Despertar

Despertar


Libro Primero » Capítulo 11

Página 21 de 79

Desde la cima de la roca, observó toda la zona. Él estaba sentado en la costa, con el rostro vuelto hacia el otro lado, como para facilitarle la posibilidad de no verlo. Pamra sí lo vio, y la frustración sentida durante días hizo que sus mejillas se ruborizaran intensamente. No estaba dispuesta a participar de esa tonta costumbre de silencio cuando él se había mostrado tan considerado. Agitó la mano y gritó:

—¡Sube!

Acudió saltando de roca en roca con un movimiento ágil y poderoso, deteniéndose en la cima con una actitud de tanta gracia inconsciente que Pamra contuvo el aliento y sintió un nudo en el estómago. «Sangre de artista», hubiesen dicho de él en Costa Norte. «Ojos de artista», habría dicho Thrasne. Pero no pensaba en Thrasne; respiraba profundamente, casi inconsciente de su propio cuerpo.

Le señaló la roca frente a ella, un lugar plano con un respaldo apropiado donde apoyarse, su asiento favorito. Él se sentó allí y la miró con sus ojos enormes.

—Tú eres Neff —dijo Pamra—. ¿Verdad?

No hablaría, pensó, a menos que ella lo hiciese primero.

—Sí —contestó con su voz de campana—. ¡Neff!

—Tu madre ha sido muy amable conmigo. ¿Querrías decirme algo sobre la danza del otro día? Fue muy hermosa.

—Es sólo la danza. —Giró la cabeza con timidez, mirándola con un solo ojo—. La danza que hacemos.

—Ya veo. —Estaba confundida—. No tenemos danzas así en Costa Norte. Al menos, que yo haya visto.

—Háblame de Costa Norte —le suplicó él con ansiedad—. Háblame de Costa Norte. ¡Allí! ¡Por allí!

«Pobrecillo. En su corazón es un explorador», pensó ella con inmediata simpatía. Le habló de las cosas más habituales de Costa Norte, pero, para no mencionar ningún tema que pudiese incomodarlo, evitó el tema de los Despertantes y de los Servidores de Abricor. Le habló del Festival, del Árbol de los Dulces, de las plantaciones de pamet y las cosechas de vainas maduras, de la recolección de frutas en los bosques de puncon. Mientras hablaba, comprendió lo poco que en realidad sabía sobre la vida de la gente. Todos sus recuerdos pertenecían a la infancia, antes de ingresar en la Torre. Después de eso no había nada que pudiese compartir con él.

—¿El que te trajo volverá a buscarte?

—Sí. Volverá. Cuando el barco esté reparado.

—¿Tú… él me dejará ver el barco?

«¿Nunca has visto un barco? ¿No los ves cuando vienen a recoger los moluscos?

—Me refiero a si me dejará entrar. Verlo por dentro.

—Estoy segura de que sí. —«Si te dejan las gallinas», pensó—. ¿Qué pensarán de ello… los demás?

El sacudió la cabeza y los bordes de su pico se ruborizaron.

—Mamá no me dejará.

—Entonces, tendremos que hacerlo sin que se entere.

Ya estaba allí. La rebeldía.

Neff pareció asustado por esto, asustado y entusiasmado al mismo tiempo. Se puso de pie en una postura afectada, extendió las alas y la miró de un modo seductor por el rabillo del ojo. Pamra se ruborizó y él le dio la espalda, como si de pronto se hubiese sentido avergonzado.

—Eso sería maravilloso. Por favor, hazlo. —Saltó de un pie al otro y, finalmente, murmuró—: Ahora tengo que irme.

Se alejó rápidamente por las rocas.

—Neff —gritó Pamra incapaz de dejarlo ir—. Gracias por las flores.

—Los Treeci siempre las obsequiamos. A nuestras hermanas.

«Así que es eso. Pertenezco a su familia», pensó Pamra, divertida. No debía preocuparse por las discriminaciones de la anciana; si él la consideraba una hermana, entonces podía hablarle. Ellos hablaban con sus hermanas.

Esa noche, Pamra sacó la mermelada de puncon. La golosina pareció aflojar la lengua de Joy. Tema prohibido o no, Pamra quería saber sobre los Treeci.

—Los jóvenes —comentó como sin darle importancia— parecen todos de la misma edad. No he visto a ningún bebé.

