Despertar

Despertar


Libro Primero » Capítulo 20

Página 32 de 79

C

a

p

í

t

u

l

o

2

0

20

La Reina de los Noor se encontraba sentada en su trono tallado, con las piernas esmeradamente unidas en sus altas botas de piel de pescado. Miraba hacia delante y sujetaba el cetro de plumas en una mano, muriendo un poco más con cada delegación tribal que llegaba con sus peticiones, agradecida al protocolo que exigía que su rostro debía mostrarse inexpresivo. Cuando era una Reina joven se rebelaba ante el requisito; con la vejez, comprendió que era necesario. De no haber sido por el protocolo hubiese llorado, gritado, aullado de frustración, ira y pena.

La última delegación se encontraba de rodillas ante ella. Un solo hombre.

—Nos atacaron antes del amanecer, Su Alteza —informó el hombre solitario, con una voz que no transmitía ninguna emoción—. La mayor parte del campamento dormía aun cuando me fui. Al escuchar los gritos, regresé. Juntaron a las mujeres y a los niños, incluso a los bebés, y los mataron a todos mientras obligaban a los hombres a mirar. Después de la matanza, les hicieron ver los cuerpos para que estuviesen seguros de que todas las mujeres y los niños habían muerto. —Continuó con la misma voz insensible y describió la escena y los gritos—. El capitán Jondarita les dijo que no tendrían familia con la que regresar.

El hombre guardó silencio y permaneció hincado ante su Reina, con la vista en el suelo, como si no esperase nada de ella, como si no esperase nada de nadie.

Fibji se había mordido la lengua para no hablar. Strenge habló por ella, como acostumbraba a hacer, sabiendo lo que había en su corazón.

—¿Cómo lograste escapar?

—Salí antes del amanecer para visitar la tumba de barro de mi padre, para dejar una ofrenda a su espíritu. Iba de regreso cuando vi llegar a los Jondaritas. Me oculté y los observé desde la colina. Tenían que haberme llevado con los demás, pero no tenía posibilidades de hacer nada y alguien debía llegar hasta vos con el mensaje, Alteza.

Recientemente Fibji había pasado un tiempo en la Cancillería, con una bandera de tregua. Acudió al Protector del Hombre en un intento de obtener algo del Consejo de los Siete; un pacto, un acuerdo, cualquier cosa que detuviese la captura de esclavos y la matanza sin sentido. Ni siquiera llegó a ver al Protector, el consejo se negó a considerar su petición. Su misión resultó un completo fracaso y, durante todo el tiempo, no hizo sino añorar el momento de regresar a casa. Ahora lamentaba estar aquí. En la Cancillería quizás hubiese podido hacer algo; aquí no había nada que hacer.

Sólo podía escuchar los interminables relatos de masacres y pillajes, interminables súplicas de acción en contra de los Jondaritas recaudadores de impuestos, esclavistas y asesinos, súplicas que escuchaba compasiva, pero que no provocaban ninguna acción.

«Porque me tienen a mí. Ese maldito general nos tiene a todos nosotros, como pájaros atrapados en una red», se dijo. Al general Jondrigar no le molestaría que todos los Noor estuviesen muertos. Aguardaba con ansia el momento en que los jóvenes Noor se rebelaran contra su Reina para iniciar la guerra, ya que entonces podría matarlos más rápido. Aguardaba con ansia una sublevación, pues así podría organizar un ataque mayor. La única esperanza de los Noor radicaba en no provocarlo hasta que el plan hubiese podido ponerse en marcha. Y, luego… bueno, luego vivirían o morirían, pero no continuarían siendo víctimas.

Si los jóvenes mantenían la paz, si eran capaces de actuar según el plan, si ella hubiese visto al Protector…

Oh, seguro. Seguro que Lees Obol la hubiese escuchado. El Protector del Hombre no podía considerar que los Noor no merecían su protección. ¿No eran hombres los Noor? Pero no pudo ver al Protector; sólo al Mantenedor de la Casa, Shavian Bossit, quien la hizo pasar por una docena de audiencias inconcluyentes y frustrantes.

