Despertar

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Libro Primero » Capítulo 24

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24

En las alturas de las Talon, sobre el Estrecho de Shfor, estaba la morada de Sliffisunda, el Elevadísimo, Parlante de Sexto Grado por la gracia de Potipur. Allí, Sliffisunda se reunió con sus discípulos, Parlantes recién localizados, jóvenes aún sorprendidos por haber sido escogidos. La morada, que alguna vez fuera una caverna helada, barrida por el viento y con el olor del guano, había sido reformada por los esclavos humanos. En la pared externa, una abertura conducía a un nicho secreto cerrado con pesadas cortinas. Había un sitio bajo y ancho, sobre el cual se posaba Sliffisunda para recibir a sus visitantes, y tallas en las paredes y un comedero de carne con un poste y cadenas que sujetaban la carne hasta que moría. A pesar de las fuertes dosis de Lágrimas, los cuerpos humanos vivos tendían a moverse mucho mientras eran devorados.

Algunas veces, Sliffisunda pensaba que, a pesar del mal olor de la carroña, hubiese preferido comérsela, al igual que los voladores corrientes, en los fosos de huesos.

Los tres alumnos que tenían delante eran pichones que apenas comprendían el significado del Convenio. No entendían la humillación. Era tarea suya enseñárselo, hacerles saber lo bajo que habían caído los Thraish desde su comunión con los dioses, y de este modo impartirles la doctrina de la ira, la cual gobernaba las Talon.

—Posaos —les dijo.

Aguardó con impaciencia hasta que estuvieron frente a él, con las alas extendidas y las cabezas bien echadas atrás sobre sus cuellos flexibles. Las garras de sus patas se extendían más allá de sus rodillas cuando se colocaron en cuclillas, en la postura de la subordinación.

—Quiero que imaginéis que sois voladores. Simplemente voladores, hembras. Que no sois Parlantes. Quiero que imaginéis que os encontráis en el pasado, más de mil años atrás.

Hubo una risita ante esto… Siempre había alguna risita, pero Sliffisunda aguardó, mirándolos fijamente y sin dar muestras de impaciencia. Pronto notaron su desaprobación y comenzaron a sentirse incómodos, cambiaban el peso de una pata a la otra y miraban con la cabeza gacha.

La voz de Sliffisunda se transformó en una salmodia monótona y rítmica.

—Es primavera. Habéis dormido durante todo el invierno en las cavernas de las montañas del norte. Ya han llegado los calores y salís de vuestras cuevas para la época del regocijo. Vuestro nombre es Shishus, voladora de los Thraish…

Su voz era hipnótica. Ellos imaginaban, combinando lo que llevaban en la sangre con lo que sabían y lo que él les decía en la salmodia. Caerían en trance y, en medio de él, soñarían con ese último despertar de tiempos pasados.

En el trance, parecía que la temporada de los calores había llegado a las planicies del norte. Las lluvias frías habían concluido. En las interminables praderas, los altos pastos se movían como agua; plateados y azules como el Río se movían, rompiendo alrededor de las manadas de

weehar como el Río rompía en las rocas de Shfor, cerca de las Talon. La manada bufó con nerviosismo cuando la sombra de

Shishus cayó sobre ella, exclamando:

—¡Regocijo! ¡El calor ha llegado!

Los

weehar se regocijaron a su modo, con las cabezas gachas y las patas temblorosas. Todo se regocijaba a su modo. Hasta los árboles, sin duda. Con los calores llegaba el fin de la hibernación, la estación del regocijo, la Promesa de Potipur a los Thraish.

Shishus susurró el nombre de su pueblo.

—Thraish.

La palabra era un regocijo en sí misma. Después de la solitaria época del frío, ella añoraba a los Thraish, sus compañeras de cacería. Primero, el regocijo; después, la obligatoria travesía a las Talon para bailar mientras se congregaban las lunas. Luego, el apareamiento; más tarde, la incubación, y la alegría de los pichones.

—Thraish —susurró, batiendo sus enormes alas sobre la pradera.

