Despertar

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Libro Primero » Capítulo 5

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Abandonó la casa muy tarde por la noche, una sombra en su túnica, y se dirigió a la colina que dominaba el foso, donde ardía el farol que guiaba a los Clasificadores y a nadie le estaba permitido acercarse después de la caída del sol. Se sentó allí, invisible. No serviría de nada. Si Delia había tomado ese camino, debía haber sido mucho antes. Era demasiado tarde para hacer algo al respecto. Contra las estrellas podía ver las alas de los grandes voladores, entrando y saliendo de los fosos de huesos, espiando en los de los obreros. ¿Qué era ese sonido que había escuchado? ¿Un murmullo ronco? ¿Como si alguien hubiese hablado? Se sintió recorrida por un escalofrío. Si permanecía allí hasta que los Sagrados Clasificadores trajesen a los no Clasificados, la convertirían en piedra por su atrevimiento; y, de todos modos, sería demasiado tarde para hacer algo por Delia. Se sintió invadida de pronto por el pánico y regresó a la Torre en silencio.

A partir de entonces, cada tarde, al volver a la Torre, pasaba antes por la casa de Delia, con la esperanza de que la anciana hubiese regresado. El tercer día, encontró a su hermanastra Prender sentada en la habitación silenciosa. La casa estaba ya polvorienta y comenzaba a oler a encierro y humedad. Prender estaba llorando sobre la nota garabateada. Hacía años que Pamra no la veía y su rostro le resultó a la vez extraño y familiar. Lo reconocía por sus rasgos, por la curva de los labios, la que tantas veces interpretó como una mueca burlona; pero le resultaba extraño por su suavidad, por las líneas alrededor de los ojos y la boca, líneas de dolor.

—Se ha ido —dijo su hermana—. Pammy, se ha ido.

—Lo sé. Se marchó hacia el este. Ha cruzado la frontera. Yo iba a ayudarla, pero llegué tarde…

Las palabras surgieron de forma natural, hasta con dulzura. Era como si hubiesen vuelto a ser niñas, antes de que se dijeran y se hiciesen cosas terribles que jamás olvidarían.

—Delia, oh. —Prender siguió llorando—. Siempre estaba aquí. Cuando la abuela se enfurecía, cuando papá se encerraba en sí mismo y no quería hablar con nadie, yo venía aquí. Fue la casa de la abuela, ya lo sabes. A ella no le gustaba porque estaba en los suburbios del poblado. Trajo a Delia para que la cuidase. Estaba vacía entonces, sin jardín. Pero Delia… Delia…

Sin saber cómo, Pamra se encontró junto a su hermana, acariciándole la mano como no lo había hecho desde que eran unas niñas.

—Lo sé.

—Delia decía que te tratábamos mal. Y era verdad. Fue por la abuela. Te parecías demasiado a tu madre y ella decía que nosotras éramos las hijas de papá, pero que tú… que tú eras la hija de tu madre. Y, entonces, cuando ella… hizo eso… bueno, la abuela se llenó de odio. Sé que te convertiste en una Despertante sólo para repararlo, sólo para probar que tenías fe a pesar de que tu madre… Yo solía odiarte por eso, Pamra. Pero ya no te odio. Tienes que saberlo. Papá se ha ido. Todos se han ido. Sólo quedo yo. No quiero ser como Delia, que no pudo recibir el perdón de su hermana. Perdóname, por favor. Por favor.

¿Musley se había ido? ¿Y papá también? ¿No estarían cuando ella se graduase? ¿No llegarían a saber en qué se había convertido? Pamra sintió que la ahogaban las lágrimas.

—Te perdono. De veras.

Al decirlo, descubrió con sorpresa que era verdad.

Y se sintió aún más sorprendida al descubrir que nada había cambiado. Una hora después, la momentánea solidaridad del dolor dejó paso a los viejos hábitos, y las dos hermanas volvieron a ser amigas. Durante algunos días, Pamra siguió yendo a la casa por las tardes para averiguar si había alguna noticia de Delia; pero, ahora que Prender se encontraba allí, otras personas comenzaron a frecuentarla, y Pamra se alejó, ya que aquellos encuentros provocaban una incómoda tensión. Ni siquiera Prender pudo evitar sugerirle que abandonara la Torre, que renunciara a su vida, que regresara a ellos de una forma más aceptable.

—¡Ya no existe ninguna razón, Pammy! ¡Podrías venir a vivir conmigo!

¡Como si los votos que había hecho no significasen nada!

Pamra podía predicar el éxtasis ante los extraños, pero no se atrevía a hablar de ello con Prender, a profanarlo al permitir que su hermana se burlase y lo convirtiese en nada. Asintió con la cabeza, guardó silencio y se marchó lo más rápido posible y no regresó.

Nada había cambiado salvo por el hecho de que, durante algún tiempo, no volvió a experimentar el éxtasis. Al parecer, a los demás les ocurría lo mismo, y el poste de flagelación era utilizado con gran frecuencia. En varias ocasiones, al mirar por la ventana vio a Ilze empuñando su largo azote sobre algún joven atormentado. Con los labios secos, agradeció el hecho de que a ella la sumisión le resultase algo sencillo. Él nunca la había azotado, aunque Pamra no dudaba de que lo haría si no cumplía con sus votos. De no haber sido por ello, tal vez hubiese escuchado las palabras de Prender, pero ya era demasiado tarde para esas palabras.

