Despertar

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Libro Primero » Capítulo 1

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No se necesitaban vigilantes en los barcos que surcaban el Río Mundo. Como todo se movía a la misma velocidad, impulsado por las mismas mareas invencibles, no existían demasiadas posibilidades de colisión; y esto era tan válido para la barcaza

Obsequio de Potipur como para cualquier otra embarcación. De todos modos, Thrasne, tercer ayudante del patrón, se había designado a sí mismo vigilante, haciendo propio el título de quienes manejaban las puertas entre los poblados de Costa Norte.

Costa Norte.

Costa Norte, con sus Despertantes y sus mercaderes de polvo de frag, sus proféticos Mendicantes de Jarbo y sus azulados sacerdotes de Potipur, llenos de relucientes espejos sagrados. Costa Norte, con sus procesiones de Melancólicos vestidos de negro, utilizando sus fustas de piel de pescado contra los ciudadanos y recibiendo a cambio buenas monedas metálicas. Costa Norte, con sus huertos de puncon, sus bosques de frag y sus campos cubiertos de blancas vainas de pamet.

Y la orilla del Río, donde las figuras enjutas y furtivas de los Risueños, enfundados en sus yelmos negros, anuncian su llegada con una risa despectiva, ja, ja, ja, ja, haciendo que los herejes corran a ocultarse. Y, como un eco de los Risueños, los lagartos zancudos ululan a través de sus labios córneos, dispersando a los peces cantores alrededor de sus largas patas para deglutirlos luego uno por uno, comenzando por la cabeza. Ja, ja, ja, ja.

De vez en cuando, Thrasne veía alguna Torre que se alzaba como un dedo apuntado hacia el cielo, rodeada de voladores como moscas sobre pescado muerto. Y, con mucha menos frecuencia, divisaba el promontorio solitario de un Albergue Jarbo. Y el Río mismo, en algunas partes tan sereno como una charca formada por la lluvia y, en otras, lleno de rocas como un foso de obreros, salpicado de boyas plaga y cortado por espigones, tan ancho como la mitad del mundo.

Poblado tras poblado, aldea tras aldea, con cercas para impedir que la gente se trasladase hacia el este y puertas para permitir que viajasen hacia el oeste, el Río Mundo arrastraba los barcos en las incesantes mareas; y toda la panoplia de la vida se exponía ante los ojos de Thrasne.

Él sabía que, en tierra, los vigilantes eran necesarios para impedir que los jóvenes cambiasen de poblado, viajando en la dirección prohibida, o para que las caravanas de emigrantes no avanzasen demasiado rápido hacia el oeste, obstruyendo las disciplinadas rutas comerciales. Y sabía que, a bordo de un barco, un vigilante solo podía vigilar, pero eso era lo que Thrasne hacía mejor. No era torpe en el manejo de las velas o con los remos. Era tan bueno como cualquier otro para hacer brillar la cubierta construida con madera de frag. Podía dar órdenes y asegurarse de que se llevasen a cabo, lo cual le había hecho ganar el puesto de tercer ayudante. Y podía también acomodar una carga de tal modo que lo que se necesitase a continuación estuviese siempre arriba. Estas eran cualidades útiles e imprescindibles, pero él sentía que su talento para vigilar era mejor que todo aquello. Sin duda estaba más desarrollado.

Había construido un pequeño cubículo sobre la casa del patrón, encima de la cubierta principal, donde se abría el pozo de la ventilación. En la boca del pozo montó un andamiaje de pértigas y lo cubrió con un costal relleno de suave pamet. Cuando terminaba con su trabajo cotidiano, se escabullía hasta la cubierta principal, aguardaba hasta estar seguro de que nadie lo veía, trepaba al techo de la casa del patrón y se encaramaba hasta su cubículo. Allí no había ventanas ni estaba la esposa del patrón buscando a cualquier persona desocupada para darle algo inútil que hacer; sólo las paredes de la casa del patrón, tibias por el sol y vibrando con el incesante flujo de la marea. Algunas veces permanecía allí hasta que oscurecía y, en ocasiones, aún más si es que había algo que ver.