De todos modos, era probable que los Parlantes volviesen a sugerir que la danza no se efectuase, al igual que lo hicieran durante la última Conjunción. En la pasada temporada cálida se extendieron rumores rebeldes en contra de los Parlantes, y Shishus fue líder en aquella rebelión. Hubo tiempos en los que los Parlantes se mostraban prudentes y trataban de evitar las disputas; pero, en la última temporada —no, también en la penúltima y en la antepenútima—, no se habían mostrado tan serviciales, ni ortodoxos. Últimamente, los Parlantes parecían dudar de la Promesa de Potipur, la promesa de diez mil años; «Cumplid mi voluntad, y gozaréis de abundancia.»

Pensar en ello hizo que Shishus se sintiera enfadada. Entre los voladores libres se hablaba de derrocar a los Parlantes. Shishus les había dicho que eran puras tonterías. No era necesario derrocar a los Parlantes. ¡Simplemente podían ser ignorados!

La Promesa de Potipur era sagrada. Mucho, mucho tiempo atrás, los Thraish pasaban hambre, todos los hoovar habían sido comidos y estaban extintos. Entonces, llegó el Parlante Shinnisush, ton la Promesa de Potipur a la gente: «¡Seguidme y gozaréis de abundancia!» Y, después de la promesa, hubo grandes explosiones en las tierras del norte, montañas que se incendiaban e interminables grupos de

thrassil que llegaban, ahuyentados del norte por el fuego y apareciendo por detrás de las grandes montañas. Los Thraish volvieron a gozar de la abundancia.

Pero, con el tiempo, los

thrassil también fueron devorados y desaparecieron. Entonces el mundo volvió a temblar y las planicies azul plata vieron llegar los grandes grupos de

weehar.

Grandes manadas.

Shishus planeó en un gran giro, mirando hacia abajo. Sólo una manada. Pequeña. Tal vez debía aguardar hasta encontrar una mayor. No. La estación fría había sido larga y pronto llegarían sus compañeras de cacería. Echó atrás la cabeza y lanzó su grito hacia el cielo.

—¡Invitación! ¡Regocijo! ¡Las bestias del verano están aquí!

Abajo, la sombra de Shishus cayó sobre las bestias y éstas comenzaron a galopar, sabiendo que el tiempo del regocijo se encontraba cerca. A lo lejos, sobre el horizonte del oeste, dos puntos alados avanzaron hacia Shishus, gritando:

—Regocijo, regocijo.

Sus compañeras de cacería: Slililan y Shusisanda.

Se reunieron en el aire y se acariciaron con las puntas de las alas, tocándose con los picos los dulces lugares sensibles detrás de las orejas. Tanto las caricias como el vuelo eran una gloria. Entonces, gritaron y cayeron juntas, con las garras extendidas y pronunciando la gran invitación a los

weehar.

—¡Regocijo! ¡Regocijo!

Los

weehar galoparon, bufaron y saltaron en una danza salvaje sobre el pasto. Las evitaron, resbalaron y finalmente cayeron bajo las garras, bajo los picos afilados. La sangre caliente inundó el pico de Shishus.

En la morada de Sliffisunda, los jóvenes cambiaron el peso de una pata a otra, con los picos entreabiertos. Saborearon la sangre caliente del weehar y escucharon los gritos de las compañeras de cacería. Sliffisunda continuó hablando, diciéndoles lo que debían sentir y experimentar. En medio del trance, pudieron escuchar su voz:

—¡Regocijo! ¡Regocijo!

En medio de la pradera, los pocos

weehar que quedaban dejaron de correr y de temblar. Los más jóvenes se encontraban en el centro del grupo. Así era como los

weehar elevaban sus plegarias a Potipur; así era como se regocijaban las bestias. Shishus se subió sobre una de las que había matado, con el pico chorreando, y llamó a sus compañeras de cacería para que viesen cómo se regocijaban las bestias.

—No se regocijan —replicó Slililan. Ella no siempre se comportaba como una voladora libre. Algunas veces casi parecía un Parlante—. No se regocijan Shishus, tonta voladora. Los

weehar están asustados, sólo eso. La manada es demasiado pequeña.

