Despertar

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Capítulo 14

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Nos escabullimos burlando al guardia nocturno, muy ocupado el tipo leyendo la revista

Playboy en el comedor. Liz se quedó con él para asegurarse de que no nos oyese. No lo hizo.

Por fortuna, Tori y yo tuvimos la suerte de haber escogido vestirnos con ropa oscura aquella mañana; Tori llevaba una sudadera azul marino de American Eagle y una chaqueta de cuero. Yo vestía vaqueros y una camisa verde. Deseaba tener algo más que esa chaqueta fina. Hacía frío al ocultarse el sol, situación agravada por unas ráfagas gélidas que llegaban directas del río y debían de proceder de Canadá.

Una vez dentro del almacén no habríamos de preocuparnos por el viento. No obstante, llegar allí nos estaba llevando una eternidad. Liz tuvo problemas para localizar al vigilante del Grupo Edison, así que debimos dar un largo rodeo, saltando de un escondrijo a otro hasta alcanzar el verdadero punto de reunión; el almacén donde Rae y yo habíamos esperado a Simon y Derek.

Como ya sucediese la otra noche, la puerta del almacén estaba cerrada con pestillo, pero no con llave. A no ser que uno dirigiese un próspero mercado negro de cajas de cartón, embalajes y palés de madera, allí dentro no había nada que robar. Toda aquella basura sin valor hacía del lugar el sitio perfecto para ocultarse… Y eso implicaba que habría un millón de recovecos donde los chicos podrían haber dejado una nota.

Me rendí después de pasar unos minutos dándonos trastazos en la oscuridad.

—Tendremos que esperar hasta la mañana —dije.

No hubo respuesta. Busqué a Tori mirando a mi alrededor con los ojos entornados.

—Hasta aquí hemos llegado —dijo Tori desde algún lugar a mi izquierda.

—¿Hum?

—Aquí es donde yo me salgo —su voz contenía un extraño tono monocorde, como si estuviese demasiado cansada para poner ningún énfasis en sus palabras—. Mi aventura, a pesar de lo divertida que ha sido, termina aquí.

—Sólo resiste hasta la mañana. Si no hay ninguna nota, ya se nos ocurrirá algo.

—¿Y si hay una nota? Yo quería unirme a tu fuga, Chloe, no a tu cruzada para encontrar al padre de Simon.

—Pe-pero él podrá…

—¿Compensar la jornada? —dijo, arreglándoselas para componer un tono sarcástico y cantarín—. ¿Rescatarnos de los científicos locos? ¿Curarnos y llevarnos a un país de chupetes y unicornios?

Endurecí la voz.

—Puede que encontrarlo no resuelva nada pero, justo ahora, andamos un poco escasas de opciones. ¿Qué vas a hacer en vez de eso? ¿Regresar con el Grupo Edison y decir que lo sientes, que todo ha sido un error?

—Haré lo que llevaba planeando todo este tiempo. Nos necesitábamos la una a la otra para escapar, pero eso es todo lo que quería de ti. Te ayudaría a encontrar esa nota, pero no me quedaré hasta mañana por la mañana para hacerlo. Vuelvo a casa, con mi padre.

Eso me cerró la boca, aunque sólo fuese porque yo misma temía decir algo de lo que pudiese arrepentirme, como si se refería al padre que había conocido o a su verdadero padre. ¿Sabía cuál era la diferencia? Lo dudaba.

—Entonces tu padre… ¿Es humano?

—Por supuesto. No sabe nada de todo esto, pero se lo voy a decir.

—¿Tan buena idea te parece?

—Él es mi padre —espetó—. ¿Qué pasará cuando oiga lo que ha hecho mi madre…? Pues que todo se resolverá. Mi padre y yo nos llevamos muy bien. Mejor de lo que se llevan mi madre y él. Apenas se hablan. Estoy segura de que están juntos sólo por los hijos.

—Quizá debieras esperar un día o dos y ver qué pasa. —Rió.

—¿Y unirme a tu banda de superhéroes? Lo siento, pero soy alérgica a los trajes de colorines —sus zapatillas de deporte chirriaron contra el hormigón al darse la vuelta—. Despídete de Liz por mí.

