Despertar

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Libro Primero » Capítulo 16

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La Señora Kesseret, Superiora de la Torre de Baris, exprisionera del Acusatorio de Highland Lees y ahora convaleciente de sus heridas, se apoyó en la ventana del ala de la biblioteca y contempló la noche de principios del verano. Debajo de la ventana, sobre un largo reborde, había un nido de pájaro de fuego, un cesto prolijamente tejido en paja y fibra de pamet silvestre, que contenía tres esféricos huevos dorados. A un costado había un poco más de fibra de pamet, apisonada por varias piedras pequeñas. En un destello de oro y naranja, el pájaro de fuego llegó volando, se posó en el reborde y se movió con inquietud entre la pila y el nido, batiendo las alas como si no supiese si quedarse o partir.

La ventana estaba en la habitación de la Superiora, suya, al menos, sobre la base de sus derechos como huésped. Ocupaba esa alcoba desde que el sol perezoso desplazó el invierno de Highland Lees, permitiéndoles salir de sus cavernas. Por más acogedoras que hubiesen sido las cavernas, ella prefería esa habitación con ventana al exterior. A través de la puerta abierta, podía escuchar a Martien, el arpista de Tharius Don, que pulsaba sus martillos sobre las cuerdas. Detrás de ella, sobre la estufa de porcelana, una tetera cantaba una antífona para sí misma. La mujer estaba abrigada, bien envuelta en una gruesa túnica y en los brazos de Tharius Don, olvidando su dolor por el momento.

—Tú me confortas —dijo soñolienta—. Me pregunto por qué.

—Porque recordamos cuando realmente nos confortábamos el uno al otro, cuando era más que esto.

Por un momento, hubo algo intemperante y viril en su voz, tomo si en aquel instante su pasión hubiese sido algo más que un recuerdo. Los brazos de Tharius la ciñeron con fuerza. Aún eran capaces de despertar los recuerdos, y su mente se deleitó unos momentos con las viejas imágenes mientras su cuerpo permanecía a un costado, como una prenda desechada.

—No es justo —se quejó ella—. ¿Por qué aún podemos sentir tan bien el dolor cuando todos los otros sentimientos han desaparecido?

—Todos los otros sentimientos no han desaparecido —corrigió él con paciencia, consciente de que ella lo sabía, que sólo necesitaba escuchárselo decir—, sólo el deseo. Y el deseo ha desaparecido porque la Retribución es un obsequio de los Parlantes. —No tenía que explicarle aquello, ambos lo comprendían. Los Parlantes morían si se apareaban; por consiguiente, no lo hacían ni encontraban ningún valor en ello. No sentían deseo. No tenían ninguna experiencia de pasión. Aunque la percibían de un modo intelectual, sus cuerpos la rechazaban, y el elixir hacía que su propia sangre también la rechazase—. Podríamos habernos negado al elixir, Kessie.

Negarse. Ella pensó en aquella posibilidad, en haber envejecido junto a Tharius Don. En Baris había viejos amantes a quienes había observado a lo largo de los años. Los había visto pasar la edad de la pasión, caminando de la mano por las calles del mercado. Los imaginaba acurrucados uno junto al otro en la cama, quejándose uno a otro como viejas gallinas, desmenuzando los sucesos del día para que cada uno de ellos tuviese un sentido y una utilidad: «Vaya, vaya —debían decir—. ¿Lo has visto? ¿En qué se ha convertido el mundo?»

¿Cómo era la vejez para ellos? ¿Recordarían los amores y las pasiones de la juventud? Tal vez no muy diferente a la de ella, salvo por el hecho de que su ocaso era breve, y los recuerdos lo bastante fuertes para durar ese corto lapso entre la vejez y el final. Su sabor y fragancia no debían de verse disminuidos con los años y, al fin, llegaba la muerte mientras el perfume permanecía allí, impregnando de juventud sus viejas vidas. Respiraban los aromas de la niñez, una mezcolanza de sus años verdes.

Pero, para Kesseret, para Tharius, ¿qué era lo que quedaba?

—Polvo —gimió—. Todo nuestro amor no es más que polvo.

—No mientras te esté abrazando —rechazó él, con ansiedad—. No mientras sufra por tu dolor.

El recuerdo del dolor la llenó de furia por unos momentos.

—Dolor e ira —protestó—. Son las dos cosas que conservamos.

—Y curiosidad. Y risas. Y determinación. Ya lo ves, no todo está perdido.

