Despertar

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Libro Primero » Capítulo 5

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En la Torre de los Despertantes, en Baris, Pamra Don se encontraba dormida.

El Árbol de los Dulces ocupaba todo el espacio sobre ella. Cada hoja brillaba con una luz trémula, los capullos se mecían en una danza sensual de perfume y color, explosiones de ámbar y dorado, estallidos de rojo reluciente, todos crujiendo, brotando, germinando en cada sitio vacío. Todos proyectaban sobre ella su luz y su color, la elevaban hacia su propio ser, sin gravidez…, hacia la gloria…

Algo produjo un sonido duro, carente de vida. Metal sobre piedra. El Árbol de los Dulces se estremeció. Pamra ignoró el sonido aborrecible y se agarró al árbol…

«Los nuevos canales de drenaje a lo largo de la pared de la Torre. Una cuadrilla de obreros está cavando canales de drenaje», dijo con claridad una voz en su mente.

Con esas palabras, el sueño del Árbol de los Dulces se desvaneció como el humo y Pamra despertó, pensando en Delia.

La calidez enmarañada de las mantas: un reflejo fantasmal mirándola desde el vidrio al otro lado del cubículo. La noche anterior, la sangría. Esa mañana, un sueño profundo y un andar pesado. El anhelo de que un par de brazos la confortasen. Era por eso por lo que pensaba en Delia, cuando no la había recordado durante toda una estación.

Gimió y se sentó a medias, acurrucada al extremo de la cama y abrazándose mientras unas lágrimas débiles rodaban por su rostro. Oh, era muy difícil amanecer después de la sangría y no acordarse de que debía Despertar a los obreros. Tenía que haberlo pensado mejor antes de enfadar a Betchery con su comentario respecto al apetito de la mujer. Betchery era famosa por su glotonería, pero odiaba que se lo recordasen. Los sangradores siempre tenían una forma de desquitarse; injusta, pero fácil de predecir.

En su boca estaba el sabor pastoso de la depresión; por supuesto que sólo era el resultado de la debilidad, pero hacía que uno dudase de sus fuerzas. Por unos momentos, se arrepintió de ser una Despertante. ¿Por qué seguir adelante cuando significaba someterse a Betchery y a todos los otros requisitos desagradables?

Tanto para el arrepentimiento como para la pregunta, su respuesta fue la misma de siempre:

—A causa de lo que hizo mi madre.

En un murmullo, las palabras salieron una tras otra, como si no hubiesen sido más que una sola, un conjuro pronunciado por pura costumbre.

De hecho hacía ya años desde que se oyó decir aquellas palabras. En otras épocas atizaban su ira, reforzaban su decisión; ahora, sólo formaban parte de la letanía matinal, y las humillaciones de la niñez se encontraban sepultadas bajo diez años de rituales y aceptación. Floja y dolorida, Pamra bajó de la cama sabiendo que su rostro debía de estar blanco como el hielo. Todavía tendría que pasar por muchas cosas. Y, sin embargo, se encontraba muy cerca del grado superior.

El grado superior. Primero vendría el retiro de los graduados y el aprendizaje de los misterios a los que no se permitía acceder a los más jóvenes. Había peligros que debían evitarse cuidadosamente con el pensamiento. No todos regresaban del retiro. Mejor no pensar en eso.

Luego vendrían los votos y una lujosa habitación privada en los pisos superiores. Las comidas preparadas por encargo, y no servidas de la marmita común. Todos, sin excepción, la respetarían. Cuando se hubiese graduado, ni siquiera su padre podría considerarla una fracasada.

Se apoyó en la ventana y permitió que el vidrio le refrescase la piel mientras recordaba la voz sarcástica de la abuela Don: «La madre de Pamra era una cobarde y una hereje. La misma Pamra no muestra ningún indicio de expiar ese pecado. Nunca logrará ser una artista.»

