Despertar

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Libro Primero » Capítulo 17

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Seis patios de piedra separaban el ala de la biblioteca de las Oficinas de las Torres, unidos uno con otro por largos corredores iluminados por escasos faroles que proyectaban una luz acuosa sobre las ruidosas piedras. Jorum Byne, mayordomo de la Dama Mariscal, conducía la procesión. Se apoyaba sobre el hombro el largo cuello de su viola de una cuerda mientras manejaba el arco con la mano derecha,

hum, hum, hum. Detrás iban dos funcionarios cargados de documentos y cajas; luego, la propia Gendra, rechinando los dientes sin cesar al compás de la viola, y, finalmente, su sirvienta personal, Jhilt, arrastrando sus cadenas. Jhilt era una esclava Noor de las tierras norteñas de Vobil-dil-go. No había ningún motivo para que llevase cadenas. Aunque sus deberes personales de proporcionar toda clase de placeres a la Dama Mariscal no le resultaban nada agradables —en realidad, solían ser bastante arduos—, escapar de la parte de atrás de los Dientes era algo imposible. Pero llevaba cadenas. A Gendra Mitiar le agradaba su sonido, y le resultaba aún más placentero el hecho de que no fuesen necesarias en absoluto.

Con excepción del palacio mismo, las Oficinas de las Torres se erigían a más altura que cualquier otro edificio de la Cancillería. Su inmensa estructura hexagonal se elevaba hacia el cielo en severos muros de ladrillos negros y desprovistos de ventanas, como riscos. Detrás de aquellos muros había cuatro divisiones, cada una de las cuales constaba de seis departamentos; cada departamento tenía diez secciones y, en cada sección, había un Supervisor. Cada Supervisor era responsable de diez Torres y, por ende, de diez poblados. Todos ellos tenían un comisionado y un ayudante, y ellos contaban a su vez con un secretario y, a veces, con más de uno. Después de todo, algunas Torres eran considerablemente mayores que otras y, por consiguiente, su supervisión resultaba mucho más compleja.

En las profundidades del edificio se encontraban las intrincadas bóvedas de los Archivos Centrales, cuyos secretos los custodiaba celosamente el Bibliotecario, Glamdrul Feynt, quien, aunque ingenuamente pudiera suponerse todo lo contrario, no tenía ninguna responsabilidad sobre el ala de la biblioteca del palacio. Hacía generaciones que allí no había ningún libro ni registro de algún valor y, si había algo que cuidar, Tharius Don podía ocuparse de ello. Y Tharius Don se ocupaba precisamente de ello porque no había nada de importancia. Esa era la opinión de Feynt; él no había visto los libros del ala de la Biblioteca ni necesitaba hacerlo, veía lo que se guardaba en los archivos y todo lo que tenía alguna importancia se encontraba allí.

Así pues, al pasar por el gran corredor que conducía a sus oficinas y a los salones de recepción, a los comedores y las solanas, Gendra Mitiar decidió bajar por la escalera curva que llegaba hasta las bóvedas. En la baranda de esta escalera estaban tallados voladores sacrificando

weehar, thrassil y un animal inverosímil creado sin mucha inspiración por el artista, imitando a los legendarios

boovar. Jhilt se estremeció al ver aquellas aves rapaces en su tarea sangrienta y recordó algunos hábitos particulares de la Dama Mariscal, pero nadie más prestó ninguna atención a la baranda. Gendra ni siquiera la vio; había dejado de verla varios cientos de años atrás.

El

hum, hum, hum de la viola anunció su llegada. En un corredor vacío y tan largo que el final desaparecía en la distancia, se escuchó un eco lejano; una puerta que se cerraba tal vez, o un libro pesado que caía al suelo. Gendra se detuvo y le gruñó a Jorum Byne para que guardase silencio. Silenció a Jhilt también con un gesto y los cinco aguardaron esperando escuchar algo más.

