Despertar

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Entraron en una de las estancias y caminaron por su interior. Estaba inmaculada. Al fondo el fuego crepitaba en una chimenea y frente a esta había un diván y una cama doble con doseles blancos, los cuales no permitían ver si estaba ocupada. Los Ser´hi, con sus armas preparadas, corrieron la tela que impedía la visión. Yacía una persona que había sido prácticamente devorada y desprendía un desagradable olor.

Salieron enseguida de allí y se dirigieron al siguiente piso, que encontraron a oscuras. Aileen tomó una antorcha y encendió las del pasillo. Observaron que las puertas estaban en pie, aunque con zarpazos en la madera.

Los hermanos, preparados para encontrarse con algo peor que en el piso anterior, entraron y encontraron la habitación también a oscuras.

Nathair fue encendiendo las antorchas y comprobaron que era idéntica a la anterior y estaba inmaculada. Encendió la chimenea, frente a la cual estaba el diván y al fondo la cama con dos mesillas de noche. La tela de los doseles estaba recogida y en la cama no había ninguna sorpresa. Aun así, Nathair siguió examinando la habitación. Algo que no le encajaba. Había un espejo pegado a la pared, a la izquierda de la cama. No había armario ni escritorio, pero sí un espejo, y eso le pareció extraño. Entraron en la habitación de enfrente y la encontraron exactamente igual, también con un espejo, aunque frente a este se encontraba una tinaja.

—¡Estaría bien darnos un baño! —sugirió Nathrach.

—Sí, puede que encontremos agua; pero antes debemos prepararnos para los ocultos. Yo me ocupo de esa parte y tú buscas agua. Vosotras, de momento, os quedáis aquí. ¡Nathrach!

—Sí, agua. Buscaré en los demás pisos. Oye, Nathair, el espejo...

—Lo sé, hay un pasadizo tras él. Habrá que hacerlo caer para protegernos de los ocultos.

Nathrach asintió y se perdió tras las escaleras con una antorcha. Nathair se quedó con las chicas en la habitación.

—Por favor, ¿podréis estar unos minutos a solas sin tiraros de los pelos o arañaros?

—¡No somos animales! —intervino Dharani, y Nathair enarcó una ceja por su comentario—. No nos compares con las tigresas. Ellas son inferiores a nosotras y sí actúan como animales. Si quisiéramos enfrentarnos lo haríamos con la magia de las ninfas. Aun así, no debes preocuparte. Trabajaré con la princesa para hacer de este sitio un lugar seguro en el que podamos descansar hasta que partamos hacia el siguiente lugar sagrado. Temo que lo que acabó con esa mujer irrumpa en nuestras habitaciones, y todos sabemos que no fue un oculto.

—¡Tenía unas fuertes mandíbulas! —dijo Aileen, y Nathair le miró con reproche—. ¿Qué ocurre?

—Hubiera preferido que no hubieras visto nada —Nathair suspiró y miró hacia las escaleras. Su hermano no volvía—. Por favor, esperad aquí.

Cerró la puerta tras él y observó el pasillo. Iba a ser difícil protegerse de los ocultos. De su mochila extrajo varios amuletos y los colgó en las paredes, junto a las antorchas; dejó también varios en el suelo. No tardó en ver a Nathrach cargado con unos cubos de agua.

—¿Qué tal lo de arriba?

—Bien, vacío, pero alguien ha estado en la torre hasta hace muy poco. Hay comida, incluso carne, y aún está en perfectas condiciones. ¿Cuánto queda para la luna?

—Ya ha salido, pero no he visto en los alrededores las luces rojas.

Entraron en la habitación que ocupaban Aileen y Dharani y tras poner el agua a calentar se asomaron a la ventana. En el bosque que rodeaba aquel lugar vieron las luces rojas brillar y moverse, pero por alguna razón que desconocían no se adentraban en la ciudad. Les parecía un comportamiento extraño, pero lo prefirieron; al menos no tenían que preocuparse de que entraran en la torre.

Aileen y Nathair se quedaron a solas en la habitación. Dejó que la ninfa se diera un baño a su espalda mientras él miraba por la ventana, con la mano en la empuñadura de su arma. Algo aterrorizaba tanto a los ocultos que no se atrevían a entrar en el poblado.

Desvió la mirada hacia el espejo. Posó sus manos sobre él y palpó su superficie; luego tomó su arma, la alzó y cuando se disponía a hacerlo pedazos llamaron a la puerta.