«¿Ha visto a los Jondaritas llevarse como esclavos a los suyos? ¿Los ha visto?», le preguntó cincuenta veces.

No, ella no los había visto. No había visto llegar a los esclavistas ni a los recaudadores de impuestos ni a los asesinos. Sólo había oído hablar de ello después, por boca de los supervivientes; cuando los había.

«Lléveme a sus minas de metal, Señor Mantenedor. Déjeme identificar a los esclavos. Ellos pertenecen a mi pueblo.»

«No. Su Alteza ha sido mal informada. No tenemos esclavos en nuestras minas, sólo hombres de Costa Norte. Y, en cuanto a quiénes se han llevado a su gente, ¿cómo sabe que eran Jondaritas? ¿No habrán sido pobladores rebeldes, disfrazados de Jondaritas? Estoy seguro de que se trata de eso. Acuda al Supervisor del poblado al que pertenecen, Reina Fibji.»

Le serviría tanto como acudir a las lunas, pensó con furia. No había pobladores rebeldes, sólo Jondaritas, Jondaritas que llevaban a cabo sus pillajes bien lejos de las tiendas de la Reina, para que no pudiesen ser acusados directamente por ella.

«Aceptaremos sin reservas cualquier cosa que Su Alteza haya visto personalmente —admitió Bossit con una sonrisa, siempre con una sonrisa, rezumando amabilidad y cortesía como jugo de una fruta podrida—. De acuerdo con el pacto que la Cancillería ha tenido siempre con los Noor», agregó, mostrando sus pequeños dientes, una curva de amenazante marfil, como un cuchillo.

¡De acuerdo con el pacto! Un pacto firmado hacía generaciones, durante una época en la que el Rey Noor temía que cualquiera hablase en su nombre y sólo lo hacía en persona. Ahora eso se utilizaba en su contra para impedirla hablar. Si ella acampaba al norte de Thou-ne, los Jondaritas atacaban Vobil-dil-go; si iba a las tierras de Vobil-dil-go, los Jondaritas tomaban cautivos en Shfor. Por cualquier lugar de las estepas que los Noor se moviesen, los Jondaritas podían encontrarlos. No había piedra ni árbol donde ocultarse. No había grieta ni caverna. Sólo la estepa, a cielo abierto, y los globos aerostáticos de los espías Jondaritas, desde donde podían ver su presa a kilómetros de distancia. Y ella, Fibji, veía el dolor de los heridos y las tumbas de barro de los muertos… siempre y cuando quedara alguien para enterrar a los muertos; pero no veía a los Jondaritas. Sabía que alguien les informaba de todos sus movimientos. Tal vez se tratara de esos demonios alados, que veían dónde iba y se aseguraban de que los Jondaritas lo supieran.

Así pues, ahora escuchaba al hombre de la tribu masacrada. Él estaba solo, sin un pariente cercano. Bueno, al menos podía tratar de remediar aquello. Fibji hizo un gesto, un pequeño movimiento interpretado de inmediato, y pronunció unas pocas palabras en el idioma secreto de los Noor.

—Mumros, Su Alteza te adoptará en su tribu, en su familia. Te llamará

Kalja Benoor. Pariente cercano adoptivo.

El hombre que había traído la noticia se inclinó sobre sus manos y lloró. No fue de alegría. Sabía tan bien como ella que la adopción no era más que un gesto. Un pariente cercano no se reemplazaba tan fácilmente ni tampoco se remediaba su pena. Sin embargo, cuando abandonó la tienda, Mumros lo hizo con un paso más firme que el que traía cuando entró.

—¿Su Alteza? —murmuró una voz en el oído de Fibji.

—Sí, Strenge, ¿qué ocurre?