Y sus propias palabras como respuesta, impulsivas e irreflexivas, fueron pronunciadas a modo de desafío en medio de la reunión: «Yo puedo ser una Despertante. Eso es mucho mejor que ser una artista.»

Su afirmación había sido recibida con un silencio embarazoso que se transformó en frialdad, disgusto, desamor. Luego, no hubo forma de retroceder, de cambiar de idea. La rechazaron cuando pronunció esas palabras, y no pudo ya hacer otra cosa que seguir adelante.

Una vez en la Torre, no volvió a ver a Prender ni a Musley ni a papá ni a la abuela. Tal vez algún día volviese a ver a papá y a sus hermanastras. Cuando se hubiese graduado, no antes. Y no vería a la abuela Don, por supuesto. Para entonces se la habrían llevado con los Sagrados Clasificadores, aunque Pamra dudaba de que llegase a ser Clasificada.

Disgustada por el recuerdo, se apartó de la ventana. Nada parecía real esta mañana. Arrastrar su debilidad durante todo el día sería como nadar en un espejismo. Se quitó el camisón y comenzó el ritual matutino, por el cual se vestía y se trenzaba el cabello al estilo característico de los Despertantes. Cuando finalmente se puso la túnica y las sandalias, abandonó el cubículo y se detuvo en la cima de la escalera de mujeres para la Pronunciación:

¡Regocijo! Voy a Despertar a aquellos cuyas faenas nos dan sustento. Doy gracias a las Lágrimas de Viranel, a los Servidores de Abricor, a la Promesa de Potipur, y amén.

A pesar de que su mano se apoyaba temblorosa sobre la baranda, habló con voz fuerte y firme, exigiendo una respuesta.

¡Regocijo y amén! —recitó una voz reverberante y anónima desde el corredor de abajo.

Recibido el permiso, Pamra bajó al refectorio de mujeres y se sentó ante una mesa vacía. El olor de su ración de cereales le produjo náuseas, pero contuvo el aliento y se obligó a tomarla. Si no comía, su cuerpo no fabricaría sangre nueva, y no habría ninguna actitud religiosa que la ayudase a cumplir con sus tareas cotidianas si no se sentía más fuerte.

La voz de Ilze sonó a sus espaldas, fría y formal, aunque con un ligero tono de ira.

—Pamra, estás blanca como el pamet. ¿Te acaban de sangrar? ¿Quién lo hizo?

Pamra no giró la cabeza. Aunque no estaba prohibido hablar durante el desayuno, se consideraba un indicio de falta de serenidad. Sin embargo, se trataba de un graduado que era además su mentor. Tenía todo el derecho de entrar en el sector de las mujeres, y también de interrogarla.

—Fue Betchery —susurró.

—Por supuesto, Betchery. Debí haberlo sabido sin preguntar.

Era delgado y moreno, con un atractivo rostro huesudo y ojos hambrientos. A pesar de su evidente preocupación, Pamra experimentaba una sensación de peligro cada vez que él se encontraba cerca, como si su mirada hubiese podido quemarla. Se movía con inquietud ante esos ojos serios y mantenía la vista baja.

—No te encuentras en condiciones de cumplir con tus tareas. Descansa hoy y ya veré lo que puedo hacer. —Ilze la tocó, casi con una caricia, y permaneció allí más de lo necesario. Bajo su mano, Pamra sintió que le temblaba la piel. No le agradaba el contacto, pero tampoco se atrevía a rechazarlo. Él se giró y añadió—: Bueno, ya es suficiente. Debo inspeccionar los campos arados ayer.

¡Regocijo! —saludó Pamra ceremoniosamente—.

El Despertar se encuentra al alcance de la mano.

Él la dejó con una sonrisa divertida y sacudiendo ligeramente la cabeza. Ilze parecía encontrarla graciosa con frecuencia, y esto solía desconcertarla. De todos modos, esa mañana se sentía demasiado fatigada para desconcertarse por algo.