—Espera. Toma algo de dinero.

—Ahórratelo. Ni siquiera tengo en mente tener la oportunidad de devolvértelo.

—Está bien, pero coge sólo…

—Guárdate tu dinero, Chloe. Vas a necesitarlo más que yo —avanzó unos pasos y después se detuvo. Por un instante se quedó allí, quieta, y después añadió en voz baja—: Podrías venir conmigo.

—Tengo que darle a Simon su insulina.

—Bien, entonces de acuerdo.

Esperé por un adiós, pero sólo oí las pisadas de sus zapatillas, y después el chirrido de la puerta al marcharse.

* * *

Cuando Liz regresó de realizar su patrulla dijo que había visto a Tori marchándose. Le expliqué la situación y me preparé para una reprimenda. ¿Por qué había dejado que Tori se fuese? ¿Por qué no había ido tras ella? Pero lo único que Liz me dijo fue:

—Supongo que no quería quedarse por aquí.

Y eso fue todo.

Ambas permanecimos un rato en silencio, y después Liz dijo:

—Siento no haberte creído. Acerca de que estaba muerta.

—Manejé mal el asunto. Debería habértelo puesto más fácil.

—No creo que haya un modo de ponerlo más fácil.

Nos sentamos una junto a la otra en la oscuridad de un trozo de cartón que había movido. Descansé la espalda sobre un paquete de embalaje y apilé más a mi alrededor, como si fuese un fortín de juguete, una fortaleza pequeña y oscura.

—¿Por qué me mataron? —preguntó Liz.

Le hablé acerca del experimento, de la manipulación genética y de lo que decía el expediente acerca de exterminarnos si no se nos podía rehabilitar.

—Pero yo podía haberme rehabilitado —dijo—. Sólo con que me hubiesen dicho qué estaba pasando, no habría flipado con eso de los fenómenos extraños. Habría asistido a las clases, tomado las medicinas y hecho todo lo que hubiesen querido.

—Lo sé.

—Entonces, ¿por qué? ¿Por qué?

La única respuesta que se me ocurría es que no les importábamos. Éramos objeto de un experimento. Lo intentaban con la rehabilitación porque no éramos animales, pero la Residencia Lyle no era más que un esfuerzo simbólico para demostrarse a sí mismos que estaban realizando algún intento por salvarnos.

Decían que nos mataban porque éramos peligrosos. Yo no era peligrosa. Brady no era peligroso. Quizá Liz y Derek sí, pero no eran monstruos. Derek había estado dispuesto a quedarse en la Residencia Lyle sólo para no volver a herir nunca a nadie más.

Jugaron a ser Dios y fallaron, y creo que lo que de verdad los asustaba no era que dañásemos a otras personas, sino que otros sobrenaturales averiguasen lo que habían hecho. Así que asesinaban sus fracasos, dejando sólo sus éxitos.

Eso era lo que pensaba.

—No lo sé —fue lo que dije.

Y después nos quedamos un rato más sentadas en silencio.

Fui yo quien rompió el silencio en la siguiente ocasión.

—Gracias. Por todo. Sin ti, Tori y yo jamás podríamos haber logrado escapar. A cambio, quiero ayudarte… Ayudarte a cruzar.

—¿Cruzar?

—Al otro lado. Donde quiera que sea que vayan los fantasmas. A la Otra Vida.

—Ah.

—No estoy segura de por qué no te has ido. ¿Ya has… visto algo? ¿Una luz, quizás?

Una pequeña risita.

—Creo que eso sólo pasa en las películas, Chloe.

—Pero de vez en cuando te desvaneces. ¿A dónde vas?

—No estoy segura. Todavía puedo ver todo lo de aquí, pero vosotros no podéis verme. Es como estar al otro lado de un campo de fuerza, donde puedo ver. Bien, supongo que deben de ser otros fantasmas, pero sólo se limitan a cruzarlo.

—¿De dónde vienen?

Se encogió de hombros.

—No hablo con ellos. Creí que podría haber espíritus de otros chamanes, pero yo… —bajó la mirada—. No quise preguntar, por si acaso no lo fuesen.

