Despertar

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Libro Primero » Capítulo 6

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Ilze había pasado el día inspeccionando el arado de los campos de pamet al noroeste de Baris, una vasta franja de tierra fértil que se extendía entre dos terraplenes, como si en alguna época hubiese pasado por allí un cauce secundario del Río Mundo, depositando sus sedimentos a lo largo de los siglos. La inspección era algo mecánico, una cuestión más ritual que práctica. El pamet crecía muy bien cuando se sembraba en tierras sin arar. El trabajo deficiente que realizara cualquier cuadrilla de tambaleantes obreros ni mejoraba ni estropeaba las cosechas. De todos modos, había que mantener a los obreros en movimiento con el fin de que las Lágrimas penetrasen bien en la carne, creciendo en su interior y reduciéndola al menos a la mitad para que los Servidores de Abricor pudiesen comerla. Lo único que comían era la carne de los obreros. Probablemente, Abricor creó a los voladores con el propósito de que se comiesen a los obreros, o a los obreros para que alimentasen a los voladores; aunque Ilze albergaba esta idea con algo de cinismo. En su opinión, los voladores eran absolutamente horribles, y además apestaban.

Por otro lado, también había que mantener ocupados a los jóvenes Despertantes. Al igual que a la plebe, era importante hacerles creer que el trabajo realizado por los obreros era necesario. Debían creerlo hasta que se les dijese la verdad durante el retiro de los graduados. Y la mayoría de ellos lo creía, o al menos fingía hacerlo. Así pues, seguido de cerca por un joven muy solemne, Ilze recorrió los campos haciendo comentarios sobre las líneas desiguales o los ángulos arados con descuido. De vez en cuando sacudía su látigo en forma sugestiva, sólo para disfrutar de la sensación.

Almorzó en Baris, en un pequeño café al que acudía de tanto en tanto. Allí resultaba una figura lo suficientemente familiar como para que las mesas no se vaciasen de inmediato al entrar él. Cuando a un Despertante se le ocurría meterse en una tienda o en una taberna, los pobladores solían ponerse a olfatear el aire de forma aparatosa y, luego, se marchaban. Por supuesto que los Despertantes no tenían ningún olor particular e, impulsado por el resentimiento, Ilze iba de cuando en cuando a la taberna del pueblo para ejercitar su furia. La gente no se atrevía a llegar demasiado lejos, ya que él se mostraba más dispuesto que la mayoría a hacerles pagar cualquier muestra de grosería. Algunas veces, la Superiora de la Torre ordenaba un reclutamiento de pobladores. Por lo general pedía u uno o dos, para algún misterioso propósito privado. Ilze ya tenía en mente a ciertos individuos para la próxima vez que le encargasen aquella misión.

Un cantante entretenía a los parroquianos del café. Desde un rincón en sombras, la voz del muchacho acompañaba las conversaciones y llenaba las pausas, los momentos de titubeo.

Engañoso como el trueno,

ubicuo como el miedo,

cruel como el pájaro de fuego

y el aire quieto,

tu amor me ha abarcado entero

para dejarme muriendo.

Ilze sonrió. Conocía muy bien esa clase de amor y también reconocía la voz del cantante, pero no tenía intenciones de dar muestra de ello. Eso ya estaba acabado. Fue superficialmente placentero, un poco peligroso y había terminado.

Donde remonta el volador,

donde Abricor da cobijo,

desde allí arriba caí

para posarme en mi nido,

para arder y arder hasta la muerte,

como a todos ha ocurrido.

Ilze hizo una mueca. ¿Por qué todos creían que ganarían algo con los reproches? Hurgó en su monedero buscando la moneda de menor valor y llamó a un servidor.

—Entrégale esto al cantante. —Sonrió—. Y dile que su canción es bonita, pero aburrida.

Luego, se quedó mirando cómo le transmitían el mensaje, y se divirtió mucho al ver la palidez en el rostro del muchacho y las lágrimas que se agolparon en sus ojos. Estúpido. Terminaría siendo un obrero viviente, un criminal llevado ante la justicia por su homosexualidad. Ilze consideró la posibilidad de entregarlo. No. Todavía no. Tal vez más adelante, cuando necesitase un poco de diversión.