Nathrach y Dharani reclamaban su turno para el baño.

Abandonaron la habitación y pasaron a la de enfrente y allí Nathair se dejó caer sobre la cama, mientras que Aileen caminó hacia el espejo. De pronto en el vidrio su imagen comenzó a moverse como si se viera reflejada en agitadas aguas y unas manos tapadas con ropas oscuras la tomaron y la arrastraron al interior, ante la impotencia de Nathair. El espejo enseguida volvió a la normalidad; Nathair corrió hacia él y lo hizo pedazos con su espada, pero no encontró nada, no había pasillo como creía, sino una pared.

La golpeó y salió de la habitación impotente por el rapto de Aileen. Pensó pasar a la que ocupaba su hermano con la ninfa, pero desistió y bajó al piso inferior. Sus pasos resonaban en la silenciosa torre, aunque de fondo escuchaba algo más, un sonido que le estremecía, como el de cadenas arrastrándose.

Cuando llegó abajo entró en la habitación donde habían hallado el cadáver y sin mirar a la cama se dirigió al espejo, que hizo también pedazos y tras él encontró un pasadizo. Volvió al pasillo, recogió una antorcha y se internó en él.

No oía nada y el pasadizo seguía girando y subiendo; rodeaba la torre por la parte externa. Llegó a la parte superior y de una patada derribó la puerta que le impedía acceder a otra habitación e inevitablemente se sorprendió por lo que encontró allí.

***

Naev llegó a Phelan casi arrastrándose. Las heridas que la bestia le había causado eran más graves de lo que al principio le parecieron. Estaba débil y su vista se volvía borrosa, por lo que hubo de apoyarse en la pared para no caer al suelo. Tosió y se llevó la mano a los labios, donde apreció sangre.

Entró en el pueblo y se arrastró hasta la torre. Parecía el único lugar habitable y estaba seguro de que Nathair y los demás estarían allí. Entró en ella y muy lentamente comenzó a subir, buscando una habitación segura.

***

—¡¿Lucian?! —preguntó Nathair sorprendido.

Pensó que nunca más iba a volver a ver al anciano con el que estaba hablando Aileen. Había sido consejero de Juraknar desde que él tenía conocimiento y varios meses atrás había desaparecido. Pensó que había muerto y que Juraknar se lo había ocultado, pues su puesto lo ocupaba otro consejero.

El anciano estaba demacrado y varias heridas quedaban a la vista entre sus ropas gastadas. Lo recordaba con un aspecto inmaculado, muy lejano al que ahora ofrecía. Su cabello blanco estaba sucio y alborotado, lo mismo que su barba, y grandes bolsas asomaban bajo sus ojos.

—¡Joven Ser’hi, por favor, póngase cómodo!

Desconcertado, tomó asiento junto a Aileen en una incómoda silla. La princesa le cogió de la mano.

—¡Pensé que habías muerto! —exclamó sorprendido—. ¿Qué haces aquí y por qué te has llevado a Aileen así de mi lado? Me has asustado.

—Princesa, para mí ha sido un placer, pero necesito hablar a solas con Nathair. Por favor, le pediría que volviera a su habitación.

Aileen hizo un gesto de asentimiento y se puso en pie para salir, pero Nathair se lo impidió.

—No importa, Nathair. Es mejor que habléis a solas. Pero prométeme que volverás a la habitación.

—¿Qué?

—¡Promételo! —exigió.

—Está bien, te lo prometo. En cuanto termine de hablar con Lucian, volveré tu lado.

Aileen se perdió entonces por los pasadizos que ocultaban los espejos de la torre.

—¿Qué ocurre? ¿Por qué te marchaste?

—He servido al inmortal desde que solo unos pañales lo cubrían. Unos cuantos más y yo mismo lo criamos. Es un monstruo. Me marché de su lado porque no me agradaba su cambio de actitud; se ha vuelto demasiado confiado y soy incapaz de estar con alguien que no escucha mis consejos. Nathair, quizá te interese saber que estoy enterado de todo.

—¿Qué es lo que sabes?

—Todo. Puede que ya no viva en el castillo, pero estoy al tanto de cuanto ocurre. Sé de tu traición, de tus planes, de Aileen, princesa de las ninfas... Conozco lo referente con la Lanza de la Serenidad y lo que haces aquí; es más, incluso sé que has visitado el primero de los pilares.