—Algunas veces me parece que sí —replicó ella, recordando las pinzas en sus dedos, las cuñas introducidas bajo las uñas de sus pies—. Por los dioses, Tharius, algunas veces me lo parece.

El ocultó el rostro en su cabello, para que no lo viese llorar mientras pensaba: «La compasión. No hemos perdido la compasión. Y es por eso por lo que continuamos conspirando, siempre conspirando. Oh, dioses, ¿cuándo llegará el día en que las conspiraciones sean lo suficientemente fuertes para convertirse en acción?»

La mujer se movió entre sus brazos, como si hubiese comprendido su pena.

—No deberías estar aquí.

—¿Por Martien? Él no le dirá una palabra a nadie.

—No, no por tu músico amigo, amor. Porque no deberías estar aquí. No deberías mostrar ningún interés por mí. Alguien podría estar vigilando el corredor que conduce a estas habitaciones para ver si vienes y te vas, o si vienes y te quedas.

—Estás pensando en los términos de los poblados, Kessie. Aquí en la Cancillería ya no tenemos el hábito de pensar en esos términos de inmoralidades sexuales. Estamos más allá del escándalo.

Ella ocultó el rostro en su hombro, empalideciendo con sus palabras.

—Lo sé. Fue estúpido por mi parte.

—Sí, mi querida, fue estúpido.

—¿Nunca… nunca lo lamentas?

—¿Haber sobrevivido a mis pasiones? Sí. ¿Tener tiempo para hacer lo que tratamos de hacer? No.

Ella se estremeció. Le asustaba mucho lo que trataban de hacer. En el pasado, la causa le había parecido la única forma honrada de vivir, y no le producía dolor; ahora, le producía más del que estaba dispuesta a soportar.

—De todos modos, amor, podrían sentirse intrigados por tu interés en mí. ¿Qué soy, después de todo? La Superiora de una Torre. Hay miles de nosotros.

—He dejado muy claro mi interés —aseguró Tharius, apretándola con más fuerza—. Antes de que comenzara el interrogatorio dije que era un tratamiento vergonzoso para un miembro leal al servicio. Lo he dicho ya varias veces y lo he reafirmado al exigir que reconocieran tu coraje y te proporcionaran las atenciones y cuidados que necesitaras para volver a tus deberes.

—Lo cual podía haber sido ayer, o la semana pasada.

—No es cierto, Kessie. Llegaste aquí por el camino directo, por el aire. El viaje de regreso no será tan sencillo.

—¡Sencillo! ¡Por el verdadero Dios, Tharius, espero que no creas que ha sido sencillo!

—Has logrado sobrevivir —insistió él mientras la acariciaba—. Eso es lo importante. Has sobrevivido.

—He sobrevivido porque arrastré conmigo al Despertante más ambicioso y egoísta de mi Torre. Lo hice parte de mi problema y uní así su futuro al mío. Debí haberme deshecho de él hace mucho. No lo hice, lo conservé por si algún día llegaba a necesitarlo. Como estratagema funcionó, pero no me siento orgullosa de ello, Tharius. —Volvió a temblar y las lágrimas se agolparon en sus ojos. Parpadeó para contenerlas. No quería que él la viese tan debilitada—. Ahora anda suelto por ahí fuera, como un Risueño, y yo me encuentro entre quienes lo enviaron.

—Has sobrevivido. Eso es todo lo que importa.

Ella había comenzado a sentir el dolor otra vez, pero era demasiado pronto para beber las aguas de suspensión que Tharius le había conseguido.

—Cuéntame —susurró tratando de pensar en otra cosa para no sentir el dolor—, ¿hasta dónde hemos llegado?

Él miró a su alrededor para asegurarse de que nadie los observaba, un movimiento que se había hecho habitual después de cien años de conversaciones conspiradoras.

—La causa tiene miembros en más de cinco mil Torres —susurró finalmente, como una letanía bien ensayada—. La quinta parte de todas las que existen. Más de la mitad incluyen a los Superiores de esas Torres. Contamos con grupos muy fuertes en el noventa por ciento de los Poblados. Más de la mitad de las rutas principales son nuestras, al menos en ciertos tramos. Ahora, cada uno o dos días se me informa de todo lo que ocurre en cualquier punto de Costa Norte.

Ella se concentró, recordando conversaciones mantenidas largo tiempo atrás.

—Entonces, la causa se encuentra donde planeamos que estaría. Por algún motivo pensé que estaba retrasada.