Pamra salió al corredor que separaba el sector de mujeres del de hombres y se detuvo ante la ventanilla de los sangradores a esperar a que alguien saliese con los suplementos que la Superiora había pedido. Fue Betchery quien apareció con ellos, la gorda Betchery, metiéndose dulces en la boca sonriente mientras Pamra trataba de tragarse las píldoras en seco. Sobre la glotonería de esa mujer fue de lo que le hizo un comentario a Jelane y, por desgracia, Betchery oyó la conversación.

—Regocijo, Despertante —dijo Betchery al entregarle los dos frascos diarios de sangre y Lágrimas—. Se te ve un poco pálida.

—Regocijo y amén.

Pamra no le daría la satisfacción de decir nada que se saliese del ritual. «Regocijo y amén, y amén para ti, perra Betchery. Si alguna vez mueres bajo mis manos, no serás Clasificada.» Cuando salió de allí, Pamra ya no temblaba. Sólo sentía una mezcla de ira y tristeza, tal como solía ocurrirle después del sangrado. Le producía una profunda melancolía en la que el mundo parecía haber perdido sus colores: una pintura hecha en tonos castaños sin nada de su vitalidad habitual.

En la fuente de la alta escalinata, el agua se estremecía con la brisa del segundo verano del año, más cálido y menos lluvioso que el otoño que acababa de pasar. Unas tenues nubes matinales viajaban hacia el norte; más tarde se inflarían como vainas de pamet para tender sus pesados velos sobre los campos. Una bandada de jóvenes pájaros de fuego pasó por el cielo y sus plumas anaranjadas brillaron bajo el sol. Abajo, en la plaza de Baris, una fila de Melancólicos avanzaba lentamente, entonando sus cánticos para despertar a la gente. Sólo ellos y los Despertantes se encontraban levantados a esa hora tan temprana. El parque que separaba la Torre del Callejón Suburbano a las afueras de Baris se extendía muy verde bajo la luz del amanecer, plateado de rocío.

Más allá del parque y de la plaza, la avenida avanzaba hacia el sur hasta la ribera del Río Mundo. Allí, la marea vibraba hacia el oeste en pos de los dioses-luna Viranel y Abricor, que pendían como faroles redondos y pálidos en el cielo de occidente. Potipur se amparaba bajo el horizonte. Ese año la Conjunción se produciría en el solsticio de invierno, para lo cual faltaba más de una estación. La Conjunción, cuando por un tiempo desaparecían todos los Servidores de Abricor y a los obreros les estaba permitido descansar.

Junto a las vibrantes aguas del Río, una cuadrilla de obreros descargaba grandes piedras para extender uno de los espigones de pesca. Como gusanos grises, los trabajadores se arrastraban sobre la precaria estructura. Detrás de ellos, un barco surcaba las aguas oscuras impulsado por la corriente y un Risueño pasó caminando por el sendero a la misma velocidad, como si el barco y el hombre estuviesen atados uno a otro. Pamra hizo la señal de la Aversión, apartando los ojos del Risueño. Era mejor no mirarlos. Hacia el oeste, sobre la ladera de una colina, otra cuadrilla de obreros estaba arando; figuras informes afanándose entre los ocasionales bosquecillos de puncon, dejados allí gracias a la sombra y las frutas que proporcionaban. Junto a cada cuadrilla había un Despertante apoyado sobre su alto báculo espejeado, con los frascos de sangre colgados del hombro. Pamra solía ser la primera en cumplir con las tareas diarias; ver que otros se le habían adelantado confirmó su debilidad, su tardanza. Tenía que ponerse en movimiento.

Pero primero podía recibir su propia Retribución, ese momento del día bendecido por Potipur. Ocurriera lo que ocurriese después, el éxtasis de la madrugada hacía que todo valiese la pena.