—No, no habrá bebés durante casi un año. Sólo se reproducen cada diez años. Mi hermano acostumbraba a decir que lo hacían así para mantener el equilibrio de la población. No tienen más hijos de los que la isla puede mantener. Muy sensato de su parte, solía decir mi hermano.

—No he visto machos entre los niños.

—Es probable que sí los hayas visto. En lo que se refiere a los Treeci, los niños no son más que niños. No se distingue al macho de la hembra hasta que tienen unos quince años.

—Entonces, el que vino aquí con su madre, ¿tenía más de quince?

—Diecinueve —dijo Joy, sirviéndose un poco más de mermelada—. Cumplió los diecinueve en la última Conjunción.

—¿Cómo lo sabes con tanta exactitud?

—Conozco muy bien a todos los niños de Werf. Ella tenía por costumbre traer a Neff y a sus hermanas cuando no eran más que unos pichones. Yo les preparaba bizcochos de nuez y jugaba con ellos al escondite en el bosque.

—¿Y ahora no le hablas a Neff? ¿A pesar de haber sido su amiga cuando era un niño?

Pamra no pudo contener la indignación en su voz. La anciana se levantó y le dirigió una mirada acusadora.

—Niña, eres mi invitada y te daré los derechos de una invitada, pero no me alces la voz por cosas que no comprendes. Nunca he dicho que yo no pudiera hablar con Neff. Soy casi como su madre y lo quiero tanto como he querido a cualquiera de los míos. Lo que dije fue que tú no podías hablarle. Ya te lo he explicado, no son personas. No son seres humanos. ¡Tienes que dejarlos tranquilos!

Había lágrimas en los ojos de la anciana, y eso fue lo que calmó a Pamra. Si ya estaba apesadumbrada por algún motivo, no tenía ningún sentido herirla más, así que inclinó la cabeza en actitud sumisa y se disculpó, prometiendo no volver a mencionar la cuestión. De todos modos no cambió de idea. La crueldad era la crueldad. Si a Neff le causaba placer convertirla en su hermana honoraria, pues entonces ella sería su hermana honoraria.

Al final de los treinta días, comenzó a salir al atardecer buscando los fuegos que Thrasne encendería como señal. Cada vez con más frecuencia, Neff aparecía durante aquellas excursiones, aunque nunca lo hacía cuando la acompañaban los ancianos. En otras ocasiones, Pamra encontraba flores durante el día. En su camino aparecían collares de pétalos brillantes enhebrados con hierbas, o ramos de hierbas con aromas del bosque y de los prados soleados. Pronto comenzó a esperar con impaciencia las caminatas de la tarde, escabullándose temprano sin invitar a Joy, a Bethne o a Stodder para que la acompañasen.

—Tu hombre volverá a buscarte —le aseguró Joy.

—Sé que lo hará. Dijo que quizá le llevase bastante tiempo.

—Pensé que podrías estar preocupada. Pasas mucho tiempo a solas.

Le dijo esto con una larga mirada de soslayo.

Después de aquello, durante varias noches invitó a los ancianos a ir con ella y se preocupó de mostrarse particularmente comunicativa. Luego, comenzó a hacerlo de vez en cuando, sólo para calmar sus inquietudes. No tenía ningún sentido perturbarlos.

—Hablame de la niña —le pidió Neff.

Él sostenía a Lila durante horas, fascinado con sus movimientos pausados y graciosos. Pamra vio que trataba de imitarlos en una danza, con largas extensiones de sus alas y piernas como si hubiese querido introducirse en el mundo eterno de Lila para ganarse un sitio allí dentro. Con frecuencia bailaba para Pamra, sin música, tarareando en voz baja de una forma extrañamente conmovedora.

—¿Qué es esa música? —preguntó ella al fin.

—Sólo… sólo música. La música —respondió Neff, ruborizándose.

Eso le ocurría con más frecuencia en los últimos días, y el rojo se corría desde los bordes de su pico hacia el centro. Las plumas del pecho también se tornaban rojas, al igual que el amplio círculo de plumas alrededor de los ojos. Cuando la miraba de ese modo, ella deseaba abrazarlo, decirle que todo estaba bien. Se sentía afligida por él.

—¡Háblame sobre ese hombre que te persigue! —le pidió.

—¿Cómo sabes eso?

—Se lo oí decir a mamá. Piensan que los Despertantes son muy crueles por levantar a los muertos. Habría que dejarlos descansar en paz. También nuestros parientes, los Servidores. Los consideran estúpidos y crueles.