De todos sus hombres él era su favorito; fuerte, nada servil, respetuoso de su dignidad, viril, el padre de dos de sus hijos.

—La delegación de los marineros.

—¿No ha habido suficientes delegaciones para un solo día?

El oyó la desesperación de su susurro apenas perceptible. De toda su gente, era el único a quien ella permitió escucharlo.

—Tienen la especia Glizzee, Su Alteza.

Mantenía la vista baja, con una postura dignificada. De haber estado a solas, la hubiese llamado Fibby, pues habían crecido juntos y fueron amantes después. Aún lo eran.

—Y no tenemos especia, ¿es eso? Y nuestra gente tiene bastante pocos placeres para también privarse de esto. ¿Los marineros no querrán negociar sin verme?

—Su Alteza ve lo invisible y escucha lo inaudible.

Le dirigió una mirada secreta, una que ella conocía tan bien como el tacto de su propia piel.

—Su alteza lo que está es muriendo con la agonía de su pueblo, Strenge, con la inanición y la frustración, con la falsedad de la Cancillería y de una criatura inalcanzable que se hace llamar el Protector del Hombre. Despídelos.

—Señora, uno de ellos es el hombre llamado Fatterday. Asegura haber estado en Costa Sur.

¡Fatterday! Entonces, ¿existía esa persona? ¿No sólo era un héroe de los cuentos, el protagonista favorito de los relatos de los Mendicantes de Jarbo? ¿Se encontraba ahí en ese momento? ¿Para hablarle de un mundo más extenso que el demarcado, el constreñido por los Dientes del Norte y los pequeños pueblos obedientes de Costa Norte, triturados hasta la extinción por los Jondaritas? ¿Fatterday, el que tal vez hubiera visto lo que Fibji sólo se atrevía a soñar, una tierra fuera del alcance de las tropas del general? Fibji lanzó una exclamación y se aferró a Strenge con el fuego de sus ojos.

—¿Crees que dice la verdad?

—¿Quién puede saberlo, señora? De todos modos, sabía que usted querría verlo.

—En la tienda pequeña, entonces. Tengo el trasero acalambrado de estar sentada en esta maldita cosa, y necesito encontrarme en condiciones para interrogarlo.

Strenge fingió no haberla escuchado y, con el rostro impasible, se volvió para llamar a los cortesanos y guerreros que rondaban el lugar.

—Tenéis el permiso de Su Alteza para partir. Los marineros pueden aguardarla fuera.

Todos se marcharon rápidamente. El protocolo impedía que ella se levantase antes de que así fuera, y ellos sabían lo mucho que la disgustaba aguardar. Cuando las puertas de la tienda estuvieron cerradas, Fibji se levantó frotándose las nalgas, se quitó las pesadas botas y entregó el pesado cetro para que lo guardasen en su estuche. Strenge estaba preparado con una túnica suave y unos zapatos de pamet acolchados y bordados de flores. Contra la fibra blanca, su piel morena brilló como el frag aceitado y, cuando se quitó la gran corona con plumas, su cabello se esparció sobre la tela, ondeándose como con vida propia. Su rostro de nariz aguileña se relajó un poco y abandonó la expresión de las audiencias. Las líneas alrededor de los ojos y la boca se suavizaron, haciéndola parecer décadas más joven.

«Soy una mujer vieja, demasiado vieja para estar sentada tanto tiempo», pensó. Sabía que aún no lo era, pero necesitaba acostumbrarse a la idea.

La pequeña tienda contigua era su propia casa, con alfombras cubiertas de suaves cojines y mesas bajas.

—Hazlos entrar —ordenó, tomando un gran cojín para sí—. Que alguien nos traiga vino blanco. Me duele todo el cuerpo.

Poco después entraron tres hombres, uno delgado y dos robustos, todos ellos morenos, aunque ninguno tanto como ella. El color de la tez de los hombres sólo provenía del sol, mientras que el suyo pertenecía a una antigua raza; al menos, eso se decía entre la gente del norte.

