Despertar

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Libro Primero » Capítulo 14

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Los Indagadores vivían en un edificio que constaba de comedor, patio y dormitorios, algunos sobre el suelo y otros subterráneos para ocuparlos en invierno. Todo era gris, lleno de astillas y muy viejo. Lo tenían ordenado, pero no podían mantenerlo limpio. El polvo era demasiado antiguo, estaba demasiado metido en las grietas. Cuando Ilze recibió una escoba para barrerlo, supo que sólo podría quitar la capa superior de algo que llevaba allí más tiempo del que podía imaginar. Generaciones. En las paredes, algunos de los tablones eran más nuevos que otros. Había vigas de un color más claro. Pudo ver cómo los reemplazaban, pieza por pieza a lo largo de los siglos, nunca cambiando, siempre restaurando. ¿Por qué necesitaban un sitio así tanto tiempo atrás? ¿Por qué lo necesitaban ahora?

Su Superiora estaba en el edificio, además de otra docena de personas, todos con la misma expresión aturdida y confusa que Ilze sabía que él mismo tenía. No les estaba prohibido hablar, pero nadie parecía muy dispuesto a hacerlo, como si pensaran que alguien podría estar escuchando, como si cualquier cosa que se dijese pudiera provocar más preguntas. Hasta las conjeturas parecían peligrosas. Sólo a su propia Superiora le susurraba sus dudas, de ella aguardaba las respuestas.

—No comprendo —murmuró apretando los dientes—. ¡Pensé que, si llegábamos a la Cancillería, estaríamos a salvo! No he visto seres humanos, con excepción de los guardias y de una persona con un velo en el rostro. ¿Por qué han permitido que esas malditas aves de corral me maltraten? No comprendo nada de esto. Ayúdame a entenderlo.

—Chist, chist, Ilze. Agradece que estás vivo. Yo agradezco que lo estoy. Tú no has sido el único maltratado, así que calla. Piensa. Necesitarás pensar.

—¿Pensar en qué? No he hecho otra cosa desde mi llegada, y llevo aquí una eternidad. Necesito algunas respuestas.

—Me refería a que pensases en forma estratégica. Escúchame. Vinimos aquí, a la Cancillería. Pedimos ver al Protector y, en lugar de ello, nos envían al Acusatorio y, poco después, nos interrogan los Servidores de Abricor. Pero había Acusadores humanos que observaban, Ilze. Detrás del velo, puedes estar seguro de que había un Acusador humano. —Su boca adoptó un gesto amargo al pronunciar esas palabras, como si hubiese necesitado escupir—. Y los Servidores de Abricor no nos han llevado consigo. Seguimos aquí; permanecemos aquí, Ilze, y estamos vivos.

Él se vio forzado a considerar las implicaciones de esto.

—¿Usted cree… cree que fue alguna clase de acuerdo?

—Todo el tiempo estoy atenta a algún indicio de conspiración, de ignorancia o de problemas. ¿Qué palabras se dijeron aquí? Puedo imaginar lo que contó el Parlante, el que fue a buscarnos, el que obligaste a traernos aquí. Pediría que nos ataran y nos entregaran a él. Y Lees Obol, el Protector del Hombre, debió de responderle; no, no, ustedes son mis amigos y tenemos un pacto, pero ellos son humanos y a los humanos no se los envía a las Talon, los humanos deben ser examinados aquí, por nosotros. Entonces, los Parlantes se pondrían furiosos. ¿Qué pueden haber respondido?

Ilze pensó en esto con el ceño fruncido, aunque sabía muy bien lo que habrían respondido los Parlantes.

—Seguramente han dicho que no confían en los humanos, que debían interrogarnos porque no confían en los humanos. Tal vez no sea eso lo que han dicho, pero es lo que se proponían.

—Eso mismo pensé yo. Una cierta falta de confianza. Por tanto, el Protector, por alguna razón, que averiguaré si Potipur me concede tiempo, ha permitido que nos interroguen los Parlantes. Pero no que nos lleven consigo ni que nos causen grandes daños. Ni siquiera me quedarán las cicatrices.

Ilze, que creía tener cicatrices que nunca lo abandonarían, no respondió nada a esto.

—¿Y ahora?

—Y ahora otra cosa. Otra parte del juego. Estos voladores están muy preocupados por los Hombres del Río. Me preguntaron muchas veces por los Hombres del Río, y supongo que también te habrán preguntado a ti. Siempre sobre lo mismo.

