Despertar

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Libro Segundo » Capítulo 28

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Los días del golpe eran ya un recuerdo. En Vobil-dil-go, el orden estaba restaurado. Al este, las alturas de las Talon aparecían desprovistas de alas. En la Torre no había Despertantes. Sólo Haranjus Pandel había ocupado una habitación allí cuando llegó con la señora Kesseret y la viuda Flot de Thou-Ne. De vez en cuando, bajaba al poblado y saludaba a unos y a otros, siendo bien recibido por todos. Se decía que al norte avanzaban grandes ejércitos, pero en la costa había una calma precaria, como la del ojo de una tormenta antes de que volvieran los fuertes vientos.

En una roca sobre el Río, la Reina Fibji se sentó, cruzó las piernas y miró al otro lado de las aguas, hacia el lugar donde esperaba llegar con los suyos en poco tiempo. Debajo de ella, los Noor y algunos hombres de Costa Norte trabajaban entre los barcos, trasladando continuamente fardos y toneles a las bodegas. Lo aprobó con un gesto, y buscó entre las figuras, tratando de encontrar una alta y fornida que su hija acababa de mencionarle. Thrasne. Un marinero. No era un Noor y, para colmo, según le dijera Medoor Babji, estaba enamorado de otra. Sin embargo, era el escogido por su hija.

—¿Cuánto falta para partir? —preguntó por décima vez.

—Tres horas —le respondió Medoor Babji—. Tal vez cuatro.

—¿Y cuántos barcos hay?

—Hasta ahora han zarpado doce, que nosotros sepamos. Otros quince se preparan para partir. Habrá más. En todos los poblados hay Noor que compran y alquilan embarcaciones. Habrá cientos, miles.

—Si logramos salir antes de que nos maten a todos.

—Lo haremos. Las batallas tienen lugar en las estepas, detrás de nosotros, donde los Jondaritas luchan con los cruzados. Los poblados no están en peligro.

—¡Todavía!

—Oh, estoy de acuerdo con eso, gran Reina. Lo estarán. Pero aún no.

—¿Cómo haremos para reunirnos cuando lleguemos allí?

—Los que zarpan de poblados al oeste de Vobil-dil-go deberán marchar hacia el este cuando lleguen a Costa sur. Quienes partan de poblados al este de Vobil-dil-go irán al oeste. Cuando arribemos a Costa Sur, construiremos una gran torre en la costa. Por las noches encenderemos un faro en lo alto. En todas las playas amontonaremos piedras con mensajes. Enviaremos mensajeros. Nos reuniremos todos, gran Reina.

—Y las islas del Río…

—Están habitadas por razas amigas; humanos y Treeci. Y los entes de las profundidades no son de temer.

—Y Costa Sur nos aguarda.

Lo que se decían una a otra era una letanía. Un ritual. Ya lo habían repetido cien veces. Probablemente la Reina lo diría cien veces más en el barco, tratando de convencerse.

—¿El hombre sabe que estás embarazada?

Medoor Babji miró su vientre hinchado y sonrió.

—Le resultaría muy difícil no notarlo.

—¿Y qué dice al respecto?

—Thrasne dice muy poco respecto a todo. Le he dicho que es suyo. Su rostro adoptó una extraña expresión absorta. Me parece que sonríe con mucha más frecuencia últimamente, aunque sigue entrando en esos estados meditabundos durante los cuales sólo mira el agua. Entonces sé que está pensando en Pamra Don.

La Reina había decidido no expresar ninguna objeción, así que se mordió la lengua con firmeza. Todo su ser se retorcía ante este silencio que ella misma se había impuesto, por lo que buscó algún tema que no estuviese relacionado con aquello. Hablaría sobre… sobre algo general.

—Medoor Babji, considerando que eres mi heredera, compartiré mis pensamientos contigo, lo mismo que en otro tiempo mi padre los compartió conmigo. Desde que recibí tu mensaje, he pasado mucho tiempo meditando. Tal vez te interese lo que he pensado.

»Cuando era muy joven solía preguntarme para qué servía yo. La mayoría de los jóvenes parecía saberlo. Serían guerreros. Las muchachas tendrían hijos. Pero mi padre me decía que yo iba a ser Reina y, como no teníamos entonces Reina, yo no podía saber cómo era aquello. Sin embargo, estaba segura de que se trataba de algo maravilloso y eterno. Más tarde, cuando tenía siete u ocho años, aunque a algunos les ocurre antes, supongo, y es posible que a otros no les suceda nunca, la comprensión me llegó de repente, en un estallido. Supe que, Reina o no, algún día moriría y dejaría de existir. Entonces, grité y lloré. Pensé que era la única en saber aquello, pero mi padre me consoló. Me dijo que era el principal logro de la humanidad, tomar conciencia de la propia muerte, algo que las bestias y los peces no llegaban a conocer jamás.