Inspiró profundamente y alzó los dos brazos en el gesto ritual hacia occidente, la dirección del Río Mundo, de las lunas, del sol; el sentido en que se movían todas las cosas. Su respiración se tornó más lenta y Pamra comenzó a sentir un hormigueo en la piel. Entonces se volvió hacia el este y enlazó las manos ante el rostro en el gesto de negación. Ésta era la dirección inversa del mundo, el sentido en el cual nadie podía moverse, el lugar de donde provenían todas las cosas, pero al que nada podía regresar. Se inclinó hacia el norte, hacia los bosques que cubrían las tierras al borde de las Grandes Estepas y más allá de las estepas hasta la Cancillería, donde vivía el Protector, todopoderoso y omnisciente, detrás de los Dientes del Norte; finalmente, se inclinó hacia el sur, la dirección del Río, la Faja del Mundo.

A continuación, contuvo el aliento y esperó.

Una profunda felicidad que no provenía de este mundo, una gloria trascendental en la piel, un vertiginoso latir de la sangre, un torrente de puro placer recorriendo su cuerpo, un baño de fuego extático.

«Son las píldoras que te dan. Son las píldoras las que te producen esa sensación», le había dicho Jelane, una joven que ingresó en la forre poco después que Pamra.

«No. Es imposible que sólo sea por las píldoras. Eso no sería justo», le contestó ella.

«Pero es así, Pamra. ¡Por los tres dioses, vaya que eres tonta! ¿Por qué crees que sientes eso cada día, justo después de que te las dan? Es algo así como una pequeña Retribución, por ser una niña buena cada vez que te sangran.»

«No», había rechazado Pamra, conteniendo la ira. ¿Por qué habría de escuchar a Jelane, a esa Jelane a la que cada tres días castigaban con dos azotes por alguna infracción? No era más que una egoísta y una hereje. Si se trataba de las píldoras, ¿cómo podía ser que el éxtasis se produjese también en otros momentos del día? Pamra le había respondido esto sin esperar que Jelane lo creyese, y sin importarle tampoco.

«Bueno, tal vez a ti te ocurra en otros momentos. A los demás no nos pasa», había replicado Jelane.

¿Cómo hubiese sido posible vivir en la Torre sin el éxtasis? ¿Cómo realizar el reclutamiento? ¿Cómo pasar todo un día? El éxtasis era la Retribución de Potipur a Sus servidores; era lo único que tenía sentido.

Cuando se desvaneció la gloria, Pamra fue a Despertar a los obreros.

• • • • •

De los veinte cadáveres traídos cada semana desde Wilforn, el poblado contiguo hacia el este, había varios que yacían aún en el foso de Baris, con las túnicas de cáñamo limpias y los capuchones enteros. Sólo los pies hinchados y azules que asomaban bajo la tela mostraban los primeros indicios de corrupción. Se trataba de los muertos de Wilforn no Clasificados, los que habían quedado en los fosos de obreros para cumplir con sus obligaciones.

Pamra inclinó la cabeza y pronunció la invocación con voz tranquila y, luego, levantó la primera capucha hasta descubrir la boca violácea y derramó la mezcla de Lágrimas y sangre entre los labios muertos.

—Bebe y levántate —entonó—, pues el trabajo te aguarda.

Nunca se levantaba la capucha lo suficiente como para ver los rostros; aunque, probablemente, cada Despertante lo había hecho por lo menos una vez. Después de ello, nadie quería volver a hacerlo. Unos años antes, Pamra hubiese aguardado para comprobar que cada obrero se levantaba. Ahora sólo dejaba caer la capucha y seguía adelante. Pronto llegarían otros Despertantes, y quería contar con todos los obreros posibles para su cuadrilla. Muchas veces tuvo que llevar cuerpos destartalados del foso de obreros al foso de huesos porque algún otro Despertante no se había tomado el trabajo de colocarlos en su sitio la noche anterior. Por supuesto que era muy desagradable caminar varios cientos de metros con algo que apenas si se mantenía unido, y por supuesto que algunas veces había que llevarlos en una carretilla, pero eso formaba parte del trabajo. Aunque, gracias a Potipur, no sería algo que se viera forzada a hacer ese día.