Desde la casilla vio por primera vez al pájaro de fuego incendiar su nido y desde la casilla vio a un ente, que surgió de las profundidades como un enorme globo verde y lo miró con grandes ojos curiosos mientras le escupía sus huesos.

Desde la casilla vio por primera vez un barco con toda su tripulación contaminada por los peces plaga, yendo a la deriva hacia las ignotas corrientes del sur con sus hombres de madera que parecían haber sido esculpidos junto a la baranda.

Desde la casilla vio la nave dorada de la Progresión que pasaba en su travesía de siete años, con la figura del Protector del Hombre subida en los brazos de sus centinelas personales.

Desde la casilla vio al populacho en la costa, miles y miles de bulliciosos pobladores, hileras e hileras de Despertantes con báculos espejeados y sacerdotes adornados con joyas, todos gritando el nombre del Protector: «Obol, Obol, Obol.»

Desde la casilla vio todo lo que había que ver durante los cuatro años que llevaba trabajando como hombre de Blint, y desde la casilla observaba ahora las líneas rectas de unos muelles que asomaban sobre la superficie del Río a poca distancia de allí, donde supuestamente no había ningún muelle.

Según la sección del mapa, el espigón más cercano se encontraba en Darkeldon, a diez jornadas de viaje todavía, y el día anterior Blint les había dicho que hasta entonces podían pescar a gusto sin preocuparse por nada. Ahora, después de ver lo que estaba viendo, no tendría más remedio que bajar e informar a Blint, a pesar de que lo más probable sería que el patrón se preguntase cómo se las había arreglado Thrasne para ver los muelles. Aún resultaba imposible divisarlos desde cubierta y no era su turno para maniobrar el timón desde la elevada popa del barco.

Transmitió su información con voz suave, esperando despistar a Blint con su calma; lo cual podría haber funcionado si la esposa de Blint no hubiese estado allí, yendo de inmediato hacia la baranda para atisbar el horizonte.

—¿Muelles? ¡No hay ningún muelle! ¡Yo no los veo!

—¿Y bien, muchacho? —preguntó Blint.

—Sí, señor. Muelles.

Blint lo miró unos instantes.

—Los ha visto desde arriba, mujer. Le dije que revisara el tejado de nuestra casa para asegurarse de que se conservaba impermeable.

—¿Impermeable? Por supuesto que sí. Hace apenas una Conjunción que lo repararon. ¿Por qué le dijiste eso?

Blint, que respondía a pocas de sus preguntas, no contestó a ésta.

—¿Cómo de cerca? —murmuró.

—Lo suficiente, señor. Será mejor que saquemos nuestras redes del agua. Debe de haber una casta de pescadores en el lugar, pues de otro modo para qué querrían los muelles, y, si no lo hacemos, comenzarán a arrojarnos piedras.

—Podríamos internarnos en aguas más profundas.

—En Zebulee tenían una catapulta.

—Ah. Es verdad. Bueno, entonces ve y díselo a los muchachos. Que viren el barco y oculten toda la evidencia. Ninguna piel de pescado secándose en cubierta, ningún hueso de ente tirado por ahí. Lo dejo en tus buenas manos.

—¿Cree que existirá alguna posibilidad de trueque?

—Bueno, ya lo veremos.

El patrón Blint se alejó sin la menor señal de inquietud, dejándolo todo en las buenas manos de Thrasne. Si éste hubiera estado ocupado, Blint lo habría dejado en las buenas manos del primer ayudante Birk, o en las del segundo, Thon. Thrasne se puso en movimiento rápidamente. Al menos, estaba seguro de que los hombres no le opondrían resistencia. El recuerdo de aquella catapulta era demasiado reciente.