—Su Alteza.

Tres voces, todas ellas apagadas por haber sido emitidas sobre la alfombra, tres espaldas encorvadas hasta lo imposible para impedir que sus ojos mirasen a los de ella.

—Oh, levantaos —dijo Fibji con impaciencia—. Debo pasar por todo esto cuando hay gente observando, pero aquí no tengo tiempo para ello. ¿Quién de vosotros es Fatterday?

Él dio un paso adelante. Era el más delgado de los tres, muy quemado por el sol y con profundas líneas blancas alrededor de los ojos, donde el sol no había podido alcanzarlo. El hombre no podía contener su sonrisa.

—Su Alteza, yo soy Fatterday.

—¿Y realmente has visto Costa Sur?

Volvió a inclinarse y asintió con la cabeza, sin hablar.

—¡Bueno, cuéntame! ¿Cómo es? ¿Hay gente allí? ¿Hay voladores?

—Su Alteza, echamos amarras en una playa rocosa, entre altas montañas. Desde la cima de una de ellas vi una interminable pradera bajo el sol. —Sus ojos estaban encendidos, y movía las manos mientras describía las características y dimensiones de las tierras, de los ríos—. No vi voladores ni personas. Después de muchos días, logramos reparar el barco lo bastante para volver a navegar hacia el norte. Sólo tres de nosotros hemos sobrevivido para traeros el relato.

—Un gran territorio. —Lo miró con expresión pensativa, preguntándose si le habría dicho la verdad—. ¿Y está desocupado, marinero?

—Por lo que pude ver, está desocupado, Su Alteza. Si uno logra llegar hasta allí, podría ocuparlo. No he visto voladores.

Y de eso se trataba, por supuesto. Ni voladores ni Jondaritas. Era lo que ella soñaba. Para cumplir ese sueño necesitaba tierras. Tierras para la gente del norte, libres de voladores y de los recaudadores de impuestos Jondaritas, libres de las constantes presiones de la Cancillería. Y tierras con animales. En su mente, podía ver carretas que, al igual que en los campos de la Cancillería, eran tiradas por bestias y no por personas. Oh, con ellas uno podía moverse, moverse, escapar de los ejércitos enemigos. Oh, ¿por qué no tener esas tierras?, ¿por qué no tener esas bestias?

—¿Cómo llegasteis allí?

—Explorábamos las islas en busca de Glizzee, Su Alteza. Seguíamos un gran banco de entes. Nos encontramos con una extraña y poderosa corriente en el Río Mundo y fuimos arrastrados hacia el sur. Llegó una tormenta con tremendos vientos que nos impulsaron, días y días, hasta que perdimos el rastro. Muchos murieron, la mayoría; sólo siete llegamos a la orilla y únicamente tres logramos regresar.

No contó cómo sobrevivieron ni lo que comieron. No podrían haber comido los animales locales sin acompañarlos de cereales. Tal vez se hubiesen alimentado a base de pescado. Tal vez era mejor no saber lo que hicieron para sobrevivir.

—Y bien, si quisiéramos ir allí, ¿cómo haríamos para llegar?

—Si quisierais ir, Su Alteza, deberíais llevar muchas provisiones. Es un largo viaje. Sin embargo, yo no vacilaría en volver a hacerlo. Hay cosas maravillosas allí.

Ella lo despidió con un gesto. Esa era la cuestión, ¿verdad? Cómo hacer para conseguir más provisiones cuando la Cancillería se llevaba todo salvo lo indispensable. Eran afortunados si les dejaban bastante cereal para pasar la estación fría y guardar un poco por si se demoraban los colores. Si eso era todo lo que lograban reunir, ¿cómo juntar provisiones para una larga travesía? ¿Y cómo reunir tantos barcos, además? El pueblo de Fibji sumaba varios cientos de miles de individuos, no mucha gente en comparación con la población de Costa Norte, pero una gran multitud cuando uno consideraba el tamaño de la mayoría de los barcos. Cincuenta en cada uno, tal vez. Cientos de miles de Noor, y sólo cincuenta de una vez. Si cogían un barco de cada poblado…

Fibji sacudió la cabeza, apartando la imagen de las tierras al otro lado del Río. Fatterday aún se encontraba allí, como si no hubiese visto su gesto. Aún tendría que tratar con ese hombre.

