Despertar

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Libro Primero » Capítulo 11

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De dónde había salido ese enorme tronco era algo que Thrasne no sabía. Tenía el aspecto de algo prehistórico, como un monstruo antiguo surgido de las profundidades para hacer estragos entre los seres humanos. Y así fue.

El

Obsequio de Potipur chocó contra el tronco —o el tronco emergió por debajo— con la fuerza suficiente para abrir un agujero del tamaño de un hombre en los tablones de proa, a través del cual comenzó a entrar el agua mientras el barco se mecía por el impacto. Después de varias horas de aterrorizados esfuerzos, el agua dejó de entrar con tanta fuerza y, a pesar de que subsistía cierto peligro, la situación quedó bajo control.

—¿Qué harás ahora? —preguntó Pamra. Había permanecido fuera del paso durante la peor parte del incidente, tratando de no demostrar lo asustada que estaba y aferrándose a Lila como si hubiese sido una balsa que la permitiría flotar hasta la costa. Más tarde, cuando el agujero estuvo parcheado, fue abajo, vio que el agua negra se filtraba alrededor del parche y comprendió que el remiendo sólo podía ser provisional—. Tendrás que amarrar en la costa para arreglarlo, ¿verdad?

Thrasne asintió con la cabeza, todavía aturdido. Era el primer accidente de importancia que sufría el

Obsequio de Potipur y lo sentía en su propio cuerpo. Se miraba continuamente las costillas, como esperando ver grandes contusiones y rasguños y se sorprendía al descubrir que estaba intacto.

—Llevará un tiempo. Esa tercera cuaderna se encuentra desalineada. Todos los tablones están sueltos. Ahora no entra agua, pero lo hará. El próximo poblado no sirve; no tiene muelles ni carpinteros de barcos. El siguiente es un poco mejor, pero probablemente tendré que hacer yo mismo la mayor parte.

—¿Cuánto tiempo?

—Bastante. Treinta o cuarenta días, por lo menos. Tal vez más. No tendrán los tablones que necesitamos. Es casi imposible que dispongan de madera curada. Si tienen algo, estará verde. O sin talar. Más de un mes. —Un mes tenía cincuenta y un días—. Sesenta días quizá. Setenta. —Aún conmocionado, Thrasne no estaba pensando en ella en absoluto. Entonces se volvió, notó la expresión de temor en sus ojos y comprendió al instante—. Es demasiado tiempo para que permanezcas en un solo lugar, ¿verdad? Sería peligroso para ti, quienes te buscan podrían encontrarte. Debí haber pensado en eso.

—Puedo quedarme aquí, en la casa del patrón. —Trató de sonreír—. Siempre que los hombres no hablen de ello.

Por supuesto que hablarían. No habría forma de impedirlo.

—No puedes permanecer encerrada tanto tiempo. Te pondrías pálida como un hongo. —Intentó una sonrisa, sin mucho éxito—. No, pensaremos en alguna otra cosa.

Cuando regresó a la casa del patrón unas horas después, llevaba consigo el mapa de los poblados y lo extendió sobre la mesa para que ella lo viera a la luz del farol.

—He encontrado algo. —Una sonrisa cansada le indicó a Pamra que era lo único que había conseguido encontrar—. Me olvidé por completo de ello. Isla Strinder.

Señaló la orilla del Río, con su interminable lista de lugares, productos, idiosincrasias locales y tabúes religiosos. Al sur, a un día de viaje por el Río Mundo, se extendía una forma oscura, larga y ancha. Su costa este se encontraba detrás de ellos, a dos poblados de distancia; la del oeste, tres poblados más adelante.

—Allí los únicos que viven son los Strinder —dijo Thrasne—. Y no quedan más que unos pocos. No hay guardias ni puertas. Tienen un espigón cerca de Chantry. Chantry es el poblado donde tendremos que reparar el barco.

—¿Una isla? Nunca oí hablar de una isla en el Río.

—Hay muchas. La mayoría se encuentra cerca de la orilla y son tan pequeñas que sólo figuran como rocas en los mapas; puntos, lugares que uno debe evitar al navegar. Pero Isla Strinder está bastante apartada. Blint acostumbraba a detenerse cada vez que pasábamos por allí. Cambiaba harina, telas y dulcificantes por tinturas. Lo importante es que podemos pasar por la isla, dejarte allí y volver a recogerte por el oeste cuando el barco esté reparado. Sólo necesitamos encontrar alguna clase de señal para que vayas al extremo oeste de la isla cuando llegt/e el momento. De ese modo podremos seguir la corriente cuando te dejemos y cuando te recojamos.

