Despertar

Despertar


Libro Segundo » Capítulo 1

Página 39 de 79

C

a

p

í

t

u

l

o

1

1

Cuando Pamra abandonó Thou-ne para viajar hacia el oeste por el camino que bordeaba el Río, varios miles de habitantes de Thou-ne fueron tras ella. Aunque la mayoría contaba con suficientes provisiones, hubo algunos que no pensaron en llevar alimentos o mantas, confiando en una providencia que Pamra no les había prometido y que, evidentemente, ni siquiera tenía en cuenta. A pesar de su aparente demencia, Peasimy Flot iba bien abastecido, llevaba una carretilla llena de cosas que había estado guardando durante algún tiempo. La viuda Flot se hubiese sorprendido al encontrar en ella objetos desaparecidos de su casa a lo largo de los últimos quince años; y algunas otras personas de Thou-ne se hubiesen sorprendido igualmente al ver que sus pertenencias perdidas acompañaban a Peasimy en su viaje.

La procesión llegó a Atter y, aunque algunos de los Thou-ne abandonaron la empresa, muchos de los Atter se unieron a ella. Pamra predicó en el Templo de la localidad y recibió una aclamación general. A continuación, pasó por Bylme, por Twarn-la-pequeña y por Twarn-la-grande, donde los pobladores le regalaron a Pamra una carreta liviana en la que podía viajar, arrastrada por sus partidarios. Luego vinieron una docena de poblados más y, en cada uno, la comitiva se hacía más numerosa y la bienvenida era más tumultuosa. Peasimy comenzó a designar «mensajeros» que se adelantaban para anunciar la llegada. Fue algo que se le ocurrió de improviso.

—Llega la luz —les dijo—. Eso es lo que debéis anunciar.

A medida que pasó el tiempo, los mensajes se volvieron más detallados, pero siempre era Peasimy quien los enviaba.

Fue en una mañana de cielo amenazante cuando abandonaron las tierras áridas de Byce para llegar al poblado de Chirubel.

La tormenta no los tomó por sorpresa; desde el amanecer hasta media tarde se sucedieron vientos fuertes y chaparrones. Sin embargo, cuando a última hora de la tarde el viento comenzó a soplar con toda su furia y los cielos se abrieron, la multitud no estaba preparada en modo alguno. Algunos se detuvieron dónde estaban y se ocultaron bajo sus carretas o montaron sus tiendas lo mejor que pudieron para protegerse de la lluvia en su interior. Sobre su propia carreta, Pamra se limitó a señalar adelante con el dedo y los hombres que la llevaban, medio ahogados por el agua que caía sobre sus rostros, avanzaron en medio del diluvio. Sólo cuando chocaron contra el muro del Albergue Jarbo comprendieron que era eso lo que ella había señalado. Pamra bajó de la carreta y la docena de personas que la acompañaban, entre ellos Peasimy Flot, recorrieron el perímetro del lugar en busca de una puerta.

Esta se abrió ante sus golpes, dejando salir un aire cálido y seco junto con unos extraños aromas y una vaharada de humo. Peasimy tosió. Pamra empujó al portero para pasar y los demás la siguieron, jadeantes y mojados como peces.

Atravesaron un largo corredor hasta llegar al salón principal y allí se detuvieron atónitos por las proporciones del lugar. Era como estar dentro de una chimenea. En un lateral, una escalera ascendía en curva hasta una galería que se elevaba en espiral, arriba y más arriba y más arriba y cada vez más pequeña hasta casi el límite de la vista, donde acababa en un vidrio, una claraboya oscurecida por la lluvia. A Pamra le dio la impresión de encontrarse dentro del tronco hueco de un árbol, con una apertura en la cima y todos los habitantes del árbol espiando, pues a lo largo de las galerías se asomaban cabezas y algunas desaparecían para ser reemplazadas por otras; y todas aquellas criaturas vivientes emitían un constante rumor de conversaciones, un latido efervescente que parecía una trama continua de sonido ininterrumpido.

De algunas galerías pendían redes llenas de prendas y mantas. En otras, largas varas descendían a niveles inferiores. Abajo, en el suelo, había un brasero encendido y su calor se elevaba hacia las galerías.

—Entrad —dijo el Mendicante, con ironía—, qué placer teneros aquí.

