Despertar

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Capítulo 33

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Llegamos a la siguiente ciudad y encontramos una parada de autobús; en realidad una floristería con servicio de venta de billetes en caja. Intentamos de nuevo conseguir la tarifa joven y, como en Búfalo, nos la hicieron sin problema. Modelos.

Eso significaba que teníamos algo de dinero sobrante y unas dos horas de espera antes de la partida. En cuanto a qué podíamos hacer con ese tiempo y dinero, nuestros estómagos quejumbrosos nos dieron la respuesta.

En esos momentos estaba oscureciendo, aunque todavía comenzaba el atardecer, así que nadie le prestó atención a una pareja de adolescentes paseando por el lugar. Recorrimos unas cuantas manzanas en busca de un lugar donde vendiesen comida caliente y barata. La nariz de Derek nos llevó hasta un restaurante chino de comida rápida. Por desgracia, un lugar famoso con una buena cola esperando. Guardé una mesa mientras él se dirigía hacia el mostrador.

La cola apenas parecía moverse, y hacía un calor agobiante en el local. Mis párpados comenzaron a caer antes de que hubiese pasado mucho tiempo.

—¿Cansada, cielo?

Me enderecé a tiempo de ver a una señora anciana ataviada con un abrigo amarillo en pie junto a mi mesa. Me sonrió. Le devolví la sonrisa.

—¿Te importa si me siento un momento? —hizo un gesto hacia la silla vacía situada frente a mí.

Mi mirada se disparó hacia Derek, todavía a cinco clientes del mostrador.

—Me iré en cuanto regrese el joven —dijo—. Esto está abarrotadísimo, ¿verdad?

Asentí y le hice un gesto para que tomase asiento. Lo hizo.

—Tengo una bisnieta de tu edad —dijo—. Unos catorce, supongo.

—Eso es —dije, confiando en que no pareciese demasiado nerviosa. No debería estar contestando preguntas, ni siquiera aun dando respuestas incorrectas, pero no sabía qué otra cosa hacer. Le lancé un vistazo a Derek, esperando a que acudiese al rescate, pero estaba mirando la lista del menú.

—¿Noveno grado?

—Sí.

—¿Y cuál es tu asignatura preferida, cielo?

—Drama.

Rió.

—No he oído hablar de ésa. ¿Es como actuar?

Se lo expliqué mientras hablábamos, me relajé. Una vez pasamos de edad y curso, no me preguntó nada demasiado personal; ni siquiera mi nombre. Sólo era una señora mayor con ganas de hablar, lo cual suponía un cambio agradable.

Charlamos hasta que Derek estuvo a sólo un cliente de la caja. Entonces estalló una carcajada a mi espalda. Me volví para ver a dos parejas un año o dos mayores que yo. Un chico tenía la cara colorada y se ahogaba de risa. Los demás no se molestaron en ayudarle a contenerla, pues se reía tan fuerte que se doblaba por la mitad.

Los cuatro me miraban.

Todo el restaurante me miraba.

Era como una de esas pesadillas donde los chicos se ríen de ti y sigues caminando por los pasillos sin saber de qué se ríen hasta que comprendes que vas sin pantalones. Sabía que llevaba pantalones. Lo único que se me ocurría era mi pelo negro. Pero no era tan malo, ¿verdad?

—Ay, cielo —susurró la anciana.

—¿Qué pa-pasa? ¿Q-qué hice?

Se inclinó hacia mí con los ojos brillantes. ¿Lágrimas? ¿Por qué iba ella a…?

—Lo siento —dijo—. Yo sólo… —me dedicó la mueca de una sonrisa triste—. Yo sólo quería hablar contigo. Me parecías una niña tan simpática.

Vi a Derek por el rabillo del ojo, entonces fuera de la cola, acercándose con grandes zancadas y fulminando con la mirada a los chavales que se reían por lo bajo. La mujer se puso en pie y volvió a inclinarse sobre la mesa.

