Despertar

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Libro Segundo » Capítulo 26

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Cuando Tharius se irguió sobre la cima en la que había sido quemada Pamra Don, era el quinto día de la semana. Alzó y bajó el brazo cuatro veces, a modo de señal. Cuatro días después, en la novena jornada, sucedería aquello tan largamente planeado. Con ese gesto, se enviaba la señal tanto tiempo esperada.

Desde unos altos peñascos sobre los Dientes del Norte, una bandada de pájaros echó a volar, como copos de nieve llevados por el viento, girando sobre sus alas con un murmullo de aire entre las plumas, un ligero susurro como de seda, un sonido tan inocente, tan tranquilo que no podía ligarse a ninguna clase de temor. No eran más que pájaros, plateados bajo la luz de la tarde, una pequeña nube de alas que batían alejándose cada vez más. Unos a lo largo de los precipicios al este y al oeste; otros hacia el sur y otros más en largas diagonales que se apartaban de las montañas.

Después de la primera bandada aparecieron una segunda y una tercera, espirales deslumbrantes, pequeños puntos ambarinos y rosados por el sol que continuaban bajando, y, finalmente, una cuarta nube de alas, rojo sangre bajo las últimas luces, oscureciéndose en un violeta amenazador mientras se perdían en la oscuridad.

Miles de pájaros, reunidos a lo largo de los años sólo para este propósito. Cada uno, en busca de una persona determinada en un lugar determinado. Cada pájaro, con el mismo mensaje: «Al noveno día, que comience el golpe.»

Bajo el reborde del que salían las aves había otro con un puesto de señales, y desde allí se emitieron unas luces titilantes en la penumbra, respondidas por otros destellos lejanos al este y al oeste y, después, por otros todavía más lejanos, como estrellas parpadeantes en el vacío oscuro que era la noche en la tierra.

Había muchos miles de torres transmitiendo las luces, filas y columnas de ellas marcando los límites de las zonas, de los poblados y de los ríos, manejadas por nuevos voluntarios partidarios de la causa, por Despertantes rebeldes o por Hombres del Río; y fue a ellos a quienes llegó el mensaje.

«Al noveno día, que comience el golpe.»

Hasta los lugares más apartados, a las aldeas alejadas del Río y a los propios poblados, las aves llegaron transmitiendo las mismas palabras: «Al noveno día, que comience el golpe.»

Primero en los sitios más cercanos y, con el correr de los días, en los más retirados, el mensaje se extendió como una fiebre por las venas de Costa Norte, contaminando la sangre del mundo en una hemorragia fatal.

En Zephyr, el marido de la que fuera la esposa de Blint entró en el corral de sus aves al amanecer. Era la mañana del noveno día. Al leer el mensaje, casi no pudo creerlo: había sido planeado durante tanto, tanto tiempo. Había tardado tanto en llegar y, de pronto, era ya, esa misma noche. Bajó la escalera con el mensaje en la mano.

—¿Murga?

Ella iba y venía por la cocina, emitiendo un alegre chasquido con la lengua mientras alimentaba a sus nietos con frutas cocidas y cereales.

—Murga.

Apareció en la puerta, secándose las manos.

—Raffen, ¿qué ocurre? ¿Estás enfermo?

El comprendió que su voz lo había traicionado, al contener a un mismo tiempo entusiasmo y temor; como un cuchillo, atravesó la alegría de Murga.

—El mensaje ha llegado.

Ella se estremeció. Sabía que ocurriría, como todos los miembros de la secta, y, sin embargo, lo mantenía en un rincón de su mente, junto con otras cuestiones indeseables y peligrosas.

—¿Cuándo?

—Esta noche.

—¡Tan pronto!

—Una vez que llegara el mensaje tenía que ser pronto. De inmediato. No podríamos esperar que se mantuviera en secreto mucho tiempo después de eso. Hay demasiadas aves, demasiados mensajes.

—Bien. —Volvió a secarse las manos, como si de ese modo pudiese borrar la necesidad de actuar, de responder—. ¿Qué debo hacer?