El joven pulsó su instrumento y volvió a cantar con tristeza:

Cuando estamos tan sumidos

en un sueño de demencia,

¿quiénes, quiénes serán nuestros Despertantes…?

Después del almuerzo fue a ver a la pequeña y bonita Seesa, la esposa del pescadero. Éste era uno de esos que salieron de una taberna gritando algo respecto al mal olor del lugar. A partir de entonces, tanto el hombre como su esposa aprendieron lo peligroso que podía resultar un atrevimiento semejante. Ya no se tomaban ninguna licencia con él, aunque necesitaron bastante tiempo para aprender la lección, un tiempo muy interesante para Ilze. Pero le aburría la sumisión de Seesa. Pronto encontraría a otra mujer o a otro muchacho. No podía conseguir lo que necesitaba entre sus colegas de la Torre; al menos, no todavía. Cuando Pamra se graduase, tal vez sí. Con su ingenuidad, ella no sabría que le estaba permitido rechazarlo. Hasta que lo averiguase, era muy posible que pudiese gozarla. Pensando en ese día nunca la había azotado, aunque la idea de su cuerpo atado al poste solía hacerlo gemir de forma explosiva algunas veces, y su pene se sacudía espasmódicamente casi como en un orgasmo.

Regresó muy tarde a la Torre. No había nadie en la fuente, ninguno que hubiese estado con los obreros el tiempo suficiente para necesitar el frío baño ritual, y los graduados no estaban obligados a ello. El día no había resultado del todo malo e Ilze entró tarareando, un poco confundido por el rumor de conversaciones y el clima de misterio que había en el comedor. Muy pronto la confusión dio lugar a la sorpresa y, luego, a la ira cuando se enteró de que Pamra parecía estar implicada en un extraño incidente. ¡Pamra! ¡Obediente como un perro desde el primer día y con esa belleza deslumbrante que lo obligaba a controlar sus manos! Ni siquiera la había azotado nunca, ¡y ahora esto!

Nadie parecía saber lo ocurrido. Ella no había regresado del bosque y el foso de obreros se encontraba vacío. Nadie se había percatado de lo de los obreros hasta el fin de la jornada. Cada uno de los Despertantes supuso que algún otro se había levantado más temprano y se los llevó consigo. De vez en cuando, la gente de Wilforn se negaba obstinadamente a morir y se producía una escasez de obreros; o, como hubiese dicho Pamra, «cuando la mayor parte de los que morían eran buenas personas que resultaban Clasificadas». Ilze resopló y una profunda ira comenzó a crecer en su interior. Era muy tarde, inexplicablemente tarde, y ella no había regresado. Nadie la había visto.

Por la mañana se dio por sentado que existía una conexión entre Pamra y la desaparición de los obreros. Sólo quedaba una media docena en el foso, apenas los suficientes para mantener ocupado a un Despertante. El trabajo en la Torre se vería interrumpido durante varias semanas. Había un clima de inquietud en el lugar, un cuchicheo de conjeturas en las que se mencionaban palabras como herejía y conspiración. El día transcurrió lentamente, y la Superiora no apareció en ningún momento.

Ilze recibió el mensaje durante la cena. Se lo transmitió la sirviente personal de la Superiora, la silenciosa Threnot, que hablaba únicamente cuando la Superiora le ordenaba que dijese algo.

—¿Ahora? —preguntó Ilze.

Threnot le señaló la escalera. El dejó su servilleta y la siguió, sintiendo una punzada de temor. Era un sentimiento al cual no estaba habituado, y no le agradaba.

Al llegar a la cima de la escalera, se detuvieron frente a la pesada puerta y aguardaron una respuesta a los golpes de Threnot. Aunque Ilze había hablado muchas veces con la Superiora en sus oficinas de la planta baja de la Torre, sólo en tres ocasiones había sido citado en las habitaciones personales. Una vez, para recibir el título de graduado de sus propias manos; otra, para ser ensalzado por su celo en el reclutamiento; y, una tercera, para que le encargase la supervisión de un grupo de jóvenes, Pamra entre ellos. Sabía que esta llamada tenía que ver con Pamra. Seguro que sí. Se humedeció los labios y entró detrás de Threnot, con la vista baja en una apropiada humildad ante el trono. La Superiora no se encontraba sola, pero él no se arriesgó a levantar la vista para averiguar quién más estaba allí.