—¿Cómo...?

—¿Que cómo lo sé? Soy consejero. Fui la mano derecha del inmortal durante mucho tiempo; mi misión era la de conocer todo cuanto ocurría a su alrededor. Y, joven Nathair, sé lo de tu amigo. Alguien a quien tú llamas Naev y del que lo ignoro todo.

—¿Vas a traicionarme?

—No. Quiero hablarte de algo que desconoces de ti. Es sobre tu madre.

—Ella nos abandonó. Le dio miedo, huyó cuando me dio a luz.

—Eso no es verdad. El inmortal no quería que los hijos de la serpiente fueran chicos débiles o con sentimientos. Quería que fuerais como él, fríos como el hielo, sedientos de sangre y para ello os privó de vuestra madre. Ella solo haría que os ablandaseis. Y se deshizo de ella. La asesinó. Yo estaba delante, tu madre te estaba dando el pecho. Os quería mucho, a ti y a tu hermano; erais lo únicos que le quedaba después de vuestro padre.

—¿Qué le ocurrió a mi padre?

—También fue asesinado. Ya sabes que trabajaba para el inmortal, pero opuso resistencia cuando quisimos llevar a tu madre al castillo. Lo confieso, fui yo mismo quien mató a tu padre. Actué como un cobarde, lo acuchillé por la espalda y lo dejé morir lentamente. A tu madre le hicimos creer que lo mató una de las bestias y que por ello era llevada al castillo. Un trato especial para las mujeres de los hombres que habían servido al inmortal.

—Pude haber llevado una vida mejor... —dijo serio—. Pude haber sido un chico normal.

—La marca hubiera nacido en ti, eso es lo de menos; si el monje no hubiera traicionado a los Dra’hi nosotros nunca hubiéramos sabido de vuestra existencia —gritó—. Estabais destinados a ser compañeros de batalla de los Dra’hi, unidos los cuatro contra el inmortal, pero Shen cambió el destino. Os puso de su lado.

—¡Maldito sea el monje!

—¡Niño, no blasfemes!

—Hablaré como quiera, no eres el más indicado para darme consejos. ¡Dejaste morir a mi padre lentamente! —le acusó—. No hiciste nada para evitar que mi madre sufriera. ¡Podrías haberla llevado a algún lugar seguro! Con los Dra’hi.

—Sabes que por entonces trabajaba para el inmortal.

—¡Y ahora te arrepientes! —acusó—. Después de todo el daño que has causado. Estoy aquí encerrado, velando mis pasos, cuidando cada movimiento que hago para que el inmortal no me lance a las negras aguas para ser alimento de las sirhad, o para no quedarme una noche de Oculta a la intemperie atado y amarrado para alimento de esas fieras.

—Si fueras compañero de los Dra’hi nunca hubieras conocido a Aileen.

Estas palabras tranquilizaron un poco a Nathair.

—¿Para qué me cuentas todo esto?

—Hay algo que desconoces. Nathair, tienes que tener siempre en cuenta que tú eres el verdadero hijo de la serpiente, el nacido el año de la serpiente, no tu hermano. Él es el mayor, pero tú eres el verdadero Ser’hi, el más fuerte de los dos. Hay cosas que tú podrás hacer y tu hermano no, ¿comprendes?

—Hmm... Más o menos.

—Esto se me hace muy difícil... Sé que lo que voy a decirte te va a doler, pero debes saberlo. Durante años el inmortal ha intentado controlar la hechicería. Él es fuerte, pero hay cosas que escapan a su control, como la Oculta. Siempre ha intentado ser el más fuerte. Tu madre le causó un gran impacto; era preciosa, la mujer más bella que había conocido y el inmortal quedó prendado de sus encantos. Eso le inquietó. No quería ser débil. A pesar de que la mató, nunca fue capaz de deshacerse de su cuerpo. En el castillo hay innumerables pasadizos, algunos que ni siquiera el servicio los conoce. Uno de ellos está camuflado entre columnas y lleva a una de las torres superiores.

Nathair recordaba muy bien aquel pasadizo. Cuando vio a Juraknar hablar con el traidor de los Dra’hi, se perdió en un túnel que desconocía. Las paredes se movieron y luego desaparecieron, sin dejar evidencia alguna de su existencia.