Thrasne interpretó mal su mirada vacilante.

—Es bastante seguro, Pamra. Disponemos de tiempo para desembarcarte. El

Obsequio de Potipur no se hundirá debajo de nosotros.

—No, no, no —se apresuró a decir. No quería que pensase que cuestionaba su previsión, cuando ello podía además demorarlo y ponerlo en peligro—. Sólo me pareció… ¿Es una isla desierta? Quiero decir, ¿aún hay gente allí?

Ahora fue él quien dudó.

—Antes había. Eran un puñado de casitas, algunas de ellas diseminadas entre los árboles. Por supuesto que la mayor parte de la isla pertenece a los Treeci. Se parecen un poco a los voladores.

—¡Servidores de Abricor!

—No se alimentan de carroña. No, no son los Servidores de Abricor. Se trata de una clase diferente de criaturas. Nunca los he visto en otra parte que no fuese allí, en la isla. Sus patas son más largas que las de los Servidores. Tienen un hermoso plumaje, pero no vuelan. Sus picos son chatos, casi como labios, pero más duros; no son como los picos con forma de gancho que tienen los Servidores. A distancia parecen casi humanos. Sólo los he visto desde lejos, por supuesto, pero los Strinder se llevan bien con ellos. —Se pasó una mano por el rostro, como tratando de enjugarse la fatiga—. Si pudieras quedarte allí, Pam, sería lo mejor, de veras. Aun cuando tuvieras que permanecer sola en una de las viejas casas. Los que te buscan no te encontrarán allí, puedo garantizártelo. Y podemos hacer que el sitio te resulte razonablemente confortable, incluso aunque tengas que quedarte sola.

Sonaba como un abandono, y él se daba cuenta. Pamra se sintió invadida por una ira lenta y ardiente al comprender que no había otro camino. Las alternativas eran peores. Los Despertantes enviarían a los Risueños tras ella. No dejarían de buscarla, y hasta la muerte en una isla desierta era preferible a que la encontrasen. Se controló y trató de parecer animada.

—Iré, Thrasne, aunque no haya nadie más allí. Llevaré a Lila conmigo y ella me hará compañía. Tardes lo que tardes, aguardaré tu señal.

Sin embargo, cuando llegaron a la isla ya no se sentía tan segura.

Había unas casas pequeñas a lo largo de la costa, la mayor parte de las cuales se encontraban derrumbadas en pilas de fragmentos grises, maderas y tablones plateados por el sol y por el viento del Río. Al fin, vieron una vaga línea de humo que ascendía, y esto los condujo a un espigón desvencijado y una casa ruinosa, cuya luz se percibía entre los árboles.

La mujer que respondió a la llamada estaba tan envejecida como la casa; polvo y herrumbre sujetos por una red de arrugas, con cabellos grises encrespados alrededor de la cabeza, como humo.

—¿Strinder? ¿Yo? Bueno, por supuesto que soy una Strinder, y casi la última, maldita sea. ¿Ha dicho que era el muchacho del viejo Blint? Me parece recordar que tenía un muchacho. Entren.

Vivían otras dos personas en la isla, tan viejas como ella. Uno era un anciano cascarrabias, llamado Stodder, y la otra era prima de la mujer, Bethne.

—Joy —le dijo la mujer a Pamra, con una mirada aguda bajo sus cejas espesas—. Así me llamo. Hubiese preferido tener un nombre que envejeciese mejor. Sophronia. Eugenia. Algo con más dignidad.

La mujer miró a Pamra y a la niña-lenta. Ni en ese momento ni nunca hizo observación alguna sobre lo extraña que parecía la cría, y, con el tiempo, Pamra supuso que ello se debía a que los bebés humanos eran algo tan lejano en su pasado que ya había olvidado cuál era su aspecto habitual.

Al partir, Thrasne le dejó una buena provisión de alimentos y cortó bastante leña para el hogar de la anciana. Aunque hacía más calor en la isla que en la costa, las noches todavía serían frías durante los siguientes tres meses. Treinta días era el mínimo de tiempo que podían requerir las reparaciones, pero también era posible que tardasen el triple de eso. Cuando hubiesen pasado treinta días, Pamra tenía que mirar al norte cada tarde, un poco antes del anochecer, hasta ver tres columnas de humo. Cuando las viese, debía iniciar la caminata de dos o tres días a lo largo de la costa hasta llegar al lado oeste, y acampar allí hasta que él fuese a buscarla.