—¿Llegasteis al norte a través del Río Mundo hasta Thou-ne?

—Sí, señora. Con especia Glizzee como única propiedad. Fue todo lo que nos quedó después de la tormenta, aparte del casco del barco.

—¿Y lo trajisteis aquí porque el precio es mejor tan lejos del Río Mundo?

—Como dice Su Alteza.

Esbozó una sonrisa significativa.

—¿Y os ayudaríamos si os compráramos la especia?

Él hizo una reverencia y no respondió. Probablemente era lo único que podía ayudaros, pensó ella. Sin duda habían quedado empobrecidos tras la aventura, debieron de perder en el viaje todo lo que poseían. Le hizo una seña a Strenge para que enviase a buscar al guardián de las arcas. Los Noor tenían pocos alimentos y posesiones, pero los Melancólicos mantenían llenas las arcas de la Reina. Que Fatterday recibiese su dinero y que pensase que era por la especia. En realidad, el pago era por las noticias que le había traído. Noticias que podría utilizar.

Cuando los marineros se fueron, Fibji llamó a sus parientes cercanos, sin olvidar al superviviente solitario que acababa de adoptar. Bebieron vino y hablaron de Costa Sur, de la diosa, de ellos mismos y de los Jondaritas.

—Pero ¿qué hay del plan? —le preguntaron, incómodos ante la idea de renunciar a aquello por lo cual llevaban trabajando tanto tiempo.

—Aún no hemos cambiado el plan —respondió—. Hemos tardado tanto en idearlo que sólo lo cambiaríamos por algo mucho mejor. Hasta el momento, sólo contamos con la palabra de un explorador. Podría estar mintiendo. Podría estar equivocado. No, aún no hablamos de cambiar el plan. Pero investiguemos este sueño. Si Costa Sur se encuentra a nuestro alcance…

No necesitó completar su pensamiento. El antiguo plan había lardado cincuenta años en trazarse, y treinta en implementarse. Allí y a lo largo de las estepas existían grandes complejos de túneles cavados secretamente por los Noor. Bajo la tierra había pueblos, ciudades. Debajo de los campos de cereal había dormitorios, salas de reuniones y depósitos donde comenzaban a guardarse un poco de grano y raíces. El maderamen soportaba los corredores subterráneos, maderas compradas con dinero de las arcas de la Reina, transportadas por la noche, ocultas durante el día. Ingeniosos mecanismos suministraban aire a las profundidades, mecanismos pagados con los fondos de la Reina. Los Melancólicos viajaban por las ciudades del sur y regresaban con bienes y monedas, y ambas cosas eran para las ciudades subterráneas que la Reina Fibji estaba construyendo. Cincuenta mil personas ya moraban allí, y cada día descendían otros más. En veinte o treinta años, todos se habrían hecho un reducto bajo la tierra. Entonces, los guardias vigilarían en busca de los globos Jondaritas, los cuales indicarían que se acercaba el enemigo. Pero esos ejércitos no encontrarían a nadie en las estepas. No habría nadie a quien capturar como esclavo ni a quien cobrarle impuestos. Y, si lo hacían, deberían luchar túnel por túnel, habitación por habitación; y encontrarían fuertes defensas.

Y, a lo largo de las estepas, cientos de miles de tumbas de barro se alzaban como muda evidencia de la tierra excavada en las horas nocturnas, si es que alguien tuviese la astucia de verlo. ¿Cómo era posible que tan poca gente tuviese tantos muertos? Pero los Jondaritas no se habían formulado esa pregunta.