Cuando todos estuvieron trabajando para sacar las redes del agua —tendrían que estibarse sin secar, lo cual haría apestar el depósito—, Thrasne fue hasta la sala de mapas para echar otro vistazo a la sección de Costa Norte. Estaban pasando por Wilforn, y la carta de navegación no mostraba nada interesante. El siguiente lugar era Baris y en ninguna parte se mencionaba la existencia de muelles. En Baris había pamet, labores artísticas, confituras, frutos de puncon —cuando el clima era el apropiado— y juguetes. La Torre de Baris figuraba como moderadamente activa, no fanática, lo cual significaba que lo más probable era que los Despertantes no registrasen el

Obsequio de Potipur en busca de contrabando, libros o cosas parecidas. Y eso era todo lo que Blint había escrito unos seis o siete años atrás, la última vez que pasó por allí. Thrasne decidió que más tarde escondería sus propios libros; si en una cosa se producían cambios, podían producirse en las demás. También agregaría una descripción de los muelles en cuanto hubiese tenido ocasión de observarlos bien. Seguramente, unos pescadores que se dirigían al oeste llegaron a Baris y decidieron que sería una buena idea contar con algunos espigones, quizá transmitieron esto a la Torre local y consiguieron una cuadrilla de obreros para construirlos; en cuyo caso, pensó Thrasne escupiendo con disgusto, era por pura fortuna que todavía estuviesen enteros.

Regresó a cubierta a tiempo para ayudar a vaciar las redes. Éstas sólo contenían unos pocos peces y dos o tres cosas duras que golpearon la cubierta con el inconfundible sonido de la madera.

—¡Peces plaga! —maldijo uno de los marineros—. Lo juro por las aves de carroña de Abricor, esto es demasiado. Últimamente lo único que recogemos son los atacados por el plaga.

—Vamos, Swin, no es tan terrible. En realidad no hemos visto ninguno desde Vouye. ¡Ten cuidado! —Thrasne lo empujó hacia atrás—. Casi tocas ése.

—Está duro. Es probable que el plaga ya lo haya abandonado.

Casi.

—«Casi» hace que un marinero tenga una pierna de madera.

El hombre emitió un resoplido. Era una vieja chanza, pero no por ello menos cierta. Lo que el plaga tocaba se convertía en madera, lenta o rápidamente, y si tocaba la mano de un marinero, éste tenía dos alternativas: cortarse la mano —si actuaba sin vacilación— o convertirse en una escultura de sí mismo a tamaño natural.

Algunos decían que, cuando el plaga se endurecía por completo, perdía su poder de contagio, pero Thrasne había sido testigo de cómo un hombre perdía el pie por patear algo que parecía realmente muy duro.

—Tíralo al agua, Swin. No te quedes ahí mirándolo o te olvidarás de lo que es y lo recogerás.

Swin emitió un gruñido y empujó el pez por la borda con un bichero. Los peces restantes estaban libres de plaga y se agitaban sobre la cubierta mientras emitían chillidos agudos con sus vejigas natatorias. Los hombres comenzaron a golpearlos y a limpiarlos, arrojándolos luego donde otros tripulantes aguardaban con los cuñetes de sal. Thrasne continuó guardando las redes. El plaga significaba también que deberían tomar más precauciones con ellas. Tendrían que bajarlas al depósito, sin tocarlas, y rociarlas con una mezcla de azufre y hojas de frag en polvo. Sólo después de un día o dos podrían volver a manipularlas sin peligro. Ahora doblaban los largos anzuelos con movimientos torpes, empujando las redes por debajo, y Obers-rom ya había comenzado a mezclar el polvo de frag. Un buen hombre, Obers-rom; nunca necesitaba que le dijesen las cosas dos veces.