—No. No se ha retrasado. Ya habíamos previsto las sospechas de Mitiar y de Bossit. Lo único que no anticipamos fue esta intempestiva sospecha por parte de los voladores. Debemos encontrar algo que los distraiga, que los aleje de la cuestión. Por el momento, están demasiado atentos a lo que ocurre en la Cancillería.

—¿Qué estás planeando?

—He enviado a un actor amigo a las tiendas de los Noor, a visitar a la Reina Fibji.

—Oh, Tharius, ¿es que esos pobres diablos no han sufrido lo suficiente? —Por unos momentos, olvidó su propio dolor al pensar en el que sentía por los Noor, víctimas constantes de los Jondaritas—. ¿No podemos dejarlos fuera de esto?

Él sacudió la cabeza con tristeza.

—No les traerá nada peor que el sufrimiento que ya soportan, Kessie. He enviado a alguien para que les hable de Costa Sur, eso es todo. No les dirá nada que no se encuentre en la biblioteca del lugar. Hay grandes probabilidades de que Costa Sur realmente exista tal como se la he descrito a la Reina Fibji. Y si yo la conozco, enviará una expedición en el término de un año. El general Jondrigar tratará de detenerlos, por supuesto, si llega a enterarse de ello. No dejará ir a todos esos posibles esclavos, disfruta demasiado con sus expediciones entre los Noor para permitirlos escapar. Debemos asegurarnos de que no lo sepa. Los voladores quedarán muy confundidos si se enteran, así que hemos de asegurarnos de que lo hagan.

—Y eso alejará sus miradas de nosotros. ¿Cuándo crees que ocurrirá, Tharius? ¿Pronto?

—Creo que sí, si no ocurre nada que trastoque nuestros planes. Si ningún otro joven Despertante escapa con todo un foso de obreros. Si ningún Hombre del Río ansioso inicia la sublevación antes de tiempo. Si no hay ningún otro levantamiento religioso de alguna clase.

Reflexionó sobre esto mientras Kessie se movía con inquietud entre sus brazos. Había muchas cosas a las cuales seguirles el rastro, mucho que controlar.

Muchos años atrás hubo dos facciones dentro del movimiento. Una quería la guerra inmediata y la otra, una esperanza de paz. La facción guerrera conspiraba para matar a los voladores, a todos ellos. Sus planes eran buscar un momento en que los Parlantes estuvieran fuera de las Talon y, simplemente, asesinarlos.

Tharius era líder del bando pacífico. Recordaba los discursos apasionados que hizo, frases que utilizó: «Siempre seríamos culpables de la extinción de una especie inteligente.» Así lo creía. Por más que detestara a los voladores, incluyendo a los Parlantes, de todos modos lo creía. Los hombres virtuosos no hacían tales cosas, no se hacía eso con una especie inteligente, con idioma y cultura propios.

Después, pasó varios años estudiando las actitudes de los Parlantes. Algunas veces reía con amargura al recordar esa época. Su tesis había sido muy simple. Lo que los voladores hacían era inmoral, poco ético: se comían a seres humanos inteligentes; levantaban a los muertos, quienes posiblemente eran conscientes de lo que ocurría. Si comían pescado podían continuar viviendo, pero de un modo virtuoso. ¿No era eso preferible? ¿No hubiese sido mejor? Se lo preguntó a un Parlante tras otro durante las asambleas: ¿no hubiese sido mejor?

Pero a esto ellos emitían unas risas desagradables o se giraban y depositaban gotas de mierda a sus pies, mostrándole lo que pensaban de la idea. Con el tiempo, Tharius se vio forzado a comprender: la moral no era un absoluto; la de ellos no era la suya y la suya no la compartían todos los humanos, y mucho menos esas especies no humanas.

Después de un tiempo, dejó de tratar de convencer a los demás. Le habían advertido que no funcionaría, y se estaba haciendo difícil ocultar sus obstinados esfuerzos. Él lo llamaba investigación, pero, después de todo, no era asunto de Tharius; Koma Nepor era el Jefe de Investigaciones. Interrogar a los voladores tampoco era asunto suyo; Ezasper Jorn era el Embajador ante los Thraish. Cuando resultó evidente que sus esfuerzos disgustaban tanto a las Talon como a la Cancillería, lo que fuera un confidencial intento de negociación se convirtió en algo secreto. Ya no volvería a tratar de persuadir a los voladores.

Con lo cual, al fin se convenció de que la única posibilidad de cambio radicaba en la necesidad: sin cuerpos que comer, los voladores se alimentarían con pescado o con nada.