«Y sobre eso no sabemos nada —le instó en silencio—. Nada en absoluto. Ninguno de los dos.»

—Es cierto. ¡Pero yo no sé nada sobre los Hombres del Río! ¡No soy uno de ellos!

—Pero tienen que averiguarlo, Ilze. Si no pueden encontrar a alguien que lo sepa, deben interrogar a quienes no saben. Han de averiguarlo.

Ilze ignoró tal falta de lógica y siguió tratando de comprender.

—No sabía que los Servidores pudieran hablar. No sabía que tuvieran… una sociedad propia.

La Superiora adoptó un tono muy digno, casi formal.

—Así como existen secretos que los graduados no comparten con los jóvenes o los novicios, hay también secretos que los Superiores no comparten con los graduados. Hubieses sabido lo de los Parlantes a su debido tiempo, al ganarte un ascenso, como seguramente habrías hecho.

Pero añadió para sí: «Seguro que hubiese ocurrido. Y pobre de la Torre que estuviera dirigida por él.»

—¿Estos otros, los Parlantes…?

—No hay muchos de ellos. Provienen de la casta de los voladores, de los Servidores de Abricor. Según me han dicho, no parecen seguir una línea de descendencia particular. Pocas veces son empollados, uno de cada mil. Es lo que nuestros sabios llaman una característica ligada al sexo. Todos los Parlantes son machos. Cuando los voladores corrientes se aparean, mueren. A los Parlantes se los identifica de jóvenes; les preparan una dieta especial para impedir tanto el apareamiento como la muerte.

—¿Una dieta especial? —Ilze lo pensó unos momentos antes de contestar—: Cuando hemos terminado con los obreros, los arrojamos al foso de los huesos y allí los devoran los Servidores de Abricor. Todos sabemos eso. A nadie le importa. ¿Qué comen los Parlantes?

—Nuestra carne es venenosa para los voladores, Ilze. Con el tiempo hubieses estudiado nuestra historia, cómo al llegar a este mundo nos encontramos con que los Servidores ya estaban aquí; cómo su población creció en forma monstruosa hasta que no hubo alimentos suficientes para ellos, hasta que las manadas de

thrassil y de

weehar desaparecieron. Luego, comenzaron a cazar personas, pero descubrieron que éramos veneno para ellos. Hubieses leído sobre Thoulia, uno de sus Parlantes. Thoulia el Maravilloso. Fue él quien les enseñó a suavizar nuestra carne con las Lágrimas de Viranel, y fue entonces cuando se iniciaron las guerras entre nuestras dos especies. Los matamos a cientos, Ilze, y ellos a nosotros, hasta que quedaron unos pocos voladores y no muchos más humanos. Finalmente, se redactó el pacto que les permitía llevarse a nuestros muertos. Nuestros muertos son su alimento; ¿comprendes por qué temen tanto a los Hombres del Río?

No lo comprendía. No podía verlo a causa de su ira. No notó que ella no había respondido a su pregunta.

La Superiora continuó con voz tranquila, empeñada en que escuchase y comprendiese:

—Si el culto de los Hombres del Río prevaleciese, los voladores morirían. Todos los Parlantes. Todos los Servidores. Sucumbirían por hambre. No les quedaría nada que comer.

En forma gradual, Ilze fue comprendiendo las implicaciones de esto. Eran tan enormes que no podía enfrentarlas. Toda la filosofía, toda la teología, todos sus estudios… Oh, uno sabía que algunas cosas eran simples eufemismos pero, de todos modos, básicamente, uno creía. Cada graduado sabía que, con excepción de los mismos Despertantes, todos acababan en los fosos de obreros. Y, a pesar de saber esto, uno creía. Uno comprendía que la mitología era necesaria para que la gente común permaneciese tranquila, pero eso no invalidaba la verdad esencial. Los Despertantes Graduados conocían esa verdad, se los aceptaba como los escogidos de Potipur. A la gente común había que conducirla, adoctrinarla, utilizarla y, luego, purificarla a través de aquella agonía final. No eran los Sagrados Clasificadores quienes colocaban a los muertos virtuosos en los brazos de Potipur, sino los Servidores de Abricor los que llevaban sus almas hasta El. La gente común no podía esperar una resurrección de la carne, pero sí del espíritu. Sin embargo, para los Despertantes existía la verdadera inmortalidad. Y eran los Servidores de Abricor los que llevaban los cuerpos de los Despertantes muertos hacia…

El pensamiento se detuvo, destruido por lo que ella acababa de decir. Evidentemente, esto no era cierto.