—Está lloviendo ahí fuera —anunció Pamra con calma, sin darse por enterada del sarcasmo. Se echó para atrás la capa y descubrió a Lila, que no parecía nada molesta por el remojón recibido.

—Lluvia —ratificó Peasimy—. Muchísima lluvia. Un gran diluvio. No debemos dejar que ella se ahogue. Es demasiado importante.

—Ah —asintió el Mendicante—. ¿De veras?

—La cruzada —le explicó Peasimy—. Somos la cruzada. ¡Llega la luz! Ella es la Portadora de la Verdad, la mismísima Madre de la Verdad.

—Ah —volvió a asentir el Mendicante, con el ceño fruncido. Había oído hablar de ello. En todo ese sector de Costa Norte se hablaba de ello y, al ser uno de los mensajeros más fiables de la Orden, estaba más interesado en el asunto que la mayoría. A través de Chiles Medman, Gobernador General de la Orden, había recibido un mensaje de Tharius Don en el que se solicitaba que la Orden colaborase procurando información.

—Trale —se presentó—. Hermano Mendicante del Jarbo. ¿Qué puedo ofrecer para ayudaros?

—Toallas —contestó Pamra, simplemente—. Y un fuego para secarnos. Algo caliente para beber, si no es mucha molestia.

Miró a su alrededor y alzó la vista hacia las interminables galerías donde la gente iba y venía, la miraba y se apartaba para dejar sitio a otros que también la miraban. Rostros pálidos. Bocas abiertas. Manos que le hacían señas. Algo la perturbaba, pero no conseguía identificar qué era. Algo andaba mal, algo faltaba, como si hubiese olvidado ponerse la falda o la túnica. Se miró, confundida: estaba mojada, pero completamente vestida. ¿Por qué esa sensación de desnudez?

Trale los condujo a través de una arcada bajo las galerías y entraron en una amplia habitación de techo bajo. Un refectorio. Pamra se estremeció. No era muy distinto al refectorio de la Torre de Baris. Los olores tampoco eran muy diferentes: cereales y jabón, vapor y grasa, limpieza en guerra con lo suculento. Trale les indicó que entrasen en una habitación más pequeña que salía de la anterior, donde el hogar estaba encendido.

—Regresaré en un momento —murmuró y los dejó allí.

Los que habían arrastrado la carreta se quedaron detrás, a la espera de que Pamra se aproximase al fuego. Ella les hizo una seña para que se acercasen. La habitación estaba cálida sin llegar a ser calurosa. Pamra se quitó la capa y la estiró sobre una mesa. Su túnica sólo estaba húmeda, pegada al cuerpo como una segunda piel. Ante la mirada perentoria de Peasimy, los hombres apartaron la vista y uno de ellos se ruborizó.

Trale volvió en seguida con toallas y un montón de túnicas tejidas colgadas de un brazo. No pareció notar el cuerpo de Pamra bajo la tela mojada, se limitó a entregarle una de las túnicas de un modo tan impersonal como un sirviente. Detrás de él llegaron un hombre y una mujer. Ella llevaba el servicio de té y él una bandeja cubierta que Peasimy miró con desconfianza.

—Jarbo —dijo Trale—. Es nuestra costumbre.

—Nosotros no… —comenzó Pamra.

—No. Es nuestra costumbre. Con cualquier visitante. Podríamos llamarlo… un método de diagnóstico.

—Nosotros no estamos enfermos.

—El diagnóstico no siempre es de enfermedad. Tomaos el té. Es una infusión muy confortante. No tiene cualidades medicinales, aparte de ésa.

Todos se sentaron frente al fuego. De sus cuerpos húmedos y de sus ropas se elevaba el vapor. La lluvia entraba por la chimenea, haciendo sisear el fuego. Los truenos retumbaban en los muros y se escuchaban las fuertes ráfagas de viento. En el gran vestíbulo continuaba el murmullo de voces. Trale se hincó junto al fuego para colocar carbones en un pequeño brasero. Junto a éste había tres raíces ovaladas, verrugosas y azules, cada una del tamaño de un puño. Raíces de Jarbo, pensó Pamra. Trale las peló con sumo cuidado y echó la piel en una cazuela poco profunda. Cuando hubo pelado las tres las colocó entre las cenizas y comenzó a secar los hollejos sobre el brasero, moviéndolos con una delgada cuchara metálica. La mujer que había traído el té hundió las raíces peladas entre las cenizas y se volvió hacia Pamra con una sonrisa.