• • • • •

El clima se tornó ventoso e inclemente. Guardaron las túnicas de verano y sacaron de los baúles las de invierno. Las lunas se movían hacia una Conjunción de invierno —no había habido una Conjunción de invierno en veintidós años, desde el año en que nació Pamra—, y la temporada del festival comenzó a brillar en el horizonte de sus días. Era un pequeño entusiasmo, una nueva posibilidad, el final de otro año sagrado.

—Has sido escogida —le anunció Jelane durante la cena, sonriendo como una portadora de malas noticias—. ¡Mañana irás a buscar el primer cargamento de leña para el invierno!

—¡Oh, Jelane! ¡No! ¿Por qué yo? Detesto hacer ese viaje. El bosque es un sitio sombrío y lúgubre. Se tarda una eternidad en llegar allí con la carretilla. Los obreros son pésimos manejando el hacha, casi siempre se cortan en pedazos. La carretilla regresa llena de partes de los obreros en lugar de traer madera…

Jelane hizo una mueca.

—Es una cuestión de astucia, joven Despertante. Algunos de nosotros jugamos, y logramos evitar ciertas cosas. Otros no jugáis, y tenéis que ir a buscar madera.

No era justo. Ella se comportaba estrictamente según las reglas y quienes resultaban favorecidos eran aquellos que las violaban. Pamra apretó los labios y no dijo nada. Cuando alcanzase su graduación, se dijo, Jelane tendría que rendir cuentas.

Para ir al bosque había que salir muy temprano. Apenas comenzaba a amanecer y todavía estaba oscuro cuando Pamra se acercó al primer obrero. La sangre ya goteaba entre los labios laxos cuando pudo ver la marca azul con forma de hoja sobre la mandíbula.

Antes de que pudiera contenerse, su mano había comenzado a levantar la capucha.

Sabía lo que encontraría: los ojos de Delia, llenos de sabiduría y de una terrible conciencia, clavados en los de ella.

Dejó caer la capucha y permaneció paralizada, sin soltar el frasco de sangre que todavía goteaba. Una voz que no podía oír, que sólo podía sentir, gritó en su interior: «

Extraños. ¡Se supone que debes ser una extraña! No conocer a nadie. No son familiares, no son amigos. Son otros. Son pecadores. Gente del este. Gente castigada por los pecados y los errores cometidos en la vida… ¡Oh, qué vergüenza! ¡Echarle la culpa a Potipur que no te ha llevado consigo! ¡Echarle la culpa a los Clasificadores que… que…» Pero mientras aquella voz gritaba en su mente, Pamra vio el pequeño farol en el lado este del foso; era la luz que guiaba a los Despertantes del poblado hacia el este, hacia el sitio donde podían dejar a sus muertos.

No existía la Tierra Sagrada.

No existían los Sagrados Clasificadores.

Si alguno de ellos hubiese existido, Delia no se encontraría allí. Y Delia estaba allí; por tanto, no existían.

—¡Delia!

Sintió que se le desgarraba la garganta con la agonía de su propio grito. Una gran nube de alas negras se alzó de los fosos de huesos para sobrevolar en torno a ella y mirarla, conscientes de su presencia.

—Delia.

Sollozó, y comprendió finalmente por qué la gente despreciaba a los Despertantes. La figura envuelta en tela de cáñamo, delante de ella. A pesar del grueso velo, Pamra sabía que podía verla.

—Una mentira —susurró.

Necesitaba que la figura supiese que a ella la habían engañado como a los demás, que la utilizaron y la traicionaron como a los demás; y, mientras lo susurraba, comprendió que la verdad había estado allí mismo, ante sus ojos, durante toda su vida, tan fácil de entender como cuando los niños despertaban y se encontraban los dulces sobre la cama.

—Una mentira.

Lo repitió con impotencia. Ni siquiera se trataba de un mito piadoso. No era más que una blasfemia.

No podía soportar la tela cerrada de la capucha. No podía soportar lo que había detrás de ella. Se volvió para escapar de allí, pero se dio la vuelta de nuevo. Si se iba, llegaría otro Despertante para iniciar el largo castigo, los interminables días de trabajo en que la carne, reanimada por las Lágrimas de Viranel, se iba corrompiendo lentamente. Y, en el interior de aquella carne, el cerebro putrefacto contaba cada hora, cada día, hasta que el tiempo pudiera olvidarse por siempre en los fosos de huesos para ser devorado por los voladores.

Y entonces llegó la calma, una calma fría y mucho más terrible que el horror sentido unos momentos antes. Pamra bajó al foso y levantó a todos los obreros que se encontraban allí. Unos treinta y cinco o cuarenta tal vez. Entonando sus cánticos por el camino, los condujo con su báculo espejeado destellando delante, como una advertencia, por los fríos rayos del sol.