—¿Puedes preguntárselo ahora? ¿Puedes averiguar dónde se supone que debes estar?

—Estoy bien.

—Pero…

—Todavía no. Déjalo así. Todavía no, ¿vale?

—Vale.

—En cuanto consigas encontrar a Simon y a Derek me ausentaré durante una temporada. Voy a ir a visitar a mi abuela, ver lo que hace, a mi hermano, quizás a mis amigos, mi colegio. Sé que no pueden verme, sólo que a mí me gustaría verlos a ellos.

Asentí.

* * *

Liz quería que durmiese, que cerrase los ojos para sentirse mejor, pero allí no había posibilidad de evadirme. Tenía demasiado frío, demasiada hambre.

En cuanto se hubo deslizado fuera para hacer su patrulla, yo me quedé rígida. El frío del hormigón atravesaba limpiamente la estera de cartón, que ofrecía muy débil resistencia. Estaba reptando por el suelo para amontonar más capas cuando de pronto reapareció.

—Bien, estás despierta.

—¿Cuál es el problema? ¿Viene alguien?

—No, es Tori. Está ahí sentada, frente al almacén. Encontré a Tori acurrucada entre el almacén y un depósito industrial, con la mirada fija en el herrumbroso contenedor, sin ni siquiera parpadear.

—¿Tori? —tuve que tocarle un hombro antes de que me mirase—. Entra.

Me siguió sin decir palabra. Le mostré el refugio que había hecho y ella se acomodó dentro, encogiéndose de un modo extraño.

—¿Qué ha pasado? —pregunté.

Tardó un momento en responder.

—Llamé a mi padre. Se lo conté todo. Dijo que me quedase donde estaba y que él vendría por mí.

—Y cambiaste de idea. Eso está bien. Vamos a…

—Fui a la calle de enfrente a esperar —añadió, como si yo no hubiese hablado—. Es un callejón, así que nadie podría verme antes de entrar en él. Paró un coche y yo comencé a dar un paso para salir, pero no lo hice. Continuaba diciéndome que era una estúpida, que había estado dando vueltas por ahí demasiado tiempo, volviéndome paranoica, pero necesitaba verlo primero, para asegurarme. Era su coche; el de mi padre. Se detuvo justo frente al lugar donde le dije que estaría. Se quedó allí un rato con todas las ventanillas cerradas; estaba demasiado oscuro para ver a través de ellas. Entonces se abrió la puerta y… —cayó el volumen de su voz—. Era mi madre.

—Debe de haber interceptado la llamada —señalé—. Quizá cambiasen los coches. O puede que ella cogiese el de él desde el principio, al saber que tú saldrías a buscarlo. Probablemente él estaba de camino, en el coche de ella y…

—Me escabullí y volví a llamar a casa, a cobro revertido. Contestó mi padre, y colgué.

—Lo siento.

Más silencio. Y después:

—¿Ni siquiera vas a decir «te lo advertí»?

—Por supuesto que no.

Negó con la cabeza.

—Eres demasiado simpática, Chloe. Y no lo digo como un cumplido. Hay gente simpática y gente demasiado simpática. Bueno, sea como sea, he vuelto —rebuscó en su bolsillo y sacó algo—. Con comida.

Me tendió una barra de Snickers.

—Gracias. Pensaba que no tenías dinero.

—Y no lo tengo. Es la oferta de los cinco dedos —sus zapatillas de deporte chirriaron sobre el hormigón al estirarse un poco más sobre la estera de cartón—. He visto muchas veces cómo las aprovechaban mis amigos. Pero yo nunca lo he hecho, ¿sabes por qué? —no esperó a que respondiese—. Porque temía que me pillasen. No por los de la tienda, ni por la pasma. Eso no me importa. Todo lo que te hacen es soltarte un sermón y obligarte a pagar las cosas. Yo temía que lo supiese mi madre. Temía decepcionarla.

Hubo un crujido y desenvolvió la barrita, después separó una pieza.

—Ahora ya no importa demasiado, ¿verdad? —se metió el trozo en la boca.

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