No más crueles que ellos, pensó Pamra, deslizando un dedo por su mandíbula y por las plumas de su pecho. Sabía que a él le gustaba que hiciese eso, le gustaba sentirla cerca.

—Supongo que cada grupo tiene sus propias crueldades —dijo, y se preguntó si él mencionaría algo sobre la forma en que lo trataban los suyos. Al recordar su propia rebeldía infantil, no podía aceptar esa pasividad. Tal vez se debía al hecho de que todos los machos eran tratados del mismo modo; tal vez eso lo volvía menos cruel—. ¿Tus amigos no notan tu ausencia cuando te encuentras aquí conmigo?

—Casi todos están solos. Además… —se ruborizó—, yo soy un Parlante. Ellos no. Casi ninguno de los machos lo es. Según se dice, sólo uno de cada mil es un Parlante.

—¿Te refieres a que los otros machos no hablan? ¿Nunca lo han hecho?

—Hablan como todos, cuando son niños. Sin embargo, al crecer dejan de hacerlo. Excepto en algún caso de vez en cuando, como yo. Eso lo vuelve más difícil.

Pamra no podía soportar la idea. El único a quien se atrevió a preguntarle fue al viejo Stodder.

—¿Es cierto que los Treeci machos no pueden hablar?

—Oh, sí que pueden. Simplemente, no lo hacen con frecuencia.

—¿A qué se refiere con eso?

—Pierden el interés, eso es todo. Supongo que se preguntan: ¿Para qué hablar si no tienes por qué hacerlo?

A Pamra le pareció que ésta era la propia filosofía de Stodder. Raras veces le oía hablar, a menos que se le formulase una pregunta directamente.

Al examinarla, su respuesta tenía cierto sentido. Durante sus visitas a la aldea de los Treeci, notaba lo mimados que estaban en realidad los machos. ¿Para qué hablar, cuando obtenían todo lo que necesitaban antes de hacer ningún movimiento para pedirlo? Cada uno de ellos se encontraba rodeado por un grupo de niños que se ocupaban de su aseo, sus alimentos y sus bebidas. Todos los machos tenían madre y hermanas.

Aunque Pamra iba cada tarde a su puesto de observación, aún no había ninguna señal en la costa. Stodder contó los días hasta la Conjunción, y le advirtió que, probablemente, el

Obsequio de Potipur no llegaría hasta después de las mareas altas.

—Thrasne es un buen marinero. No pondrá en peligro su barco.

—¿Realmente piensa que no vendrá hasta después de las mareas altas, Stodder?

—Ah, niña, es posible que llegue antes. No dejes de mirar el horizonte buscando la señal. No te sientas decepcionada.

¿Estaba decepcionada? ¿Le importaba si Thrasne venía antes o después? ¿Qué eran el uno para el otro, después de todo? Pamra frunció el ceño. La pregunta le resultaba inquietante porque debía haber sido capaz de responderla, y no podía. No lo sabía.

—¿Él me ama? —se preguntó en un susurro, buscando la respuesta en los ojos de Lila, quien en forma casi imperceptible se iluminó con una sonrisa—. ¿Thrasne me ama?

De pronto pensó en las cosas que había hecho, en los obsequios que le había dado. ¿Era ése el motivo?

—¿Qué significaban las preguntas? ¿Qué importancia tenía si la amaba o no?

Se abrigó con un grueso chal y fue hasta las rocas con Bethne. En Costa Norte no se veía nada, no se oía nada con excepción del viento y los sonidos del Río. Al anochecer regresaron caminando por el arrecife, iluminadas por la luz rojiza de Potipur que proyectaba sombras negras entre las rocas. En un claro al pie de la colina, había dos Treeci bailando, un macho y una hembra.

—Hermoso —susurró Pamra—. Mire, Bethne. Mire qué hermoso.

El macho cantaba de un modo melancólico en la penumbra; la hembra le respondía. Las dos voces formaban el dueto más dulce que jamás se hubiese escuchado.

—¿Qué están diciendo?

Pamra se detuvo y se esforzó por escuchar, hasta que Bethne tiró de ella para que continuase.

—Vamos. No está bien visto quedarse escuchando. Lo que canta es «Háblame de mis niños…». Es una canción que cantan los machos jóvenes. Ella le habla de sus hijos, de lo fuertes y bellos que serán.

—Háblame de mis niños —murmuró Pamra.

Qué sentimental. No era el estilo de Neff; él siempre le pedía que hablara, pero sobre cien cuestiones diferentes.

