Despertar

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Libro Primero » Capítulo 9

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El Acusatorio de la Cancillería en Highstone Lees era un frío edificio de piedra, construido a lo largo del patio ceremonial, donde unos árboles oscuros proyectaban su sombra alrededor de una fuente. La habitación donde se encontraba confinado Ilze no era menos fría. Podía recorrerla una y otra vez para entrar en calor; podía alzar la vista hacia las altas ventanas y ver las montañas en el horizonte, las cuales parecían mordisquear al sol, que se movía entre ellas. Después de mucho tiempo de caminar y mirar, Ilze comprendió que el sol no llegaría más arriba del bajo cielo del norte, donde se desplazaba en un largo arco de este a oeste, apenas encima de los picos. Cuando llegó la oscuridad, se acurrucó en la estrecha cama y se cubrió con las dos mantas.

No había ninguna otra cosa que hacer: caminar, mirar o acurrucarse en la cama, tratando de mantenerse lo más abrigado posible. En la habitación había comida y dos cubos, uno de agua y el otro para sus necesidades. El sol volvió a rodear a las montañas una vez más antes de que alguien se acercara. Y en esa ocasión no fue más que un guardia silencioso con más comida, junto con un lacayo con dos cubos limpios, uno lleno y otro vacío, quien se llevó los dos cubos sucios, uno lleno y el otro vacío. Ilze tuvo una visión de sí mismo pasando años en aquella habitación fría, cambiando agua de un cubo al otro a través de sus entrañas, cambiando sólidos del plato al cubo mientras se consumía, mientras lo consumían. Cerca de allí debía de haber otra habitación parecida que albergaba a la Señora Kesseret. Los separaron casi de inmediato, pero suponía que lo soltarían en cuanto ella hubiese tenido tiempo de contar su historia.

Se durmió un rato, volvió a despertar y miró por la ventana para ver el sol sobre las montañas. Debía de ser pasado el mediodía. Miró, caminó, se acurrucó, se puso a inventar dibujos con las grietas y los agujeros de las paredes. Había unas concavidades redondeadas que parecían peces. Ilze comenzó a dormirse y el pez emergió de la pared para nadar a su alrededor lentamente, como un pez plaga. Se despertó. Las sombras se habían movido. Ahora las mismas concavidades eran ojos que lo observaban.

Pasó otro día antes de que la puerta volviera a abrirse para dejar paso a dos altos Servidores de Abricor. Parlantes. Le dijeron que venían a acusarlo. Estaban acompañados por un ser humano silencioso y vestido con una túnica oscura y un velo. Ilze se sintió enfadado y horrorizado a la vez.

—¿De qué se me acusa? ¡Díganme! ¿Qué creen que he hecho? Yo no supe nada de la desaparición de Pamra hasta después de que ocurrió. Ahora tampoco sé nada al respecto.

—Háblenos sobre los Hombres del Río —le exigieron. Eran más altos que otros Servidores que él había visto, más limpios, y sus plumas brillaban con reflejos azulados. Uno de ellos podría haber sido el que se encontraba en la habitación de la Superiora. Tal vez no. Ilze no estaba seguro. En la última articulación de sus alas los dedos eran duros y diestros. Cuando no respondía rápidamente, lo pellizcaban. Sus picos eran suaves, casi como labios, y, aunque las palabras que pronunciaban parecían más bien un graznido, aprendió a comprenderlas en seguida—. Háblenos sobre los Hombres del Río —repitieron.

—Sé lo que me ha dicho la Superiora. Son una secta hereje que echan a sus muertos al Río.

—Díganos algo más.

—No sé nada más.

—¿Cree que se han infiltrado en las Torres, que tienen a su propia gente entre los Despertantes?

—No tengo ni idea. Me parece poco probable.

—¿Cree que Pamra era una espía de los Hombres del Río?

—Sólo tenía doce años cuando vino a nosotros. ¿Tan joven podría ser una espía?

—Para ser una persona era muy bonita, ¿verdad? ¿A usted le gustaba mucho? ¿La deseaba?

—A los graduados no se nos permite esa clase de contacto con las jóvenes. Sí, era muy bonita. Todos lo pensaban.

—¿La deseaba?

—En realidad, no. Siempre hay mujeres suficientes en el pueblo.

—¿Se confió a usted?

—No. Lo único que hizo fue preguntarme cómo enviar un mensaje de su vieja niñera al este.

—¿Usted le dijo que lo hiciera?

—Le dije que no era algo particularmente acorde con la doctrina, pero que no se trataba de una verdadera herejía. Le expliqué cómo hacerlo.

—¿Cuándo le dijo que su vieja niñera se había marchado al este?

—Nunca —respondió Ilze con furia.

Continuaron formulándole las mismas preguntas durante horas. De vez en cuando, detrás del velo se oía un sonido áspero, como si aquella persona estuviese masticando piedras. Esa persona no dijo nada. Al día siguiente, regresaron para hacerle las mismas preguntas. Volvieron una vez más estos mismos, u otros que parecían exactamente iguales. Finalmente, la ira lo venció.