—Sólo el pellejo tiene la propiedad de provocar visiones. La raíz de Jarbo en sí misma es deliciosa, los Noor la comen continuamente. ¿Alguna vez la has probado?

Pamra negó con la cabeza, oprimida de nuevo por la sensación de que le faltaba algo.

—No. —A medida que avanzaba la cruzada, comía cada vez menos. Sin embargo, por algún motivo, en ese momento se sentía hambrienta. Tal vez a causa del humo, quizá por el olor de la comida—. Pero tengo hambre.

—Sólo necesitan unos momentos para ablandarse. Algunos raspan las cenizas, pero a mí me gusta su sabor.

Extrajo una pipa del bolsillo y se la entregó a Trale, que la llenó con los fragmentos quebradizos que había en la cazuela. Ellos tres tenían cada uno una pipa y, momentos después, cuando las hubieron encendido, se sentaron frente al fuego mientras el humo flotaba por la habitación, salía al refectorio y subía por la chimenea del gran vestíbulo. La fragancia era la misma que ya lo impregnaba todo; dulce, aromática. Pamra cruzó los brazos sobre la mesa y apoyó la cabeza en ellos. Se sentía hambrienta y cansada. No se había sentido así en meses. ¿Por qué se encontraba allí? Por unos momentos pensó en el

Obsequio de Potipur. Hubiese querido estar a bordo. El murmullo de la Torre se convirtió en el murmullo de la corriente y los truenos eran los crujidos de los maderos del barco. Podía estar allí, con Thrasne, en lugar de encontrarse aquí. A su lado, Lila rió suavemente y dijo con claridad:

—Por el Río. Thrasne se fue por el Río.

Peasimy se volvió. Su pequeña boca de rubí estaba abierta y tenía las mejillas enrojecidas de tanto que las había frotado para secarlas.

—¡Ha hablado!

Pamra asintió adormecida.

—Algunas veces lo hace.

—Nunca antes la había oído.

—Habla mucho del Río.

Se frotó la frente con inquietud. El aroma dulce del Jarbo le invadía la nariz, como un jarabe. Al volverse vio que los tres fumadores estaban vaciando en el hogar lo que quedaba en sus pipas. El olor se estaba dispersando.

La mujer extrajo del fuego una raíz asada, la limpió un poco, la colocó en un plato pequeño y lo puso delante de Pamra, junto con una cuchara.

—Pruébala.

Pamra se sirvió un poco y sopló para enfriarla. La raíz también era dulce, pero estaba deliciosa. El ligero sabor a ceniza sólo la complementaba. Se sirvió otra cucharada, y entonces vaciló.

—Vamos, cómela toda —la animó la mujer—. Hay gente que traerá suficientes alimentos para vosotros y para los demás.

Junto al fuego, Trale se sentó y se meció suavemente.

—¿Has tenido una visión? —le preguntó Peasimy con curiosidad, mientras estudiaba el rostro del hombre.

—Oh, sí.

—¿De qué ha sido?

—De ti, Peasimy Flot. Y de Pamra Don. Y de lo que está por venir.

—¡Oh! —Peasimy batió las palmas encantado—. ¡Cuéntanos!

Trale sacudió la cabeza.

—Me temo que no puedo hacerlo, sólo se trata de colores y contornos.

—Rojo, anaranjado y amarillo, como el fuego —precisó la mujer—. Negro, como el humo.

—Rojo, anaranjado y amarillo, como las flores —dijo a su vez el hombre—. Negro, como las montañas rocosas.

—Rojo, anaranjado y amarillo, como el metal —propuso Trale—. Negro, como las minas profundas.

—Eso no parece una visión —se quejó Peasimy.

—O lo parece demasiado —comentó Pamra, esbozando una sonrisa con un lado de la boca. La raíz de Jarbo le había producido una especie de felicidad como la que se sentía al comer la especia Glizzee. No era el éxtasis, más bien una satisfacción. Calidez. Había comido una raíz de apreciable tamaño, y su apetito estaba apaciguado. Volvió a sonreír, cabeceando por la fatiga—. Tengo tanto sueño…

—Ven conmigo —se ofreció la mujer—. Buscaremos un lugar donde puedas descansar.