—¿Qué ocurre con nosotros, los Despertantes? —le preguntó, clavando los dedos en su brazo—. Si los Servidores no llevan nuestro cuerpo directamente hacia Potipur, ¿qué es lo que nos ocurre?

Se odiaba a sí mismo por formular la pregunta, seguro de que ella se reía de él así como él se había reído de Pamra.

—Si no somos listos y nuestros colegas nos detestan lo suficiente como para vengarse, vamos a los fosos junto con la gente común —respondió ella con desdén, ignorando la fuerza de su mano—. Con el cabello vuelto a trenzar para que parezcamos mercaderes o carpinteros. De esta forma, se mantiene vigente el mito y nunca se ve ningún cadáver de Despertante en un foso de obreros. Si somos listos o nos aprecian un poco, nos queman en uno de los crematorios de la orden. Hay uno aquí mismo, en Highstone Lees. Y, si somos muy listos, si hacemos bien nuestro trabajo sin causar problemas a la Cancillería o a los Parlantes, recibimos la Sagrada Retribución. Nos proporcionan el elixir, tal como está estipulado en el pacto. En ese caso, vivimos mucho, mucho tiempo. Cientos y cientos de años. Por tanto, sé listo, Ilze. Déjame marchar.

La dejó, la dejó por completo. Se alejó de ella y no volvió a tratar de hablarle. Había visto una expresión entre divertida y furiosa en su rostro. No se diferenciaba mucho de lo que tantas veces sintió ante las actitudes de Pamra. La Señora Kesseret lo consideraba gracioso. Porque había creído. Ilze ardió de vergüenza y humillación. ¡Porque había creído!

• • • • •

Al llegar el día, se presentó ante los Indagadores, una especie de corte con varios humanos sentados en altas sillas para escuchar lo que él dijera. Según le comunicaron, eran miembros de la Corte de Apelaciones de las Torres. Jueces, pensó. Su Superiora, la Señora Kesseret, se encontraba allí. Su aspecto no era muy distinto al habitual, pero Ilze sabía que él mismo se veía asqueroso. Lastimado y despeinado. No le permitieron trenzarse el cabello, y éste caía sobre su rostro como sogas enredadas. Los Parlantes estaban allí, tanto algunos de los que lo habían interrogado antes como otros que nunca había visto. Viejos. Con las plumas plateadas.

Fue uno de éstos quien presentó la acusación.

—Ilze, graduado de la Torre de Baris, se le acusa de herejía; de conspiración para ayudar a los Hombres del Río; de albergar a una espía dentro de la Torre. Se le acusa de falsas creencias. Se apartó del camino recto por la lujuria. Esencialmente, podría ser un ortodoxo.

Los humanos de la corte lo acusaban. Él no lo creyó.

No tuvo la posibilidad de responder a los cargos. Los de las plumas plateadas se limitaron a asentir con la cabeza y se volvieron hacia los humanos de las sillas altas. Sin mirar a Ilze ni a la Señora Kesseret, uno de ellos dijo con claridad:

—Permitiremos que los Elevadísimos se encuentren presentes mientras Ilze es examinado por los Indagadores.

Los Parlantes se fueron. Ilze permaneció en la habitación, solo con la Señora Kesseret. Él se encontraba en la jaula donde lo habían colocado, y ella estaba detrás de la baranda que lo separaba de los demás.

—Pobre Ilze —se lamentó ella—. Si puedes soportarlo, te permitirán expiar el crimen.

En su voz había un tono extraño que él no pudo identificar. Sólo sus palabras eran compasivas. Entonces, la Superiora se marchó sin decir nada más. En los días de dolor que siguieron, Ilze recordó esas palabras.

Lo amenazaron repetidamente con las Lágrimas de Viranel. Él los desafió.

—Pueden dármelas. Ya no me importa nada. Me da igual estar muerto.

Le hicieron cosas, cosas que en el pasado él mismo hiciera a otras personas para avergonzarlas y humillarlas. Por el contrario, Ilze no sentía ninguna vergüenza, sólo una furia callada y ardiente. Conocía demasiado bien sus propósitos, pero aprendió que su decisión y su comprensión podían debilitarse ante el dolor. Cuando lastimaban su cuerpo, éste insistía en curarse para que pudieran volver a lastimarlo. Cuando trataba de dejarse morir de hambre y privarlos así del placer que les causaba su dolor, ellos lo alimentaban por la fuerza. No le permitían matarse. Y, durante todo aquello, estuvo presente el testigo con el rostro velado. Siempre escuchaba, espiaba, guardaba silencio, con excepción del sonido de piedras molidas.