• • • • •

—Háblame de Costa Sur.

—Neff, nadie sabe nada sobre Costa Sur. Tal vez alguien haya ido allí alguna vez, pero nadie lo sabe. Thrasne dice que el Río Mundo tiene tres mil ochocientos kilómetros de ancho, y nadie ha llegado más lejos de Isla Strinder. Todas las dimensiones se encuentran en el antiguo mapa de los poblados. Eso me sorprende, pero es cierto.

—¿Hay Treeci allí?

—Por lo que yo sé, tal vez los haya.

—Podría llegar en un barco. Con una vela.

—¿Por qué ibas a querer hacer eso?

—Sólo lo pensé, nada más.

Se levantó, moviéndose con nerviosismo, y la cogió de las manos para que bailase con él. Eso era algo nuevo. Nunca habían danzado juntos. Cuando quedaron exhaustos, se tendieron uno junto al otro sobre el musgo y Pamra acarició las plumas de su pecho mientras él permanecía muy quieto y adormecido.

—Tú eres mi hermana, ¿verdad? —dijo Neff—. Está bien que me encuentre aquí. Realmente eres mi hermana.

—Por supuesto —contestó ella con voz ahogada—. Por supuesto que lo soy.

Al día siguiente, Pamra y Joy descubrieron que en su puesto de observación les llegaba el agua hasta los tobillos.

—La Conjunción —explicó Joy, contemplando el agua—. Las lunas hacen que el Río suba hasta aquí. Bueno, si Thrasne no viene a por ti en los próximos días, no lo hará hasta que baje la marea. En el lado oeste no hay ningún lugar donde amarrar. No se arriesgará a intentarlo.

Pamra trató de sentirse decepcionada, pero no lo logró. No estaba preocupada ni molesta. Eso significaba que tendría más tiempo para estar con Neff. Más tiempo para bailar, para cantar, para tenderse juntos al anochecer, observando cómo las lunas se movían entre las estrellas. Él se había vuelto muy hermoso en los últimos días. Era a causa de su amistad, se decía Pamra. Era porque tenía a alguien con quien hablar.

—Sólo faltan unos diez días para la Conjunción —continuó Joy, entristecida por algún recuerdo, alguna conexión nostálgica que Pamra no podía seguir—. Creo que mañana iré hasta la aldea para visitar a… Werf. Dentro de unos días estará demasiado ocupada.

—Iré contigo.

—No. No, será una visita amistosa sólo entre Werf y yo, dos viejas amigas. Podrás visitarla luego, después de la Conjunción. Habrá mucho tiempo. Thrasne no llegará tan pronto.

Los tambores comenzaron a sonar por la noche, latiendo como corazones, como golpes, como el pulso en las heridas, dolorosos y cercanos. Joy se acercó a la ventana para escucharlos, con los ojos llenos de lágrimas.

—Recuerdos —comentó avergonzada, mientras se enjugaba las lágrimas—. Son tantos recuerdos…

De su infancia, pensó Pamra. De su juventud, de sus hijos. Era triste ser vieja y estar casi sola; era triste pensar en los hijos ajenos como propios porque uno no tenía a los suyos.

Los tambores continuaban. Pamra colocó a Lila en un chal y se dispuso a visitarlos.

—No —la detuvo Joy—. No serías bien venida.

—Sólo pensaba observar la danza.

Joy guardó silencio.

—Es un momento religioso para ellos —intervino Bethne—. Un momento de despedida.

—¿El año viejo? —preguntó Pamra, mientras se quitaba el chal de mala gana, recordando las celebraciones de su niñez, cuando despedían el año viejo y recibían el nuevo.

—Algo así —admitió Bethne.

Neff llegaba más temprano cada día. Estaba más delgado, reducido a puros músculos y huesos, ligero como las cañas al viento.

—Es por tanto bailar —le explicó—. No he tenido hambre.

Ella lo puso a prueba llevándole pasteles y té en una botella. El bebió al té con ansia, pero sintió náuseas ante los pasteles.

—Demasiado baile.

Preocupada, Pamra lo estrechó entre sus brazos mientras dormía. Y, sin embargo, no se le veía enfermo, sino muy vital, con el borde del pico de un color rojo brillante, al igual que las plumas del cuello y del pecho. Nunca antes le había formulado tantas preguntas ni tuvo tantas cosas que decirle. Parecía desear tanto estar con ella que le producía una gran angustia dejarlo para regresar a casa.