Salieron de nuevo al gran vestíbulo y subieron a la galería en espiral. Después de una vuelta y media alrededor del enorme tubo, la mujer señaló una habitación donde había una cama ancha cubierta con un vistoso edredón.

—Duerme. Cuando hayas descansado lo suficiente, baja a la habitación donde acabamos de estar. Yo me encontraré allí, o Trale. ¿La niña estará bien aquí contigo?

Pamra asintió con la cabeza. Se sentía tan fatigada que apenas podía mantenerla erguida. Mientras se metía en la cama oyó que el pestillo de la puerta se cerraba, escuchó el murmullo satisfecho de Lila, acurrucada a su lado, y se sumió en la oscuridad.

Fuera de la habitación la gente se movía de un lado a otro. Algunos se detenían a mirar la puerta con curiosidad antes de apartarse para ser reemplazados por algún otro. En el interior de la alcoba, Lila abandonó los brazos de Pamra, se deslizó fuera de la cama, gateó hasta la puerta, se sentó y apoyó las manos en su superficie. Allí sonreía, asentía con la cabeza y algunas veces hablaba sola con su alegre voz infantil, como si con los dedos pudiese ver lo que ocurría al otro lado de la madera.

Abajo, en la habitación donde estaba encendido el hogar, los Mendicantes se sentaron en cuclillas frente al fuego, mirando las llamas. Peasimy se había quedado dormido sentado, al igual que los hombres que estaban con él.

—Loca —dijo Trale por fin—. No hay duda de ello.

—Ninguna duda —convino la mujer—. No ha comido en semanas o meses. No es más que piel y ojos. Está en éxtasis. Ve visiones. Y el ayuno sólo empeora las cosas. En cuanto aspiró el humo, comenzó a tener hambre.

—¿Cuánto crees que lograremos que se quede? —preguntó el hombre.

—Muy poco. Hasta mañana por la mañana tal vez. Si continúa la tormenta, quizás hasta que deje de llover.

—No lo suficiente como para que podamos hacer algo.

—No.

—Es grave, ¿verdad?

Trale asintió con la cabeza y atizó el fuego.

—Bueno, una época de cambios suele ser desagradable. No creo que los Albergues Jarbo se encuentren seriamente amenazados. Ni los Mendicantes.

—Se necesitarán más albergues.

La mujer hizo un gesto en espiral para indicar todo el edificio con sus susurrantes moradores.

—Tal vez algunos de los internados puedan irse —apuntó el hombre, no muy seguro de esto.

—Algunos están listos para marcharse como Mendicantes. —Trale suspiró—. Se llevarán sus pipas con ellos, como hacemos nosotros. Los demás…, si se van, volverán a caer en la locura. Se necesitarán más albergues, pero no podremos construirlos.

—Podríamos retenerla aquí.

—¿Por la fuerza? —Era sólo una pregunta, sin ningún sentimiento; pero la mujer se ruborizó intensamente—. Pensé en persuadirla, tal vez.

—Inténtalo —la instó Trale—. Por todos los medios, Elina, inténtalo. No existen esperanzas de éxito, pero no te sentirás satisfecha hasta que lo hayas hecho.

Más tarde sonó una campana y la gente comenzó a bajar hacia el refectorio. Los niños saltaban por las barandas para caer en las redes y de allí se arrojaban a las de más abajo. Algunos descendían por las largas varas. Un tren de pequeños se deslizó baranda abajo riendo. Las mesas se ocuparon y todo fue ruido de platos y cucharas. En el vestíbulo, Elina colocó mondaduras de Jarbo en el brasero, renovando las nubes de humo que se alzaban hasta la alta claraboya. Pamra abrió la puerta de su habitación, salió a la galería y se asomó hacia abajo, con Lila apoyada en el hombro. Elina las llamó y Lila se escurrió de entre sus brazos y se deslizó por la baranda hasta llegar abajo. Elina la atrapó, sin pensarlo, y sólo se puso pálida cuando la niña se rió entre sus brazos y Pamra se llevó las manos a la garganta para ahogar un grito.