—Gracias le sean dadas a Viranel —salmodió mientras meditaba sobre las Lágrimas que se encontraban mezcladas con la sangre.

Mucho tiempo atrás, decía la Sagrada Escritura, Viranel reveló al Sagrado Clasificador Thoulia el poder de Sus Lágrimas, derramadas por los pecados de la humanidad. Con esa revelación, fueron creadas todas las Torres con sus Despertantes. Pamra había aprendido en las clases que el hongo, que se nutría de sangre fresca y de sol, crecía rápidamente entre los cadáveres, reproduciendo nervios y células musculares con su propio tejido, copiando y reviviendo las estructuras que se encontraban allí. Pamra pensaba que las Lágrimas hacían también otras cosas, pero era mejor no formular preguntas. Sin lugar a dudas, cuando llegase el momento, le dirían aquello que necesitase saber.

«Cualquier cosa que hagas mal se reflejará en mí», le dijo Ilze el primer día.

Pamra se había puesto a temblar de miedo.

«Sí, Mentor.»

«Tendré que responder ante la Superiora de cualquier cosa que hagas mal. ¿Lo comprendes?»

Ella se había inclinado con las manos unidas y la mirada baja. Entonces, algo azotó sus tobillos y Pamra sintió un fuerte ardor en los pies. Miró fijamente el látigo enroscado como una serpiente alrededor de ellos y, cuando levantó la vista, se encontró con los ojos de Ilze, ambiciosos y fríos.

«Y, si yo debo responder, tú también lo harás», susurró.

Pamra no lo había olvidado. Ilze nunca había tenido que responder por algo que ella hiciera. Siempre cumplía las reglas, sin formular preguntas, y hacía lo que se le ordenaba. Como en ese momento.

—Bebe y levántate —repitió una y otra vez hasta que todos los obreros que necesitaba estuvieron de pie.

Resultaba muy difícil dirigir a más de cinco durante la labranza, aunque para transportar piedras podían utilizarse hasta diez. Hizo girar su báculo mientras los conducía hacia los campos de pamet en el noroeste y las facetas de los espejos proyectaron chispas de luz delante de ellos. Los arneses y los arados se encontraban donde los dejó la última cuadrilla. Impulsados por las luces de los espejos y por los suaves cánticos de Pamra, los obreros se colocaron los arneses y comenzaron a arar lentamente, sin hacer ningún sonido y con las capuchas cerradas vueltas en la dirección que señalaba el rostro de Pamra. Lo que veían, si en realidad veían algo, era a través de los ojos de ella.

Por la tarde los condujo de vuelta, calculando cuidadosamente la distancia para que la última dosis de sangre alcanzase hasta llegar a los fosos. Gracias a Potipur, ninguno de ellos se encontraba listo para ser arrojado al foso de los huesos. Era una cuadrilla nueva. En los días subsiguientes, se levantaría temprano y trataría de conservarlos para sí. Al pensar en esos días siguientes, la fatiga la invadió con un profundo suspiro. No podía considerar el mañana. Ni siquiera podía considerar la noche. Aunque se sentía más fuerte que cuando se levantó, las horas vacías de la noche en la Torre le parecían más de lo que podría soportar.

En los últimos tiempos había estado descuidando a Delia. Era un buen momento para visitarla.

Los jardines del Callejón Suburbano se derramaban sobre las paredes, esparciendo su perfume en la noche, fragante de hierbas y cálido por el sol. El lugar era tan acogedor como siempre. La casa de Delia se encontraba al final del callejón.

