Despertar

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Libro Primero » Capítulo 4

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Haranjus Pandel, Superior de la Torre de Thou-ne, tuvo a bien visitar la casa de la viuda Flot.

—Existe esa ley, viuda Flot. Usted la conoce y yo la conozco.

Dijo esto a su manera habitual como si aquello le resultara mortalmente aburrido, pero considerara sensato plantearlo.

Sin amilanarse, la viuda Flot sacudió la cabeza.

—Si está hablando de Peasimy, muestre un poco de juicio, Superior.

—Ya ha cumplido los treinta.

—Tiene treinta en años; en su cabeza no tiene más que cuatro o cinco. Y, en lo que se refiere a sus partes privadas, no son suficientes para ruborizar las mejillas de una doncella. Juro que esa parte de su cuerpo no ha crecido desde su nacimiento.

La viuda Flot se sonrojó un poco al hablar, pero aquello debía decirse. Por todos los dioses, ¿no se lo había contado a todos sus amigos? Y, a su vez, ¿no corrieron ellos el rumor? Haranjus debía de saberlo, tal como sabía cada bendita cosa que ocurría en Thou-ne.

—De todos modos, existe esa ley.

Las palabras no le salieron a Pandel con la fuerza que hubiese deseado. Recordó de pronto muchas otras cosas sobre Peasimy; cosas que sabía, pero que convenientemente había olvidado hasta ese momento.

La viuda Flot no se sentía más atemorizada por la ley que por su presencia.

—La ley dice que no debe haber celibato ni homosexualidad, eso es lo que dice la ley, Haranjus Pandel. La ley dice que debe haber bodas, consumaciones y los suficientes niños para mantener el número de población. Eso es lo que dice la ley. Y, Superior o no, no venga aquí a tratarme con arrogancia, Haranjus. Yo conocí a su madre, y supe de usted cuando no era mayor que el pene de Peasimy. Mi hijo no es ningún célibe, no más que cualquier otra criatura. Y tampoco es homosexual. Peasimy es una criatura, un neutro. No posee más sexo que una brizna de hierba. ¿Qué me viene a hablar de la ley? ¿Tiene alguna doncella horrible y desesperada a la cual debe casar? ¿Es eso?

Haranjus tuvo la gentileza de ruborizarse. En realidad, debía conseguir pareja para la hija del mercader Hetmán; la que tenía rostro de pez cantor y cuyo cuerpo era como una cuba. Pero el rostro y la figura carecían de importancia alguna, siempre y cuando fuese capaz de reproducirse. Esto era muy importante si se consideraba la constante merma de población. Y, según los rumores, el número de pobladores debía aumentar un poco por…, bueno, por cierto motivo; lo que era imposible si no crecía el índice de natalidad.

Al verlo enrojecer, ella continuó implacable:

—Se convertirá usted en el hazmerreír de Thou-ne. Y, si en la Cancillería se enteran de que ha estado perdiendo su tiempo en semejantes tonterías, y yo me ocuparé de que se enteren de alguna manera, pondrán fin a cualquier esperanza que usted pueda albergar. Renuncie a ello, Haranjus. Busque otro marido para su horrible muchacha, pero deje de pensar en Peasimy.

El discutió un poco más, aunque sin mucha convicción, sólo para guardar las apariencias antes de despedirse sin mucha cortesía. Era una idea tonta. En Thou-ne todos conocían a Peasimy, y la idea de verlo con una esposa les resultaría algo francamente gracioso. La dignidad de la Torre se vería comprometida. Se cumpliría la letra de la ley, pero se contradiría el espíritu. Por otra parte, el mercader Hetmán no se sentiría complacido si no conseguía nietos como parte del trato. La viuda Flot tenía razón. Había que olvidar el asunto.

A su espalda, en la pequeña casa, la viuda Flot se enjugó un par de lágrimas. ¿No había sufrido lo suficiente ya? Ninguna esperanza de tener un nieto, ninguna esperanza de que alguien la cuidase en la vejez; sólo Peasimy, dulce como cualquier pequeño y con el mismo juicio.

—Bueno, bueno —se dijo, animándose un poco—. De todos modos, es encantador como una mascota.

En la alcoba, Peasimy dormía su sueño húmedo e infantil, como acostumbraba a hacer durante el día, inconsciente de la catástrofe que había estado a punto de ocurrirle y soñando con un tiempo en el cual desapareciese la oscuridad y en el que la luz lo abarcase todo. No había palabras en aquellos sueños, únicamente visiones en las que figuras aladas se movían por un espacio radiante. Sueños que no eran muy diferentes a los de los demás, sólo que Peasimy los recordaba al despertar. Cuando se levantaba para caminar en medio de la oscuridad, esparciendo la luz por donde podía, siempre los recordaba y ansiaba volver a estar sumido en ellos.

Pasan los días y las noches. Las lunas se elevan por el este en su gloriosa madurez y, con el paso del tiempo, se desvanecen hasta convertirse en una mera astilla plateada sobre el cielo del oeste. Las conjunciones vienen y van.