—Y, sin embargo —susurró para sí misma—, y, sin embargo, en esos treinta o cincuenta años, ¿cuántos más habrán de morir realmente? Los jóvenes crecían beligerantes en las residencias subterráneas. Si no podían luchar contra los Jondaritas, luchaban entre ellos. La Reina Fibji había dictado una regla según la cual los varones sólo podían vivir en los túneles hasta que hubiesen sido padres dos veces; después, debían regresar a las tribus nómadas de la superficie, con lo que abajo estaba más pacífico porque había niños que no podían aprender de sus padres. Fibji suspiró. Volvió a pensar en Fatterday y se preguntó cuántos de los suyos se salvarían si existiese en realidad una Costa Sur y ella lograse encontrar una forma de llegar allí.

Sus familiares cercanos andaban repitiendo las mismas cosas una y otra vez, desmenuzando el tema. La mente de Fibji se sumió en los recuerdos.

Cierto día, mucho tiempo atrás, recorrió con su padre una extensión de tierras áridas, lejos de la tribu, libre de servidores y de peticionarios. Él acostumbraba a llevarla en aquellas caminatas, hablando y hablando, como para que ella recibiese la esencia de su pensamiento y lo guardase para algún tiempo futuro. Era su única hija.

«Los jóvenes siempre quieren ir a la guerra. Y los viejos suelen estar demasiado ansiosos por enviarlos. Los jóvenes se entusiasman pensando en las batallas. Creen que la sangre es vino, que podrán derramarla sin consecuencias y recibir una nueva redoma para el festín de mañana. Y los viejos suelen estar dispuestos a dejar que los jóvenes se vayan, a permitir una brusca merma de la población. Esto ocurre porque ellos, los jóvenes, son la fuente de la discordancia y la confusión. Es entre ellos donde se engendra la revolución, con frecuencia sin sentido. Pero ¿de qué sirven los guerreros muertos, Fibji?»

Se había detenido, como invadido por un repentino recuerdo.

«Hace mucho, cuando no era más que un joven y mi padre todavía era Rey, me encontré con un Mendicante de Jarbo sentado en una roca aquí en las estepas, envuelto en el humo de su pipa. Yo era alegre y optimista en ese entonces. Le dije: “Mendicante, dame una profecía para nuestro pueblo.’’ Y él me miró a través del humo, como suelen hacer, y, finalmente, me respondió: “veo paz y prosperidad para los Noor, Príncipe, pero sólo cuando el conductor de los Noor pueda responder a la pregunta: ¿de qué sirven los guerreros muertos?”.»

Volvió a ponerse pensativo.

«Nunca he respondido a la pregunta, Fibji. Mira las tumbas de barro a tu paso. ¿Nuestro camino no está marcado por los huesos de nuestra gente? ¿Y qué utilidad tienen los muertos?»

Él lo había formulado como una pregunta retórica, pero Fibji no lo olvidó. ¿De qué servían en realidad? Las tumbas de barro estaban esparcidas por todas partes en las interminables planicies, escasas en la mayoría de los lugares, agrupadas alrededor de los campamentos más concurridos. Dentro de ellas, los huesos de los muertos, envueltos en sus túnicas, permanecían en gruesas vasijas de barro, esculpidas con las formas que la persona tuvo en vida. Los niños jugaban entre los huesos cubiertos de arcilla y ni siquiera pensaban en ellos. La muerte no tenía ninguna realidad para los niños. Fibji misma había jugado entre las tumbas, sabiendo muy bien lo que eran. No tenían más realidad para ella que para los otros niños.