—Fue muy agradable charlar contigo, cielo —posó su mano sobre la mía… Y la atravesó.

Me levanté de un salto.

—Lo siento —volvió a decir.

La expresión de su rostro era tan triste que me dieron ganas de decirle que no pasaba nada, que era culpa mía. Pero se desvaneció en el aire antes de que yo lograse decir una palabra, y entonces lo único que pude oír fueron las risas a mi alrededor, palabras murmuradas llamándome «chiflada» y «esquizo», y me quedé allí, en pie, clavada en el suelo hasta que Derek me cogió por el brazo. Su agarre fue tan suave que apenas lo noté.

—Vamos —dijo.

—Ya toca —intervino el chaval de las risotadas—. Creo que a tu novia se le ha terminado el pase de día.

Derek levantó la cabeza despacio, con el labio curvado con esa famosa expresión. Lo cogí del brazo. Parpadeó y asintió. Al dar la vuelta para irse, el chico del otro lado de la mesa metió la cuchara:

—¿Buscando nenas en el parque del psiquiátrico? —negó con la cabeza—. Eso sí que es estar desesperado de verdad.

Juraría que mientras pasábamos por delante de las ventanas nos siguieron todos los ojos del interior. Advertí unas cuantas miradas: compasión, pena, desazón, disgusto. Derek se situó entre las ventanas y yo, tapándome la vista al caminar.

—No necesitaban hacer eso —dijo—. Esos chavales, quizá. Son idiotas. Pero los adultos tienen más elementos de juicio. ¿Qué pasa si de verdad padecieses una enfermedad mental?

Me llevó a la zona de aparcamiento dando un rodeo, después se detuvo en la parte de atrás, bajo la sombra del alero de un edificio.

—Nunca volverás a verlos —dijo—. Y si tratan así a una persona con una enfermedad mental de verdad, entonces no deberías preocuparte de lo que piensen. Son una caterva de zoquetes.

No dije nada, sólo miré hacia la zona de aparcamiento, tiritando. Se movió situándose frente a mí, intentando bloquear el viento.

—De-deberíamos ir —dije—. Tienes que comer algo. Lo siento.

—¿Por qué? ¿Por hablar sola? ¿Y qué? La gente lo hace todo el tiempo. Deberían haberte ignorado.

—¿Lo habrías hecho tú?

—Pues claro. No es asunto mío, yo…

—No te habrías reído ni te hubieses quedado mirando. Lo sé. Pero no podrías haberlo ignorado. Quizá simulases no enterarte pero, a pesar de todo, aún pensarías en eso, en la persona haciéndolo, en qué problema tenía, en si iba a flipar y sacar un arma o… —me abracé—. Estoy desbarrando. Pero sabes qué quiero decir. Estaba sentada en ese restaurante manteniendo una conversación con alguien a quien jamás supuse como espíritu.

—Lo habrías adivinado.

—¿Cómo? Se parecen a las personas. Su voz suena como la de la gente. No hay ninguna pista, a menos que caminen a través de un mueble. ¿Tengo que dejar de hablar con desconocidos? ¿No hacer caso de nadie que se acerque a mí? Eso parecerá normal —hice un gesto brusco con la cabeza—. Desbarrando de nuevo. Lo siento. Y siento que estés envuelto en esto.

—¿Crees que me importa? —posó una mano sobre la pared y se inclinó hacia mí—. Te las arreglarás. Otros nigromantes lo hacen. Sólo tienes que averiguar los trucos del asunto.

—¿Antes de que me encierren?

—Mucho más con estas cosas de la huida, y puedes entrar en restaurantes hablando contigo misma a propósito, intentando quedar encerrada en algún lugar con cama y ducha caliente.

Compuse una sonrisa.

—Justo ahora me conformaría con una comida caliente.

—¿Qué te parece un chocolate?

—¿Cómo?

