Despertar

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Capítulo 36

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Le di mi chaqueta a Derek y se la puso sin objetar; cubría la sangre salpicada sobre su sudadera. Cuando salimos del cuarto de baño por fin la gente de la cafetería reparó en nosotros, pero sólo para decir que el servicio estaba a disposición exclusiva de los clientes.

La cafetería tenía un anuncio de final de temporada de invierno donde se hacía oferta de termos grabados con su nombre, así que Derek cogió uno lleno de chocolate caliente y dos tazas de papel. Añadió media docena de donuts y ya tuvimos la cena preparada.

No podíamos regresar tan campantes a la estación de autobuses, pues quizá Liam todavía estuviese dándonos caza, y puede que entonces ya se le hubiese unido Ramón. Si antes nos habían seguido, podrían ir a esperarnos al saber que nos dirigíamos a la parada de autobuses.

Así que nos mantuvimos a sotavento o detrás de edificios y después esperamos a media manzana de distancia hasta que vimos al autobús acercándose. No había señales de otros hombres lobo. Estaba segura de que en parte se debía al hecho de que se tratase de una parada de autobús y no de una terminal; si habían seguido nuestro rastro hasta la floristería, probablemente no llegaron a descubrir que fuimos allí para comprar billetes.

Sin embargo, al final sólo me relajé cuando subimos y el autobús partió. Estaba tomando mi segunda taza de chocolate cuando mis párpados comenzaron a caer.

—Deberías dormir un poco —dijo Derek.

Contuve un bostezo.

—No tardará tanto, ¿verdad? ¿Una hora y media?

—Casi el doble. Estamos haciendo la ruta del lechero.

—¿Cómo?

—La ruta que pasa por todas las poblaciones pequeñas —dijo.

Cogió mi taza vacía. Rebullí, intentando acomodarme. Enrolló la sudadera que me había quitado y la colocó sobre su hombro.

—Vamos —dijo—. No muerdo.

—Y, por lo que he oído, eso es algo bueno.

Soltó una risita ronca.

—Sí que lo es.

Me recosté sobre su hombro.

—En unas cuantas horas estarás metida en una cama —dijo—. Apuesto a que eso sí es algo bueno, ¿eh?

¿Algo tan sencillo había sonado alguna vez tan asombroso? Pero mi sonrisa se desvaneció según lo pensaba y levanté la cabeza.

—¿Y qué pasa si…?

—¿Andrew no está en casa? ¿O no los ha recibido? Encontraremos a Simon y después nos dedicaremos al derroche en pensiones baratas. Esta noche dormimos en cama. Garantizado.

—Y tenemos baño.

Volvió a reír entre dientes.

—Sí, y con baño.

—Gracias a Dios —volví a posar la cabeza sobre la sudadera envuelta como almohada—. ¿Y tú a qué le tienes ganas?

—A la comida.

Reí.

—Apuesto a que sí. Comida caliente. Eso quiero yo.

—Y una ducha. Quiero darme una ducha.

—Bueno, tendrás que pegarte conmigo por ella. Si ese tipo pudo oler mi tinte capilar, es que no hice un buen trabajo a la hora de aclararlo. Lo cual puede explicar por qué lo siento tan basto.

—Hablando de eso. Lo del color. No pretendía…

—Lo sé. Simplemente cogiste algo que me cambiase el aspecto. Y lo hizo.

—Ya, sí, pero se ve artificial. Incluso esos tíos lo supieron. Lávatelo bien y conseguiremos algo con ese tono rojizo que te gusta.

Cerré los ojos. Cuando ya comenzaba a dejarme llevar, Derek comenzó a tararear algo tan bajo que apenas podía oírlo. Levanté la cabeza.

—Lo siento —dijo—. Tengo esta estúpida melodía metida en la cabeza. No tengo ni idea de qué es.

Canté unas líneas de

Daydream Believer.

—Eh,

descarao —dijo—. ¿Cómo ha…?

—Culpa mía. Mi madre solía cantármela cuando no podía dormir, por eso anoche la canté yo. Es de los Monkees; la primera banda del mundo formada por chicos —lancé una mirada hacia arriba—. Y yo acabo de perder el último barniz de chica molona que pudiese tener, ¿verdad?