—Debemos tener un festival —exclamó Joy—. ¡Debemos tener nuestra propia celebración! Hace veinte años que no preparo una cena de festival. Con Pamra y Lila aquí, ¡debemos hacerlo! ¡Con vino! ¡Abriremos la gran habitación principal, como antes!

Pamra se encontró arrastrada, corriendo de un lado a otro para ocuparse de todas las cosas imaginables, ayudando con largas y complicadas recetas. Había algo frenético en la forma en que Joy encaraba la tarea, como si hubiese necesitado desesperadamente recordar u olvidar. O tal vez sólo se trataba de preparar una fiesta para Lila. Después de todo, los festivales eran para los niños. El Árbol de los Dulces. Eso era para los niños.

En la tarde de la Conjunción, Pamra fue hasta las rocas en busca de Neff, pero no lo vio por ninguna parte. Bueno, se dijo, no vendría, no hasta después de la Conjunción. Con el agua a esa altura, era seguro que Thrasne tampoco le enviaría ninguna señal. De todos modos, volvió a escalar las rocas una vez más.

Había flores sobre las piedras. Pamra continuó hasta el sitio cubierto de musgo, mientras contenía el aliento, y lo vio allí, moviéndose en pequeños círculos como una nube impulsada por el viento.

—Pam-ra —cantó Neff con una voz muy diferente a la suya. Sus ojos se veían tan brillantes que a ella le pareció que podía estar drogado—. Pamra, háblame del Río. —No esperó a que le respondiese nada, no le permitió sentarse—. Háblame de las Torres. Háblame de la pesca. —Quería saberlo todo, no podía sentarse en silencio para escuchar nada—. Debo regresar.

—Vuelve mañana, Neff. Te esperaré mañana.

—Vuelve mañana —exclamó él—. Oh, Pamra, háblame de mis niños…

Ella abrió la boca, pasmada, pero Neff no aguardó a que le respondiese. Huyó dejando atrás su aroma, una rica fragancia que la hizo respirar como si hubiese estado corriendo. Cuando regresó a la casa, tenía los pantalones húmedos entre las piernas. Después de lavarse en la fuente, colgó sus ropas y permaneció secándose con el viento. Sus pezones estaban duros como pequeñas piedras. Nunca los había sentido de ese modo, tan doloridos. Posó las manos sobre ellos tratando de suavizarlos, pero fue peor. Con el viento invernal, debía haber tenido frío; sin embargo se sentía acalorada, ardiente, con deseos de bailar. Eran los tambores, estaba segura, el excitante golpear de los tambores que, al igual que su propio corazón, se habían vuelto locos.

Los ancianos tuvieron su cena de festival, esparcieron las semillas del Árbol de los Dulces sobre la cuna de Lila, entonaron canciones de festival con trémulas voces envejecidas, inseguros de la letra. Había vino, más del que era saludable para cualquiera de ellos, pensó Pamra vaciando su copa repetidamente por la ventana, sólo para que le fuese llenada nuevamente por una solícita Joy. Y, después, todo terminó. Los ancianos estaban tan agotados que sólo pudieron dejarse caer en sus camas.

—Te dormirás, ¿verdad? —preguntó Joy, cabeceando con fatiga, medio borracha—. Te dormirás.

Pamra bostezó. Por supuesto. Aun sin el vino, dormiría.

En medio de la oscuridad se despertó y se sentó en la cama, oyendo cómo Lila se movía a su lado. Ella también había escuchado el sonido. Pamra supo de inmediato lo que era. La voz de Neff llamándola en la noche, con su sonido de campana, insistente, resonando con una vitalidad inexpresable.

—Ven. Ven. Te estoy esperando.

Más lejos se oían otros sonidos, otras llamadas semejantes. Ven, ven. Ella sólo escuchaba la de Neff, y no prestó ninguna atención a las demás.

Se echó una capa sobre el camisón, se calzó las sandalias y salió en medio de la noche. En la cima del cielo, las tres lunas proyectaban sombras difusas debajo de cada árbol.

—Ven —la llamó él—. Ven.

La voz provenía de los bosques, de las praderas en las profundidades de los bosques. Ella comenzó a correr, preguntándose qué cosa maravillosa habría descubierto para llamarla de ese modo, con la respiración agitada y la piel ardiente. Nunca antes corrió de ese modo, tan lejos y sin cansarse ni realizar esfuerzo alguno.