Llega una noche. El ocaso en Thou-ne; un ocaso brumoso en el cual todo se encuentra velado, el misterio hecho manifiesto. Rostros fantasmales en los jirones de niebla que flotan desde el Río, voces fantasmales también, las cuales, después de escucharlas un buen rato, se convierten en los sonidos del pez cantor, las campanas de madera, el tintineo de cristales y el grito del pregonero. Sólo la Torre posee una campana de bronce, ya que el metal es demasiado escaso para desperdiciarlo en cualquier cosa que no sean monedas y objetos sagrados. Pero esta noche se encuentra en silencio. Su voz está acallada. La campana de la Torre sólo suena cuando algo anda mal y raras veces hay algo que ande mal en Thou-ne, ubicada al este como lo está, entre escarpas y valles de las Talon. Ningún obrero llega a Thou-ne desde el este. Potipur sabe lo que hacen con sus muertos los Despertantes del otro lado de las Talon, aunque Peasimy supone que debe de haber un foso de obreros en alguna parte. Él ya lo tiene todo claro. Todo lo que dicen son mentiras. Era mentira cuando dijeron que su padre había sido Clasificado. Era mentira lo que el componedor de cuerpos dijo sobre su brazo, aquella vez que se le rompió. No había ningún Clasificador, y el brazo le dolía terriblemente. Peasimy ya no escucha lo que dicen; sólo lo que hacen es verdad, así que observa, pero no escucha. Hace mucho, mucho tiempo que cerró sus oídos para la mayoría de las palabras. Lo que sí se digna escuchar son los sonidos, y esta noche lo hace atentamente desde su puesto junto a la pared del almacén. Campanillas de cristal y de madera, y el grito del pregonero.

La noche a lo largo del Río en Thou-ne. La niebla forma esferas alrededor de cada farol, sujetando la luz en esferas brillantes que penden junto a los muelles como una ristra de globos espectrales. Los peces cantores componen un coro bajo los cañaverales de la costa,

arummm, rumm, lummm, rumm. Tres de ellos. Un pez soprano y dos bajos de voz profunda.

Arumm, eslum, arumm.

La luz no logra alejarse lo suficiente de los faroles como para formar charcos entre los guijarros; apenas si iluminan lo suficiente para que se vea. Los muelles descansan en las sombras. Con la cabeza inclinada, Peasimy escucha a los peces cantores. Hay algo que los perturba. Por lo general, otras noches han terminado ya, pero hoy algo los mantiene despiertos. Por eso, Peasimy escucha, casi comprendiendo qué es lo que canta el pez cantor, en armonía con ellos al igual que con la oscuridad y la niebla.

—Oh —susurra—, te estoy escuchando, ¿verdad? Algo se acerca. Algo maravilloso se acerca. ¿No lo sé ya? ¿No me lo han dicho? No hay necesidad de continuar repitiéndolo una y otra vez. No importa que ocurra mañana o dentro de una eternidad, igual me encontraré aquí, esperándolo.

Se mece sobre sus talones y piensa que ahora pueden parar, que ya se lo ha dicho, pero los peces cantores continúan,

arummm, arummm. No, lo que sea que le estén diciendo es algo diferente a lo acostumbrado.

Peasimy se acerca de puntillas a la costa, sigue por el espigón y baja al sitio donde se torna menos denso el cañaveral y cantan los peces. Sólo su cabeza asoma encima de las aguas negras.

Arumm, lumm, eslum, rumm. Los peces juegan con algo, empujándolo de un lado a otro. Eso es lo que hacen. Empujan un viejo tonel de un lado a otro. Un tronco, algo que golpea contra el otro extremo del muelle. Los golpes se acercan. ¡Ya puede verlo!, incluso en la oscuridad, allí bajo el agua, brillante, con un resplandor verdoso como el de las hojas nuevas bajo el sol, como la luna sobre el césped, ¡la luz!

Peasimy mira y mira mientras el pez la eleva a la superficie. Ahora ella brilla aún con más intensidad hasta que, finalmente, lo mira directamente al rostro. A su alrededor todos los peces cantan, los peces resplandecientes extendidos a ambos lados de ella como alas. La golpean contra las rocas y miran a Peasimy, como diciendo: «¡Aquí está!» El la reconoce de inmediato. Es una de las criaturas de sus sueños, una de aquellas que traen la luz.

Oh, pero ha cambiado desde que Thrasne la tallara y la arrojara al Río. Las facciones son las mismas y la dura madera de frag no ha cedido, pero las pequeñas criaturas de las profundidades la han suavizado con su baba fosforescente y ahora resplandece entre las olas igual que un faro de luz verdosa. Está sonriendo y tiende una mano a Peasimy, como si le pidiera que la recoja y la lleve a tierra.

