Despertar

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Libro Segundo » Capítulo 18

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Recuerdo que, cuando Blint me trajo por primera vez a bordo del

Obsequio de Potipur, solía despertarme por las noches de un sueño en el cual me encontraba perdido en el Río. Yo sólo tenía doce o trece años, supongo. Aún no era un hombre ni nada parecido. Tal vez se trataba de un sueño infantil, así como los niños acostumbran a soñar con que caen o vuelan y, raras veces, les ocurre de adultos.

Al menos, supongo que es así. Antes siempre soñaba con que me caía, pero ahora ya no me ocurre. Tampoco sueño con que me pierdo en el Río, pero algunas veces sueño con que nado, como si fuera uno de los entes…

Del libro de Thrasne

Medoor Babji se despertó y oyó el sonido de las pequeñas olas contra el costado de la embarcación, sintió el calor del sol sobre la lona que la cubría. El aire estaba sofocante. Se encontraba tendida en un amasijo de mantas húmedas, cobijada en ellas como un insecto en un alga marina. Le llevó varios minutos desembrollarse y desenredar las cuerdas de sus dedos, que estaban duros y ateridos.

—Plaga. Mis dedos tienen el plaga.

Lanzó una maldición y trató de animarse.

Asomó la cabeza por el borde del

Cheevle y sus ojos nublados contemplaron las pequeñas olas que brillaban por todos lados. Observó unos momentos el cielo color ámbar y oyó el chillido de un pájaro acuático antes de comprender, casi sin sorpresa, que el

Obsequio de Potipur había desaparecido. Fue como si una parte de su ser hubiese estado preparada para esta posibilidad —consciente, tal vez, del momento en que se rompió la cuerda en medio de la tempestad—, mientras que otra parte menos controlada se dispusiese a caer en el pánico.

—Bueno, bueno —se alentó a sí misma, sofocando un grito atascado en su garganta que presionaba hacia arriba, en busca del aire—. Tal vez no sea el

Obsequio de Potipur el que se ha ido. Tal vez sea yo. Me he separado, en todo caso. Oh, Doorie, ¿y ahora qué?

Su interior parecía un líquido ardiente, lleno de confusión y de miedo, pero el sonido de su propia voz le proporcionó un cierto control.

La parte de su ser que se mantenía controlada pospuso la respuesta a esta pregunta, la aplazó mientras desataba la mitad de la tirante tela que cubría el barco y la plegaba sobre la otra mitad.

Luego, desplegó las mantas sobre la tela y, casi de inmediato, vio el vapor que comenzaba a elevarse de ellas. Lo siguiente fueron sus ropas. Había agua en el fondo del bote, aunque no demasiada, y Medoor buscó los achicadores tallados por los navegantes, que seguían en sus soportes bajo la diminuta cubierta de proa. Pospuso la respuesta aún más mientras secaba la embarcación y, más tarde, mientras daba vuelta a las mantas y a la ropa para que terminasen de secarse al sol.

Y, cuando hubo hecho todo esto, cuando estuvo vestida y después de beber un sorbo del agua salobre pero potable del Río —al menos eso era lo que Thrasne le había dicho, si bien sólo se debían beber pequeños sorbos y no durante mucho tiempo—, se encontró con que las circunstancias no habían cambiado lo más mínimo. El

Cheevle continuaba meciéndose sobre las olas y no había ni una roca ni una isla ni resto alguno de un naufragio a la vista.

—Ni nada que comer —murmuró—. Ni nada de agua realmente potable.

El agua del Río le dejaba un sabor desagradable en la boca, y había hecho muy poco por mitigar la sed.

El mástil estaba tendido en el fondo del bote. Medoor había dormido toda la noche entre él y las duras cuadernas. Consideró el asunto con una especie de resignación fatalista. Había prestado algo de atención cuando los navegantes les enseñaron cómo erguirlo en posición. Según recordaba, hicieron falta dos hombres para ello. No obstante, con ayuda del viento, quizá pudiese llegar a alguna parte. Si continuaba meciéndose allí, como un pequeño juguete de madera que algún niño descuidado hubiera perdido en la inmensidad, podía seguir flotando eternamente en el mismo sitio.