Los troncos de los árboles pasaban a su lado, oscuros y luminosos, iluminados por la luna y en sombras. Sus pies corrían, chapoteando sobre los arroyos y pisando el pasto donde crecían las pálidas flores invernales.

—Ven.

Una colina de musgo aterciopelado.

—Ven.

A su izquierda oyó la llamada de otra voz, y una figura corrió hacia allí a través del valle, con las alas extendidas como para volar, mientras sus pies apenas si parecían moverse sobre el pasto. Dos se reunieron; dos danzaron. La noche estaba llena de ángeles. De Treeci.

—¡Ven!

Neff bailaba sobre la colina, plateado y negro bajo la luz de las lunas, con la cabeza echada hacia atrás, cantando con su voz de campana, una voz llena de felicidad.

—¡Ven!

Pamra corrió hacia él, un poco jadeante ahora, preguntándose qué maravilloso festival era aquél, qué ocasión hacía que los Treeci saliesen por la noche; y fue entonces cuando recordó que era la Conjunción. Por supuesto. Una segunda celebración.

Él se volvió y la vio venir, con los ojos abiertos de par en par en su círculo de plumas, más abiertos aún al comprender quién estaba subiendo la colina.

—No —gritó con un sonido angustiado—. No. No.

¿Qué quería decir? Pamra vaciló, confundida ante su rechazo, y se detuvo cuando él la amenazó con las alas extendidas. Podía verlo con claridad. Las plumas de su abdomen estaban separadas y descubrían un órgano palpitante y erecto sobre la piel desnuda, negro en la noche, rezumando plata.

—No —le suplicó Neff.

Pamra se acercó a él, sintiendo una humedad resbaladiza entre las piernas.

—Neff. Soy Pamra, Neff.

Con un grito desgarrador, él la sujetó y unió su cuerpo al de ella una, dos, tres veces, y se apartó un instante sólo para volver a ella una vez más. Luego, se alejó colina abajo rápidamente. Ya no lo llamaba, ahora sólo lloraba, más como un niño que como un adulto. Pamra lo miró con estupor. En la parte delantera de su capa había un copioso chorro de un líquido pegajoso. Con las mejillas ruborizadas, fue comprendiendo lentamente lo ocurrido, lo que no había visto por estar demasiado preocupada con sus propios sentimientos.

—Apareamiento —susurró horrorizada—. Es su época de apareamiento. Oh, por Potipur, lo he avergonzado a él y me he avergonzado a mí misma.

De pronto las lágrimas ardieron más que su piel y se sintió invadida por un frío repentino.

Regresó a la casa, que se encontraba más lejos de lo que hubiese imaginado. Mientras caminaba pensó en distintas formas de disculparse, en cómo lo diría, en cómo enmendaría la situación. Su capa olía al fluido de Neff, un olor más salvaje que el del mismo bosque. Tendría que lavarla. Sin embargo, cuando llegó a casa, no pudo hacer otra cosa que caer en la cama y dejó la capa junto a la puerta, allí donde la había arrojado.

La despertó Joy que la sacudía, la sacudía y le gritaba.

—¿Qué has hecho, maldita seas? ¿Qué has hecho?

Pamra se sentó confundida y se apretó la manta contra los senos como para protegerse de un ataque.

—¿A qué… a qué te refieres?

—¿Saliste? ¿Anoche saliste? No puede ser. No después de todo el vino que te di. No es posible. No. No puedes haberle hecho esto. Él era mi hijo, como mi propio hijo.

—Me desperté. —Pamra trató de explicarse, aunque aún estaba medio dormida—. No debí haber ido, pero no le hice daño. Lo siento. ¿Cómo diablos lo averiguó, de todos modos?

—Lo olí. Lo olí. En tu capa. Ese olor. Oh, niña estúpida, necia y egoísta.

Estaba llorando demasiado para hablar y, de pronto, abandonó la habitación. Pamra permaneció mirando la puerta estúpidamente. En la cuna, a su lado, Lila emitió un sonido de dolor, de profunda tristeza. Pamra se apretó las manos contra los oídos. No quería escucharla.

Fue Bethne quien entró en la habitación alrededor del mediodía.

—Joy quiere que recojas tus cosas. Hay comida en la carreta. Stodder te ayudará a llevarla por la costa hasta el lado oeste. Joy no quiere que continúes aquí. Se lo pones demasiado difícil.

—Bethne, le dije que lo lamentaba. No quise entrometerme. ¿Dónde está Joy? ¿Por qué no me lo ha dicho ella misma?

Ir a la siguiente página

Report Page