—Utilizó el cuerpo de tu madre. En ella experimentó hechizos. Nathair, es duro, lo sé, pero tu madre no está muerta, es un monstruo.

—¡No te creo! —gritó poniéndose en pie—. Nadie puede hacer eso. Nadie puede volver a la vida a los muertos, es... es imposible.

—Solo pensé que debías saberlo y de alguna manera, recompensar la información que le he facilitado, además de proteger su traición.

—No estoy recibiendo esta información sin algo a cambio, ¿qué es lo que quieres?

—Mírame, soy un anciano débil y demacrado, casi no puedo moverme. No sería capaz de evitar una sola estocada de tu espada aunque fueras el guerrero más lento de toda Meira. ¡¿Por qué no me matas?! —gritó lleno de rabia.

—Si lo hiciera me convertiría en alguien que no quiero ser. Me enfrento a ello cada día —le miró fijamente y el anciano pudo apreciar ira en sus ojos—. No soy Nathrach, y mucho menos Juraknar. Si te mato estaré más cerca de ser como ellos. Deberás buscar tu liberación por otro medio, no seré yo quien te mate.

El anciano rió y Nathair intentó ignorar aquella risa histérica que comenzaba a inquietarle.

—¡Nunca saldréis de este pueblo maldito! —gritó Lucian entre carcajadas y como temía volvía a estar solo. A pesar de haber confesado al Ser’hi que él había sido el asesino de su padre, no lo había matado, sino que lo había dejado en aquel lugar sabiendo que sufriría más. Pero no podía seguir así. Quería ser libre y odiaba el día que se refugió en Phelan.

Únicamente veía una solución para escapar de aquel lugar. «¡Juraknar!», murmuró. Nombró al innombrable, que se había convertido en su enemigo tras abandonar el castillo en plena noche y al ver el vórtice crearse en la nada supo que sería su fin, y su grito de dolor al ser devorado por el dragón se escuchó en toda la torre.

***

Aileen llegó a la habitación algo decaída por la noticia transmitida por el anciano. Este la había utilizado solo para hablar con Nathair, aunque le había confesado lo de su madre. Le parecía cruel y se preguntaba cómo encontraría a Nathair cuando llegara a la habitación.

Suspiró y se detuvo ante una pared. Recordaba que cuando el anciano la había arrastrado tras el espejo había hecho vencer aquel muro con una palanca oxidada y vieja. Entonces se dio cuenta de que quizá quería ganar tiempo con Nathair para antes hablar con ella.

Volvió a suspirar y no tardó en encontrar la palanca, tiró de ella y se sorprendió al encontrar a Naev en la cama. Parecía herido y agotado. Corrió hacia él y se sentó a su lado en la cama.

—¡Naev! ¿Qué te pasa? ¿Estás bien?

—Tranquila, ya me encuentro mejor. No tengo fuerzas para viajar. Prefiero quedarme aquí.

—Por favor, Naev, quítate la capa. Curaré tus heridas. Deja que te vea.

—Princesa, prefiero que no veas mi cuerpo.

—Nathair me dijo que tenías el rostro desfigurado. No me importa, debes dejar que te cure.

—Tranquila. Ya he sanado mis heridas y las he vendado. Deja que descanse... Quizá sí puedas hacer algo para ayudarme.

—¿Qué?

—Sé qué eres buena con las plantas. Prepárame algo que para que me alivie el dolor.

La princesa corrió hacia el zurrón de Nathair y de allí extrajo varias bolsas de hierbas con cuya mezcla elaboró un bebedizo. Se lo ofreció y le ayudó a tomarlo.

—¡Naev!

El encapuchado miró a la princesa extrañado por su expresión de tristeza.

—¿Qué te ocurre?

—Es por Nathair. No sé qué hacer.

Con pocas palabras le resumió lo contado por el consejero. El maestro desconocía tales hechos, a pesar de haberse movido por los pasadizos del castillo durante años. De pronto vieron la puerta levantarse y un taciturno Nathair apareció tras ella. No preguntó por qué Naev estaba allí, sino que se dirigió directamente al fuego, tomó asiento frente a él y se abrazó a sus rodillas, haciendo oídos sordos a las palabras de Aileen.

Naev posó su mano sobre el hombro de Aileen e hizo un gesto negativo. Era mejor dejarlo solo, por lo que ambos se tumbaron sobre la cama a descansar.