Hasta ese momento. Su padre se encontraba a su izquierda, mirando los pastos de las estepas, que se agitaban con una brisa ligera. Las hojas a medio secar producían un suave susurro, apenas audible. A su derecha, un grupo de tumbas de barro, como pertenecientes a una familia, dos hombres y una mujer con los rostros de arcilla vueltos hacia ella. Fibji imaginó que en cualquier momento comenzarían a hablar, que saludarían al Rey; y, en ese instante, su mente pudo ver a través de la arcilla el lugar donde descansaban los huesos y, más allá de ellos, a las personas que alguna vez estuvieron vivas. Iodo ocurrió de repente, como una visión. Casi hubiese podido pronunciar los nombres de aquellos que yacían allí. Esos jóvenes la miraban con ojos ansiosos de batalla, hambrientos de muerte. Y, en aquel momento, Fibji supo lo que era la mortalidad, lo comprendió enteramente. ¡Hasta ella, Fibji, dejaría de vivir! ¡Dejaría de ser!

«Oh, ¿de qué sirven los guerreros muertos?», había repetido su padre, y ella gritó y se apretó contra él con un terror tan palpable que era como una presencia, como si la misma muerte la hubiese tocado.

«¿Fibji? —dijo él, mirándola al rostro con ojos comprensivos—. ¿Hija? —Y, entonces, la estrechó con fuerza mientras esperaba a que el miedo se fuese—. Lo sé, lo sé», la tranquilizó.

Tenía unos siete años cuando tomó conciencia de la muerte. Al hacerse cargo del cetro, trató de explicar por qué no debían librar la guerra. Y, sin embargo, siempre estaban los jóvenes que se rebelaban en su contra. Siempre los jóvenes, enamorados de su concepto de justicia, ansiosos por probarse a sí mismos. Les facilitaban las cosas a los Jondaritas, lanzándose a la batalla con un grito desafiante y el torso desnudo.

Ahora, Fibji tenía cincuenta y cinco, y tal vez le quedaran una década o dos antes de que la comprensión se tornase realidad. Para la Cancillería estaba el elixir que casi proporcionaba la inmortalidad. Para la gente de Costa Norte, la promesa de Potipur. Para los moradores de las estepas no había nada. Siete décadas y, luego, las tumbas de barro y los vientos fríos. Aunque se encontraba más cerca de ese final que percibió a los siete años, no lo temía tanto como entonces. No obstante, lo temía más por su gente y sabía lo que su padre había tratado decirle.

—Pensad bien —les dijo a sus familiares cercanos, interrumpiendo sus disputas—. Recuerdo las palabras de mi padre. Caminábamos por las estepas y me explicó que los Noor no encontrarían la paz hasta que pudiesen responder a la pregunta: ¿de qué sirven los guerreros muertos? Pensad bien, familiares míos. Consideremos la posibilidad de Costa Sur. Pero, hagamos lo que hagamos, tratemos de salvar a todos los Noor que podamos mientras tanto.

Se apartó de ellos y entró en la tienda pequeña donde dormía, donde Strenge la aguardaba.

—Viejo amigo, cuando nuestra hija Medoor Babji nos suplicó que le permitiéramos acompañar a un grupo de Melancólicos en su viaje por los poblados del Río, pensamos que estaba bien que viera el mundo en el cual los Noor deben vivir.

Él asintió con la cabeza.

—Aunque aquellos con quien está no saben quién es ni en qué se convertirá.

—Es cierto, pero tiene pruebas suficientes para conseguir que se pongan a su servicio. Aquí en su tienda hay una jaula de aves mensajeras cuidadas por sus servidores. Envía los pájaros al sur. Dile a nuestra hija lo que hemos escuchado de Costa Sur.

Era una hija, y no un hijo, la escogida por la Reina Fibji para ocupar el trono como heredera. Sus hijos eran demasiado valientes, demasiado poderosos, estaban demasiado ansiosos por entrar en guerra. Ellos no creían en la muerte.

—Cuéntaselo a nuestra hija —volvió a decir—, cuéntale lo que hemos oído de Costa Sur.

Ir a la siguiente página

Report Page