Y en esa creencia nació la causa. Todo lo demás no fue sino consecuencia de ella: agentes que se movían por los poblados, fomentando la pesca para el día en que los voladores necesitasen comer pescado; Superiores de Torres que enviaban a las cuadrillas de obreros para construir más muelles; Hombres del Río que se preparaban para el momento en que cada foso fuera vaciado en la oscuridad de la noche; e, incluso, agentes que recoman Costa Norte a la busca de sembrados de Lágrimas para rociarlos con fungicida, con el fin de que, al llegar ese día, no se encontrara ningún cuerpo humano disponible, al menos ninguno que hubiese sido tratado con las Lágrimas. Y, cuando llegase la mañana de la revolución, los voladores comerían pescado o morirían.

Sus brazos volvieron a apretar a Kessie. Los voladores comerían pescado o morirían. ¿Y los humanos de la Cancillería? ¿Y los de las Torres? Bueno, ellos comerían pescado o lo que quisiesen, pero en poco tiempo también morirían. Cuando estallase la sublevación, ya no habría más elixir para mantener con vida sus anticuados cuerpos. Una cuestión de días. En realidad, Tharius estaba impaciente por ver ese momento. No estaba tan cansado de su vida como de las vidas de los demás. Su boca se curvó ante la idea. ¡Oh, ver el final de Cendra Mitiar!

—¿Por qué sonríes? —preguntó la señora Kesseret.

—Porque lo que hacemos está bien. Lo que hacemos está bien.

El pájaro de fuego abandonó su nido y sobrevoló el patio, y el círculo vivido de su vuelo pareció detenerse en el aire. Luego, regresó al reborde y comenzó a bailar con las alas extendidas, levantando alternativamente las patas mientras saltaba de un lado a otro sobre la piedra estrecha. Se inclinaba, se estiraba y, a cada poco, se detenía para mover los pequeños guijarros veteados de rojo, como manchados de sangre.

—¿Crees que incendiará pronto el nido? —consiguió preguntar ella sin llorar, tratando de distraerse.

—Probablemente.

—Siempre siento tanta pena por ellos…

—Calla, Kessie, no desperdicies tu tiempo sintiendo pena por ellos. Si debes sentirla por alguien que sea por ti misma, o por mí en todo caso.

El pájaro de fuego bailó al ritmo de una música y una canción que sólo él podía escuchar. Se balanceó sobre una pata, luego sobre la otra y nuevamente en la primera, mientras extendía las alas y señalaba hacia arriba con el pico como invocando a alguna presencia distante. En la habitación contigua, Martien pareció percibir el compás de este ballet solitario, y su música comenzó a acompañar la representación.

—Me pregunto qué pensará el pájaro.

—Me temo que nunca lo sabremos.

Girando rápidamente, el bailarín emplumado recogió un guijarro, lo sostuvo firmemente con el pico y lo golpeó contra el reborde. Las chispas saltaron, se consumieron y se apagaron. El pájaro golpeó una y otra vez.

—Oh, Tharius, ¿no puedes detenerlo?

—Podría. Pero, si lo hago, los jóvenes no saldrían del cascarón, Kessie. Los huevos no se romperían.

—Lo sé.

Ocultó su rostro en el cuello de él. No quería ver.

Una chispa encendió la mecha. El pájaro de fuego la atrapó con el pico, la depositó sobre el nido y la abanicó con las alas. El humo se levantó en una espiral blanca. Las ramitas y las fibras del nido comenzaron a arder con llamas diminutas, casi invisibles.

—¿Ha prendido? —preguntó ella con voz ahogada.

—Sí. Ha prendido.

El pájaro de fuego comenzó a empujar uno de los huevos dorados por el nido en llamas, chamuscando la superficie de la cáscara. No parecía notar que sus propias plumas estaban encendidas, que la piel de sus patas se quemaba y que su pico comenzaba a ampollarse.

El primer huevo se abrió por el calor, y el pequeño pichón asomó el pico y terminó de romper la cáscara con fuertes aletazos. Después, se lanzó a volar en medio del humo con sus plumas húmedas. La madre se volvió hacia el segundo huevo y, luego, hacia el tercero. Sólo cuando el tercer pichón echó a volar, el pájaro de fuego se elevó por el aire cantando, girando como en un frenético intento de escapar a su inmolación.

—Oh —exclamó Kessie—, detesto oírlos cantar de ese modo.