—Si tardamos más tiempo, puede ser porque nos demoremos a causa de la marea de la Conjunción —le explicó Thrasne—, así que no te impacientes. ¿Podrás llegar bien al lado oeste?

—Oh, sí, sí —respondió la anciana—. Le resultará fácil llegar. No existen ya selvas en Isla Strinder. Nada en absoluto. Con excepción de…, bueno, con excepcipn de lo que hay, por supuesto.

Si había querido darle a entender algo con esto, no lo logró; Pamra estaba demasiado nerviosa para prestarle mucha atención.

El

Obsequio de Potipur se alejó de la costa. Desde la cubierta del timón, Thrasne se volvió para saludarla con la mano. Cuando el barco hubo desaparecido entre la niebla del Río en dirección a la orilla distante, Pamra regresó a la casa. La anciana salió a su encuentro.

—Oh, niña, vi que él te dejaba mermelada de puncon. No pude evitar verlo. No he comido mermelada de puncon desde el nacimiento de mi hija menor, la que ahora se ha ido dejándome sólo el recuerdo. ¿Sería muy grosero que te pidiera un poco de mermelada de puncon para nuestros pasteles fritos esta noche?

Por un momento, la anciana pareció haber rejuvenecido, y Pamra se sintió avergonzada de no poder acompañar su entusiasmo con un poco de alegría. Aunque no dejaba de decirse que debía conservar la calma, que no tenía que considerarse herida, seguía sintiéndose triste y abandonada, por más insensato que ello fuese. Se encontró culpando a Thrasne, por poco sentido que eso tuviese; avergonzada de ello, pero sin poder impedirlo. Sin embargo, ante la alegría de la anciana por estar acompañada, aceptó convidarla a mermelada de puncon y aceptó también que Stodder y Bethne fuesen invitados a cenar.

Ellos tres eran todo lo que quedaba de los Strinder. Algunos jóvenes se marcharon por el Río y otros, tanto jóvenes como viejos, habían muerto. Quedaban estos tres, y ninguno había visto jamás la Costa Norte, a un Despertante o a un Servidor de Abricor. Sólo conocían la isla, las aguas que la rodeaban y a los Treeci, quienes compartían ambas cosas con ellos.

Pasó cierto tiempo antes de que Pamra conociera a los Treeci. Durante varios días se dedicó a caminar de un lado a otro, a arrancar un poco la maleza del jardín, a revisar las redes para ver si había algo que mereciese la pena comerse, a recoger moluscos del Río para dejarlos secar en la orilla y a llevar las conchas secas hasta el muelle, donde unos grandes cestos llenos de esta cosecha hedionda aguardaban a la llegada del siguiente barco.

—No muchos se detienen aquí —comentó el viejo Stodder—. Veamos, está el

Reina del Río, el

Pez de Moormap, pues Moormap murió, pero el esposo de su hija conservó el barco, y está el

Obsequio de Potipur por supuesto, y el

Viento Asustado

Continuó con su enumeración de barcos en ruta y de otros que habían desaparecido hacía mucho tiempo.

Después de la cena se sentaron en el porche destartalado bajo los árboles, donde contemplaron la reunión de las lunas hasta que el viejo y la otra anciana se marcharon a sus respectivas casas medio derrumbadas en el bosque. Pamra los vio alejarse, preguntándose por qué no vivirían los tres juntos; eso hubiera significado una sola casa que calentar y, por tanto, menos madera que cortar. A lo lejos, entre los árboles, se escuchó un sonido vibrante, parecido a una campana, y Pamra recordó las criaturas mencionadas por Thrasne.

—¿Treeci? —le preguntó a la anciana.

—Treeci —susurró Joy, cuyo rostro, a la luz de la lámpara, parecía iluminado por los viejos recuerdos. Sus ojos eran suaves como palomas—. Treeci. Rindiendo honores a las lunas.

Al día siguiente, Pamra, Lila y Joy fueron a buscar moluscos. Tres Treeci aparecieron entre los árboles, llamando con voces de campana y, luego, con sonidos humanos.

—Joy! ¡Te saludamos!

La anciana agitó la mano.

—¡Binna! ¡Werf! Venid a conocer a una visitante que ha llegado por el Río. Su nombre es Pamra. Y la niña se llama Lila.

Los Treeci hicieron una reverencia, a modo de saludo. Pamra los miró.

