Mientras lo contemplaba se preguntaba cuándo tiempo de vida le quedaría. Mucho más relajada tomó el batín que Nathair le había prestado.

—Ya puedes mirar —musitó.

—¿Te encuentras mejor?

—Estoy bien, soy yo la que te he herido no hace mucho.

—Puedo comprender tus razones. Si no te importa, me gustaría dormir. Lo haré en el suelo y tú en la cama.

—Es tu habitación —replicó—. Puedo dormir en el suelo, llevo prácticamente seis meses haciéndolo.

—Eso se acabó. Ocupa la cama.

Nathair tomó la colcha roja que cubría la cama y envuelto en ella se tumbó, donde enseguida concilió el sueño.

Aileen caminó hacia él casi sin hacer ruido, deslizó sus dedos por su rostro y notó que tenía fiebre. No le extrañaba, después del tremendo golpe que le había asestado y de la cantidad de veneno que había introducido en su cuerpo; en realidad, aún le sorprendía que estuviera con vida. Con esfuerzo lo levantó del suelo y lo acostó en la cama, donde veló por su bienestar con los ojos muy abiertos aunque su agotamiento la venció y finalmente cayó dormida sobre el colchón.

El fuerte estruendo de alguien que llamaba a la puerta la sobresaltó. Miró a la ventana y solo vio oscuridad. Se preguntó cuántas horas habría dormido. Volvieron a insistir y corrió hacia la puerta. Cuando la abrió se encontró con la mirada fría de Nathrach. Él la apartó, se dirigió a su hermano y tocó su frente.

—Está mejor —dijo en un inaudible susurro—. En un par de horas despertará.

—Más te vale que le cuides, si no ya sabes qué ocurrirá, y poco me importara la promesa que le hice a mi hermano. Si él se pone peor, tú lo pagarás.

Incapaz de mirarlo, permaneció oculta en un rincón de la habitación hasta que abandonó la estancia. Fue entonces cuando se dejó caer, se abrazó a sus rodillas y lloró desconsoladamente, hasta que una suave mano le acarició el rostro, surcado por lágrimas.

—¿Qué te ocurre? —preguntó Nathair.

—Nada. ¿Estás mejor?

—Sí. Deberías dormir tú un par de horas —dijo ayudándola a ponerse en pie y llevándola hacia la cama—. Nunca te dañaré, ¿me oyes? No soy mi hermano y nunca te tocaré; te protegeré. Sé que me tienes miedo, pero con el tiempo verás que puedes confiar en mí, y entonces dejarás de temblar y serás capaz de mirarme a los ojos.

—No creo que sea capaz de mirar a nadie más a los ojos.

—Lo que te ha hecho mi hermano es despreciable y tú no tienes la culpa de nada. Ahora mírame —exigió—. Me gustan tus ojos y cuando te hable quiero que me mires. Ahora duerme, yo estoy bien.

Asintió sintiendo que el gran peso que oprimía su corazón desaparecía y se sumió en un tranquilo sueño. Y durmió como no lo había hecho en meses, sin que las pesadillas la atormentaran o cualquier sonido de la noche la sobresaltara temiendo que Nathrach acudiría a su mazmorra. En su inconsciente vio su hogar, el que había abandonado meses atrás y al que ansiaba regresar.

El Bosque Azul, en su día había sido un precioso bosque de altos y frondosos árboles, mientras que ahora era un lugar más de Serguilia, dominado por sombras que acechaban en busca de presas. Nunca había visto la luz del sol, aunque sí había oído hablar de ella. El sol devolvería a su hogar la apariencia de antaño y acabaría con Juraknar, sus bestias y la tristeza del lugar.

A Nathair le gustaba contemplarla. La veía tan serena y tranquila cuando dormía que parecía otra persona diferente a cuando la arrastró hasta su habitación. Aún le dolía la herida que le había provocado, pero él estaba acostumbrado a los profundos cortes. Durante años su hermano y él mismo se habían entrenado duramente y siempre era él quien salía mal parado, por lo que el dolor formaba parte de su triste vida.

Llevaba dos días enteros en su habitación sin salir para nada. Deseaba conocer los planes de Juraknar; por su hermano había sabido que planeaba algo, aunque en esta ocasión no pensaba contar con ellos dos, sino que lo haría él mismo, cosa extraña, por lo que imaginó que debía de estar de pésimo humor. Le preocupaba Kirsten, aunque sabía que no la mataría; lo peor que podía ocurrirle era que volvieran a traerla, y entonces él se encargaría de ponerla a salvo. Su hermano no la destrozaría como había hecho con Aileen. Ahora que la observaba, con su rostro pálido y su cabello rojo y limpio, la recordaba con claridad: rememoró el día que apareció en el castillo acompañada de su amiga, ambas radiantes y felices; incluso le habían sonreído y, después se habían reído discretamente y habían murmurado cosas sobre él.

Al parecer su amiga tenía interés en Nathair, aunque con el tiempo todo cambió y prácticamente le evitaron. Con el transcurrir de los días llegaron a convertirse en sombras, y su recuerdo, el de sus sonrisas, solo permanecería en su mente.

Suspiró y apartó la vista de ella. Miró a la ventana, que ocupaba buena parte de la habitación: la noche era negra y espesa y lo único que distinguía eran los montes en la lejanía y oscuridad.