Thrasne se asomó por la baranda y contempló los peces endurecidos, que se hundían muy lentamente, visibles durante varios minutos antes de desaparecer. Al flotar parecían casi vivos, y la falta de movimiento era lo único que delataba que ya no se trataba de peces. O tal vez lo fuesen, sólo que de una especie diferente. En una ocasión, Thrasne vio a un hombre tocado por un plaga. En realidad, debió haber sido él quien utilizara el hacha, y algunas noches todavía despertaba sudando con el recuerdo. El marinero guardó su pierna cortada en un costal, rociada con polvo de plaga. La llevaba consigo a las tabernas, donde canjeaba una mirada por un trago, desafiando a los más audaces a que la tocasen y comprobasen si el plaga la había abandonado o no.

«Existen peligros en cada casta y oficio. Nadie está libre de ellos», solía decir el patrón Blint de tanto en tanto.

Thrasne suponía que aquello era verdad. Bajó a cambiarse la camisa y ocultar sus libros. No es que tuviese muchos, pero los que poseía los quería conservar: el libro de fábulas sobre la Costa Sur; la

Historia de Costa Norte en tres volúmenes, cuyo noventa por ciento eran puras tonterías según decía Blint, y que en su totalidad estaba prohibido. A Thrasne no le importaba. Era agradable sentarse algunas noches en cubierta, cuando los vientos eran cálidos, iluminado por las ventanas de la casa del patrón, y leer cómo los seres humanos aterrizaron por primera vez en Costa Norte, provenientes de las estrellas, y el relato de sus grandes guerras con los Thraish, quienes quiera que éstos hubiesen sido: criaturas aladas, por lo que se entendía de las historias, y capaces de hablar igual que los humanos. Y que todos los hombres utilizaban herramientas de metal y armas, lo cual era suficiente para comprender por qué aquello era falso y estaba prohibido. Pero ¿quién quería leer libros permitidos?

Vidas de los Grandes Despertantes, la biografía de Thoulia; ¡puf!, hubiese sido mejor leer el mapa de los poblados, era más interesante.

Llegarían a Baris hacia el mediodía y, seguramente, el patrón Blint trataría de realizar algún trueque. En aquella zona, casi todos los poblados estaban escasos de especias y de sal. Querrían entregarles pamet a cambio y el

Obsequio de Potipur no podría aceptarlo, pues ya no quedaba espacio en las bodegas. Tendría que ser algo menos voluminoso: frutas secas, mermeladas, jaleas. Se suponía que los dulces eran algo muy especial por allí. Y los juguetes, los objetos pequeños para los niños, cosas mecánicas que funcionaban con cuerda. Los fabricantes de juguetes de aquella zona eran famosos, Thrasne lo sabía a pesar de que nunca antes la había visitado; sólo llevaba cuatro años a bordo del

Obsequio de Potipur y había comenzado a los doce como grumete.

Mientras luchaba con los botones de su camisa, examinó la hilera de tallas expuestas sobre su baúl. Tenía un largo trozo de madera de frag que había estado guardando, y creía que con él haría un pez. Un pez sorprendido, con un plaga subiendo por su cola. Las tallas lo miraban desde la tapa del cofre: mercaderes, niños, la figura alta de un Despertante; hasta había un obrero, informe y desesperanzado con sus ropas de cáñamo. Las pequeñas figuras casi parecían respirar. Una de ellas lo miraba en una súplica eterna, y Thrasne la tomó entre sus manos con un suave gemido, sintiendo una oleada de calidez en el vientre.

—Suspirra —susurró.

Era el nombre que él le había dado a la mujer ideal, creada en su cabeza y en su corazón. Thrasne la hacía descansar sobre la almohada cuando buscaba sus consuelos solitarios. Ella lo observaba vestirse y lavarse, siempre con la misma expresión de súplica. «Ámame —le rogaba en silencio—. Ámame.» Y la amaba de forma solitaria y febril, llegando algunas veces a olvidar que no era más larga que su antebrazo. La talló en un día de frenética creación; la madera fue soltando volutas bajo la cuchilla como si ella misma hubiese querido revelar su interior: el tinte pálido del rostro, el color más oscuro de la larga cabellera, el vestido ceñido al cuerpo como si hubiese estado mojado, dejando ver cada línea de los senos y del vientre, la forma de los muslos y la suave curva donde se unían. Hasta los pies surgieron mágicamente de la madera y eran perfectos, con unas uñas tan nítidas como la línea de los labios.

