Despertar

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Libro Segundo » Capítulo 5

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Mediodía en el Templo el primer día del primer verano, el comienzo del año. En las grandes urnas de arena arden los palillos de incienso, con un grisáceo humo blanco que sube en espiral hasta las altas cúpulas de piedra ennegrecida. Abajo, las multitudes murmuran y cambian el peso de un pie al otro con el susurro del roce del cuero sobre la roca.

Todo está apagado; los colores, deslucidos y los sonidos se reducen al suave y amorfo murmullo que recorre el Templo de un lado a otro, como líquido en un cuenco. «Verdad», dice, y «Luz», lamiendo los muros como una ola, regresando una y otra vez, incansable como el agua.

Una pálida nebulosidad de rostros, ojos que miran, bocas abiertas, fosas nasales que exhalan, respiraciones tísicas de cuerpos que han olvidado respirar durante algún tiempo. Maravilla tras maravilla cuando los cruzados desfilan con sus estandartes rojo sangre bajo el estruendo de los tambores, arrítmicos como el trueno, arrítmicos como el pulso. Oh, Peasimy Flot tiene buen ojo para el espectáculo y para los sonidos discordantes que irritan los nervios haciendo olvidar las preocupaciones cotidianas. Vean los tambores que ha fabricado con marmitas y cueros, las túnicas que ha conseguido pidiendo y hurtando; vean las coronas doradas y los cetros resplandecientes que ha puesto en manos de los seguidores, para confundir y asombrar a las multitudes. Las imitaciones de vidrio pueden brillar como auténticas bajo la tenue luz del Templo, tal como brillan ahora, entre los cientos de personas algo ebrias por el humo fragante.

Y el mismo Peasimy, que sube la escalinata del Templo y se coloca en su sitio habitual, donde se situaba siempre Pamra, delante de los rostros tallados de las lunas, y se gira con su alta corona y su vestimenta de aspecto suntuoso para pregonar en ese silencio plagado de respiraciones.

—No habréis de seguir a criatura alguna, salvo a la Portadora de la Luz —proclama con su vocecilla aflautada desde la escalinata del Templo, en el vigésimo poblado al oeste de Rabishe-thorn—. No habréis de hacer méritos, salvo por medio de la cruzada. No habréis de entregar al Templo y a la Torre lo que pertenece al Protector del Hombre.

Su voz es chillona, el tono atiplado de un silbato. Atraviesa el murmullo de la muchedumbre como un cuchillo, dejando atrás una pulsante herida de incertidumbre: la voz no concuerda con el despliegue. Se esperaban otra cosa.

—¿Dónde está? —grita alguien con voz estridente—. ¿Dónde está la Portadora de la Luz?

Han oído hablar de ella. En ese cuadrante de Costa Norte, todos los poblados han oído hablar de ella y, aunque hasta ese momento el espectáculo ha sido mejor de lo esperado, algunos se sienten irritados porque ella aún no se ha presentado en persona, enviando a esta pequeña criatura en su lugar.

—Se ha ido a ver al Protector del Hombre —responde Peasimy, enfadado por la interrupción—. Hace tiempo. Con un gran número de seguidores para atestiguar la verdad. —Se detiene, trata de recordar por dónde iba en su discurso habitual, enumera los «habréis de» en su cabeza—. Y quienes se fueron serán los primeros en su reino, y los que lleguen después serán los últimos, pero hasta para ellos habrá dones mayores que los que jamás prometieron estos demonios. —Su gesto hacia los rostros tallados de las lunas es casi como el gesto de Pamra Don, y sus palabras son casi las mismas que pronunciaba Pamra. La mayor parte de lo que Peasimy dice es casi igual a algo que decía Pamra Don. Ella nunca se refería a «su reino», aunque sí hablaba del reino del hombre. Peasimy señala los rostros tallados de las lunas, rostros de voladores, espera hasta que se acallan los murmullos y añade—: No habréis de venerar a los Despertantes. No habréis de caminar en la oscuridad.