—Se regocijan a su modo —gritó Shishus. Slililan estaba arruinando su primer banquete—. Hablas como una no ortodoxa. Dudas de Potipur.

Entonces, Slililan voló hacia Shishus, lista para la batalla. Pero el cuerpo de Shusisanda se interpuso entre ambas, que ya estaban enfrentadas, con las alas extendidas y los ojos inyectados en sangre.

—Compañeras —susurró—. Es tiempo de regocijo.

¿Qué las había vuelto tan furiosas? Nunca antes hubo ira entre voladoras libres. Sólo jugaban a fingir las batallas del apareamiento, emulando a los machos danzantes. No peleaban unas contra otras. ¿Era algo existente en el aspecto de las planicies, en el silencio tembloroso de los pocos weehar?

—Busquemos una manada mayor —exigió Shishus, elevándose de los muchos cuerpos esparcidos en el suelo.

Tal vez no debían haber matado a tantos. Podían haber matado sólo a tres, uno para cada una, aunque ni siquiera así hubiesen podido comerlo todo. Alrededor de los cadáveres se habían agrupado ya los voladores tontos, aquellos que no poseían el habla, a la espera de su propio tiempo de regocijo. Shishus y sus compañeras de cacería se alejaron hacia las Talon, inquietas a medida que recorrían la distancia, más inquietas aun cuando alcanzaron a ver las cumbres.

Allí, las cazadoras de los Thraish, voladoras libres, se reunían por cientos de miles y su parloteo era tan fuerte que se escuchaba a distancia.

Hablan dado la vuelta a medio mundo hasta llegar a las Talon, pero sin encontrar ninguna manada mayor.

No consiguieron ver ninguna manada en absoluto.

Llegaron al lugar de donde provenían los sonidos, producidos por los jóvenes voladores que pedían a los Parlantes que saliesen de sus torres de piedra. La roca de los portavoces estaba vacía, no había ningún Parlante sentado en ella. El sonido de los voladores se tornó más fuerte, más agitado.

Entonces, se hizo un silencio, pues salió un Parlante, uno viejo, azulado por la edad, con bolsas bajo los ojos y un pico plateado, de bordes mellados. Salió de un agujero oscuro en la roca, se posó en un peldaño y miró con ojos miopes a la multitud reunida allí.

—Regocijo, pueblo de los Thraish —saludó con voz fría e indiferente.

Sólo hubo un murmullo de voladores libres. Entre la multitud, la única que respondió fue Shishus:

—¡Regocijo!

Todos los ojos se volvieron hacia ella. El murmullo se hizo más fuerte. El Parlante fijó sus viejos ojos sobre ella y le preguntó:

—¿Has encontrado

weehar entonces, jefa de vuelo?

Shishus no pudo responder. Así no era la ceremonia. El Parlante volvió a preguntarle dos veces más antes de que ella lograra pensar para contestar:

—Las compañeras de cacería se han regocijado.

—¿Cuántos

weehar habéis encontrado?

Shishus consultó con Shusisanda. ¿Cuántos eran?

—Unos cincuenta.

—Y, cuando os hubisteis regocijado, ¿cuántos quedaron?

—Unos treinta, o tal vez menos.

Se hizo un silencio en las Talon, un largo e inquietante silencio. Lo único que se oía era el movimiento de miles de patas que cambiaban el peso de un lado a otro.

—Promesa de Potipur —gritó alguien con un gemido—. Promesa de Potipur.

—Ah, bueno —exclamó el viejo Parlante—. Si Potipur lo ha prometido, los voladores libres de los Thraish no tienen nada de qué preocuparse.

Los murmullos volvieron a comenzar, esta vez más furiosos. Potipur les había prometido abundancia, pero no existía tal abundancia. Debía de haber un error en alguna parte. Un mal. Un pecado. Parlantes, probablemente. Culpa suya. Su pecado. Desconfianza.

El viejo Parlante pareció leerles el pensamiento.