Eran tan altos como ella, erguidos sobre unas piernas no muy diferentes a las suyas, con unas nalgas cubiertas de plumas que, como las de ella, se curvaban hacia una cintura estrecha. Los largos pies de dos dedos podrían haber sido pies humanos enfundados en calcetines con plumas, excepto por los talones afilados. De la cintura para arriba el parecido con los humanos era menor. Los brazos, que terminaban en manos de tres dedos, estaban cubiertos de largas plumas, y los pechos tenían forma de quilla. Sus rostros de grandes ojos se notaban llenos de una cándida inteligencia.

—Pamra —saludaron, volviendo a inclinarse.

Ella saludó del mismo modo a Binna, a Werf y, luego, se giró para inclinarse ante el tercer miembro del grupo, pero sintió que la mano de Joy le daba pequeños tirones. Bajó la vista y vio que la anciana sacudía la cabeza, mientras susurraba:

—No, no te inclines. Es un macho. Uno no se inclina ante ellos.

—¿Por qué? —preguntó Pamra con sorpresa.

—Chist. Luego.

—¿Estás disfrutando con tu visita? —le preguntó Binna, sin darse por enterada del error.

Las palabras fueron articuladas con claridad, con un ligero acento, pero en tono agradable. Aunque la parte inferior de sus rostros estaba cubierta por sus picos chatos, éstos eran suaves y flexibles, un poco prominentes, y se movían casi como labios.

—Sí, gracias.

Durante algunos minutos hablaron del clima y de las mareas. El tercer Treeci, de nombre desconocido, se acercó a la costa y permaneció allí, mirando al agua.

—He venido a contarte, Joy —dijo Werf—, que hay un nuevo lecho de unos moluscos increíbles justo debajo de las grandes rocas, más allá del bosque de frag. Ahora son pequeños, pero para la época de la Conjunción habrán logrado un buen tamaño.

—Qué amable de tu parte —respondió Joy cariñosamente—. ¿Queréis venir con nosotras a tomar un poco de té?

Vacilaron, volvieron a vacilar y, finalmente, aceptaron. Todo tenía el ritmo y la predeterminación de un ritual. Al llegar al porche de la casa los recibió Bethne y tomaron té en frágiles tazas antiguas, mientras relataban recuerdos de tiempos pasados, tantos recuerdos que hacían evidente que eran algo más que simples conocidas. Joy había traído seis tazas. Sin decir nada a nadie, Werf llenó la que sobraba y la llevó hasta la roca, donde el tercer Treeci descansaba en un solitario silencio. Los dos conversaron en voz baja y, luego, Werf regresó. Nadie pareció notarlo. Antes de partir, Werf fue en busca de la taza y la colocó sobre la mesa junto a las demás.

—Gozamos mucho con vuestra amistad —dijeron cuando se iban—. Que viváis una larga vida.

Joy recogió las tazas.

—Si me traes un cubo de agua, niña, las lavaré.

—En un minuto. Primero háblame sobre el…, el macho. ¿Por qué no le dirigimos la palabra?

—No se hace. —La anciana apoyó una mano temblorosa sobre la de Pamra—. Werf es la madre de Neff. Ella le habla, ya lo has visto. Y sus hermanas también, por supuesto. Pero nadie más. Simplemente, no se hace.

—Es cruel —comentó Pamra, recordando su propia infancia—. Es cruel tratar a las personas de ese modo.

—Pero, niña, ellos no son personas, ¿no lo comprendes?

—Son personas, Joy. No te sentarías a tomar té con ellos si no lo fueran.

Dijo esto como se lo hubiese dicho a Delia, confundiendo a la anciana con su niñera tal vez, sin darse cuenta de ello.

—En ese sentido, sí, son personas y son mis más queridas amigas, pero ya sabes a qué me refería. —Se apartó del fregadero, sosteniendo el cubo vacío—. No son seres humanos.

Pamra se obligó a ocultar sus sentimientos. Estaba viviendo en la casa de la anciana. Ella era una buena mujer… no muy distinta a otra buena anciana a quien le había fallado en tiempos difíciles. No debía perturbar a ésta también. Como invitada, no tenía derecho.

Pero sintió una compasiva rebeldía por el Treeci solitario, aunque sabía que la soledad podía ser más suya que de Neff. La rebeldía de su interior era la misma de cuando tenía once o doce años, la misma que la impulsó a decir: «Puedo ser una Despertante.» No pensó en esto, sólo en la tristeza del Treeci. Su aislamiento la conmovía.