—Tú te quedarás aquí, en la casa. Necesitaré a los niños como mensajeros por un tiempo; luego, deberán reunirse conmigo. Ahora correré la voz. Espiaremos los fosos durante el día para ver cuántos hombres serán necesarios.

—¿El Río?

—Sí. La barcaza está lista. Los sacos con piedras también. Tenemos a los hombres que manejan las cuerdas.

—Me preocupa —dijo ella con lágrimas en los ojos—. Me preocupa que la barcaza pueda soltarse. Podrías acabar al oeste de aquí y entonces te resultaría imposible regresar conmigo. ¿Qué haría para encontrarte?

Él emitió una breve risa, áspera y poco divertida.

—Tonta. Vaya que eres tonta, cariño. Después de esta noche, mi amor, no importará el este o el oeste. Cuando hayamos acabado con los Servidores de Abricor, ¿no crees que habremos acabado con sus dioses? ¿Y no te parece que podremos entonces caminar hacia donde nos plazca? ¿Al este o al oeste?

• • • • •

Esa noche fue hasta los fosos junto con otros, cuando ya estaba bien oscuro, para apilar los restos de huesos y los cadáveres retorcidos en carretillas, cuidando de no tocarlos con la piel desnuda por temor a contaminarse con las Lágrimas de Viranel. Las carretillas crujieron a través del poblado y fueron vaciadas en la barcaza, y allí se ataron pesados sacos con piedras a los cuerpos. Luego, la barcaza se alejó con dificultad por el Río, mientras los hombres maldecían por el esfuerzo que hacían para remar. La cuerda que los conectaba a la orilla se fue desenrollando poco a poco y, finalmente, Raffen dio la orden esperada. Arrojaron la carga a la corriente constante del Río, dieron vueltas al cabrestante para recoger la cuerda y dirigieron proa hacia la orilla.

Al llegar la mañana no había nada diferente, nada notable, nada que mostrase un cambio en el mundo. Excepto por el hecho de que los fosos de obreros estaban vacíos.

En Xoxxy-Do, donde no había muelles porque grandes peñascos impedían el acceso a la orilla, tenían preparado un gran foso, cavado por Hombres del Río a lo largo de decenios, profundizado año tras año. Las piedras extraídas se apilaban sobre oscilantes plataformas de troncos y la tierra se amontonaba detrás de las piedras. «Una cantera», lo llamaban, y sacaban de allí pequeñas cantidades de bloques cuidadosamente tallados y escogidos, según se decía, por su veta y su color. En Xoxxy-Do, los Hombres del Río acudieron a la cantera tarde, llevando consigo la cosecha de los fosos de obreros tanto del este como del oeste, haciendo crujir las ruedas de sus carretas en la oscuridad y con los faroles encendidos. A primera hora de la mañana se depositó el último de los cuerpos en el gran hueco de piedra, casi de día, con la línea verde del traicionero amanecer dibujada sobre las planicies del este. A continuación, los ingenieros movieron determinados troncos, que apuntaban el resto, y la montaña de grava acumulada durante años volvió a caer en el sitio de donde había sido extraída.

Si los Hombres del Río quisieran volver a levantar aquello, necesitarían toda una generación. Los Servidores de Abricor no serían capaces de desenterrar los cuerpos en mil años.

En los poblados de Azil Thrun y Cheeping Wells, los Hombres del Río llevaron los cadáveres hasta el final de los largos muelles, les colocaron pesos y los arrojaron a las profundas corrientes del Río.

En Crisomon tenían construida una enorme pira, y cada hombre, cada mujer y cada niño bailó a su alrededor mientras en ella se quemaban los cuerpos de los obreros. En ese poblado, la adhesión a la causa era total y unánime.

No en todas partes ocurría lo mismo. En algunos poblados, los Despertantes estaban sobre aviso y salieron de las Torres para defender los fosos. En unos pocos lugares prevalecieron los Despertantes, pero en la mayoría vencieron los Hombres del Río, y los cadáveres de los Despertantes fueron a sumarse a los de aquellos que debían eliminarse antes del amanecer.