—¿Quién os dijo en la última estación cálida que no comierais

weehar, voladores libres?

Murmullos. Era verdad. Los Parlantes se lo aconsejaron. Que había muy pocos

weehar, pero los voladores libres replicaron que guardasen silencio. «Promesa de Potipur», se defendieron.

—En la última estación cálida, ¿quién les dijo a los machos que no bailaran? ¿Quién les dijo a los voladores libres que no se apareasen hasta la última Conjunción? ¿Quién les dijo a los voladores que rompiesen sus huevos?

Los Parlantes fueron, los Parlantes les dijeron que comiesen pescado; pescado podrido que suavizaba los picos, hacía caer las plumas y les impedía volar. Los Parlantes les advirtieron que no empollasen, que no se apareasen. Pero los jefes de vuelo se rieron. Promesa de Potipur. Y Shishus se rio con los demás. ¡Cumplir con la voluntad de Potipur! Reproducirse. Hacerse más numerosos. ¡Tener abundancia!

—¿Quién les dijo a los voladores que comiesen, que se reprodujesen? —La voz del Parlante viejo era como rocas entrechocando en el agua—. Los jefes de vuelo dijeron: comed, reproducíos. Los jefes de vuelo como Shishus, aquí presente. Ella avergonzó a los Parlantes. Les dijo que Potipur proporcionaría abundancia. Preguntadles ahora a los jefes de vuelo dónde está el regocijo que Potipur iba a proporcionar.

A continuación, el Parlante se retiró rápidamente y se ocultó en la roca, donde estaría a salvo de los Thraish, ya que los Thraish se sentían muy enfadados con los Parlantes.

En un principio.

La ira estaba allí. Pero los Parlantes no. Los voladores libres no podían atacarlos. Ellos eran diferentes. Machos que no bailaban, sino que cambiaban. Sabían más. Utilizaban más palabras. Tenían pensamientos diferentes. Vivían dentro de la roca, en algún sitio de las profundidades donde los Thraish no podían alcanzarlos.

Por tanto, la cólera hizo que se volvieran unos contra otros.

Contra los jefes de vuelo.

Contra Shishus. Y ella voló, voló, se ocultó entre las piedras, entre los pastos, caminó a lo largo de los arroyos para esconderse, sin volar. Sus compañeras de cacería estaban muertas. Sólo quedaba ella, comiendo lagartos zancudos y gusanos, sobreviviendo mientras a su alrededor los Thraish morían a miles. Morían de hambre.

En los poblados a lo largo del Río vivían los forasteros de dos piernas, los humanos. Despreciables seres que no podían volar. Que olían bien. Que estaban llenos de sangre caliente. Débiles. Lentos. Algunos voladores cazaron esta carne, y algunos de los que la comieron murieron. Gritando, con un fuego en las entrañas, murieron. La carne humana era veneno para los Thraish.

Otros comieron pescado. Por un tiempo perdieron las plumas. Los huesos cambiaron. No podían volar. Treeci significaba «arrastrarse». Los que se alimentaban de pescado. Inmundicia. Traidores a Potipur.

Algunos, como Shishus, comieron lagartos, gusanos y cuerpos de voladores muertos. Sólo esos pocos, como ella, sobrevivieron; los que no comieron la venenosa carne humana ni pescado, como hacían los perversos Treeci, que abandonaron la Promesa de Potipur renunciando a su capacidad de volar. Era una prueba, una prueba. Potipur los probaba. Pronto se cumpliría la Promesa de Potipur.

De los Parlantes, sólo unos pocos sobrevivieron. De los voladores, sólo unos pocos, como Shishus, sobrevivieron.

En la morada, los pichones despertaron de su trance en medio de las náuseas. Ya no reían.

—Escuchad —dijo Sliffisunda—. Algunos sobrevivieron. Shishus, cuya historia acabáis de escuchar, lo consiguió. Y muchos de nosotros, los Parlantes, también lo hicimos. Fue uno de los nuestros, Thoulia, quien aprendió que la carne humana podía suavizarse con las Lágrimas de Viranel. Podíamos así comerla sin peligro, y así fue cómo nos llevamos a esos suaves y débiles humanos para comerlos.