—Muy bien —aplaudió Lila—. Me has atrapado.

—¿Sabías que lo haría? —preguntó la mujer, en un susurro atónito.

—Oh, sí —respondió Lila—. El humo es bonito.

Pamra estaba bajando la escalera con los ojos fijos en ella. Lila se retorció para que Elina la bajase al suelo y fue hasta la escalera, con el rostro demudado por la enorme concentración necesaria para caminar. No se cayó hasta llegar al pie de la escalera, y allí Pamra la levantó.

—Lila, no vuelvas a hacer eso. —En su voz se notaba la angustia propia de cualquier madre. Miró a Elina, sonriendo, y sacudió la cabeza. Ambas compartieron ese momento. ¡Niños! ¡Las cosas que hacían! Sólo duró unos instantes—. Debo regresar con mi gente. Se preguntarán qué me ha ocurrido.

—Saben que te encuentras aquí. Aún está lloviendo. Se sentirán mejor si saben que tú estás cómoda. No los inquietes volviendo a salir con este tiempo.

—Tienes razón, por supuesto. Y no me hará daño comer algo caliente. —Pamra estaba sorprendida de sí misma, pero tenía hambre otra vez. Miró a su alrededor con curiosidad—. Sólo tengo una impresión general del lugar. ¿Todos los Albergues Jarbo están construidos de este modo?

—Sí, para que el humo pueda impregnar toda la estructura.

—¿El humo? Veo que es así. ¿Pero por qué?

Elina la tomó del brazo y la acercó a ella, como si hubiesen sido hermanas acostumbradas a compartir confidencias.

—Se dice que el humo del Jarbo produce visiones, ¿lo sabías? Pero, en realidad, lo que hace es borrar las visiones y restituir la realidad. Se la devuelve a quienes se encuentran perturbados por las visiones de la locura. ¿Ves a esa mujer que entra en el refectorio, la alta de larga melena roja? Fuera es una bestia que vaga por los bosques, matando a todos los que la persiguen. Está obsesionada con los terrores del mundo. Aquí es la gentileza personificada, amiga de medio albergue. —Pamra miró a la mujer, con aspecto de no comprender lo que le estaban diciendo—. Fuera sufre visiones en las que ella es una bestia a la que tratan de cazar. En el albergue, el humo borra esas visiones. Aquí no es más que ella misma.

Pamra la miraba fijamente, recobrando la conciencia de repente, con el rostro muy pálido.

—¡Neff! —gritó—. ¡Neff!

—¡Chist! —se inquietó Elina—. Calla, no hay necesidad de gritar.

—¡Neff! ¿Dónde está?

Trale salió del refectorio, se acercó a ellas y sujetó a Pamra por el otro brazo. Luego, le dirigió a Elina una mirada resignada.

—Tus visiones te aguardan fuera —dijo—. No pueden entrar en un Albergue Jarbo.

Pamra se irguió, majestuosamente alta, convirtiéndose en otra persona.

—La verdad no puede existir en este lugar, ¿eh, Mendicante? La luz no puede entrar aquí. Sólo hay oscuridad y humo.

El sacudió la cabeza.

—Todos tus… tus amigos te aguardan. Ven conmigo. También te espera la comida.

Ella los miró y movió la cabeza de un modo compasivo, pero permitió que la condujeran al lugar donde Peasimy aguardaba con impaciencia junto a los demás. Todos se hallaban de pie al lado de sus sillas, esperando a que ella se sentase; luego, aguardaron hasta que ella comenzó a comer. Pamra los miró y dijo:

—Comed rápido, amigos míos. Debemos abandonar este lugar.

—¿Llega la oscuridad? —preguntó Peasimy, mirando con ira a los Mendicantes—. ¿Pamra?

Ella sacudió la cabeza.

—No son malvados, Peasimy. Sólo están engañados.

Si antes sentía hambre, ahora comenzó a dar vueltas a la comida que tenía delante, impaciente por marcharse. Elina le puso una mano en el hombro; sus ojos estaban llenos de lágrimas.

—¡Pamra! ¡Por favor! Neff no está impaciente.