Y, sin embargo, a pesar de todo aquello, Ilze comprendió que no lo dañaban tanto como hubiesen podido. Era como si, en realidad, no quisiesen quebrantarlo. Como si estuviesen jugando con él. Esperaban.

Finalmente, exigió que le diesen las Lágrimas de Viranel, para demostrar que decía la verdad.

Esto divirtió al Parlante.

—Acusado, si los Indagadores te suministraran las Lágrimas, todo lo que les dirías sería la verdad. Y, entonces, te comeríamos. Un placer temporal que nos ayudaría a nuestra causa.

—Oh, por el amor perdido de Potipur, ¿no es la verdad lo que buscan? ¿No es para obtenerla por lo que me han hecho pasar por todo esto? ¡Para obtener la verdad!

—Oh, no, acusado. Si sólo quisiésemos la verdad, te hubiéramos suministrado las Lágrimas hace mucho tiempo.

El invierno continuó avanzando. Ilze fue trasladado a una celda subterránea. Poco a poco, a través del dolor y de la ira, comenzó a comprender lo que querían. Algo que confirmase sus sospechas. Algo que los salvase de la vergüenza ante los funcionarios de la Cancillería. Algo que justificase sus opiniones. No se trataba simplemente de lo que Ilze sabía o no, sino de algo más. No era la verdad que poseía, sino una verdad futura, algo sobre lo cual construir su propia seguridad. Lo fue comprendiendo lentamente, en medio de la agonía de cuchillos y pinzas. Lo fue comprendiendo lentamente y, a pesar de que sabía muy bien cómo manejar la sumisión, no se percató de que ellos lo habían conducido hasta allí.

—Si me dejan encontrar a Pamra —dijo al fin, creyendo que era su propia idea—, averiguaré lo que necesitan saber. Sólo déjenme encontrarla.

—Bueno —murmuró el Indagador que retorcía la pinza—, se lo merecía. Es abominable que haya correspondido de esta manera a tu preocupación por ella, que te tratara así cuando tú le mostraste tanta consideración. Esta acusación ha sido culpa suya, Ilze. De no haber sido por Pamra…

Contra la pared, el testigo velado emitió el sonido de piedras molidas.

—Déjenme encontrarla —suplicó Ilze.

• • • • •

Después de aquello hubo un tiempo de calma en el cual el dolor pasó y fue más o menos olvidado.

—Tu herejía se produjo a través de ella —le dijeron tanto los Indagadores humanos como los Parlantes que observaban—. Lamentamos tus sufrimientos, pero fue culpa suya.

Ilze sabía que aquello era absolutamente cierto, que estuvo a punto de comprometer su propio futuro. Por culpa suya. Por culpa de Pamra. Si ellos no hubiesen sido tan comprensivos, él habría sido condenado, por culpa de Pamra.

—¿Te sientes bien, Ilze? —Era la Señora Kesseret una vez más, con un aspecto algo pálido y demacrado, como si hubiese pasado muchas noches sin dormir. Llevaba puesta una túnica que él nunca antes le había visto, cubriendo sus manos y sus pies. Al moverse, hizo una mueca de dolor—. ¿Estás recuperado?

—Bastante, gracias.

Eran los comienzos de la primavera. Él se había recuperado, pero evidentemente la Señora Kesseret no.

—Los Indagadores se reunieron esta mañana. Yo estuve presente. Han decidido que no eres del todo culpable, que te engañaron. Te han ofrecido la posibilidad de expiar el crimen a través de una misión especial. Como Risueño, tengo entendido; para Gendra Mitiar, Dama Mariscal de las Torres.

—Lo sé —replicó él, furioso por su tono de voz. Sería algo más que una expiación.

—Según me han dicho, habrá una recompensa para ti cuando hayas cumplido con tu misión. Una Torre propia. Una oferta inicial de la Retribución. —Su voz no mostraba ninguna emoción ni trataba de alentarlo. Era como si ella no hubiese tenido ninguna conexión con todo aquello.

El hizo una reverencia y guardó silencio. Lo que lo impulsaba era el odio, no la ambición. Cuando palpaba sus heridas, era el odio lo que lo impulsaba.

—Son los Parlantes quienes proporcionan la Retribución, y ellos deben aprobar a los que la reciben. Esto habla en favor de tus futuras expectativas, Ilze.