—Calla. Se dice que canta en medio del éxtasis, Kessie.

En lo alto del cielo, el canto se desvaneció en un susurro y las alas dejaron de agitarse. Un punto negro planeó hacia abajo, dejando una línea de humo negro más allá de los muros del palacio.

—No lo creo —lloró ella, alzando el rostro para mirar el débil rastro de humo—. Creo que canta en medio de la agonía. Si pudiera gritar lo haría. —De pronto tomó conciencia de su propio dolor y comenzó a temblar. No quería pensar en eso, quería olvidar, pensar en cualquier otra cosa—. Pamra utilizaba el pájaro de fuego como parábola en sus homilías de reclutamiento —fue lo primero que vino a su mente y fluyó por su boca como el agua—. Trataba de comparar a los Despertantes con el pájaro de fuego madre, sacrificándose por sus hijos. No era una parábola nada apropiada, resultaba demasiado dolorosa. Durante el último año estuvo utilizando una sobre el Árbol de los Dulces, y ésa funcionaba mucho mejor. Era una reclutadora maravillosa.

El se puso muy serio al recordar la causa de todos sus problemas.

—¿Dónde crees que estará?

—Oh, Tharius, espero que logre escapar. Espero que se encuentre a salvo en alguna parte, si es que existe un sitio donde se puede estar a salvo. Tal vez haya tenido el tiempo suficiente antes de que Ilze encuentre su rastro. Tal vez haya podido ocultarse.

—O arrojarse al Río.

—Por algún motivo creo que no. Había cierta fortaleza en ella, una especie de impenetrable ingenuidad, pero fuerte de todos modos.

—La última de los Don. Mi tataranieta. Albergaba tantas esperanzas para ella… Pensé que llegaría a ser como tú, otra Kesseret…

—Lo sé. Sé cuánto te preocupabas por ella. Por eso la seguía de cerca, aunque no lo suficiente, al parecer. Estuvo a punto de estropearlo todo.

—¿Cómo ibas a seguirle el rastro sin llamar la atención? Los Superiores no suelen interesarse por los novicios o por los Despertantes jóvenes, que yo recuerde.

—Oh, querido, eres tú el que me formula esa pregunta, cuando tú fuiste quien me enseñó cada uno de los subterfugios que conozco. Le seguí el rastro a través de mi criada, Threnot. Ella siempre lleva el rostro cubierto por un velo y va a todas partes. Algunas veces era la misma Threnot y otras era yo, escuchando una parábola de reclutamiento u observando a alguien en los fosos de obreros. Pasé mucho tiempo observando a Pamra.

El sacudió la cabeza y la estrechó contra sí.

—Arriesgado, mi amor, pero muy propio de ti. Mi tataranieta Pamra. Bien. Odio causarte este tormento, pero no fue culpa de la niña. Tal vez podamos localizarla y proporcionarle alguna clase de ayuda. Sería correcto hacerlo. No quiero que el Risueño la atrape y tampoco los voladores. No se trata sólo de que sea mi pariente; lo más importante es que volverían a comenzar. Cuando oí que había sido ella la que inició todo esto, pensé en lo irónico que era: mi propia tataranieta a punto de delatarnos sin saberlo. Quisiera ayudarla, ya que es la única. Y no es que haya mucho que decir sobre las generaciones intermedias.

Ella los contó con sus dedos vendados.

—Tu hijo Birald. Tu nieta Nathile… una mujer muy poco agradable según he oído decir; Pamra hablaba con Jelane de su malvada abuela. Y, luego, tu bisnieto, Fulder Don…

—Inútil. Como un hongo. Y tampoco un gran artista, me temo.

—Y, finalmente, tu tataranieta, Pamra Don. Hay algo en ella, Tharius, algo más que en los otros, una especie de resplandor algunas veces.

—Despertante, hereje y ahora fugitiva —resumió él con tono sombrío—. La mejor de todos y mira en qué ha terminado.

Ella le apretó la mano.

—El viejo Birald no era tan malo en realidad.

—¿Lo conociste? —Tharius se mostró sorprendido.

—Conocía a todos en Baris. A Birald lo conocí antes de ir a la Torre. Yo tenía veinte años entonces y él era un par de años más joven que yo. Un muchacho tenso y melindroso que siempre estaba mirando por encima del hombro. Acabó como un viejo excéntrico que tallaba hojas y flores sobre los dinteles de las puertas, aferrándose a la casta de los artistas con las uñas. Oh, Dios, Tharius, ahora que menciono las uñas, me duelen tanto las manos…

Él tomó la garrafa que había sobre la mesa y le sirvió un vaso del líquido.