»Decidimos no comer pescado, no perder nuestra capacidad de vuelo, no traicionar la Promesa de Potipur.

»Pero los humanos lucharon en contra nuestra. Muchos de ellos murieron. Muchos de los nuestros murieron. Thoulia nos dijo: “Nunca os permitirán llevároslos sin luchar. Y, si los matáis a todos, igual que matasteis a los

weehar, ¿qué comeréis después? Y, si ellos nos matan a todos, ¿quién mantendrá con vida el nombre de Potipur?”.

»Decidimos llegar a un acuerdo para aseguramos una provisión suficiente de carne humana, así que hicimos un pacto con los humanos. Les ofrecimos a unos pocos de ellos el elixir de los Parlantes a cambio de la carne de otros humanos. Carne muerta para los voladores, que son muchos. Carne viva para los Parlantes, que somos pocos. Les dimos a algunos de ellos el elixir si ellos adoraban a nuestros dioses. Les ofrecimos una larga, larga vida si se convertían en Despertantes, construían las Torres y dejaban que los Thraish se alimentasen en sus fosos de huesos y que viviesen sobre las Torres. Primero se construyó una; luego dos. Más tarde cuatro y, al fin fueron muchas. En un principio, unos pocos voladores libres y, después, más. No muchos, unos ocho mil; viviendo en las Torres de la vida. Las Torres.

Los jóvenes se movieron. Aún no habían tenido tiempo suficiente para asimilar lo que acababan de aprender. Lo miraron con ojos desconcertados y uno, más atrevido que los demás, susurró:

—¡Pero nosotros despreciamos las Torres!

Sliffisunda asintió con la cabeza. Este llegaría lejos.

—Sí, pichones —aceptó en un susurro ronco y alzando la cola para depositar un desecho simbólico respecto al tema en discusión—. Nunca lo olvidéis. Despreciamos a los Treeci, de nuestra propia especie, porque traicionaron la Promesa de Potipur y renunciaron a sus alas. Despreciamos a quienes consumimos, aquellos a los que convertimos en mierda. Y despreciamos a los humanos que, por unos cuantos años de vida, venden a los de su propia especie. Sí, pichones, despreciamos las Torres y la Cancillería. Despreciamos a todos los humanos en el mundo de los Thraish. Sólo les permitimos vivir para conservar nuestras alas como ordena Potipur. Si no podemos vivir como manda nuestro dios, preferimos morir. Y todos los seres humanos morirán con nosotros, pues los despreciamos a todos.

Cuando los pichones se fueron, Sliffisunda abandonó su ancho repecho y se dirigió a una de las aperturas en la roca. Los humanos las llamaban ventanas y las cubrían con vidrios o con papel encerado. Los Thrais las llamaban atalayas y las ocultaban tras las rocas. Esta miraba hacia el norte.

¡El norte! Detrás de las grandes montañas. Sliffisunda había visto

thrassil allí, y también

weehar. Aunque él no había salido del cascarón cuando las grandes bestias fueran vistas por última vez, podía reconocerlas, al igual que reconocía las plumas de sus propias alas. Ya conocía su olor y su sabor. Y sabía que los sucios humanos los tenían y que nunca se los entregarían voluntariamente.

Lo cual no importaba. Ahora que los Thraish sabían dónde estaban, no tardarían mucho en traerlos. Unos cuantos voladores fuertes tenían instrucciones de atravesar el paso durante la noche, buscar a los jóvenes y llevarlos hasta allí. En realidad, era muy posible que la tarea ya hubiese sido cumplida.

Una docena de jóvenes crecería y se convertiría en una manada que, con el tiempo, alcanzaría a contar con un gran número. Y, cuando hubiese suficientes de ellos…

Se imaginó diciendo no mucho tiempo después: «Bien, pichones, ahora todos los humanos deben morir, porque Potipur, nuestro dios, nos ordena que los matemos a todos.»

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