Despertar

Despertar


Libro Primero » Capítulo 18

Página 30 de 79

C

a

p

í

t

u

l

o

1

8

18

Mumros Shenaz salió de entre las mantas bastante antes del amanecer. Lo despertó el piar de los pájaros de tierra, un lamento repetitivo y perceptor que parecía tan lleno de significado como inútil. No había apareamiento, construcción de nidos ni búsqueda de alimentos. No había defensa de territorios. Sólo la continua queja aguda con voz de pájaro, como si este sonido hubiese sido lo único capaz de guiar al sol en su ascensión por el horizonte del este.

Estos pensamientos divertían a Mumros. Acostumbraba a sentarse a solas y reflexionar sobre esas cosas, y a causa de ello lo llamaban el Hombre Solitario. A él no le importaba. Desde que murieron todos los suyos, era realmente un hombre solitario que pasaba la vida observando las alegrías ajenas mientras recordaba las propias que formaban parte del pasado. Y una de ellas la recordaría en ese amanecer. Mumros se estiró y se inclinó a un lado y a otro, aflojando los músculos de la espalda y de las piernas. A su alrededor se levantaban las tiendas de pamet que albergaban a los Noor. Las hogueras de la noche anterior estaban ocultas bajo montones de barro seco. El humo se elevaba en pequeñas espirales. Mumros volvió a estirarse y se inclinó para recoger la redoma de vino dejada allí por el fantasma de su padre. La tumba de su padre se encontraba cerca, en la cima de la colina, y Mumros se alejó del campamento en esa dirección. Primero fue caminando, pero pronto comenzó a trotar rápidamente al distendirse sus músculos entumecidos por el sueño.

En la cima de la colina se volvió y miró atrás. En el campamento, alguien pregonaba la llegada de un nuevo día. Había movimiento. Llamas. Alguien que se había levantado tan temprano como él y encendido el fuego con trozos de barro seco cortado por otros Noor que habrían pasado por allí días o meses atrás. Así era la vida de los nómadas, plantar grano que comerían otros y cosechar el que otros habían plantado; cortar barro para el fuego de otros, quemar el que algún otro Noor había cortado.

«De pequeñas tareas como ésas está formada la solidaridad de los Noor. De nuestra preocupación por los que vendrán después de nosotros se forma nuestra unidad como pueblo», observó para sí, recordando algo similar que su padre dijera alguna vez.

Trotó colina abajo, girando la cabeza de un lado a otro mientras buscaba la tumba de barro. Su tribu no había pasado por allí en varios años, así que bien podía haberse olvidado del lugar donde se encontraba… No. No lo había olvidado. Se erigía en un leve declive, con el rostro esculpido vuelto hacia él. Aunque no era muy frecuente, de vez en cuando llegaba la lluvia de las estepas. El agua había lavado el rostro del barro, dejándolo blando y casi sin facciones. En cierto sentido, eso era una buena señal, ya que, cuando la tumba de barro se convirtiera en polvo, el espíritu se alejaría de allí. Algunos estaban listos para partir en sólo un año o dos; otros eran tan añorados por sus familiares que permanecían en las tumbas de barro durante muchos años. Esta tumba no era ni muy vieja ni muy nueva.

—Padre… —Mumros se inclinó y derramó el vino sobre la arcilla sedienta que cubría los huesos—. Te he traído bebida, y noticias. La tribu ha sido escogida por la Reina Fibji para formar parte de su gran plan. Ahora nos dirigimos a sus tiendas, todos nosotros. Tu amigo Mejordu aún se encuentra bien, aunque algunas veces se fatiga después de un largo día, y me ha pedido que te envíe sus recuerdos. —Tenía varias anécdotas que compartir sobre Mejordu, ya que el hombre siempre fue bufonesco y divertido. Después, permaneció en silencio unos momentos, tratando de recordar las otras noticias. Ah, sí—. Tu nieto Taj Noteen ha conducido a un grupo de Melancólicos hacia el sur, pescando peces de la costa para la Reina. —Entonces, guardó silencio, ya que le pareció escuchar gritos en el campamento. Bueno, los hubiese o no, era hora de regresar—. Me iré ahora, padre. Regresaré a visitarte la próxima vez que pasemos por aquí.

Volvió a inclinarse y regresó al campamento. Ya no trotaba, sino que corría, pues sí que escuchaba gritos, alaridos en realidad.

Antes de llegar a la cima de la colina, se dejó caer boca abajo y levantó la cabeza para mirar.

Unas figuras rutilantes se movían entre las tiendas de los Noor. Jondaritas! Unos yelmos de piel de pescado, con plumas del pájaro de fuego, brillaban sobre la gente de la tribu de Mumros. Avanzó, reptando por el pasto, y bajó la colina hasta llegar a un barranco. Sobre los gritos de su gente, escuchó la voz del capitán Jondarita:

—Mujeres y niños por aquí. Los hombres allí. Todos los muchachos de más de diez años van con los hombres. Los menores de diez, con las mujeres. ¡Rápido, vamos! ¡Moveos!

Mumros se arriesgó al levantar la cabeza. Los hombres estaban amontonados a un lado del campamento. Las mujeres se encontraban en el medio, cerca de las hogueras, rodeadas por soldados Jondaritas. De pronto, sin una voz de mando, los soldados comenzaron a asesinar a mujeres y niños. Rápidamente. Como picos del lagarto zancudo, las espadas entraban y salían, emergían chorreando para volver a clavarse.

Los hombres de la tribu trataron de liberarse, pero estaban atados. Mumros oyó sus voces, gritando los nombres:

—¡Onji, mi amor!

—¡Creedi, Bowro, niños…, ah!

—¡Girir, oh, Girir!

Luego, la voz del capitán una vez más:

—Los hombres seréis llevados como esclavos a las minas. Iréis atados unos con otros. Antes de marcharnos, tenéis que mirar los cuerpos con atención para aseguraros de que todos están muertos. En el pasado hubo hombres que trataron de escapar para regresar con sus familias; queremos que estéis bien seguros de que no encontraréis familia con la cual regresar.

Mumros dejó caer la cabeza sobre la hierba. No podía moverse. Había bilis en su boca, y agonía en su cabeza. Deseaba matar, pero no tenía nada con que hacerlo. Él era uno y ellos eran muchos. Podía ir hacia allí, pero ¿de qué le serviría? Lo único que harían sería llevarlo con los demás.

Así que permaneció tendido, sin moverse, mientras la cadena de cautivos amarrados se alejaba lentamente. Cuando desaparecieron a lo lejos, bajó al campamento. El capitán estaba en lo cierto, ninguno de los que se habían llevado tendría a quien regresar.

Mumros encendió tres fuegos, los esparció con barro y los cuidó mientras el humo se alzaba por el aire quieto. Para el mediodía llegó el primer socorro. Al atardecer ya había varios más. Después de unos días eran muchos, y donde estuvo el campamento se encontraban las tumbas de barro de las mujeres, con las de los niños agrupadas junto a sus rodillas.

—Ven —le dijo a Mumros uno de los que lo habían ayudado—, no hay nada más que puedas hacer aquí. Unete a nosotros.

—Sé que no puedo hacer nada aquí, pero no iré con vosotros. Debo ir a contárselo a la Reina Fibji.

Y dio la espalda a las tumbas para iniciar su larga marcha.

Ir a la siguiente página

Report Page