—Ilze.

El hizo una profunda reverencia y aguardó.

—Una de tus jóvenes ha desaparecido.

—Eso he oído decir esta noche, Su Paciencia.

—Aquella que te resultaba tan divertida.

—¿Divertida, Superiora? Lo siento, yo…

—Por su ingenuidad. Eso me han dicho, que te divertías mucho con Pamra, una verdadera creyente. Es el rumor que corre por aquí. No tiene importancia, en mi época también me resultaba graciosa la ingenuidad. Me han dicho que la anciana que la crió se marchó hacia el este.

—No lo sabía, Superiora.

La otra figura de la habitación cambiaba el peso de un pie al otro con impaciencia. Ilze hubiese querido alzar la vista. Había un fuerte olor a humedad allí dentro, como el de una almohada mojada. Y la voz de la Superiora parecía clavarse en sus oídos.

—Eso me han dicho. Pamra actuaba de un modo extraño últimamente. La han visto yendo con frecuencia a la casa donde vivía la anciana. Yo envié a Threnot para que averiguase el motivo. Threnot encontró a una hermana de Pamra allí. Prender es su nombre. Le dijo a mi sirvienta que la anciana se había marchado al este. Parece ser que Pamra estaba profundamente apenada por esto.

—No lo sabía.

Ilze estaba confundido. No era su obligación seguir a Pamra ni efectuar averiguaciones sobre ella, a menos que su trabajo se viese afectado. ¿Por qué ese tono de acusación en la voz de la Superiora?

—Considerando que Pamra era lo suficientemente ingenua para resultarte divertida, Ilze, ¿no hubiese sido prudente vigilarla, aunque sólo fuese por si la anciana aparecía en un foso?

La Superiora hablaba con una inflexión que él nunca antes le había escuchado.

—Sin duda tenéis razón, Superiora. Si yo hubiese sabido que la anciana se había marchado…

—Tal vez si hubieras prestado menos atención al cuerpo de Pamra para fijarte más en sus sentimientos, lo habrías sabido.

La Superiora suspiró, e Ilze se atrevió a alzar la vista, sólo por un instante. La otra figura era un volador. Un Servidor de Abricor. Volvió a bajar los ojos y tragó saliva. Allí, en las habitaciones personales de la Superiora. Un Servidor. Se sintió invadido por las náuseas. No tenía ni idea de que esto fuera posible.

—¿Has oído hablar de los Hombres del Río, Ilze?

Por un momento, él no pudo escuchar su voz ni comprender ñus palabras. Hombres del Río. ¿De qué estaba hablando?

—Sí, por supuesto, Superiora. Son los que transportan cargamentos en los barcos…

De pronto comprendió qué era aquella inflexión tan extraña que percibía en la voz. Era miedo. Nada más que miedo.

—No. Los Hombres del Río no tienen nada que ver con los barcos. Los Hombres del Río son miembros de una secta hereje que depositan a sus muertos en el Río. No confían en los Sagrados Clasificadores. Un culto de apóstatas, Ilze. ¿Sabías que la madre de Pamra era miembro de la secta?

—Sabía que era una demente, Su Paciencia. Una mujer enferma. Una hereje, si así lo preferís. Nunca oí decir que fuese miembro de ningún culto. —Tragó saliva, no escuchó más que silencio y continuó—: El maestro de iniciación me dijo que Pamra estaba profundamente avergonzada por la conducta de su madre. Probablemente fue eso lo que la impulsó a venir a la Torre. Había cierto carácter redentor en su dedicación. Eso dijo él.

—Y eso pensé yo. Y también tú… tal vez. Pero ahora se ha ido con casi todos los obreros. Y los… los Parlantes han enviado a alguien a por ti, Ilze. Y a por mí. Deben interrogarnos respecto a nuestra ortodoxia.