Al parecer, entre los Treeci la hospitalidad debía ser correspondida. Dos días después, Joy se vistió con un desacostumbrado cuidado, tras hurgar dentro de cajas polvorientas en busca de viejos atavíos. Encontró un chal brillante para Pamra, una cinta para la manta de Lila y, luego, partieron por la costa.

—Supongo que en algún momento me dirás adónde vamos.

—Bueno, Werf y Binna nos esperan. Entre los Treeci se considera de buena educación ir un par de días después para permitirles demostrar su hospitalidad. Lo llaman corresponder a la ocasión. Le dan mucha importancia a esto.

—¿Por qué todos estos brillos?

—Para rendirles honores. Tú no lo has notado porque no eres de la isla, pero estaban muy bien arreglados para nosotros el otro día. Sus garras estaban pintadas, y se habían teñido las plumas alrededor de los ojos. Creaban la oportunidad para rendirnos honores; así dicen ellas. Sienten curiosidad, supongo, respecto a ti y a la niña. Hace treinta años que no hay un bebé humano en la Isla Strinder.

Pamra estaba maravillada, no tanto por el hecho de que existiese otra raza de criaturas en el mundo, con sus propios hábitos y costumbres, con su idioma, con su curiosidad por los bebés humanos, sino por su propia ignorancia de todo aquello. ¿Cómo había llegado a adulta sin oír hablar jamás de ellos? ¿Por qué nadie los mencionaba? Y, si nadie mencionaba a los Treeci, ¿cuántas otras maravillas desconocidas habría en el mundo?

Joy tenía algo que decir al respecto.

—Mi hermano acostumbraba a decir que la gente de Costa Norte estaba tan llena de la mierda de los Despertantes que no le quedaba tiempo para otra cosa. ¿Es cierto que allí prohíben los libros?

Era cierto. Había libros en la Torre: homilética, hermenéutica, las Escrituras; libros difíciles que creaban una atmósfera de ignorancia y misterio. No había ninguno más. Sin libros, sin viajes, Pamra podía explicar su propia ignorancia. Lo que no podía hacer era perdonarla.

Los Treeci vivían en casas mejor construidas y conservadas que las de los humanos de la isla y, en un bosquecillo, había un salón de té donde el agua hervía su música serena en una vasija de piedra. Los Treeci más jóvenes, de la mitad de estatura que los adultos, se encontraban reunidos en el prado y murmuraban en grupos. El té se sirvió con un estilo ceremonial. Pamra observó a los demás, para aprender lo que era adecuado, y copió sus costumbres con bastante elegancia. Cuando todos tuvieron una taza, cuando cada taza hubo sido probada y aprobada, cuando las nueces y los pasteles estuvieron repartidos, el grupo pudo volver a sentarse e iniciar la conversación. Joy estaba en lo cierto: sentían una gran curiosidad. En su propio territorio se atrevieron a hacerle todas las preguntas que no formularon en el de los Strinder por educación.

—¿La niña es tuya?

—¿Así son todas las criaturas?

—Nos pareció que no era una niña común. Creemos que es

t’lick tlassca.

Después de algunas discusiones, el término fue traducido como «prodigiosa».

—Sí —dijo Pamra, con una extraña sonrisa—. Es prodigiosa.

—¿Pamra se quedará mucho tiempo?

Para entonces Lila estaba sentada en la falda de Werf, jugando con las plumas de su pecho mientras murmuraba su propia música. Werf le puso un poco de té en la boca y la niña esbozó una sonrisa infinita como el amanecer.

—¿Por qué has venido?

Sin preocuparse por censurar lo que decía, Pamra les contó por qué estaba allí. No todo, sólo una parte. Los Despertantes tenían que ver con ello, y también los Servidores de Abricor. Hubo un murmullo triste y varias cabezas emplumadas que se sacudieron.

—Esos voladores de Costa Norte estuvieron emparentados con nosotros en otra época, los que tú llamas Servidores de Abricor. Recordamos ese momento de nuestra historia. Hubo un tiempo en el que el honor pudo haberse conservado. Nuestra tribu, los Treeci, escogió el camino del honor; ellos se decidieron por lo contrario. En nuestro idioma hay ciertas palabras, que se refieren a esa época, que los de Costa Norte ya no recuerdan. Palabras como «decencia» y «dignidad». Nos entristece saber en qué se han convertido.

Werf sacudió la cabeza con pesar y los círculos emplumados alrededor de sus ojos se agrandaron.