—¿Dónde está mi Superiora? ¡Pregúntenle a la Señora Kesseret! —Era evidente, incluso para él, que ya habían interrogado a la Superiora. ¿De dónde más hubiesen sacado la información que necesitaban para interrogarlo a él?—. Ella sabe que estoy diciendo la verdad. ¿Qué quieren de mí?

Cuando lo dejaron a solas, ya era de noche e Ilze se sentía demasiado cansado y furioso para moverse. Permaneció tendido en la cama, apenas cubierto por las mantas. Tenía contusiones en todo el cuerpo. Había dejado de comer. Los alimentos le sabían mal y también el agua, pero tenía sed todo el tiempo.

—¿Por qué escogió a Pamra para que fuese su discípula?

—No funciona de ese modo. Yo no la escogí; ella me fue asignada.

—¿Quién se la asignó?

—Mi Superiora. Pero ni siquiera ella escogió a Pamra. Pamra sólo fue una más de un grupo que llegó aproximadamente por la misma época. En cuanto el maestro de iniciación hubo terminado con ellos, fue mi turno para hacerme cargo de ese grupo. Y otro graduado recibió el siguiente. Un grupo está formado por cinco jóvenes. No tiene ningún significado particular; cualquiera de nosotros podría haberse hecho cargo.

—¿Ella le hacía confidencias?

—No, no me las hacía.

—¿Usted la deseaba?

En realidad, no; no de una manera que lo señalase como culpable.

—No —contestó—. No la deseaba.

—Háblenos sobre la disciplina. Se dice que nunca azotó a Pamra.

—Nunca he azotado a ninguno que no se lo mereciera. De los cinco que me asignaron, sólo azoté a tres.

—¿Por qué lo hizo?

—Porque eran perezosos.

—¿Pamra nunca se mostró perezosa?

—No, Pamra era una fanática. Nunca era holgazana. Ella creía. Creía en todo.

—¿Semejante exceso de fe nunca lo hizo desconfiar?

—¿Por qué iba a hacerlo? Yo también creía así cuando tenía siete u ocho años. Me parecía infantil, encantador. Pensé que era curioso.

Los Parlantes volvieron a irse. Ilze corrió una persiana y se apoyó en la ventana, exhausto. Su habitación se encontraba en un rincón y tenía dos ventanas. En ese lado, los páramos llanos y yermos se extendían hasta el pie de las montañas. El sol rodaba como una bola roja sobre sus cumbres. Desde allí no podía ver las lunas.

Por un momento, el mundo giró y hubo una gran oscuridad detrás de sus ojos. No podía ver las lunas. Después de un rato lo comprendió. Las lunas rodeaban el planeta por su línea central, encima del Río Mundo. De no haber sido por las montañas, podría haberlas visto sobre el horizonte. Los Dientes ocultaban las lunas. No verlas era como una acusación. Pero ¿de qué?

—Yo no he hecho nada —protestó furioso en la oscuridad.

La ira crecía en su interior e Ilze trató de protegerse en ella. Le resultaba imposible dormir, así que se levantó y corrió alrededor de la pequeña habitación hasta que estuvo exhausto, jadeante y con el corazón a punto de estallar en el pecho. Sus manos se unían y se separaban. Mataría a los voladores, los estrangularía uno por uno, muy despacio, dondequiera que los encontrase. Al fin, agotado, volvió a caer en ese sueño del cual siempre lo despertaban.

• • • • •

—¿Dónde llevó Pamra a los obreros?

—Yo no sé qué los haya llevado a ninguna parte. Si lo hizo, algunos de ustedes deben de haberla visto. ¿Cómo puede llevarse a un foso entero sin que la vea ningún Servidor? Yo no la vi. No lo sé.

Uno de los Parlantes miró al otro. Parecía casi desconcertado, se dijo Ilze. ¿Les había dicho algo que ellos no sabían? ¿Les había sugerido algo? Los Parlantes no le dieron tiempo para pensar en ello.

—¿Alguna vez habló con ella sobre los obreros?

—¿Hablar? No. Sólo en clase. La tuve en clase de hermenéutica. Las Escrituras. Las Escrituras hablan de los obreros.

—¿Ella dudaba de las Escrituras?

—¿Pamra? Ya le dije que Pamra nunca dudaba de nada.

—¿Usted la deseaba?

Tal vez sí, tal vez sí.

—Sí —admitió—. Algunas veces. Pero no hice nada al respecto.

Los Parlantes se fueron, regresaron otra vez y volvieron a irse. Después de un tiempo interminable parecieron cansarse de ello.

—Mañana —le dijeron—. Mañana se presentará ante los Indagadores.

Ilze no sabía lo que eso significaba; tampoco le importaba. Sería diferente a esto, algo que esperar. Tal vez le diesen la oportunidad de matar a algunos de ellos. Se durmió, y soñó con los Parlantes atados al poste mientras él empuñaba su azote.

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