—Hooola, hoooola. —Con la distancia, la llamada llegaba como un susurro—. Su Reverencia. Dama Mariscal. ¿Hola?

—Qué idiotez —gruñó la Dama Mariscal—. Jorum, ve a buscarlo. Tráelo aquí. Y no pierdas el sonido de su voz, está medio sordo y podría irse cojeando en seis direcciones diferentes.

Orgullosa de su propio ingenio, Gendra emitió una risita y rechinó los dientes mientras se sentaba en un banco junto a la pared. No se tomó la molestia de quitarle el polvo, a pesar de que estaba cubierto por la misma capa gris que cubría cada superficie de los archivos. El banco se encontraba en un nicho tallado con bajorrelieves conmemorativos: voladores y humanos enzarzados en combates, voladores y humanos celebrando un pacto con solemnidad. El polvo suavizaba el tallado, oscureciendo los detalles. Nadie lo había mirado desde hacía generaciones.

—Glamdrul Feynt es demasiado viejo para este trabajo —aseguró Gendra a sus secretarios y acompañantes, llegando incluso a mirar un instante a Jhilt, como si la información hubiese sido tan general que hasta pudiera compartirse con personas tan insignificantes como ella—. Demasiado viejo, sordo y lisiado. El problema es… ¡Ja! ¿Cuál imagináis que es? ¡Que nadie más consigue encontrar nada! Le traemos aprendices, uno tras otro, muchachos y muchachos, ¿y qué es lo que ocurre? Desaparecen. Se pierden. Eso dice él, que se pierden entre los archivos. ¿Podéis imaginarlo? ¡Ja!

—Se dice que hay un monstruo que habita entre los túneles —se aventuró a decir Jhilt en un susurro—, que sale por las noches para alimentarse con las personas de la Cancillería.

A Gendra esto le pareció divertido.

—¿Un monstruo? ¿Alguna criatura dentuda de la antigüedad? ¿Un toro hoovar tal vez? ¿Congelado en un glaciar hasta que construimos la Cancillería encima de él?

Echó a reír con un rugido, pero se detuvo abruptamente al escuchar unos pasos que se acercaban, uno firme y otro vacilante.

Glamdrul Feynt era un hombre joven en comparación con el resto de los que ocupaban la Cancillería. Apenas había pasado los cien años, pero parecía a punto de desmoronarse, como si su envejecimiento no hubiese sido detenido por la Retribución. Se le había proporcionado tardíamente y con profunda frustración por parte de ciertos subordinados de la Dama Mariscal que, aunque le deseaban la muerte, no eran capaces de reemplazarlo. A Glamdrul Feynt le divertía mostrarse más viejo y decrépito de lo que era, mientras continuaba mostrando omnisciencia en todo lo que se refería al archivo. Encorvado y canoso, con papeles en todos los bolsillos, se acercó a la Dama Mariscal con la respiración agitada, apoyado en su bastón al tiempo que susurraba saludos con una voz que parecía presagiar su extinción en cualquier momento.

—Oh, siéntate, siéntate —le dijo ella—. Jorum, haz que se siente. Ahora salid del corredor, todos vosotros. Debo discutir unos asuntos privados. —Los observó con malevolencia mientras se alejaban y, luego, se aproximó a Feynt y le habló en voz baja—. Necesito que investigues algunas cosas para mí, Glamdrul Feynt. Y, si lo haces bien, me ocuparé de que recibas una dosis de la Retribución para que te sientas mejor.

—Ah, Su Reverencia. Pero me temo que soy demasiado viejo. Ya es muy tarde, demasiado tarde, según dicen. Estoy en las últimas.

Extrajo unos papeles del bolsillo y los escudriñó con evidente dificultad.

