Despertar

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Capítulo 32

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Veinte minutos después estábamos a casi dos kilómetros del bar de carretera, marchando penosamente campo traviesa. Al frente se extendía una carretera siguiendo la autopista.

—No crees que hayamos hecho lo correcto —dijo Derek.

Me encogí de hombros.

—No lo até demasiado fuerte. Se librará en cuestión de una hora, probablemente en menos, y dejé cerca su teléfono móvil por si acaso tuviese algún problema.

Asentí. Caminamos unos quince metros más.

—¿Qué habrías hecho tú? —preguntó.

—Ya conoces mi plan. Es el que fingiste no oír.

Llegamos al borde de la carretera antes de que contestase.

—Ya, vale. Lo oí. Pero no me pareció que fuese a darte ninguna oportunidad de escapar. Sabía que era capaz de neutralizarlo con seguridad, sin hacerle daño, antes de que las cosas se pusiesen peor. Y si puedo hacer eso, entonces ésa es la opción que voy a escoger. Así es como nuestro padre nos enseñó a manejar este tipo de cosas.

Pensé en ello, después asentí.

—Tienes razón.

Pareció sorprendido.

—Yo no tengo ninguna experiencia con estas historias, con esta clase de decisiones —dije—. Con la chica del callejón, o con el Grupo Edison, la respuesta fue sencilla. Si alguien intenta herirnos tengo todo el derecho a contraatacar. Es sólo…

»Ese tipo estaba intentando ayudar a un par de chicos pirados de casa. No merecía acabar atado y amordazado.

Asentí.

—Incluso alguien así es una amenaza, Chloe. Tanto si pretende serlo como si no. Teníamos que marcharnos o esa «ayuda» nos llevaría de regreso a los brazos del Grupo Edison.

—Lo sé.

Nos situamos a un lado de la carretera cuando se acercó un coche, nos tensamos cuando nos rebasó y nos aseguramos de que las luces de freno no brillasen, que el coche no frenase. No importaba si el conductor era un psicópata intentando secuestrarnos o una abuelita ofreciéndonos un paseo. Teníamos que reaccionar del mismo modo. Correr. Y, si no pudiésemos correr, pelear.

El coche prosiguió sin aminorar la velocidad.

—Ahora no podemos confiar en nadie —murmuré—, ni siquiera en la buena gente.

Descarao. El asunto apesta, ¿verdad?

Apestaba.

* * *

Continuamos por carreteras secundarias que discurrían casi paralelas a la autopista. A juzgar por el tiempo pasado en el furgón, Derek suponía que teníamos que estar cerca de la siguiente ciudad con estación de autobuses, pero la verdad es que no teníamos ni idea. Cualquiera que fuese la distancia, teníamos que caminar; no íbamos a hacerle dedo a otro coche.

Un problema de nuestro tranquilo paseo campestre fueron los perros. Los que estaban atados la emprendían lanzando ladridos frenéticos al percibir el olor de Derek. Aunque nadie pareció preocuparse; supuse que allí no, pues pasaban tan pocos transeúntes que los perros siempre tenían que ladrarles, y sus dueños no les prestaban atención.

Sin embargo, estar en el campo también significaba que muchos perros no estaban encadenados. Más de uno se acercó cargando desde un camino de acceso. Con el tiempo, nuestra reacción se hizo automática. A la primera señal de ladrido dejábamos de caminar. Yo me situaba detrás de Derek. Él mantenía su posición y esperaba. Una vez el perro realizase el contacto visual, le echaría un buen vistazo a Derek y correría, gañendo, en busca de un lugar seguro.

—¿Siempre se retiran así? —pregunté mientras veíamos a un golden retriever volver a casa corriendo con el rabo entre las patas.

—Depende del perro. ¿Los perrazos de campo como ése? Pues sí. Son esos engreídos perros de ciudad los que me dan problemas. Sobrealimentados, decía mi padre. Eso los hace asustadizos y que muerdan sus correas. El año pasado me atacó un chihuahua —me mostró una cicatriz apenas visible—. Arrancó un buen cacho.

Estallé en carcajadas.

—¿Un chihuahua?

—Oye, aquella cosa era más malvada que un pit bull. Estaba en un parque con Simon dándole patadas a una pelota. De repente aquella rata de perro salió de no sé dónde a toda velocidad, saltó y tomó medidas drásticas contra mi mano. No quería soltarla. Yo lo sacudía y el dueño me chillaba que no le hiciese daño al pequeño Tito. Al fin me deshice del perro. Me quedé allí sangrando y el tipo ni siquiera se disculpó.

—¿No pensó que era raro que su perro te atacase así?