»Parecía que mi padre lo sabía todo al respecto. A esa edad, los mayores parecen saberlo todo sobre todo; recuerdo que tú me acusaste de eso una vez. Bueno, cuando era una niña y llegaba la hora de dormir, me acostaba entre las mantas y me dejaba llevar hacia otro mundo. Ahora no me acuerdo de mucho, salvo de que había música por todas partes y fuentes de perlas. También había unas bestias que uno podía montar, y unos curiosos animalitos peludos que hablaban…

»De modo que un día le dije a mi padre que quería que me consiguiese un… ¿Cómo los llamaba? Un foozil, o algo parecido. Me preguntó que qué era aquello, y yo le expliqué que se trataba de uno de esos animalitos peludos y parlantes. Me contestó que lo había inventado todo. Que era mi imaginación, me dijo. Bueno, hasta entonces yo no sabía que el mundo en el que flotaba en mis sueños era sólo mío. Pensaba que todos lo conocían. Por primera vez supe que cada uno tiene un mundo privado, Medoor Babji. Nadie más conocía mis foozil. Nadie más había visto mis fuentes de perlas ni mis bestias maravillosas. Sentí pena por ellos, pero luego comprendí que todas las personas tenían un mundo que les pertenecía.

»¡Y la entrada a ellos me estaba vedada, hija! ¡Oh, cuánta tragedia y cuánta maravilla había en aquello! La maravilla de saber que mi propio universo, en gran parte sin explorar, brillante u oscuro, sombrío o soleado, lleno de toda expresión posible de sueño o imaginación; que ese universo de mi interior no estaba compartido. Pero lo trágico era saber que a mi alrededor había cien mil mundos más, también brillantes u oscuros, llenos de sueños; yo no vería jamás ni llegaría a conocerlos. ¡La tragedia de saber que nunca sabría! ¿Comprendes a qué me refiero, Medoor Babji?

Medoor asintió con la cabeza, pensando que tal vez sí, tal vez no. Su madre no aguardó a una respuesta.

—Yo era una niña. No comprendía lo limitadas que son nuestras vidas en realidad. Decidí aprenderlo todo sobre los mundos de los demás. Le pedía a la gente que me contara historias sobre esos mundos, y ellos me decían palabras, hija. ¿Tú sabes lo limitadas que son las palabras? La gente trata de describirte sus mundos, pero sus palabras son como un mapa trazado con una ramita quemada junto al fuego. En el mejor de los casos, te permiten entrar un poco en esos mundos; en el peor, los ocultan por completo. Descubrí que las personas pasan por la vida entregándose unas a otras esos pequeños mapas y alguna que otra contraseña. Nos exploramos unos a otros y, gradualmente, los mapas se acumulan, las contraseñas se vuelven más numerosas. Cuanto más nos parecemos, más compartimos y más comprendemos. De ese modo, los Noor nos conocemos más profundamente entre nosotros que los demás. Pero nunca llegamos a verlo todo…

»Por tanto, tú tienes un mundo en tu interior, niña de mi corazón, al cual yo puedo asomarme un poco. Y el hombre al que amas, ese Thrasne, también tiene su mundo… que me resulta completamente extraño, como a todos los Noor. Me pides que lo quiera por ti, y ni siquiera tengo un pequeño mapa, trazado con una rama quemada, para encontrar el camino. —Le sonrió a Medoor Babji y sacudió la cabeza con tristeza, recibiendo a cambio una sonrisa igualmente triste—. Por eso, debo hacer lo que hacemos todos: lo aceptaré por una cuestión de fe. Su mundo es real porque tú me lo dices. Yo no puedo percibirlo. Sólo suponerlo. Lo amaré por ti, Doorie.

Medoor Babji le tomó la mano y la sujetó con firmeza. La Reina continuó, con lágrimas en las mejillas:

—Tal vez le pidas que me enseñe lo que pueda de su mundo. Tal vez él me entregue un mapa. Con ese mapa, si me resulta posible, viajaré por su extraño mundo de barcos y agua.

—Oh, gran Reina…

—Llámame madre, niña. En el sitio a donde vamos es posible que no haya ninguna Reina Noor. Quizá no exista ningún trono al que puedas ascender.

—Creo que él te tiene miedo, Reina Fibji.