El amanecer.

Cuando el sol se elevó, los fosos de obreros estaban vacíos. En B’for, justo al este de Thou-ne, un Despertante regresó con cierta prisa a la Torre para hablar con el Superior, quien se hallaba en compañía de la señora Kesseret. Se decía que ella era Superiora de una Torre situada al este y que había ido a B’for para tratar un asunto urgente. Antes de continuar, estaba gozando de la hospitalidad del señor Deign.

El Despertante estaba tan agitado que resultó difícil comprender que lo que quería decir era que el foso se encontraba vacío.

El Superior guardó silencio, pero la señora Kesseret pareció entender lo que se les decía.

—Entonces, no tendrás que ir a los campos hoy —habló con calma. Tenía profundas arrugas alrededor de los ojos y los labios, y su voz sonaba débil—. Regocíjate.

—Pero, pero… —balbuceó el joven Despertante—, pero ¿qué debo hacer?

—Ve a la capilla y reza —le sugirió.

—¿Por qué he de rezar?

—Por el esclarecimiento, por la paciencia, por la resignación.

¿No era por eso por lo que ella misma había rezado? Escudriñó el rostro de Deign buscando alguna señal de conmoción. Nada. Ambos se encontraban preparados para esto. Ya había ocurrido; podía abandonar B’for para viajar al oeste hasta Thou-ne; en pocos días o semanas, si se les permitía vivir tanto tiempo. No dejaría de estar allí cuando Tharius Don fuese a buscarla o le enviase un mensaje.

• • • • •

En unos pocos poblados la noticia no llegó a tiempo, o no había Hombres del Río para recibirla. En unos pocos poblados no hubo ningún disturbio. Los Servidores de Abricor se alimentaron como de costumbre en los fosos de huesos y miraron con sorpresa a sus congéneres de los poblados vecinos, que describían círculos en lo alto, descendían, se sentaban con ellos al borde de los fosos y les contaban lo ocurrido.

—No hay obreros en nuestro poblado. No hay obreros.

—Algunas veces no los hay —comentaban entre sí—. Suele ocurrir.

—No con frecuencia —se mostraban todos de acuerdo—. No en tantos lugares al mismo tiempo.

Era casi el mediodía de la jornada siguiente al golpe cuando enviaron a algunos para informar a los Parlantes de las Talon.

—¿Cuánto tardarán? —se preguntaban los Hombres del Río unos a otros—. ¿Cuánto tardarán antes de hacer algo?

—Apila el pescado sobre los muelles y espera —se respondían unos a otros—. Cada día, pescado fresco, listo para comer.

Sólo pasó otro día antes de que los Servidores descendieran sobre los poblados y se llevaran a los niños o a los adultos más menudos. En Baris, uno distrajo a un grupo de pobladores mientras otros escapaban con una víctima viva. En algunos poblados, los Hombres del Río estaban preparados para esto; preparados con ballestas y flechas de punta de piedra, con lazos y palos de obsidiana. En otros lugares, a las víctimas las transportaban por el aire, las rociaban con Lágrimas y las dejaban en algún foso hasta que estuviesen listas para comer.

Los Servidores nunca habían tenido en cuenta la ira humana. En respuesta a estos ataques, la ira se alzó como una nube de humo alrededor de los pueblos, palpable como el viento. Incluso quienes no eran Hombres del Río, aquellos que honraban a los Despertantes, no podían sentir otra cosa que ira al ver que sus hijos eran alzados por el aire, al ver esas garras sangrientas que se los llevaban lejos. Poblados en los cuales las primeras víctimas fueron fácilmente atrapadas, mostraron ser inexpugnables en el segundo intento: las puertas y las ventanas estaban cerradas, los granjeros no trabajaban en los campos, los niños no jugaban en las calles; cualquier grupo que se moviera, iba acompañado de hombres armados.

En los muelles, los pescadores, custodiados por hombres con ballestas, extraían sus redes y amontonaban la cosecha del Río.