—Tonterías. Finge eso con quienes te creen, Feynt. Escúchame. Está ocurriendo algo. Los Parlantes lo llaman la herejía de los Hombres del Río. Se trata de personas que arrojan a sus muertos al Río en lugar de entregárselos a los Despertantes. Esto no es nada nuevo. Me parece haber oído hablar de ello durante varios cientos de años. Ahora ha vuelto a estallar el tema en Baris. Tal vez en otros lugares también. Hay un asunto nuevo en Thou-ne. Un pescador que extrajo una estatua del Río. Lo han colocado en el Templo, justo debajo del mismo Potipur. Truenos. Eso es lo que oigo decir. Lo que quiero saber es dónde ha comenzado esta herejía. Y cuándo, el cuándo también es importante. ¿Y cómo podrían estar conectadas las dos cosas?

—Puedo buscar, Su Reverencia. En este momento no recuerdo nada sobre la herejía ni sobre los Hombres del Río. Pero puedo buscar…

—Retrocede doscientos o trescientos años y busca en los registros de Baris. Averigua quién era Superior de la Torre en ese entonces. Averigua qué era lo que ocurría. ¿Has comprendido?

No respondió, se limitó a resollar de un modo asmático e inclinó la cabeza, como en medio de la desesperación.

Por su parte, ella no se dio por enterada de su actitud y gritó llamando a sus acompañantes para regresar por donde había venido. Se sentía muy animada. Le seguiría el rastro a una conexión que sólo sospechaba. Tharius Don. La señora Kesseret. Ambos de Baris. Y le parecía recordar que, mucho tiempo atrás, Baris fue el centro de una rebelión.

Desde el banco, el anciano la miró partir con ojos reumáticos. Sus manos se movían con los fragmentos de papel que extrajo del bolsillo. Los clasificó, los alisó, los plegó dos veces y volvió a guardarlos en el bolsillo.

—Claro que sí —murmuró a la espalda de la Dama Mariscal—. Apuesto a que te gustaría saber dónde comenzó.

Permaneció sentado allí, sin moverse, hasta que volvió a estar a solas en los archivos. Entonces, se levantó y se alejó rápidamente por el corredor, extrayendo papeles de cada bolsillo.

Cuando llegó a la mitad del corredor se abrió una puerta y una figura se asomó al pasillo, llamándolo en forma imperiosa.

—Bueno, ¿qué quería la vieja? —La pregunta fue formulada por una boca de labios finos como una trampa, y acentuada con el chasquido de unos dedos tan largos y retorcidos como las raíces de un árbol. Ezasper Jorn era un hombre de inmensa fuerza y enorme paciencia, aunque esta última característica no estaba de manifiesto en ese momento—. ¡Dilo Feynt! ¿Qué quería la vieja Mitiar?

Detrás del Embajador, la figura sombría del Jefe de Investigaciones, Koma Nepor, observó al encargado de los archivos.

—Sí, sí, Feynt. ¿Qué quería?

Glamdrul Feynt entró en la habitación y miró con curiosidad a los muchachos tendidos a lo largo de las paredes. Ésos eran sus aprendices. También eran el material utilizado por Nepor en sus investigaciones sobre el efecto de las Lágrimas, el plaga y otra media docena de sustancias encontradas en Costa Norte.

—¿Ha habido suerte? —preguntó de forma deliberada, sin responder a la pregunta—. ¿Ha habido suerte con el último?

—Ha hablado —susurró Nepor, mientras su pequeño rostro pálido con una boca rosada se volvía hacia una de las formas—. Habló un buen rato, ¿verdad, Ezasper? Me siento bastante esperanzado.

Ezasper Jorn se negó a permitir que cambiasen de tema. Sujetó al encargado de los archivos con una de sus enormes manos y lo sacudió suavemente.

—Vamos, Feynt. ¿Qué quería la vieja?

Y Glamdrul Feynt, con una que otra risita, les explicó qué era lo que tanto preocupaba a la Dama Mariscal de las Torres. Después de lo cual, sobrevino un largo y pensativo silencio.

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