Binna cambió de tema y Pamra guardó silencio, avergonzada por la tristeza que había causado.

—Pensamos que quizá te gustaría ver algunas de nuestras danzas —dijo Binna, y le hizo un gesto con la cabeza a la joven Treeci, quien se alejó corriendo con este mensaje. Momentos después se escuchó el sonido de un tambor y un tintineo rítmico.

Desde el salón de té, los Treeci observaron con indulgencia, casi con orgullo. En el jardín estaban sentados los jóvenes Treeci susurrando, y algunos llegaron a señalar con la punta de las alas, como por casualidad. Pamra no sabía si eran mujeres o varones, pues no había ningún indicio que los distinguiese. Sólo eran jóvenes. Tal vez hubiese una etapa del desarrollo en la que esto no importara, ya que todos ellos murmuraban juntos y se movían en grupos, riéndose alegremente y caminando con las manos entrelazadas y las cabezas juntas.

En cambio, todos los bailarines eran machos. Pamra pudo sentirlo. Giraban, se pavoneaban y saltaban con las alas desplegadas y las plumas del pecho henchidas, mientras que las que rodeaban sus ojos formaban círculos brillantes. Sus picos chatos estaban pintados, al igual que las garras. Al lado de Pamra, Werf sonreía con los ojos húmedos y llevaba el ritmo con sus dedos emplumados. Pamra siguió la dirección de sus ojos. El hijo de Werf, Neff, se encontraba entre los bailarines, magnífico en su gracia y su fuerza. La danza era algo asombroso. Sin pensarlo, Pamra comenzó a decir algo al respecto, pero de inmediato sintió los dedos de Joy que le apretaban el brazo. Confundida, se volvió hacia la anciana con los ojos abiertos de par en par: esto también era algo de lo cual no debía hablarse. Pamra retiró su brazo. Quería decir algo, hacer algo. Su rostro estaba ruborizado y ardiente; los brazos le temblaban con la música.

Binna, que estaba observándola, dijo algo en voz alta, con un cortante sonido metálico, y la danza finalizó en una abrupta cacofonía de tambor y campana. A continuación, conversaciones, disculpas y un rápido murmullo cubriendo el fin repentino del espectáculo. Pamra no comprendió. Luego, regresaron a casa.

—Binna se ha disculpado —le explicó Joy, con pesar en su voz, como si hubiese recibido la noticia de alguien gravemente enfermo o muerto.

—¿Por qué? No lo entiendo.

—Por el baile. Ellos no sabían que tú… que tú te emocionarías con él.

—¡Por supuesto que fue emocionante! ¿Eso está mal? ¿No es el objeto de la danza?

—No. Nunca. Eso sería impropio.

Esto también era territorio prohibido. Joy no quiso hablar más de ello.

Su silencio destruyó la frágil confianza que había empezado a crearse entre ambas. Pamra no lograba sentirse cómoda. Debía cuidar cada cosa que decía. Había demasiadas áreas tabú. Comenzó a dar largas caminatas llevando a la niña-lenta en su chal. Se alejaba por la costa hacia el oeste o por el bosque hacia el sur, tratando de matar el tiempo y de dejar tranquila a la anciana. Joy no puso objeciones. Parecía haberse alejado de Pamra como si ésta fuese culpable de algún error social que sólo se suavizaría con el tiempo. Sus sentimientos no eran de acusación, sino de pesar. Era más sencillo para ambas cuando estaban separadas.

En una o dos ocasiones, se encontró con Binna o con Werf durante sus caminatas solitarias. Pamra transgredió la cortesía y les preguntó algunas cosas sobre los viejos tiempos y los Servidores de Abricor. Ellas no se mostraron renuentes a hablar, pero fue evidente que les producía tanto dolor que finalmente Pamra renunció a ello. Lo que le habían dicho ya formaba un nudo en su garganta y confirmaba la certeza de que en la Torre la utilizaron y engañaron.

Encontró su lugar favorito en la costa, unas rocas bastante altas y cubiertas de liqúenes. Era casi como una pequeña habitación protegida del cielo, con un diminuto jardín de musgo y una fuente minúscula formada por agua de lluvia. Lila se tendía en el musgo durante horas, cantando sus suaves notas de alegría. Pamra no hacía más que permanecer sentada, hipnotizada por el sonido y por la corriente del Río.

Fue allí donde la encontró Neff.

Pamra llegó a su refugio una tarde y se encontró sobre el musgo un delicado ramo de flores rojas, atado con un nudo de hierbas violetas. Alguien.

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