Al tercer día después del golpe, los Servidores atacaron algunos de los poblados, arrancando persianas con sus garras y picos mientras gritaban su rabia a los moradores. De vez en cuando, realizaban viajes cortos hasta el Río y defecaban sobre el pescado apilado en los muelles. Para ese entonces, los hombres se habían ejercitado con las ballestas y sabían utilizarlas. En su furor, los voladores apenas notaron que su población disminuía.

• • • • •

En Zephyr, Murga y Raffen estaban sentados en la cocina, escuchando las alas que se agitaban en el exterior con el sonido de una gran tormenta de viento. Los niños se apretaban contra ellos, a la vez asustados y excitados con todo aquel jaleo.

—¿Cuándo terminará? —preguntaron, sin saber si en realidad deseaban que acabase.

—Pronto —prometió Raffen—. Pronto se debilitarán. —Exhaló un suspiro. Hasta ese momento, ni uno solo de los voladores había aceptado el pescado de la orilla. Aunque muchos Hombres del Río se alegraban de ello, Raffen creía en la pureza de la causa original. No quería ver morir a los voladores—. Pronto se debilitarán —repitió, con la esperanza de que sucumbieran finalmente a la realidad y comieran lo que se les ofrecía.

• • • • •

En la mayoría de las Torres, los Superiores ordenaron a sus Despertantes que permaneciesen en el interior. Hasta los más consagrados a la adoración de Potipur y a la virtual inmortalidad que ésta pudiera brindarles comprendieron que era imprescindible la prudencia. Las luces parpadeantes les hablaban de Despertantes de poblados vecinos muertos a golpes por turbas de ciudadanos furiosos. Las aves mensajeras llegaban con noticias de Despertantes quemados en sus Torres por defender a los Servidores de Abricor. Estos mensajes habían sido planeados hacía mucho por Tharius Don y debían enviarse un día después del golpe, para impedir así que los Despertantes interfiriesen en lo que estaba ocurriendo.

• • • • •

Y en las Talon existía una furia tal como Costa Norte no había visto en mil años. En las Rocas de las Disputas, los Parlantes se sentaban a gritarse, culpándose unos a otros, mientras que, dentro de las moradas, sus últimas raciones de carne se retorcían inconscientes en los comederos. Sliffisunda cavilaba a solas en su lugar privado, considerando la probabilidad de supervivencia y con la mente aguzada por la certeza de que se había estado preparando realmente una herejía.

—Promesa de Potipur —gritaban los voladores mientras sobrevolaban las Rocas de las Disputas dejando caer tizones de fuego negro. Los Parlantes corrían a protegerse—. ¡Promesa de Potipur!

Desde su estancia oculta, Sliffisunda los escuchaba, oía los gritos de dolor y de ira cuando a los suyos los atacaban esas furiosas bandadas; y su mente funcionaba sin pausa, ya que estaba decidido a sobrevivir, aunque fuese el último de los Thraish. Aguardaría hasta el anochecer y volaría al norte, a la Cancillería, al sitio donde ya estuvo antes en contra de su voluntad. Allí había manadas de

thrassil y de

weehar que todavía pastaban en los campos. Tendría los suficientes para alimentarse, durante años. La deliciosa sangre caliente de los

Thrassil. Al norte.

Se olvidó de que otros Thraish ya habían sido enviados a cazar entre las manadas al otro lado de los Dientes.

• • • • •

En los grandes territorios de los Noor, Peasimy Flot se enteró de la conflagración que asolaba el sur. En su grupo había algunos que sabían leer las luces parpadeantes e incluso uno recibió un ave mensajera. Con el correr de los días fue llegando más información, hasta que ni el mismo Peasimy pudo pasar por alto lo que estaba ocurriendo.

—¿Llega la luz? —preguntó, casi con un gemido de odio, al pensar que alguien había hecho esto sin contar con él—. ¿Llega la luz?

Había jurado vengarse de aquellos que habían matado a Pamra Don, y ahora éstos estaban muriendo sin ninguna intervención de Peasimy Flot, sin que él les arrancase las entrañas, sin que les pusiese el cuchillo en la garganta. Él se marchó de aquel sitio —para consolidar sus fuerzas, se justificaba a sí mismo— y, de todos modos, ellos estaban muriendo. ¿Cómo se atrevían?