¿Parlantes? En ese contexto, la palabra no tenía sentido. Ilze abrió la boca para preguntar algo, para preguntar cualquier cosa que le aclarase toda esa confusión…

—Creo que lo mejor será que me deje hablar con él a solas unos momentos —dijo ella al Servidor de Abricor, con voz lisonjera y humilde—. Él lo ignora todo de vuestra existencia. A su manera, es tan ingenuo como lo era Pamra.

—¿Y esto le resulta divertido? —gruñó una voz extraña e inhumana, a pesar de que utilizaba palabras humanas—. ¿Él le resultaba divertido?

—No. Sabe tanto como cualquier otro graduado. A ellos no se les informa sobre las decisiones de la Cancillería, Elevadísimo. ¿Me permitís suplicaros en nombre del Protector?

—Las Talon no reconocen al Protector.

—Seguramente bromea, Amo Alado. —Había una nota de desesperación en su voz—. Vuestro pacto es con el Protector y, a través de él, con la Cancillería y con las Torres. ¿Cómo se puede celebrar un pacto con un ministerio al cual no se reconoce?

Hacía años que Ilze escuchaba la voz de la Superiora. Ella conducía las ceremonias, recitaba la letanía, dirigía y dictaba órdenes. Jamás la había oído tal y como sonaba ahora, tensa cual cuerda de arpa, casi invadida por el pánico.

—No reconocemos al Protector en este caso, humana. De todos modos, no deseamos más interrupción en sus obligaciones. No os daré mucho tiempo. —Y agregó la voz inhumana—: Otros Parlantes aguardan en el tejado. No intentéis escapar.

Se escucharon sonidos, aleteos, castañeteos de picos, garras que arañaban el suelo.

—¿Ilze?

Él inspiró profundamente, tratando de no vomitar.

—Superiora.

—Debes ayudarme en esto, Ilze. Dependo de tu fuerte sentido de supervivencia.

—¿Qué era eso? —preguntó con voz ronca, furioso consigo mismo por estar perdiendo el control.

—Un Parlante. Un jefe entre los Servidores de Abricor. Podría decirse que es uno de sus Superiores. Aunque éste parece detentar un rango más alto entre su gente que yo entre la mía.

—¿Parlante?

—Ellos hablan, sí. Pero no con nosotros. Nunca con nosotros. Es la primera vez que oigo hablar a uno. Según me han dicho, nada más que unos pocos lo hacen, los voladores corrientes no pueden, sólo éstos. O tal vez únicamente a ellos les esté permitido hablar. Eso también es posible.

—¿Qué es lo que quiere?

—Llevarnos a una de las Talon. La más cercana se encuentra al este de aquí, en una alta cordillera cerca del Estrecho de Shfor. En las Talon moran sus jefes, así como en la Cancillería habitan los nuestros. Quieren llevarnos para someternos a un interrogatorio. —Pensó: «Y yo no puedo ir allí. No deben llevarme. Si lo hacen se enterarán de lo que sé, y sé demasiado.» Luego, añadió—: Quieren llevarte a ti, Ilze. Y a mí también. Eso no debe ocurrir. Ahora escúchame. En las tierras del norte reside el Protector del Hombre con su gente, su séquito, los dignatarios de la Cancillería. Tú conoces al Protector, lo has visto.

—Durante las Progresiones, por supuesto. He visto la nave dorada. Todos la han visto. La última Progresión fue hace años.

—Hace tanto que la próxima casi se espera ya. El Protector realiza la travesía una vez cada dieciocho años. Durante seis o siete se dedica a visitar Costa Norte, dejándose ver en cada poblado. ¡Tú lo has visto!

—Lo he visto. —Ilze escuchaba con gran atención. ¿Por qué le estaba diciendo esto?—. Todos los ciudadanos están obligados a presenciar la Progresión.

—Quería que lo recordaras. El Protector existe. Vive en las tierras del norte. Encabeza la Cancillería. Él es mi Superior, así como yo soy el tuyo. Trabajo bajo sus órdenes.

Estaba tratando de llegar al hombre que tenía delante. Por todos los dioses, esta despreciable herramienta debía doblegarse a sus propósitos; por el bien de todos.

—Comprendo.

Pero no comprendía, aunque su mente rápida funcionaba a luda velocidad. Había aceptado el hecho de que su vida podía depender de ello. La Superiora le sonrió con aprobación.