Pamra se llevó un bocado a la boca y lo masticó lentamente, observándolos con la misma mirada compasiva. Sabía ya lo que le había estado faltando desde que entró en el albergue. Neff, Delia, su madre. Ellos y sus voces. Habían desaparecido. Como si nunca hubiesen existido, excepto en su memoria. ¿Esos pobres tontos cegados por el humo pensaban que los dejaría ir? Aunque allí no pudiera verlos, el centro de su ser sabía lo que era verdad. Ellos… ellos eran verdad; Neff lo era. Tomó otro bocado, sonrió a Peasimy y lo alentó para que comiera.

Desde un rincón de la habitación, Trale los observaba con expresión concentrada. Elina se acercó a él.

—No ha hecho por completo la conexión con su propia condición.

—Oh, sí. Sabe lo que tratábamos de hacer, pero se ha negado.

—¿Por qué, Trale?

—Porque su locura es todo lo que posee. Todo lo que tenía le ha sido arrebatado. Lo que pudiese tener en el futuro parece pobre en comparación. ¿Quién se casaría con un hombre cuando tiene la posibilidad de hacerlo con un ángel? ¿Quién viviría como una mujer si tiene la posibilidad de reinar como diosa?

—Podríamos retenerla por la fuerza.

—Suponiendo que rompiésemos nuestros votos, sí, podríamos.

—Con el tiempo lo olvidaría.

—Ah.

—Llegaría a acostumbrarse.

—Elina.

—Sí, Trale.

—Corta las alas del pájaro de fuego si quieres. Enciérralo en tu propio gallinero. Convéncete a ti misma de que lo haces para salvar su vida. Pero no esperes que anide ni que cante.

Ella inclinó la cabeza. Estaba muy pálida. A su espalda, Pamra se levantó y con mano temblorosa se limpió la boca con una servilleta.

—¿Dónde están mis ropas?

Peasimy fue a buscarlas junto al fuego y Pamra se las puso. Estaban tibias y secas.

—¿No quieres quedarte hasta que deje de llover? —le preguntó Elina—. Sólo hasta la mañana.

—No —rechazó Pamra mientras sus ojos recorrían todo el albergue para grabarlo en su memoria. Más adelante… quizás hubiese conversos a quienes meter en un sitio así—. No, Neff está esperando. Mamá y Delia. Me esperan. Hemos puesto nuestro pie en el camino y no debemos abandonarlo. Éste es un mal lugar, Elina, deberías venir con nosotros. No puedes ver el camino desde aquí, Elina. Ven con nosotros…

Su rostro se iluminó desde el interior, resplandeció, sólo por un momento. Pero, durante ese instante, Elina se sintió desgarrada, arrastrada hacia la puerta del albergue. Invadida por el miedo, retrocedió.

—No, Pamra. Es un lugar seguro. Aquí la gente encuentra alegría y consuelo.

—¡Alegría! ¡Consuelo! —El desprecio era palpable en su voz, un ácido que goteaba sobre aquellas palabras—. Seguridad. Sí, eso es lo que hay aquí.

En un instante, Peasimy estuvo junto a ella, tragando el último bocado de su cena. Seguidamente, todos se dirigieron a la entrada, cruzaron la inmensa chimenea, atravesaron el vestíbulo, hasta empujar las grandes puertas. Salieron a la noche, una noche milagrosamente despejada e iluminada por las lunas. Potipur, algo henchido y sombrío sobre ellos al oeste; Viranel, no más que una hoz ocultándose en el horizonte occidental; Abricor, un melón redondo muy alto en el este.

—Ya lo veis —señaló Pamra—. Neff se ha ocupado de todo. Ahí viene.

Volvió su rostro radiante hacia los bosques, de donde salió una presencia invisible que se unió a ella. Junto a la puerta, Elina lanzó una pequeña exclamación, pues ella también la vio. Por un momento pudo ver aquella figura de luz blanca, alas doradas extendidas y el pecho teñido de rojo.

Trale se encontraba detrás de ella.

—Entra, Elina.

—Trale, he visto…

—Has visto lo que ella ve. Al igual que todos los que la siguen. Ven a sentarte junto al fuego, Elina.

Detrás de Pamra y de los demás, las puertas del Albergue Jarbo se cerraron con un sonido solemne. La multitud salió de los bosques, y el corazón de Pamra comenzó a cantar.

—Cruzada —exclamó—, sigamos adelante.

Ir a la siguiente página

Report Page