—Qué va. Dijo que el balón de fútbol debía de haberlo provocado y que debíamos ser más cuidadosos. Cuando suceden cosas raras la gente construye sus propias explicaciones.

Le hablé de la chica del callejón, al acusar a Tori de estar burlándose de ella.

Descarao —respondió—. Nosotros tenemos que tener cuidado, pero ellos se lo explicarán a su manera.

Nos hicimos a un lado al pasar una camioneta, el conductor saludó levantando una mano. Respondimos al saludo y después lo observamos hasta que estuve segura de que no iba a parar.

—Entonces, ¿todos los animales reaccionan así contigo? Sé que dijiste que las ratas se mantienen apartadas.

—La mayoría lo hace. Ven a un humano, pero huelen algo más. Eso las confunde. Aunque los cánidos son lo peor —hizo una pausa—. No, los gatos son lo peor. No me gustan nada los gatos.

Reí. Cuando las sombras se alargaron Derek hizo que fuésemos al otro lado de la carretera, hacia la parte soleada.

—Una vez estuve en el zoo —continuó—. Excursión de quinto grado. Mi padre dijo que no podía ir por eso del hombre lobo. Me cabreé. Me cabreé de verdad. Por entonces no asustaba a los bichos. Sólo los ponía nerviosos. Así que decidí que mi padre estaba siendo injusto y fui de todos modos.

—¿Cómo?

—Falsifiqué su nombre y me ahorré la propina.

—Entonces, ¿qué pasó?

—Pues mucho de lo que mi padre se había figurado. Puse a los depredadores nerviosos e hice flipar a las presas. Aunque los compañeros de clase pensaron que molaba. Querían ver a un elefante atacando.

—¿En serio?

Descarao. Me sentí mal. Por eso después me mantuve alejado de los cercos. De todos modos, no eran lo que yo quería ver.

—¿Y qué querías ver? Espera. Los lobos, ¿verdad?

Asintió.

—Querías ver si te reconocían como uno de ellos.

—Qué va. Nada tan tonto como eso —caminó un momento en silencio—. Vale. Era exactamente así. Tenía esa… —se esforzó por encontrar la palabra.

—¿Fantasía?

La puñalada de su mirada me indicó que no era la palabra que habría escogido él.

—Esa idea de que me olerían y… —se encogió de hombros—. No sé qué. Sólo que harían algo. Que pasaría algo genial.

—¿Y pasó?

—Pues claro, si consideras que ver a un lobo lanzándose contra la valla hasta empaparse de sangre lo es.

—Ah.

—Fue… —su mirada se hizo distante, fijándose en el fondo de la carretera con expresión indescifrable— malo. Salí de allí tan rápido como pude, pero el animal no paró. Al día siguiente un chico de la escuela dijo que sedaron al lobo.

Levanté la mirada hacia Derek.

Él continuó, con la suya todavía fija en la carretera.

—Fui a casa y cogí el periódico. Le faltaba la sección local, mi padre se la había llevado antes. Suponía qué había sucedido, pero no pensaba decir nada. Sabía que la noche anterior yo había estado molesto por algo, y supongo que pensó que ya era castigo suficiente. Bajé a la tienda y me compré un periódico. Era verdad.

Hice un asentimiento sin estar segura de qué decir.

—«Agresiones súbitas y espontáneas hacia los humanos» —recitó, como si nunca pudiese olvidar esas palabras—. Los lobos no suelen actuar así. Todas esas historias acerca del lobo grande y malo son basura. Sí, vale, son depredadores, y son peligrosos. Pero no quieren tener nada que ver con los humanos si pueden evitarlo. En las únicas ocasiones que hacen algo así es cuando están enfermos, muy hambrientos o defendiendo su territorio. Yo era un lobo solitario invadiendo el territorio de la manada. Él era el macho Alfa. Su deber era proteger la manada. Y se hizo matar por eso.

—Tú no querías que sucediese.

—Eso no es una excusa. Mi padre me enseñó cosas acerca de los lobos. Yo sabía cómo se comportaban. Lo había visto con otros chicos, los otros especímenes…

—¿Los recuerdas? Simon no estaba seguro de que pudieses.

—Pues sí, lo hago —se frotó la nuca mientras caminaba. Después me miró—. ¿Te cansas?

—Un poco.

—Ya no deberíamos estar lejos. Entonces, eh… —parecía estar buscando algo que decir. Esperaba que fuese algo más acerca de él o de otros licántropos pero, cuando por fin habló, dijo—: Esa escuela especial a la que vas. ¿Estudias teatro?

—Estoy en la rama de arte dramático. Pero seguimos teniendo las asignaturas habituales, como Matemáticas, Lengua, Ciencias…

Y así cambiamos a temas más triviales durante el resto de la caminata.

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