—Existe un pacto entre el Protector y los Servidores de Abricor. Mediante ese pacto, los Servidores tienen prohibido… molestarnos. Y también nosotros a ellos. Si los hombres causan algún problema a los Servidores, la Cancillería debe ser informada. Este asunto de los Hombres del Río, esta herejía…,

si ellos piensan que tenemos algo que ver con ello, debemos presentamos ante la Cancillería, no ante los Servidores. ¿Lo comprendes?

Ella le suplicaba y, por primera vez, Ilze salió de su azoramiento para escucharla. Le pareció que estaba asustada por su propia seguridad, y esto le llamó la atención.

—Yo… sí, claro. Si este Servidor está molesto por algo que hemos hecho, por algo que cree que hemos hecho, debió acudir a la Cancillería. Y ellos nos hubiesen interrogado a nosotros.

—Sí. Exactamente. Y nuestra única posibilidad de salir de esto con vida es llegar a la Cancillería. No debemos ir con él a las Talon. Ir a las Talon significará nuestra muerte.

Ilze no le preguntó cómo lo sabía. Esto no parecía tener importancia. El corazón le golpeaba con fuerza y la sangre hormigueaba en sus dedos.

—¿Podremos escapar de la Torre?

—Nos verían. Su vista es muy buena en la oscuridad, y hay docenas de ellos.

Por supuesto que los había por docenas. Se encontraban en la cima de la Torre, en los fosos de huesos y en los bosques. Una vez, Ilze llegó a contar hasta veinte sólo sobre Baris, y lo mismo ocurría en los poblados vecinos.

—¿Y permanecer dentro, donde no puedan alcanzarnos? ¿Enviar a un mensajero? ¿Pedir ayuda?

—No podremos vivir encerrados en la Torre durante tanto tiempo. La Cancillería se encuentra a medio año de distancia, atravesando los Dientes del Norte por el Paso del Río Partido. Por allí llega el Protector para realizar la Progresión. Por el Río Partido. Caminando, tardaríamos un año o dos sin detenernos para nada.

—¿Y las Talon?

—No están tan lejos. Se encuentran al este y no al norte.

—¿Cómo piensan llevarnos hasta allí?

—En una cesta, me dijo el jefe. En una cesta transportada por dos o tres de ellos. Por el aire. Son unos cuatro o cinco días. Habló de volar sin detenerse. Habló de un «viento de cola». Ya imagino lo que es eso.

Ilze sólo había mirado unos segundos al Parlante, pero no le pareció muy diferente a los Servidores corrientes. Las patas largas y casi humanas con sus pies en forma de garras cubiertas de plumas; las alas plegadas, cuyas puntas casi tocaban el suelo; las manos de tres dedos que nacían en la muñeca. A diferencia de los pequeños voladores, en su rostro el pico no era largo, sino chato, por lo que de perfil hubiese parecido casi humano de no ser por la ausencia de nariz; penachos en las orejas; ojos grandes, redondos y rodeados de plumas; el pecho prominente en el centro, y el cuello que no era muy largo, pero que se extendía al volar. Ilze pensó en todo aquello y se sintió invadido por una ira muy familiar. Así que pensaban maltratarlo y burlarse de él. Violarían las leyes del respeto. Muy bien.

—¿Cuándo erais sólo una graduada utilizabais el azote, mi señora? —preguntó en un susurro—. ¿Y aún lo conserváis aquí?

La Superiora asintió con la cabeza y, cuando Ilze volvió a susurrar, se apresuró a buscar lo que él le pedía, y supo entonces que había escogido bien la herramienta con la cual salvar su vida y, al mismo tiempo, salvar mucho más que eso. Se detuvo unos momentos para hablar con Threnot y le dictó un mensaje para enviar a Tharius Don, Propagador de la Fe, en caso de que ellos mismos no lograsen llegar a la Cancillería.

—Ya es suficiente —gruñó una voz ronca a sus espaldas—. Ya ha ilustrado bastante a sus lacayos. Vámonos ya.

—Por supuesto —dijo la señora Kesseret de la Torre de Baris, como si saliese a dar un paseo por el parque—. Vámonos ya.

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