A pesar de ese aspecto acogedor, Pamra se demoró al atravesar los parques. Se sentía apesadumbrada por la nostalgia, y el sueño de la noche anterior se mezclaba con el resentimiento de aquella mañana. Su báculo espejeado proyectaba centelleos de luz sobre el sendero y las piedras. Las luces llamaron la atención de Delia, quien salió al portón de su jardín y agitó su bastón, como si hubiese sido la varita mágica de una bruja buena.

—¡Pamra! Algo me decía que vendrías, así que he horneado unos pasteles de especias…

Ningún reproche por los días que la había olvidado. Los reproches no eran el estilo de Delia y a Pamra le agradaba mucho el estilo de Delia, como siempre.

—No he comido un pastel de especias en…, oh, en mil años. —No pudo evitar una sonrisa. Ésta era la buena Santa Delia, la que siempre recordaba las cosas, todas cálidas y alegres, incluso cuando había bien pocas entre las que escoger—. Desde que era niña. Hace mucho tiempo, Delia.

—Oh, no tanto. No. Si apenas fue ayer. Sólo una Conjunción de la Luna o dos. —Se echó a reír, pero sufrió un acceso de tos que la dejó debilitada, enjugándose los ojos y sacudiendo la cabeza—. Oh, bueno, bueno. Parece que mis días están contados. Pronto me llevarán al oeste y me pondrán en manos de los Clasificadores.

Pamra hizo un gesto y se estremeció.

—No debes decir esas cosas.

—¡Ay, Pamra, mi niña! Nosotros, la gente común, solemos hablar así, ya lo sabes. Sólo vosotros los Despertantes nunca mencionáis la posibilidad de viajar al oeste. ¿Os preocupa que no tengamos fe, que no seamos llevados a los brazos de Potipur?

—No…, no se trata de eso, Delia. No tengo duda de que serás Clasificada y recibida por Potipur. Es que entre nosotros se considera de mala educación hablar de ello con…, con nuestros seres queridos.

—Pero niña, no nos encontramos entre vosotros, los Despertantes. Sólo estamos tú y yo y, entre nosotras, ¿no hemos sido siempre sinceras?

—Por supuesto que sí. —Pamra tomó la mano de la anciana y sintió moverse la piel frágil sobre los huesos delgados. Las muñecas eran como las patas del pájaro de fuego, como una varilla de caña—. Y, cuando toda la familia me dio la espalda porque decidí ser una Despenante, sólo Delia siguió siendo mi amiga.

Sonrió al rostro de la anciana y, tal como cuando era pequeña, tocó la pequeña marca de nacimiento con forma de hoja en el mentón de Delia. «Mueve la hojita, Deli. ¡Haz que se mueva!» Sólo tenía dos o tres años entonces, pero recordaba que siempre se lo pedía.

—Bueno, espero que algo más que una amiga cualquiera, niña. Tú eras como mi propia hija, a pesar de ser tan testaruda. Y algunas veces te enfadabas mucho. Recuerdo lo entusiasmada que estabas con el Árbol de los Dulces. Y lo furiosa que te pusiste cuando Prender te dijo que en realidad no existía. Tenías siete años. Los otros niños lo descubrieron mucho antes. Ah, te lanzaste sobre ella con tus pequeños puños, golpeándola, y gritándole que mentía, que te mentía. Lloraste durante horas.

Pamra protestó.

—Pero fuiste tú quien me habló del Árbol de los Dulces, Delia. Por supuesto que te creí. Inventaste todo un cuento con ello. Y por las mañanas las semillas siempre estaban allí. Eran tan ricas… Todavía puedo saborearlas. ¡Y qué difícil resultaba guardar una «semilla» para el árbol del año siguiente! Trataba con todas mis fuerzas de permanecer despierta para verlo crecer, aunque tú decías que, si no me dormía, no crecería. Y, entonces, Prender… Bueno, ella no me caía muy bien, y decía que tú eras una embustera.