Una vez que Nathair se aseguró de que dormían, extrajo de su cintura la bola azul que le había entregado Juraknar. La sostuvo en sus manos hasta que un círculo comenzó a expandirse y la imagen de Kirsten ocupó el campo de visión. Dormía y parecía estar a salvo. Suspiró y la observó durante un momento, ante la mirada de Aileen, que lo observaba todo. Tras un largo rato, hizo desaparecer la imagen y se dirigió a la princesa, que había cerrado los ojos para fingir que seguía dormida. Se arrodilló frente a ella y deslizó los dedos por su rostro. Le parecía preciosa, pero la veía muy lejana… Estaba hecho un lío.

Deprimido, cerró los ojos y permaneció junto a ella, con la mano cerca de su rostro, tocando su piel, hasta la de Aileen la acarició.

—Aileen... —dijo con tristeza.

Ella posó los dedos en sus labios impidiéndole hablar y le rodeó con los brazos. Pronto sintió las manos de Nathair rodeando su cintura con mucho cuidado, sin sentirlas apenas.

—No soy de cristal, no voy a romperme porque me abraces más fuerte.

Nathair rió, agradeciendo sus palabras, y la estrechó entre sus brazos.

—¿Estás mejor? —preguntó Aileen, acariciando su rostro.

Él afirmó, incapaz de hablar, y ambos se acercaron a la ventana, donde observaron las luces de los ocultos moviéndose por los alrededores, sin atreverse a entrar en el pueblo. Fue entonces cuando repararon en los seres con ojos amarillos que vagaban como almas en pena por todo el poblado.

—¡Creo que vamos a estar mucho tiempo aquí! —exclamó Nathair, y Aileen, con pesar, hizo un gesto afirmativo dándole la razón.

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Nad estaba de nuevo en su poblado. Sabía que debía seguir las órdenes del encapuchado, pero antes prefería hacer una parada en el poblado de las tigresas, lugar donde lo veneraban por la marca que lucía su pecho; además, tenía que hablar con alguien.

La noche había caído en Crysalia y el lugar estaba más que silencioso. El poblado de las tigresas se encontraba en el interior de Montes Tigre; unos terrenos secos que durante el día alcanzaba altas temperaturas y por las noches se volvían muy frías. El pueblo se hallaba en el interior de un valle donde nadie entraba o salía sin su consentimiento. Había varias cabañas de madera repartidas por la zona, todas rodeando la hoguera del centro. Se dirigió allí y tomó asiento en uno de los bancos de madera. No muy lejos se encontraba un mástil de madera con la bandera de la tribu, que ondeaba con la brisa nocturna. De fondo blanco, llevaba la imagen de un tigre igual que el de su marca.

—¡Bonches nithes! —saludó alguien tras él en el idioma de la tribu.

—¡Bonches nithes! —saludó sin girarse. Sabía que a su espalda se encontraba su maestra, Syderlia, una tigresa mestiza; por sus venas corría sangre de humano y por ello quizá fuera más civilizada que cualquiera de las tigresas, aunque no sería él quien levantara la furia de su maestra. Era una mujer alta, delgada, aunque no débil. Tenía los característicos ojos felinos de la raza tigresa; exceptuando eso, su imagen era bastante normal, aunque Nad no podía llamarlo así. Vestía ropas oscuras y apretadas: pantalones a los que faltaban varios trozos, dejando al descubierto su curtida piel; camisa negra de tirantes, que le caía unos centímetros por debajo de los pechos y dejaba al descubierto un firme estómago. Su boca era sensual y poseía rasgos finos y perfectos, aunque eso no le daba apariencia débil, porque Nad sabía mejor que nadie lo dura que era su maestra. Tenía el pelo largo, negro y rizado, recogido en una coleta alta.

Syderlia tomó asiento junto a Nad y le pasó el brazo por los hombros.

—¿Habéis vuelto a discutir?

—Es imposible no hacerlo.

—Ya sabes cómo es. Dale tiempo.

—Me culpa de lo ocurrido. ¡Por el amor de los Dioses! Solo tenía tres años cuando sucedió —se lamentó el hijo del tigre—. Siento mucho lo que ocurrió entonces, pero me lo reprocha. Y no le importa nada mi vida.

—¿Qué te hace pensar eso?

—Quiere que visite los lugares sagrados. No quiere pedírselo a Nathair porque hará preguntas que no puede responder. En realidad, me sorprende que no empiece a sospechar.