—Bueno, yo también tengo miedo de él. Tendremos que hacer lo que podamos al respecto. Yo le daré contraseñas para que camine por mi mundo, y él tendrá que darme contraseñas para que yo lo haga por el suyo. De ese modo, podremos cruzarnos sin que haya fracturas. Hay muchas contraseñas, querida. «Ten cuidado» o «Perdóname» o «Te amo» o «Cuida a mi niña»…

—¿Y si él sigue amando a Pamra, la profetisa? ¿O si cree amarla? ¿O si recuerda haberla amado?

—Tú me has dicho que es un artista, y ella era hermosa. Nunca la vi en persona, pero sí su imagen en el Templo. Es posible que él siempre ame esa imagen. Pero eso no tiene importancia, hazte a la idea de que es a Dios a quien ama, o a su arte. No hay mucha diferencia.

—¿Y tú me darás tu bendición?

—La tienes desde el momento en que te concebí, Doorie. No es algo que uno pueda retirar. Pero, si quieres que la renueve, que así sea. Ten a tu Thrasne, niña. Tenlo hasta donde puedas. Acepta cualquier contraseña que él te brinde y siéntete agradecida.

La Reina se cepilló los pantalones y se echó hacia atrás su larga cabellera negra.

—Es hora de que acabemos con esta conversación tan seria. En todo el día no ha habido más que lamentos y gemidos. Lloré esta mañana, pensando en todos aquellos que no vendrían al Río con nosotros. ¡Cuántos hay allí que no quisieron seguirme! Cuántos prefirieron quedarse para vengarse de quienes nos han perseguido. Cuántos escogieron eso, en lugar de esto…

—El Río da miedo —admitió Medoor—. A mí me daba miedo.

—No tuvieron miedo del Río —replicó la Reina Fibji—. Tuvieron miedo de ir donde no hubiera enemigos para luchar. Son jóvenes con sed de batalla en la sangre. Clavaron sus lanzas en el suelo, saltaron en una danza guerrera y enviaron a sus portavoces para ofrecer explicaciones. Hablaron del honor. De la gloria. Traté de decirles lo que te he dicho a ti, pero no significó nada para ellos. Les hablé de mi padre. Les conté el acertijo que me legó cuando yo era niña. «¿De qué sirven los guerreros muertos?», les pregunté. No sirvió de nada. Se quedaron atrás. Ellos no vieron mi mundo, niña. No quisieron ver mi mundo…

La Reina deslizó la mirada por el agua, sin ver los ojos de Medoor Babji fijos en ella, desorbitados y terribles.

Y, en su interior, sin hablar, Medoor le dijo a su madre:

«Madre, yo encontré la respuesta al acertijo de tu padre. Te envié un mensaje diciéndote esto…»

Imaginó que la Reina guardaba silencio unos momentos, mientras pensaba.

«Por supuesto que sí. Y me decías que estabas embarazada. Y que Costa Sur nos aguardaba. Estas cosas hicieron que lo olvidara. Bien, tienes la respuesta. ¿Me la dirás?»

«Es la respuesta a tu acertijo de tanto tiempo atrás, el que te planteó tu padre. ¿De qué sirven los guerreros muertos? Yo encontré la respuesta.»

«¿Dónde la encontraste?»

«La aprendí de los Treeci, por azar».

«¿Y bien? Vamos, niña, ¿por qué esta vacilación? ¡Dímelo!»

Medoor se imaginó a sí misma demorando la respuesta, segura de que tenía razón, pero renuente a pronunciar las palabras duras y odiosas.

«Guerreros son quienes desean la batalla, madre».

«¿Sí?»

La Reina estaría confundida.

«Guerreros son quienes desean la batalla más que la paz. Quienes buscan la batalla a pesar de la paz. Quienes clavan sus lanzas en el suelo y hablan del honor. Quienes bailan danzas guerreras y sueñan con la gloria… Para lo que sirven los guerreros muertos, madre, es para estar muertos.»

La Reina la miraría durante un largo rato; luego, las lágrimas comenzarían a rodar por sus mejillas. Medoor podía verlas con claridad. Si le decía a su madre la respuesta al acertijo, la haría llorar nuevamente, y ya había habido suficientes lágrimas ese día. No se la diría, no en ese momento. Tal vez no lo hiciese nunca. Era una respuesta muy dura.

Cuando todos los guerreros estuvieran muertos, cuando no crearan más niños como ellos, entonces los demás podrían vivir en paz. Ella no se lo diría a su madre, pero lo guardaría en su corazón.

—Bajemos al Río —propuso la Reina.

Caminaron juntas hacia el

Obsequio de Potipur, el barco que las llevaría a Costa Sur.

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