—Kessie, oh, Kessie, ¿recibiste las drogas que te envié?, ¿las recibiste a tiempo?

—Sabes que sí. —Agradecida, bebió lo que él le había dado—. Te lo he dicho una y otra vez. Es lo único que me permitió seguir adelante. Saber que no llegaría a sentir el dolor, no en mi cuerpo al menos. Saber que estabas aquí, haciendo todo lo posible para sacarme de esa… esa pesadilla.

—¡No pude hacer nada! Vi a Shavian Bossit mirándome con desconfianza cuando Gendra habló de interrogaros a ti y al Despertante. Él sabe que vine de Baris, y sabe que me he pronunciado en contra de esta atmósfera de inquisición que han creado los voladores.

—¿Crees que sospecha?

—¿Sospechar? Por supuesto que sí. ¡De todos! ¡De todo! Mantiene este lugar bajo sospecha.

Tharius apretó los dientes.

—Quiero decir, ¿crees que sospecha de nosotros? Crees que está convencido de que realmente existe… una herejía? Desde su punto de vista, supongo que eso es lo que sería.

—No, todavía no. Por el momento su mente está ocupada con otra cuestión. Se supone que ha habido un milagro en Thou-ne. Cierto idiota pescó una imagen en el Río Mundo y la gente exigió que la llevasen al Templo. Prácticamente la están adorando, la llaman la «Portadora de la Verdad». Resplandece, según dicen. Hay personas que viajan desde poblados del este sólo para visitar el Templo, aun sabiendo que no podrán regresar a casa.

—¿La Portadora de la Verdad? —Kesseret frunció el ceño—. ¿Una imagen? Nunca he oído hablar de eso. ¿Crees que existe alguna conexión?

—Es posible que Shavian lo crea. Tiene el hábito de conectarlo todo. Y podría ser más que un hábito. Durante la última asamblea, pasó una cantidad de tiempo injustificada con los Parlantes. Casi parecía querer usurpar los privilegios de Ezasper Jorn como Embajador. Es un hombre ambicioso ese Bossit.

Hubo un sonido en la habitación contigua, una vacilación en la música, la caída disonante de un martillo. En el silencio pudieron escuchar un sonido monótono. Martien introdujo una mano en la habitación, golpeando la puerta abierta.

—Tharius, alguien viene por el corredor privado. Suena como la vieja

weehar, Mitiar.

—Maldición —exclamó Tharius, apartándose de la señora Kesseret—. Es el mayordomo de Gendra con esa maldita viola. Rápido, Kessie, métete en la cama.

—En realidad, debería sentarme…

—Rápido. No discutas. Vuelve a tus martillos, Martien. —Cerró la ventana rápidamente, empujó la silla hasta el centro de la habitación, se sentó en ella y extendió el brazo hacia la biblioteca—. ¿Algo aburrido, Kessie? ¿Un ensayo escatológico tal vez? —Hojeó el volumen y comenzó a leer, con voz fría y didáctica.

El sonido se fue acercando, un gemido grave,

hum, hum. De pronto cesó en la puerta de la habitación. En el cuarto contiguo, la música de Martien volvió a interrumpirse, esta vez por el golpe de una puerta que se abría y una voz que gritaba:

—La Dama Mariscal de las Torres, Gendra Mitiar.

—Ni siquiera ha llamado —susurró Kesserec—. Es tu corredor privado ¡y ni siquiera ha llamado!

—Calla, Kessie. Recuerda quién es. —Esbozó una rápida sonrisa y se reclinó en el sillón, diciendo—: ¡Ah, Gendra! Por lo que veo no necesitas que te invite a pasar. ¿Has venido a presentar tus disculpas a la señora Kesseret?

Hubo una risa que fue como un ladrido en la habitación contigua.

—Estoy segura de que todos mis subordinados comprenden la necesidad. —Apareció en la puerta, mostrando un arco voraz de dientes amarillos—. Todos debemos hacer sacrificios. Y no es necesario disculparse por ello. ¿No le parece, señora?

—Estoy segura, Su Reverencia.

Kessie estaba muy pálida sobre las almohadas, no necesitaba fingir. Ante el sonido de la voz de Mitiar, sus manos y sus pies ardieron de un modo insoportable, y se encontró recordando al pájaro de fuego mientras unas lágrimas inesperadas comenzaban a rodar por su rostro.

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