—Regocijo. —Con voz ronca—. El trabajo os aguarda. —En tono de burla—. El trabajo os aguarda.

Era muy temprano. Nadie la vio partir. Condujo a sus obreros lejos de la ciudad, lejos de la Torre, hacia las tierras boscosas del norte donde nadie podía verlos. Y siguió adelante, más lejos de lo que había llegado jamás, entre los interminables árboles del bosque, utilizando la sangre y las Lágrimas sólo para ganar distancia, no para trabajar. Se introdujo por sitios salvajes, sin más guía que la pálida luz del sol, encabezando una fila de obreros que avanzaba a trompicones, hora tras hora, hasta que el atardecer los cubrió con su manto violeta. Al fin, encontró un abismo, un profundo precipicio entre las rocas. Los obreros apenas podían caminar, pero ella los obligó a continuar suministrándoles las últimas gotas de su frasco y, por último, tan sólo con su voz, un ronco graznido, como el de los voladores. Los condujo entre las malezas y las rocas del abismo y, finalmente, los dejó desplomarse. Y también dejó caer a Delia.

Cuando levantó la capucha, los párpados de Delia se abrieron y le dirigieron una mirada de terrible inteligencia. Luego, volvieron a cerrarse. Pamra se dijo que había sido la mirada final, el último momento de consciencia.

—Ha terminado —susurró—. Listo. Ya está. Pronto llegará la oscuridad. Pronto llegará el silencio. El clemente silencio. Pronto llegará la paz verdadera, Delia. Delia. Perdóname.

Entonces, les rodeó la oscuridad, el sonido de los voladores nocturnos, el susurro de los pequeños seres vivientes. La luz espectral de Abricor, el resplandor plateado de Viranel, la poderosa forma roja de Potipur; todos se reunieron para mirarla alzar la vista hacia ellos en actitud desafiante. Bajo su luz, Pamra levantó las capuchas y comprobó si los obreros aún la miraban o si ya eran simples muertos. No pudo estar segura, pues la luz de las lunas cambiaba y proyectaba sombras extrañas sobre los rostros. En la cima del abismo, comenzó a hacer rodar las piedras sueltas hasta provocar una atronadora avalancha, un trueno de rocas que cayeron sobre los cuerpos patéticos y sacudieron la silenciosa estructura del paraje.

Todo terminó en una cascada de grava, una nube de polvo que permaneció suspendida en el aire durante largos minutos en la quietud de la noche, moviéndose como si hubiese tenido conciencia. Pamra se dejó caer en el borde del abismo, ahogada por el aire polvoriento.

¿De dónde había venido esa obstinada ingenuidad que la mantuvo esclavizada a su mito hasta mucho después de que quienes la rodeaban conocieran la verdad? ¿De dónde procedía su ceguera? ¿Fue premeditada? ¿Una forma de vengarse de todos?

Lentamente, tanto que ni siquiera supo si realmente lo veía o si sólo lo imaginaba, una bandada de voladores pasó por delante del rostro de Potipur hacia ella. Fue como si unos labios se hubiesen movido en aquel rostro, pronunciando una palabra: ¿«ve»?, ¿«bien»?, ¿«dios»? Voladores. Investigando el sonido de las rocas derrumbadas.

—Una mentira —dijo Pamra en tono desafiante; dijeran lo que dijesen los Servidores de Abricor. Todo era mentira.

Rompió su báculo espejeado y arrojó los pedazos al abismo. Luego, se llevó las manos al cabello y deshizo las trenzas que la identificaban como Despertante. Cuando lo tuvo suelto, como el de cualquier mujer del mercado, recordó que nunca había visto morir a ningún Despertante. Nunca había visto a uno muerto. Tal vez muchos de ellos pasaron por sus manos con el cabello suelto, ocultos bajo las capuchas de cáñamo.

Después de un rato, bajó del alto peñasco y comenzó a caminar hacia el oeste entre los árboles oscuros. Pasaría a través del foso de obreros de la frontera occidental y llegaría hasta Shabber.

¿Qué haría entonces? ¿Cuidar un jardín, tal como hiciera Delia? ¿Seguir avanzando hacia el oeste?

O permanecer en un sitio oculto, cerca del Río, y buscar su propio final en las aguas profundas como había hecho su dulce y atemorizada madre. Igual que ella, de tal modo que ningún pescador pudiese subirla a la superficie, que ningún dragado la hiciera responder ante Potipur por su pecado de no confiar en los Sagrados Clasificadores.

Sensata en su debilidad, mucho más capaz de enfrentarse a la verdad que la misma Pamra.

A su espalda, el polvo se asentaba. Bajo las rocas, algunas manos se movían sin fuerzas. Entre las grietas, algunas miradas permanecían fijas en la luz roja de Potipur.

Las grandes alas negras surcaban la noche y se posaban sobre las rocas. Los enormes voladores caminaban de un lado a otro, apartaban las piedras con sus monstruosos picos y garras.

—Regocijo —susurró una voz ronca con suavidad, ahogando un conato de risa—. Los Clasificadores están aquí.

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