—Al menos no eres tú quien la sigue cantando.

Sonreí, apoyé mi cabeza contra su hombro y caí dormida oyendo su suave tarareo monocorde.

* * *

Bajamos en una de esas pequeñas paradas de «la ruta del lechero». Cuando Simon dijo que Andrew vivía a la afueras de Nueva York, pensé que se refería a Hudson Valley o Long Island, pero el autocar nos dejó en una población cuyo nombre ni siquiera me sonaba. Derek dijo que la parada se encontraba a poco menos de cincuenta kilómetros de la ciudad y a poco más de un kilómetro y medio de la casa de Andrew.

Quizá se debiese a que sabíamos que la casa ya estaba más cerca, pero ese kilómetro y medio largo pareció pasar en cuestión de minutos. Hablamos, bromeamos e hicimos el ganso por ahí. Si una semana antes alguien me hubiese dicho que Derek podía gastar bromas o hacer el tonto, no lo hubiese creído. Pero entonces estaba relajado, incluso enérgico, con nuestro destino tan próximo.

—Está justo ahí arriba —dijo.

Estábamos en una carretera estrecha y bordeada de árboles. No era un verdadero paisaje campesino. Más bien una comunidad rural, con las casas apartadas de la carretera, ocultas tras vallas, muros y plantas de hoja perenne. Mientras yo echaba miradas por allí, Derek señaló:

—¿Ves aquellas anticuadas farolas de gas al final de ese camino de acceso? También están encendidas, lo cual es buena señal.

Torcimos metiéndonos en el camino de acceso para coches, un paso con tantas curvas y árboles como la carretera general y, al parecer, igual de largo. Al final doblamos un recodo y la casa apareció a la vista. Era una linda casita de campo de las que tienen el tejado de paja, algo parecido a lo que uno vería en un viejo pueblo inglés, con muros de piedra, hiedra y jardines que estoy segura de que iban a ser hermosos un par de meses después. En ese momento la parte más bonita era la luz resplandeciendo por una ventana frontal.

—Están ahí —dije.

—Ahí hay alguien —puntualizó Derek.

Me agarró del brazo cuando me lancé a la carrera. Miré atrás y lo vi examinando la casa, con sus narinas hinchándose. Inclinó la cabeza y frunció el ceño.

—¿Qué oyes? —pregunté.

—Nada —se volvió para examinar la oscura arboleda alrededor de la casa—. Está demasiado tranquilo.

—Es probable que Simon y Tori estén durmiendo —dije, pero bajando la voz y lanzando un vistazo a los alrededores; su inquietud era contagiosa.

Al llegar al sendero de adoquines, Derek cayó de cuclillas. Bajó la cabeza hasta colocarla a poco más de un palmo del suelo. Quería decirle que venga, que nos limitásemos a llamar a la puerta y entonces sabríamos si ellos estaban allí, dejando de comportarnos como paranoicos. Pero yo ya había aprendido que lo que antes consideraba paranoia era en mi nueva vida prudencia sensata.

Un momento después asintió y se fue parte de la tensión en sus hombros al ponerse en pie.

—¿Simon está aquí? —pregunté.

—Y Tori.

Lanzó una lenta mirada alrededor por última vez, casi a regañadientes, como si él quisiese correr hasta la puerta tanto como yo. Luego proseguimos por el camino, las piedras chirriaban bajo las suelas húmedas de nuestras zapatillas de deporte.

Derek estaba tan ocupado vigilando el bosque que fui yo quien en esa ocasión hubo de sujetarlo por el brazo. Le di un breve tirón y centré su atención en nuestro sendero.

La puerta frontal estaba entreabierta.

Derek blasfemó. Después tomó una profunda inspiración, como si luchase contra las primeras punzadas de pánico. Realizó un gesto hacia mí, indicándome que me colocase a su espalda, pero después pareció pensarlo mejor y agitó una mano diciéndome que permaneciese junto a la puerta, apoyada contra el muro.