Se preguntaba cómo se verían los Dientes de León bendecidos por los rayos del sol con sus cimas nevadas. Suspiró por lo estúpido de sus sueños y se dejó caer en el suelo, que se encontraba repleto de libros. Desde que Aileen le había nombrado la Lanza de la Serenidad había sido incapaz de apartar el nombre de su cabeza. Le sonaba, creía haber leído algo de ella, y prácticamente llevaba dos días sin dormir intentando encontrar respuestas. Si lo que decía era cierto, quizás entonces tuvieran una posibilidad de vencer al inmortal. Quizás fuese un cuento con el que dar falsas esperanzas, para que hombres, y mujeres se armaran de valor para hacer frente a su enemigo. Tras soltar un suspiro, volvió a coger un pesado ejemplar y lo dejó caer en sus entumidas piernas. Lo había encontrado en la biblioteca de Juraknar, aunque estaba prácticamente escondido a la vista de todos. El volumen era antiguo, tapizado en piel de dragón y con una extraña escritura grabada en la portada. Le era difícil entender su significado, ya que se encontraba escrito en antiguo meirilia, el dialecto usado en toda la galaxia de Meira, aunque con los siglos fue evolucionando, convirtiéndose en un idioma diferente. Pero gracias a las clases que recibía de un maestro que siempre iba encapuchado, había aprendido valiosas lecciones.

Cuando tenía ocho años un día se ocultó en la biblioteca, temeroso de que su hermano le diera una paliza por haberle quitado una pieza de fruta. Se apoyó en lo que creía que era una estantería de libros y esta se abrió. Acabó rodando por las escaleras de caracol hasta que se encontró con un encapuchado que ni siquiera se dignó mirarlo. Ambos hicieron un trato: él podía ocultarse allí cuantas veces quisiera a cambio de que le llevara comida. Cumplió con su parte del trato y la amistad entre ambos fue creciendo. Y fue aquel hombre quien le enseñó a leer, escribir y conocer otros idiomas.

Volvió a prestar atención al libro y se detuvo en una página en particular. Allí encontró las preguntas a sus respuestas: el dibujo de la Lanza de la Serenidad. En realidad a él le parecía un tridente; era largo y plateada y de tres puntas, con varias piedras de colores. Su sola imagen le trasmitía paz y esperanza. Soltó el libro y al hacerlo una susurrante voz comenzó a atormentarlo; repetía una y otra vez: «Ayuda a Aileen». Tras varias repeticiones entendió el mensaje. Se trataba de su maestro, Naev, quien le hacía llegar tales palabras.

—¿Alguna vez has visto la luz del sol? —preguntó Aileen en un susurro.

—Sí —respondió sobresaltado y con la voz de su amigo acribillándole su dolorida mente—. No hace mucho. La vi en el mundo en el que vive Kirsten, en la Tierra.

—Un planeta donde la magia es un cuento de niños, ¿no?

—Sí, el mismo.

—¿Te gustó ver la luz del día?

—Sí —admitió—. Además, sentir su calor en la piel es muy agradable. No te aflijas, algún día nosotros también volveremos a ver la luz de nuestros dos soles. Ahora tengo que enseñarte algo.

Tomó el ejemplar y lo dejó cerca de Aileen.

—Según el libro, únicamente la princesa de las ninfas deberá poseerla, pero has de ganarte el honor de tomarla.

—Aún no he encontrado ninguna explicación a ese mensaje —confesó la princesa—. ¿En ese libro no dice nada?

—No lo sé, mi conocimiento sobre el meirilia no es muy bueno, pero entiendo algo de los pilares, ¿te suena?

—No, aunque quizás mi padre tenga respuestas.

—Pensé que tus padres habrían muerto. Que estaba sola y por eso estás aquí.

—Cuando abandoné el Bosque Azul mi padre estaba moribundo y no creo que siga con vida, su tiempo se acabó, igual que el de mi dama de compañía.

—¿Qué le ocurrió?

—Ella sabía que esperaba un hijo de tu hermano. La destrozó. Cuando murió me dijo que con la muerte quedaba libre de él.

—Sé que no me crees, pero a partir de ahora estarás a salvo. Mi hermano no volverá a tocarte —le aseguró—. Ahora ¿por qué no me enseñas el muro que protege la lanza?

—Vale —respondió de mala gana.

—Aileen, me gustan tus ojos grises, y como te he dicho, quiero que me mires cuando te hable.

—Lo siento.

—No quiero que te disculpes, pero por favor, intenta comportarte conmigo con la mayor tranquilidad. ¿Dónde tenemos que ir?

—A las mazmorras, donde duerme el servicio.

—Vamos —dijo cogiéndola de la mano.

—Prefiero ir por los pasadizos, es más seguro y nadie nos verá. No debemos levantar sospechas.

—No tenía conocimiento sobre la existencia de pasadizos —admitió sorprendido.

—Todas las habitaciones lo tienen; el servicio cuanto menos sea visto u oído mucho mejor. ¡Sígueme!

Ambos fueron al final de la habitación y tras descorrer un tapiz rojo con líneas doradas llegaron a un oscuro y húmedo pasadizo.

—Estoy segura de que nunca has mirado detrás de cuadros o de los tapices —dijo con una tímida sonrisa en los labios.

—He de admitir que no, pero confieso que tu sonrisa me trasmite felicidad.

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