—No creo que Nathair sospeche de Naev. Ha sido su única compañía desde que era un niño; antes de desconfiar de él se amputaría un brazo.

—Supongo que sí —afirmó Nad.

—No tengas en cuenta las palabras de Naev, seguramente solo estaría enfadado; ya sabes lo temperamental que es.

—Es paciente con todos excepto conmigo. Syderlia... sabes que no puedo pisar suelo sagrado. Me desintegraré o quemaré. Solo pueden entrar Nathair, Xin y la princesa de las ninfas, por eso de sus recuerdos, nadie más. No creo que ninguno de los tres destruya las esferas sin hacer preguntas, y sabes que no podemos contestarlas, de momento; nuestras vidas correrían peligro. Y además es demasiado pronto para romper las esferas.

—No te preocupes, yo hablaré con Naev. Estaría furioso. No va a dejar que arriesgues tu vida innecesariamente.

—¿Por qué no? —preguntó furioso—. Me odia, y a pesar de que lo niegues, lo sabes.

—Has de admitir que lo pasó muy mal, pero por ello no debe culparte. Nad —dijo con un suspiro—, debes endurecerte. Eres el hijo del tigre, tienes una gran misión. Debes ser más fuerte.

—No pedí ser el hijo del tigre, ¡no lo pedí! —gritó.

—En el fondo aún eres un niño. Atente al plan, Nad, estás perdiendo tiempo. Descansa esta noche y sigue con la misión. Naev se ocupa de los Ser’hi y tú de los Dra’hi. Ese es el trato. Sé que están en las montañas Lobo Azul y tendrán dificultades, debes ayudarlos.

—Solo sirvo para ayudar. A nadie le importara que desaparezca.

—¡No digas estupideces! —exclamó molesta por la actitud de su alumno—. Levántate, entra en tu cabaña y descansa. Quiero verte en pie mañana con las luces del alba para partir hacia Lobo Azul.

—¡No me gusta ese poblado!

—No te lo estoy sugiriendo, te lo estoy ordenando. Mañana te marchas.

—¡Es noche de Oculta! —recordó Nad aún enfurruñado.

—Pues correrás el riesgo. No soporto verte aquí lloriqueando. Mañana partirás. Tienes que guiar a los chicos por los terrenos de Lucilia. Guiaste a Kirsten hasta Viento y Agua, ahora tienes que hacerlo hacia Cerezo. ¿Me estás escuchando?

—Sí, te escucho. A veces eres insoportable. Está bien, me marcharé mañana, pero escucha con atención lo que te digo: ayudaré a los Dra’hi, seguiré con el plan, pero no pienso poner un pie en Lobo Azul. Esperaré hasta que se marchen, pero no visitaré ese poblado.

—Me parece bien. Yo te esperaré en los terrenos del norte, donde te dirigirás cuando los lleves hasta Cerezo. Debemos ayudar en todo lo posible para que el plan siga su curso, y no quiero más lloriqueos.

—¡No quiero más lloriqueos! —se burló él por lo bajo.

—¡Te he oído! Ahora vete a tu cabaña y mañana, cuando irrumpa en tu cabaña, no quiero verte en ella. Sabré si te estás escondiendo en el poblado como si fueras un chiquillo asustadizo y miedoso.

Nad gruñó, se puso en pie, dejando en la hoguera a su maestra y se perdió en el interior de una de las cabañas ante la mirada de Syderlia.

A la mujer no le gustó la idea de que visitara a Naev. Nadie debía saber que el hijo del tigre y el encapuchado se conocían, pero su alumno insistió en visitarlo y en consecuencia había vuelto de un pésimo humor. En el fondo, y a pesar de sus dieciocho años, seguía siendo un niño, y las palabras de Naev le habían dolido incluso a ella.

Se había criado desde siempre con Nad. Le había cuidado sabiendo que no era como los demás y no le gustaba que lo hirieran; sin embargo, debía madurar. Ella misma había sufrido a lo largo de su vida y le gustaría ahorrarle sufrimiento a su alumno, pero eso solo lo convertiría en una persona débil. Aun así, se prometió hablar con el encapuchado. Ambos debían olvidar el pasado, pues ninguno de los dos era culpable de lo que ocurrió. Y bajo la luna Oculta, protegida por los amuletos de los inmundos seres, se prometió que nadie más dañaría al hijo del tigre.

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