Tanteó la puerta abriéndola apenas tres centímetros en cuanto me quité de en medio. Después un poco más. Le dio luego un último toque y detectó un olor, sus narinas olfatearon.

Sus cejas se juntaron con el desconcierto.

Un momento después también lo olí yo. Un tufillo fuerte, amargo, conocido…

—Café —vocalicé.

Asintió. Eso es lo que era; café quemado.

Soltó la puerta abierta de par en par. Apreté la espalda contra la pared, resistiendo el impulso de echar un vistazo. En vez de eso, lo observé mientras su mirada escrutaba la sala abierta ante él y a su expresión, que no me avisaba de nada inmediato, plasmaba su atención.

Me hizo un gesto para indicarme que me quedase donde estaba y avanzó entrando un paso. En ese momento sí que me moví, golpeándome los muslos, retorciendo los dedos de los pies dentro del calzado, con el corazón desbocado. Deseaba ser esa clase de chica que siempre lleva consigo un espejo cosmético. Podría utilizarlo como hacen ellas en las películas de espías, para ver qué sucedía al otro lado de la esquina.

Al inclinarme un poco más cerca de la entrada mi voz interior repicó, diciéndome que no fuese estúpida. El muchacho con los sentidos biónicos estaba mejor equipado para eso.

Al final Derek salió. Comenzó a indicarme con gestos que iba a entrar para echar un vistazo mientras yo lo esperaba allí fuera. Después, tras un vistazo a los oscuros alrededores, pareció pensar mejor su primer instinto. Señaló mi bolsillo e hizo la pantomima de abrir una navaja. La saqué. Me hizo una indicación para que me situase a su espalda, las enfáticas señales de sus dedos y el ceño que las acompañaban lo expresaban mejor que ninguna palabra. «Lo digo en serio, Chloe». Asentí.

Entramos. La puerta frontal llevaba a un pequeño recibidor con armario, después se abría hacia la sala de estar. Había unas cuantas cartas desperdigadas a los pies del mueble. Pensé que quizá las hubiesen lanzado por la ranura del correo, pero no había, y recordaba haber visto un buzón al final del largo camino de acceso. Una mesa pequeña se apoyaba precaria contra la esquina, y había una hoja de publicidad encima de ella.

Derek avanzaba hacia el interior de la sala de estar. Me apresuré a alcanzarlo antes de que viese «la pinta».

Era un lugar pequeño y acogedor, como cabría esperar en una casa de campo. Las sillas y el sofá estaban cubiertos con cojines sin ninguna característica en común. Sobre cada respaldo descansaba muy bien doblada una manta tejida a mano. Las tablas de las mesas del fondo estaban despejadas, pero los tableros inferiores rebosaban revistas y las dos baldas de libros estaban desbordadas. El único aparato eléctrico era una lámpara resplandeciente; no había tele, ni ordenador o cualquier otra clase de aparato a la vista. Una sala de estar a la antigua, para encender la chimenea y acurrucarse con un libro.

Derek se dirigió hacia la siguiente puerta. Se detuvo en seco cuando crujieron las tablas del suelo, y casi me estrellé contra él. Ladeó la cabeza. La casa estaba en silencio. Una calma pavorosa y un silencio sobrecogedor. Aunque todos se hubiesen ido a la cama no habría tanta quietud, teniendo en cuenta que ambos, Simon y Tori, roncaban.

Entramos en la cocina. El hedor del café quemado producía náuseas. Podía ver la cafetera eléctrica sobre el mostrador, con la luz roja aún encendida y poco más de un centímetro de sedimento fangoso en el fondo. Como una cafetera llena haciéndose a fuego lento a lo largo de todo el día. Derek se acercó y la apagó.

Había un plato sobre el mostrador. Sobre él una tostada a la que le faltaba un mordisco. A su lado descansaba un bote de mermelada con el cuchillo todavía dentro. En la mesa estaba puesta una taza de café encima de un periódico abierto. Miré dentro de la taza. Estaba llena hasta los dos tercios, y la crema se había cuajado formando una capa blanca y aceitosa.

Derek volvió a hacerme un gesto de mano para que me situase tras él y se dirigió a la parte trasera de la casa.

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