—Suspirra —repitió, y volvió a apoyarla, girándola un poco para que no le mirase.

«Deberías pertenecer a la casta de los artistas —le dijo Blint cuando vio sus tallas por primera vez—. Algunos de estos poblados otorgan un nivel social muy alto a los artistas.»

Thrasne había sacudido la cabeza: «Prefiero verlo todo, y no quedarme en un solo poblado. Tal vez algún día, cuando me sienta cansado del Río.»

Aunque no lograba imaginar cómo llegaría a cansarse. Allí siempre había algo que ver. En ese momento, por ejemplo, los nuevos muelles que bordeaban la costa de Baris.

Cuando llegó a cubierta lo examinó todo con atención. No había redes ni arpones. Los aparejos estaban guardados. Aún se percibía el olor de azufre y frag, pero la brisa del río lo dispersaría muy pronto a esa hora del día. Revisó la escotilla sobre la cajonada de redes para asegurarse de que estuviese bien cerrada. Era curioso que los pescadores costeros defendiesen con tanto ahínco sus privilegios frente a las embarcaciones. Estas se dedicaban a pescar especies diferentes, por no hablar de los entes que habitaban en aguas profundas, los cuales probablemente ni siquiera eran peces. Y estaba la especie Glizzee. Todos querían obtenerla, incluso los pescadores, y, aunque los hombres del barco se cuidaban de decirlo, no se trataba más que de hueso de ente.

Cuando hubo completado la ronda, Thrasne regresó y subió hasta donde estaba el timonel.

—¿Qué ha dicho Blint?

—Que busque el muelle más largo y trate de rodearlo.

—¿No hay desembarcaderos cruzados?

—Ninguno que podamos ver desde aquí.

Al final de los muelles, algunos poblados tenían extensiones cruzadas en el sentido de la corriente del Río. Las embarcaciones podían acercarse, arrojar un cabo y, luego, dejar que la corriente hiciese el resto del trabajo. Rodear un muelle largo era algo mucho más difícil.

—¿Blint ya ha mandado colocar los remos?

—Ha sacado a Birk de su hamaca. Dijo que tú permanecieras por aquí, desde donde puedes verlo todo bien.

El hombre emitió una risita sin malicia y Thrasne le sonrió. En general, a los hombres les agradaba tener un escultor a bordo. No había ninguno para el que no hubiese tallado algo, como adorno para ellos mismos o como obsequio para algún ser querido. Cuando un hombre regresaba a su hogar, cada seis u ocho años, quería llevar algo especial para sus hijos, al menos. Aunque no era nada extraño encontrarse con más niños de los que supuestamente debía haber. Muchos hombres que estuvieron ausentes durante seis años se encontraron con pequeños de dos y tres años al regresar, pero así era la vida de los hombres del barco y ellos la aceptaban como tal. Considerando las leyes de procreación vigentes, a las mujeres no se las podía censurar. Y, después de todo, si a uno le importaban esa clase de cosas, no debía salir a navegar por el Río.

El muelle empezaba a aparecer por la derecha. Era muy largo y aún se encontraba sin terminar. Los remeros estaban en sus puestos, listos para hacer girar el barco en cuanto hubiesen pasado el espigón. La corriente no era muy fuerte con todas esas lunas llenas; no como en la Conjunción, cuando nadie en su sano juicio intentaría atracar en otro sitio que no fuese la costa misma.

—Echa amarras —dijo Thrasne, cuidando de que los remos no se interpusieran con el timón—. Echa amarras.