—¿Qué quiere decir? —gruñe un hombre tosco y escéptico a uno de los seguidores—. ¿Qué quiere decir con eso de caminar en la oscuridad?

—Es simbólico —susurra el seguidor—. Por las noches, cuando los faroles están encendidos, hay que caminar por los charcos de luz, como salpicándolos en la oscuridad. Es un símbolo de la Portadora de la Luz.

—¿Y para qué diablos servirá? —insiste el escéptico.

—Es algo sagrado —replica el otro—. La Portadora de la Luz lo hace. Para concentrar su mente en la verdad.

Eso ha dicho Peasimy, y ellos no tienen motivos para dudar de él. Tal vez. O quizá lo que Peasimy dijo es que de ese modo encontraron a la Portadora de la Luz. El seguidor no logra recordarlo. No tiene importancia.

—Ah.

El otro se serena. Nada de esto tiene sentido para él y se pregunta el motivo de tanto alboroto.

—Habréis de amar al Protector del Hombre con todo vuestro corazón —grita Peasimy—. Habréis de protegerlo de las mentiras.

—Es por eso por lo que la Portadora de la Luz se dirige a la Cancillería —explica el seguidor—, para alertar a Lees Obol sobre las mentiras que se dicen en su nombre.

El escéptico emite un gruñido, sin acabar de convencerse, aunque en este caso el seguidor ha dado con la cita correcta.

—Habréis de mostraros generosos con los seguidores de la verdad, de ese modo el mundo se verá esclarecido. —Peasimy continúa, contando los mandamientos con los dedos. Algunas veces logra recordar diez y, en ocasiones también otros más. Esta noche la multitud se muestra inquieta, así que sólo les enumerará diez—. No habréis de negar alimentos a aquellos que participan de la cruzada. —Se siente hambriento y muy cansado, y tiene la garganta irritada de tanto gritar. Mañana se marcharán hacia un nuevo poblado y su voz podrá descansar. Inspira profundamente—. No habréis de hacer el ñaca-ñaca.

Una risita nerviosa recorre el Templo, un estallido de risas, como una luz que apareciera repentinamente entre las nubes para sorprender a la gente con una bendición de oro.

—¿Qué diablos…? —gruñe el escéptico, doblado por la risa—. ¡Habla como un niño pequeño, no puedo creerlo!

—La Madre de la Verdad así lo ordena —se defiende el seguidor, con los dientes apretados y avergonzado él también por la expresión que siempre utiliza Peasimy y cansado de tener que explicarlo—. Si realmente quieres ser Clasificado, no tienes que hacer… eso.

—Bueno, si no hacemos «eso», no habrá nadie a quien Clasificar. —El hombre ríe, francamente divertido—. De dónde diablos cree que salen los niños, ¿de las vainas de pamet?

Con lo cual se acerca más de lo que imagina a lo que Peasimy cree. A la viuda Flot nunca le pareció necesario hablarle de otra cosa que no fuesen los agradables mitos de la niñez y, si bien Peasimy ha descubierto las verdades ocultas tras otros mitos espiando por las ventanas, nunca ha visto la realidad de éste. Jamás vio nacer a un niño y nunca se creería la conexión existente entre eso y lo otro que le han contado. Pamra Don, Madre de la Verdad, ha dicho que ese acto extraño y espantoso que con tanta frecuencia él ha curioseado de noche por las ventanas es un error. Por tanto, es una perversión. Una oscuridad.

El seguidor, lo bastante viejo para haber olvidado las urgencias de la pasión y muy enorgullecido por su nueva posición como expositor de la verdad, defiende el mensaje divulgado.

—Hay mucho más sexo del necesario para engendrar bebés. A eso se refiere la Portadora de la Luz. La Madre de la Verdad dice que no lo hagamos, así que no lo hacemos, si es que queremos seguirla.