Aún se sentía lleno de curiosidad.

—Vuelva a hablarme de los Parlantes. ¿Quiénes son?

—Son los líderes de aquellos que vivieron aquí antes de nuestra llegada.

—¿Qué comían antes de que viniéramos nosotros?

—Bestias, por lo que sé. Ya te lo he dicho.

—Vuelva a contármelo.

—Comían

hoovar, thrassil y

weehar, animales de sangre caliente. Se los comieron a todos. Sólo sobrevivieron unos pocos por aquí, detrás de los Dientes del Norte. El Protector tiene pequeñas manadas de

thrassil y de

weehar en las tierras de la Cancillería. Unos pocos cientos de animales. Los

hoovar se han extinguido. —La señora Kesseret se levantó y caminó por la habitación con dificultad. Ilze volvió a preguntarse qué le habrían hecho—. Cuando desaparecieron todas las bestias, no tuvieron alternativa. Debían comer seres humanos… o peces.

—¿Por qué no peces, entonces?

—Porque, según dicen, los que comen pescado pierden la capacidad de volar. De ese modo denigran la voluntad de Potipur, que los creó para que volaran. Falta algún ingrediente esencial en el pescado. Y comerlo los modifica en otros aspectos también; vuelve más inteligentes a sus hembras, por ejemplo. Las hembras voladoras son como tú las has visto, sucias y pendencieras. Según me han dicho, ellas también pueden hablar, pero casi no lo hacen. En alguna parte existe una tribu que come pescado, los Treeci. En su idioma, Treeci significa «carroña». Para los Parlantes ellos son como nuestros herejes. —La Superiora hizo una mueca de dolor y se sentó con las manos unidas—. No, ante la alternativa de ingerir pescado o morir, es probable que se alimentasen de aquél. De todos modos, prefieren comemos a nosotros. Y los Parlantes nos comen vivos, Ilze, no muertos. No hay muchos Parlantes. Con dos o tres humanos vivos por mes de cada poblado es suficiente. Ya aprenderás a hacerlo cuando seas el Superior de una Torre. Será tarea tuya «reclutar» ciudadanos para este propósito. Los Parlantes no se comen a los muertos. Y los voladores en general no lo harían si pudiesen alimentarse con otra cosa.

—¡O sea que podrían comernos a usted o a mí!

—Los Servidores no pueden hacer otra cosa —dijo ella, simplemente, como si sus palabras no hubiesen sido pertinentes—. Ellos son los Servidores de Abricor. Nosotros adoramos a Abricor. Adoramos a Potipur, y Potipur les ha prometido abundancia. —Éstas son verdades, venía a decir su voz; verdades más allá de toda duda—. ¿Crees que podrás encontrar a Pamra?

¿Era otra prueba? Ilze la miró sin verla. ¿Quién era ella en realidad? ¿Estaba de su lado o era uno de ellos? ¿Una traidora o una traicionada? ¿También la habían torturado? Ilze comprendió de pronto que, en tal caso, le habrían dicho que sus sufrimientos eran por culpa de Ilze, y ella no podría hacer otra cosa que utilizarlo lo mismo que él se proponía utilizar a Pamra. ¿Qué se proponía ahora?

—La encontraré —afirmó.

—Hazlo. Eso es bueno. Tráela de regreso a la Torre.

—Le suministraré las Lágrimas.

—No, Ilze, no lo harás. Es una orden. Si le suministras las Lágrimas, sólo podrá decirnos la verdad, y necesitamos más que eso. Los Parlantes necesitan más que eso.

Él ya lo sabía. Los Parlantes necesitaban mucho más que la verdad. Había ocasiones en que ésta no servía, en que lo único que servía era la presunta falsedad. Aún no había averiguado lo que necesitaban saber, pero lo haría. Estaba decidido a ello.

• • • • •

En medio de una resplandeciente primavera, lo depositaron a orillas del Río al oeste de Baris. Su cabeza había sido afeitada y cubierta con un extraño yelmo oscuro, pegado al cuero cabelludo. No se veían las cicatrices que le habían inflingido. Ilze giró hacia el oeste y comenzó su cacería. Pamra. Hombres del Río. Por la orilla se movían otros como él en ambas direcciones; otros con cicatrices similares. Todos los llamaban Risueños a causa de sus gritos despectivos, ja, ja, ja, ja. Hasta los Hombres del Río a quienes perseguían los llamaban así. Pero, en realidad, nunca reían.

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