—Ya lo veo —gruñó el timonel—. He estado haciendo esto durante veinte años.

Thrasne lo ignoró. Si Blint quería que estuviese allí, era para que se hiciese cargo de las cosas.

—Echa amarras —volvió a murmurar—. ¡Ahora! ¡Vamos!

Se inclinó sobre el timón al sentir la fuerza que ejercieron los remos y alzó la soga en la polea hasta que estuvo bien atada y pudieron ver a los hombres sudorosos. Blint también se encontraba allí. Un momento después, el cabo fue lanzado al muelle, donde varios hombres se apresuraron a amarrarlo.

—¡Arriba los remos! —gritó Blint.

El barco se estremeció mientras comenzaba a acercarse al muelle, moviéndose en contra de la corriente. Thrasne sacudió la cabeza recordando la vez en que subieron a un tripulante de un sitio llamado Thou-ne. «Nacido en Potipur», les dijo que era. Un imbécil santurrón. Insistía en que ningún barco tenía derecho a oponerse a la corriente, y que la única forma de anclar era al final de un extenso cabo a lo largo de la orilla. El muy necio decía que echar amarras de otra forma era maligno, que iba en contra de la vida y de la voluntad de Potipur. Duró hasta que intentó cortar el cabo con un hacha durante una operación. Si era un buen nadador y no se había encontrado con el plaga, pudiera ser que aún estuviese con vida. Sin embargo, considerando que Blint lo arrojó por la borda en medio del Río después del atardecer, sólo se podían hacer conjeturas sobre su supervivencia.

No había ningún otro barco en los muelles de Baris. A pesar de ello, al final del espigón se apelotonaba un número considerable de personas que parecían discutir de forma acalorada.

—¿Qué están haciendo? —preguntó Thrasne.

—No sabría decirte —respondió Blint—. Puedes echar un vistazo si quieres. De todos modos, tendré que bajar la pasarela para esos gordos panzones que vienen hacia aquí.

Movió la cabeza en dirección al poblado. Varios miembros de la casta de los mercaderes caminaban rápidamente hacia el barco. Todos trataban de ser el primero sin que se notara demasiado, por lo que ninguno llegaba a correr. Thrasne colocó la pasarela y bajó con las manos en los bolsillos.

En el muelle, la mayor parte de la gente eran simples curiosos, aunque también había algunos pescadores y aprendices de mercaderes que deberían haber estado en cualquier otra parte menos allí. Un Risueño, con su bruñido yelmo negro, jugueteaba con las redomas que llevaba adosadas al cinturón. Miraba por turno a cada persona del espigón, como si hubiese podido ver a través de los huesos. Sin embargo, los que se hallaban al final del muelle eran Despertantes y dirigían a una cuadrilla de obreros que dragaban el Río.

Thrasne percibió el olor de los obreros y retrocedió unos pasos. Utilizar a los trabajadores en beneficio de Potipur era una exigencia religiosa de todos los poblados, pero a él le parecía una exigencia hedionda, tanto literal como filosóficamente. Aquellas figuras encorvadas eran muy, pero que muy ineficaces. Todo debía hacerse seis veces. Una cuadrilla de obreros Despiertos tenía que hacer cuatro pasadas por un campo para ararlo, y Thrasne nunca había visto correr el agua por una acequia cavada por obreros sin que antes algún experto en irrigación la limpiase bien y rectificase los bordes. En ese momento alzaban unos ganchos colgados de largos cabos y los arrojaban a un cuarto de la distancia. Thrasne podría haberlos lanzado, arrastrándolos de vuelta con lentos tirones en contra de la corriente.

—¿Qué están buscando? —le preguntó a uno de los curiosos.

—A una mujer que se ahogó en el río. Se quitó la vida.

—¿Y? ¿Por qué el dragado?

—Lo hizo para evitar ser Clasificada. Eso es lo que dicen. Yo no lo sé. Lo único que sé es que la Despertante está furiosa como un pescador con un pez plaga en su sedal nuevo.