—De camino aquí vi una de esas cafeterías de diseño, una especie de imitación a Starbucks. Butacas grandes, una chimenea francesa… No parecía demasiado lleno. Ésta no es exactamente una ciudad para cafés de cinco dólares.

Me imaginé recostada en una silla, frente a un fuego, sorbiendo una gran taza de chocolate caliente y humeante. Sonreí.

—Entonces arreglado —dijo—. Pediremos unos brownies o unas galletas para comer. Una verdadera cena nutritiva. Y, ahora, creo que el camino es por aquí…

Partimos.

* * *

La cafetería estaba en la calle de la parada de autobús. Intentamos entrar allí, y salir de un frío que pelaba, tan rápido como nos fue posible. Después de acortar por un par de zonas de aparcamiento, vimos nuestro siguiente atajo en potencia: un patio de juegos. Derek me detuvo cuando comencé a cruzar la calle.

—Dudo que te gustase pasar de noche por esa clase de sitio.

Tenía razón, por supuesto. Parecía un lugar bastante inocente, un parque estrecho y alargado con una línea de columpios y toboganes y un gran centro de juegos de plástico, pero entre el equipamiento y los árboles había una buena cantidad de sombras. Al caer la noche, cuando los pequeños se han ido a casa, se convierte en el lugar perfecto para el paseo de otros chicos más grandes y peligrosos.

Derek escudriñó el lugar mientras probaba el aire.

—Vacío —dijo al final—. Vamos.

Trotamos cruzando la calle. Luego, ya en campo abierto, el frío empeoró, envolviéndonos con gélidas dentelladas. Los columpios se balanceaban y crujían. Al pasar, una ráfaga de viento hizo que uno golpease mi hombro. Retrocedí tambaleándome con un chillido y tragué un puñado de arena levantado por un remolino. Mientras yo farfullaba algo, la cabeza de Derek se alzó de súbito. Escupí la arena y me volví hacia él. Se había quedado quieto, con la cara levantada.

—¿Qué hueles? —pregunté.

—No estoy seguro… Creía haber… —el viento cambió y se hincharon sus narinas. Sus ojos se abrieron de par en par—. ¡Corre!

Me dio un empujón y salí disparada. En los últimos días había realizado maniobras «de huida del peligro» tan a menudo que mi cerebro disparó mis piernas a toda velocidad de manera automática, olvidando mi dolor de pies.

Derek se mantuvo detrás de mí, retumbaban pisadas.

—¡Chloe! —chilló cuando una silueta se cruzó en mi camino.

Derek me sujetó por los hombros y mis pies abandonaron el suelo antes incluso de parar de correr. Nos situó a los dos de espaldas al plástico del centro de juego. Un hombre se acercaba paseando en nuestra dirección. Otro caminaba hacia nosotros por otro lado. Dos rutas de escape, ambas bloqueadas. Derek levantó la mirada hacia la estructura lúdica, pero se trataba de un sólido muro de plástico, con una especie de cofa en lo alto. Había una barra de bomberos a unos tres metros de distancia, pero supondría un lugar más conveniente.

Los hombres parecían tener entre veinte y treinta años. Uno era alto y delgado, con el pelo rubio largo hasta el cuello. Vestía una chaqueta de cuadros escoceses y botas, y parecía no haberse molestado en utilizar una maquinilla de afeitar durante unos cuantos días. Su compañero era más bajo y corpulento, de tez morena y cabello negro. Llevaba una chaqueta de cuero y zapatillas de deporte.

Ninguno de ellos parecía la clase de tipo que esperarías encontrarte en un parque, liando a los chavales con cigarrillos y dinero. Haraganeando por los aledaños de una carrera de camiones gigantes, quizá sí, liando a chicas para conseguir sus nombres y números de teléfono.

Tampoco parecían borrachos. Caminaban en línea recta y sus ojos brillaban claros, destellando en la oscuridad como…

Retrocedí.

Las manos de Derek se cerraron alrededor de mis hombros, se inclinó hacia mí y susurró:

—Hombres lobo.

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