Y, con más fuerza de la que posee, Peasimy comienza a tirar y a levantar como un marinero en el cabrestante. Nunca ha tenido y nunca volverá a tener tanto vigor y, unos momentos después, ella se encuentra allí, chorreando sobre el muelle y mirando con curiosidad el poblado de Thou-ne. Sólo entonces él comienza a gritar y corre en busca del pregonero y del vigilante, del hombre del farol. Llama a la gente para que venga a ver, y hay tanto fervor en su voz que, en cuestión de minutos, se ha reunido una multitud, llena de murmullos como los cañaverales. Todos miran a la mujer del Río que les sonríe y brilla, brilla, brilla en la oscuridad.

—Allí —grita Peasimy una y otra vez con una voz completamente diferente a la suya—. Allí en el Río. La Portadora de la Verdad. La Portadora de la Luz. ¡Ella resplandece! ¡Resplandece!

—¿Qué está diciendo?

—Dice que es la Portadora de la Verdad.

—¿Qué es eso?

—Alguien que trae la verdad, supongo. Mírala. ¿No es hermosa?

—¿Qué dicen los demás?

—Que la hermosa Mensajera de la Verdad ha llegado, creo. Es ella.

—¿Qué es una Mensajera de la Verdad?

—Oh, es algo religioso. Estaba profetizado que ocurriría. —Esto lo afirma un sabelotodo que inventa la mitad de lo que dice y tergiversa la otra mitad según convenga a sus propósitos. Nadie le cree una palabra a la luz del día, pero la oscuridad y la bruma lo convierten en una voz anónima que habla con autoridad y convicción—. Estaba profetizado que ocurriría —repite, complacido con la forma en que son recibidas sus palabras.

Y las circunstancias de todo aquello, la niebla, la oscuridad, las voces diciendo cosas que parecen perentorias, el rostro transfigurado de Peasimy, la belleza de la mujer tallada; todo aquello los conmueve y hace que se alejen asintiendo con la cabeza, creyendo que ella es lo que asegura Peasimy. Creen haber oído hablar de la Portadora de la Verdad durante todas sus vidas, y se sienten tan felices como perplejos por su llegada.

El día siguiente transcurre entre comentarios y más comentarios, hasta que lo que dice uno es lo que dicen todos y todos creen. Alguien, y años más tarde el honor lo reclamarán la mitad de las familias de Thou-ne, alguien dice que la imagen resplandeciente pertenece al Templo. Para el atardecer, se encuentra allí, en el Templo de las Lunas, colocadas sobre la escalinata del santuario frente a los semblantes tallados de los dioses, mirando a la gente con una mezcla de dulzura y curiosidad. Para la noche, se han iniciado los rituales a su alrededor. Desde la galería superior, un novicio arroja agua de una interminable hilera de cubos traídos desde el mismo Río y, en aquella desagradable llovizna, la imagen de Suspirra brilla de humedad y esboza una sonrisa, como si fuese a quedarse allí para siempre. Peasimy se hinca ante la barandilla del altar, con el rostro radiante como el de la luna.

Detrás de él en el santuario, la viuda Flot le mira la espalda sin saber si debe alegrarse por esto o no. Peasimy no ha estado levantado durante el día desde hace doce años o más y esto podría significar que comenzarse a dormir de noche como la mayoría de la gente, con lo cual lo más probable es que por el día ande estorbando.

—Esposa de Flot —dice una voz a sus espaldas, en tono sombrío, y la mujer, al volverse, se encuentra con Haranjus Pandel.

—Superior —responde ella de un modo formal, utilizando su tono más desalentador. ¿Qué quiere sacar de esto ahora? ¿Habrá encontrado algo nuevo para molestar a la gente honesta?

En lugar de ello, él le pregunta con su tono sombrío:

—¿Qué es todo esto? Puede decírmelo, viuda Flot. ¿No tengo derecho a saberlo? ¿Asumo todas las responsabilidades y nadie me lo dice? ¿La ha tallado él? ¿Ha sido él?

Ella lo mira, se ríe y vuelve a mirarlo. El no espera una respuesta. Ni él mismo se lo cree. Haranjus Pandel se sienta sobre el banco duro e incómodo, con la cabeza apoyada en una mano y su largo rostro lúgubre concentrado en la mujer resplandeciente del otro lado de la barandilla. ¿Él también está pensando que puede tratarse de un milagro? Detrás de la mujer resplandeciente se encuentran los rostros de Potipur, Abricor y Viranel, tan familiares que los devotos ni siquiera los ven. Y, por primera vez, la viuda Flot ve los rostros tallados de los dioses contrastados con un rostro humano, el de la mujer resplandeciente, y comprende qué clase de seres son.

—Haranjus —susurra en el momento de su descubrimiento—, ¡el rostro de Potipur! ¡Es el rostro de un volador!

Y, al alzar la vista, él ve los rostros de los dioses por primera vez. Realmente los ve: lo miran con ojos llenos de cinismo, con los picos entreabiertos como si tuviesen hambre; rostros de voladores. Él nunca antes los había cuestionado, ni siquiera había notado sus expresiones. ¿Cuánto tiempo?, se pregunta, invadido por el pánico. ¿Cuánto tiempo había estado adorando a los voladores sin siquiera saberlo?

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