—¿Quién lo ha hecho? —preguntó al fin mientras conferenciaban, tratando de encontrar una respuesta—. ¿Quién los ha matado?

—Alguien de la Cancillería —le respondieron—. Tiene que ser alguien de la Cancillería.

—¡Herejes! —exclamó él—. Todos los de la Cancillería. ¡Entraremos en guerra! —Ya que fue cerca de la Cancillería donde murió Pamra Don, y que cerca de la Cancillería la gran multitud lo vio huir, y que de allí partió cierta tropa de soldados que aún lo andaba buscando, él se aseguraría de que no quedase ningún testigo de su deserción—. La guerra —repitió, e indicó a sus consejeros que transmitiesen el mensaje a la multitud.

Durante la noche, algunos de sus seguidores desaparecieron con rumbo al sur, pero otros todavía estaban allí al elevarse el sol, lustrando sus hachas y preparando flechas nuevas para sus ballestas. Formarían un gran ejército.

No muy lejos, al este, el General Jondrigar perseguía a Peasimy Flot, decidido a castigarlo por sus insultos a los Noor.

Después de una semana y sólo en unos cuantos poblados, uno o dos voladores descendieron a los muelles y devoraron el pescado apilado allí. No volvieron a comer otra vez. Apenas tuvieron tiempo de elevarse antes de que las garras de Thraish más tradicionales los derribaran al suelo. Hubo gritos y unos voladores se comían a otros, con gran agitación de alas y golpear de picos.

La mayor parte de los Hombres del Río eran fieles a las instrucciones de Tharius Don y no iniciaban ninguna acción contra los voladores, a menos que ellos mismos sufriesen algún ataque; ellos u otros humanos del poblado. Sin embargo, en algunos sitios fue una excusa para desatar una matanza general, y más voladores murieron.

• • • • •

—¿Cuándo? —preguntaron los niños—. Ya no se oye nada.

—Ahora, creo —dijo Raffen, el Hombre del Río—. Salgamos.

• • • • •

Las calles estaban cubiertas de trozos de persianas, de plumas y de los desperdicios que suelen acumularse en cualquier poblado, a no ser que los barran aquellos cuya tarea es limpiar la ciudad. La gente deambulaba por allí, tratando de descubrir si había algún Despertante entre ellos, algún grupo de obreros. Ninguno. La Torre se alzaba en medio de su parque. Todavía nadie había mirado en el interior, pero el lugar parecía deshabitado. Vacío. Como la cáscara de una nuez que hubiera sido comida.

Un hombre llegó a toda prisa para pedirle consejo a Raffen. En el poblado había cadáveres de los cuales era necesario desembarazarse, y Raffen se fue con él para explicar a los ciudadanos cómo se realizaría esto en el futuro.

Murga y los niños continuaron caminando por las calles. En la parte más alta del poblado aún se alzaba el Templo, con su alta cúpula brillante de pintura. Desde el interior se oyó el sonido de martillos.

—¿Qué están haciendo? —le preguntó Murga a alguien que pasaba.

—Quitan de la pared los rostros de las lunas y, en su lugar, colocarán una imagen de la Portadora de Luz.

Murga tomó a los niños por las manos y los condujo al Templo para ver qué era lo que ocurría. El suelo estaba cubierto de piedra rota por los martillos de los albañiles, pero la imagen que se alzaba en la cima de la escalinata era una que la esposa de Blint conocía muy bien. Se trataba de una copia de la estatua de Thou-ne.

—¡La mujer de Thrasne! —susurró Murga—. ¡Es la mujer de Thrasne!

El rostro sereno la miraba inmóvil e impasible, tal como siempre le pareció a bordo del

Obsequio de Potipur.

—Bueno, al menos tiene a su bebé —comentó en voz baja, sin sentir ninguna reverencia por esta ascensión a la divinidad—. Al menos, eso.

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