La Despertante estaba furiosa, en efecto. Thrasne podía escucharla con claridad gritarle a un hombre de rostro largo y aspecto desdichado que se encontraba ante ella:

—¡Fulder Don! ¡Tu deber era venir a nosotros si pensabas que iba a hacer esto!

—No creí que lo hiciera —se defendió el hombre de rostro largo, con voz monótona, casi inexpresiva—. Supuse que no eran más que palabras. Ella hablaba de muchas cosas que nunca hacía. No creí que abandonase al bebé, quería mucho a la niña.

La pequeña que tenía entre los brazos estaba llorando. Era de unos tres o cuatro años, pensó Thrasne. Los suficientes para recordar lo que estaba ocurriendo, aunque no lo bastante grande para comprenderlo.

Una anciana de labios finos y duros, que se hallaba junto al hombre de aspecto deprimido, dijo:

—Fulder Don, desde que te casaste con esa estúpida he sabido que haría algo así. No pensé que llegase a la herejía, pero tampoco me extraña demasiado. No tenía el menor sentido de lealtad.

—Mamá —suplicó el hombre con tono conciliador—. Por favor, mamá…

—Nada de «por favor, mamá». Te casaste con alguien inferior a ti y a la casta de los artistas, y eso es todo. Llévate a esa niña idiota y entrégasela a Delia, ¿quieres? No soporto tenerla delante. No ha sido suficiente con que su madre hiciera eso tan horrible, ahora tendrás que cargar con ella por el resto de tu vida.

—Bueno, mamá, ella es hija mía también.

—Ni siquiera estoy segura de eso.

La anciana se alejó por el muelle. El bastón que tenía en la mano golpeaba furiosamente los tablones y el sonido retumbaba bajo el espigón.

La Despertante alzó las manos, hizo girar su báculo e inició un cántico lento y monótono. Thrasne comenzó a tararear en voz baja, tratando de no escucharla. No soportaba los cánticos de los Despertantes. Si había sido para escapar a esto, a esta simulación de vida inducida por los cánticos, él no podía culpar a la mujer anónima que se quitó la vida en el Río. Los obreros regresaron lentamente por el muelle detrás del báculo resplandeciente. No tenían ojos ni rostro; sólo sus pies y manos indicaban lo que había bajo los grandes sacos de cáñamo y las capuchas que usaban.

—Papá —rogaba la niñita—. Papá.

El hombre no le prestaba ninguna atención y mantenía la vista fija en el Río, como si él mismo no hubiese querido otra cosa que estar en sus profundidades. Thrasne se sintió conmovido por la pasividad de ese rostro y sus manos se retorcieron ansiosas por capturarlo. Este era un hombre que se había rendido. Ya nunca jamás volvería a hacer nada. Sólo flotaría, arrastrado por las mareas de las otras vidas, aguardando su final bajo la capucha de cáñamo… mereciéndolo. Atraída por la mirada que Thrasne, la niña se volvió y lo miró. Tenía unos ojos grandes que mostraban cierta aceptación, como un reflejo de aquella misma pasividad.

—Papá —volvió a decir con desesperación.

Una mujer baja, regordeta y madura apareció entre el gentío y la tomó en sus brazos.

—Bueno, bueno, mi Pammy —dijo—. Bueno, bueno.

La niña emitió un sollozo y apoyó la cabeza sobre su hombro. Eso también fue una tentación para Thrasne, la figura de la niña contra el cuerpo de la mujer, floja y exhausta, renunciando a todo para aceptar ese consuelo.

Thrasne se acercó al hombre. ¿Cómo lo había llamado la anciana? Fulder Don.

—Fulder Don —preguntó en tono casual, como si hubiese sido el único curioso en el lugar—, ¿por qué saltó al Río tu esposa? ¿Cómo sabes que lo hizo?

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