—Ay, niña, sabes que eso no es cierto, no era una mentira. Sólo es una especie de cuento, un mito para hacer que los niños se comporten bien. Y se divierten tanto con él…

—Bueno, me divertía mucho más cuando creía en ello que cuando me comía el dulce sabiendo que tú lo habías puesto allí; y, sobre todo, porque fue Prender quien me lo dijo.

—No debió decírtelo. Se suponía que tenía que dejar que lo creyeras todo el tiempo posible. Siempre dejamos que los pequeños crean cuanto más tiempo mejor; les proporciona tanta felicidad… Seguramente Prender no te lo hubiese contado de no haber sido por los celos que había en la familia. Vosotros dos nunca os llevasteis bien. Se lo he dicho a Prender cientos de veces; comemos los frutos que siembran los obreros, así que ¿por qué hemos de volver la espalda a los Despertantes? Ah, bueno, pero tú ya conoces a tu hermana mayor.

—La conozco muy bien. —Pamra estaba muy segura de eso—. A toda la familia. Me rechazan por lo que decidí hacer.

—Ah, niña. Algunas veces tienen sus dudas, eso es todo. ¿Tú jamás dudas? ¿Siempre estás segura de que los Despertantes hacen lo correcto?

—¡Delia! ¿Qué esperas que diga? ¡Ésa es la clase de pregunta que me hubiese formulado mi madre! ¡Y tú sabes lo que pensaban todos al respecto! Los Despertantes hacen lo correcto.

—Sé que tú lo crees, niña. Pero hay mucha gente que no, y eso no los convierte en malas personas. Tal vez tú sepas algo que ellos no. Es mejor cuando todos saben, Pamra. Es mejor cuando uno no está solo. —Soltó un suspiro—. Me gustaría que perdonaras a tu madre, Pammy. Lo que hizo no fue tan malo.

—¡Por supuesto que lo fue! ¡Abandonarnos a mí y a papá de ese modo!

—Tenía sus motivos, Pammy. Estaba embarazada, enferma, asustada.

¡Eso no es ninguna excusa! ¡Cómo pudo renunciar a una eternidad de gloria en los brazos de Potipur nada más que por eso!

—Tal vez…, tal vez porque dudaba de ser Clasificada, niña. Todos tenemos nuestros pequeños pecados.

—Y Potipur es misericordioso —replicó Pamra, con los dientes apretados—. Ya basta, Delia. ¡No he venido aquí para discutir contigo!

De pronto recordó por qué no la visitaba con más frecuencia. Delia siempre la presionaba para que perdonara. Y eso siempre le evocaba viejas culpas. Viejos dolores.

—Muy bien, muy bien, niña. No nos pelearemos por ello. Me gustaría que la perdonaras porque así serías más feliz. Pero tú no lo aceptas, y así son las cosas. Eso no cambia lo mucho que nos queremos.

—No —dijo Pamra con voz más suave, rodeando a la anciana con el brazo—. Eso no cambia lo mucho que nos queremos.

Se sentaron junto al florido árbol de puncon mientras el cielo comenzaba a enrojecer con la caída del sol.

—Me alegra que hayas venido, Pamra. Recé para que lo hicieras, porque tu vieja Delia quiere que la ayudes a romper una regla. Sólo un poco.

Pamra abrió la boca. Como no podía imaginar a Delia rompiendo ninguna regla, necesitó unos momentos para comprender la enormidad de lo que la mujer le estaba pidiendo.

—¿Tú quieres qué?

—Quiero regresar al este, a la aldea donde nací, para ver a mi hermana. Ella es vieja. Quiero verla.

Por un momento, Pamra no pudo creer lo que acababa de escuchar. Luego, lo creyó y se sintió sorprendida por la furia que la invadía. Furia. Contra Delia. Trató de controlarla.

—¡Por los tres dioses, Delia! ¿Quieres que nos azoten a ambas? No es ninguna regla pequeña la que quieres romper. Es una infracción mayor…, ¡la mayor de todas! Nadie atraviesa las fronteras de los poblados hacia el este. ¡Nadie!

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