El inquiridor abandona el Templo riéndose, ya que su saludable naturaleza libidinosa rechaza todo aquello. Pero en el gran salón hay otros que se sienten atraídos por la idea de la abstinencia: esposas desencantadas que se ven muy cómodas sin un deber que consiste fundamentalmente en molestias, jadeos y sudor; esposos que tienen formada la idea de que es en realidad una tarea difícil y, a veces, imposible esa que, en cumplimiento de las leyes de procreación, se les exige con demasiada frecuencia. Jóvenes que, atraídos como polillas a la llama de una vida santificada, se muestran rápidamente dispuestos a renunciar a algo de lo cual no saben nada. Solteronas forzadas al matrimonio o al embarazo por las leyes de procreación, y hombres obligados a uniones indeseables por el mismo motivo. Y están también quienes no quieren decir que sí a la Torre y, por consiguiente deciden seguir a la Portadora. Por cada ardoroso amante existe por lo menos un impotente, deseoso de convertir su deficiencia en una virtud. Así pues, por cada uno de los que se marchan riendo hay otro que se yergue; y Peasimy Flot los conduce hacia el oeste hasta el poblado siguiente, mientras un grupo de los primeros reclutados avanza hacia el norte y luego al oeste, por donde ha ido Pamra Don. La cruzada se está acercando a Vobil-dil-go, el poblado que atraviesa el Río Partido, la ruta más directa desde Costa Norte hasta la Cancillería.

• • • • •

—¿Durante cuánto tiempo llevaremos el mensaje antes de seguir a la Portadora? —le pregunta a Peasimy un seguidor.

Es uno de los diez o doce que han alcanzado el rango de líderes en la cruzada, uno de los que conversan con Peasimy y saben lo que está ocurriendo.

—Muy pronto —le responde Peasimy, aunque parece inseguro—. Muy pronto me llevaré a algunos e iré tras la Portadora, y vosotros deberéis continuar con los demás. —Ha soñado con esto. La Portadora se fue en una dirección para, luego, virar al norte. Y ahora él debe tomar una dirección y virar luego al norte. Y así sucesivamente, una y otra vez, como una cadena. Mientras lo explica, la idea comienza a gustarle—. Una cadena —repite—. Como una cadena. Uno y después otro y luego otro.

El seguidor con quien habla Peasimy es un excelente orador y muchas veces ha deseado fervientemente ocupar el lugar en lo alto de la escalinata del Templo. Tiene una voz fuerte y meliflua y, como las mujeres y el sexo le resultan absolutamente repugnantes, ha adoptado por completo la doctrina de Peasimy. Tendrá la sensatez suficiente para no mencionar su repugnancia ante las multitudes, ya que sabe que, si quiere obtener el poder que desea, debe incluir mujeres entre sus seguidores. Mientras se regodea pensando en ese futuro no tan lejano, se olvida de responder a la sugerencia de Peasimy.

—Lo harás si yo te lo mando —asevera Peasimy, interpretando su silencio como renuencia—. Claro que sí.

—Si la Portadora de la Luz lo ordena —precisa el hombre, alborozándose en su interior—. Cuando nos dejes, ¿cómo sabrás en qué dirección ir?

—Hacia el norte, hasta que veamos las montañas. Las grandes montañas —responde Peasimy con orgullo. Los Jondaritas le dijeron eso exactamente cuándo se llevaron a Pamra consigo, y él los cita con un tono monótono, seguro del rumbo que debe tomar—. Las montañas deben quedar a la derecha. —Se palmea el brazo en el que lleva puesto el guante. Ése era su brazo derecho, se lo dijo la viuda Flot: «El brazo del guante es el derecho, Peasimy. Debes comer con la mano derecha.» Así que ahora se lo palmea, muy seguro de lo que dice—. Las montañas deben quedar a la derecha. Hasta que lleguemos a un gran río con sitios elevados de cimas planas. Ése es el Paso del Río Partido, y hemos de atravesarlo para llegar a la Cancillería.

Joal graba aquello en su mente. No tiene intenciones de conducir a la cruzada a ninguna otra parte que no sea a donde él desea ir. Y, por el momento, eso no incluye en absoluto acercarse a la Cancillería.

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