Despertar

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Libro Primero » Capítulo 15

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En un atardecer, poco después de que el

Obsequio de Potipur fuera reparado, Pamra salió a la cubierta silenciosa y observó cómo Thrasne aseguraba las botavaras mientras el barco se mecía suavemente junto a un muelle en Sabin-bar. Los Melancólicos habían desembarcado, incluso Medoor Babji, que en esos días parecía reacia a abandonar el barco. El sol se encontraba muy bajo sobre el Río, y su resplandor le hacía arder los ojos. Neff estaba bajo ese resplandor, y también su madre, bañada en la refulgencia como nutrida por ella. Delia no era más que una sombra negra, oscurecida por la luz, y, por tanto, Pamra no podía distinguir a uno de otro. Todo estaba muy quieto. Algunas veces, a esa hora caía un silencio inesperado sobre la orilla, sobre las aguas mismas, haciendo que los peces cantores emitiesen un sonido que uno apenas si podía escuchar. Es lo que ocurría esa noche.

Y así fue hasta que Ilze apareció en la orilla como un monstruo, todo vestido de negro. El negro absorbió el resplandor como para vaciarlo completamente, y fluyó hacia él como el agua hacia un drenaje, arremolinándose en la oscuridad.

—¡Ilze! —susurró Pamra con suavidad. Su estómago le indicaba esta verdad más que sus ojos. Allí, en la orilla del Río, había una figura que caminaba, pero ella no alcanzó a verla con claridad. Su estómago la vio antes de que el cerebro supiese quién era. Entonces, se estremeció como un árbol talado antes de caer y corrió hacia la baranda del barco—. ¡Ilze! —repitió con una mezcla de alivio y horror—. Es un Risueño. Ha venido a por mí.

Alivio porque aún no la había visto, y horror por saber que la estaba buscando; la confirmación de todo lo que siempre había sabido. Llevaba atado un frasco a la cintura, y ella sabía lo que contenía: Lágrimas, y un poco de agua para mantenerlas frescas; así podían durar años y conservar su potencia hasta el final. Era su propio destino el que pendía sobre la cadera de Ilze, una monstruosa amenaza.

—Tiéndete —le susurró Thrasne, empujándola bajo el borde de la baranda.

Ella parecía hipnotizada por aquella figura distante y se apoyaba contra la baranda como tratando de conseguir que la viese. Thrasne la empujó hacia la pila de redes y, luego, le puso un pie encima para que no se moviese mientras él terminaba de asegurar la botavara. Vista desde la orilla, su actitud no mostraba nada extraño.

Al otro lado de la franja de agua, la figura se detuvo como si hubiese escuchado su nombre. El sonido era llevado por el Río. Tal vez ella había hablado lo bastante fuerte para que el Risueño lo oyese, ya que permaneció mirando el largo muelle junto al que se mecía suavemente el

Obsequio de Potipur. Con la mano derecha se protegía los ojos del resplandor que bañaba la embarcación. Thrasne lo observó con disimulo, memorizando ese rostro, esa figura, ese extraño yelmo que llevaba. Había visto con anterioridad yelmos semejantes. Estos cazadores no eran algo nuevo, existían al menos desde que Blint era joven. El patrón le habló de estos hombres; siempre hombres, los Risueños. Debajo del ajustado yelmo el rostro era pequeño, lleno de una crueldad inconsciente, una violencia apenas contenida; un rostro cruel en reposo, capaz de encenderse en todo su peligro cuando lo considerase oportuno. Thrasne se miró las manos que sujetaban las cuerdas, pensando en los hombres que había conocido con rostros semejantes. Muchas veces morían en forma violenta. En cierta ocasión, habían sido sus propias manos las que clavaran el cuchillo. Algunas veces los cuchillos los empuñaban mujeres. Los hombres como ellos siempre eran temidos. Y odiados. De no haber sido Risueños, hubiesen sido odiados de todos modos.

Cuando volvió a alzar la vista, el Risueño ya no estaba. Tal vez se hubiese marchado hacia el poblado.

—Ya puedes levantarte —le dijo a Pamra—. El cazador se ha ido.

—Era Ilze. Ha venido a por mí.

Thrasne decidió aceptar esto con calma. Sería inútil que se mintiesen entre ellos.

—Pamra, tú sabías que alguien vendría a por ti. Ha llegado el momento de hablar sobre eso, de hacer planes, de decidir qué vamos a hacer para evitarlos.

El silencio se extendió entre ambos. Por un momento, Thrasne pensó que le respondería, pues lo miraba como si realmente lo viera. Ilze le había hecho tomar conciencia de lo que la rodeaba. Thrasne aguardó sin respirar, con la esperanza de que hablase.

Pero Pamra volvió a girar hacia el resplandor del sol. De allí venía una voz; la voz de Neff, hablándole sólo a sus oídos, suave tomo fueron las plumas de su pecho:

«Es cruel, Pamra. Es muy cruel levantar a los muertos. Habría que dejarlos descansar en paz.»

«Recuerda. Recuerda», le dijo su madre, también en silencio.

Y de la forma oscura que era Delia se escuchó un suspiro.

—Cruel —repitió Pamra—. ¡Cruel!

Un pájaro de fuego silbó como en respuesta a esto.

—Sí —secundó Thrasne, pensando que se refería al hombre que acababa de ver—. Es muy cruel. Pero haremos algo al respecto.

—Hay que detenerlo.

Él asintió con la cabeza. Ya había decidido detener a llze por su cuenta, de la única forma posible; pero Pamra interpretó su asentimiento más allá de lo que él pensaba. Sus ojos volvieron a nublarse de misterio, y su espíritu desapareció por algún camino que Thrasne no podía seguir.

—Debemos ver al Protector del Hombre. Él debe saberlo. Hay que decirle que lo detenga.

El rostro de Pamra estaba muy tranquilo. Detrás de ella, bajo la luz dorada, la voz de Neff pareció susurrar su asentimiento.

Y la voz de su madre: «¡Recuerda!»

Y, por primera y única vez, la voz de Delia murmuró en el resplandeciente silencio: «Es mejor cuando toda la gente sabe, Pamra. Es mejor no estar a solas.»

Pamra giró hacia Thrasne con una sonrisa. Él nunca la había visto de ese modo, aunque los novicios de la Torre de Baris hubiesen reconocido su rostro radiante, sus ojos con un brillo interior producido por el éxtasis. Pamra extendió los brazos como para abarcar al mundo.

—Iremos, sí —manifestó—. Pero debemos llevar a la gente con nosotros. Todos debemos ir a ver al Protector del Hombre.

Y Thrasne, perdido en sus ojos que ya no mostraban aquellas sombras oscuras, la observó aterrorizado mientras ella escapaba por un largo corredor hacia una luz rutilante que él no veía, y adonde no se atrevería a ir.

Desde la orilla Medoor Babji los vio allí, vio sus rostros, creyó ver un reflejo de alas agitándose junto a Pamra. Entonces, se protegió los ojos con las manos y volvió a mirar para ver solamente el reflejo del sol y dos personas recortadas contra él.

Pronto los Melancólicos abandonarían el

Obsequio de Potipur y comenzarían el viaje a las estepas. Resultaba inquietante viajar a bordo del barco, inquietante y extraño. Ahora se alegraba de que faltase poco para la partida. No podía soportar esa expresión en el rostro de Thrasne.

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