El mástil era pesado. Después de forcejear un buen rato sin ningún resultado, se detuvo y decidió usar la cabeza. Desató las cuerdas de la cubierta de lona y maniobró la punta del mástil hasta colocarla en posición contra el declive de la muesca. Luego, pasó una cuerda por la mitad del mástil, enganchó varias veces uno de los extremos en dos de los garfios de la cubierta y utilizó un tercero para mantener alto el otro extremo. Tiró, sudó, maldijo y vio que el mástil se elevaba un poco. Lo ató y descansó unos momentos, jadeante; luego, volvió a intentarlo. Entre forcejeos y maldiciones, la primitiva polea sirvió para poner el mástil casi en posición vertical, hasta que, finalmente, se deslizó en la muesca con un ruido que la hizo temer por el fondo del bote. Medoor palpó alrededor con cautela, rezando para no encontrar agua allí. Había agua. ¿Restos de la anterior, o una nueva filtración? No tenía la menor idea, y pasó momentos de ansiedad controlando con las manos y los ojos por si aumentaba.

Cuando se hubo convencido —engañada, insistía la otra parte de su ser— de que el casco estaba entero, volvió a colocar la cuerda en la cubierta y ató la mitad, plegó las mantas secas bajo su amparo, recordó que debía colocar las cuñas que mantenían erecto el mástil y se dispuso a recordar todo lo que Blange había dicho sobre la navegación a vela.

—Si no puedes recordar lo que te han dicho, tienes que utilizar el método de tanteos —le había indicado la Reina Fibji más de una vez—. No debes olvidar que algunos errores pueden resultar bastante decisivos. Por eso, lo mejor es escuchar cuidadosamente las instrucciones de aquellos que han experimentado lo que tratan de enseñarte.

—La gente siempre está diciéndome cosas —se había quejado Medoor Babji. Tendría unos doce años por entonces y la rebeldía crecía en su interior tan inevitablemente como las plumas en un pichón de pájaro de fuego—. Ni siquiera me preguntan lo que pienso.

La Reina había asentido con la cabeza, frunciendo un poco el ceño. Se encontraban en su tienda, y las criadas atendían su cabello y el de Medoor Babji. Se trataba de un largo proceso, aunque no se realizaba con frecuencia. Cada mechón era cuidadosamente peinado, lavado y enjuagado, uno por uno, para rizarlo luego otra vez y decorar la punta con una cuenta de hueso o de cerámica. Las criadas conversaban entre ellas, en forma amable, fingiendo que la Reina y Medoor no se encontraban presentes y, de este modo, permitían a madre e hija gozar de la misma libertad.

—Ah —había dicho la Reina Fibji—. Bueno, supongamos que te has roto la pierna. Hemos mandado llamar a Chamfas Muneen. Chamfas te dice: prepárate, esto va a dolerte. Entonces, te endereza la pierna y te la venda. ¿Quieres que Chamfas te pregunte lo que piensas antes de hacerlo?

—¡Chamfas es un colocador de huesos!

—¿Y?

—Pues, ¡por supuesto que no tiene que preguntarme lo que pienso! Yo no sé nada sobre componer huesos.

—Bueno, supongamos que se trata de la tía Borab. Supongamos que ella te dice que te tomes el desayuno.

—Sí, a eso me refería. Ella no me pregunta si quiero desayunar. Sólo dice que lo haga.

—¿Y qué es la tía Borab?

—Es sólo una mujer vieja.

—Ah, no, Medoor Babji, en eso te equivocas. La tía Borab es una mujer que ha vivido la vida. Es una superviviente. Posee autoridad y proporciona salud. No es menos experta en su terreno que Chamfas Muneen en lo suyo. Pero tú la llamas una mujer vieja y haces caso omiso de lo que dice.

—¡Es una mandona!

—También lo es Chamfas, cuando sabe lo que es mejor para ti. También lo soy yo, cuando trato de evitar que mi pueblo sufra daños. Y también lo es Borab, cuando sabe que lo mejor para ti es que te tomes el desayuno.

La expresión de la Reina era benigna, pero sus ojos parecían de obsidiana: duros, negros e inquisitivos.

¿Será ella mi heredera o debo elegir a algún otro? Después de una pausa, la Reina continuó:

—En lugar de pensar en los más ancianos como en personas mandonas con las cuales debes contender, Medoor Babji, piensa primero en lo que tratan de decirte. Es posible que sólo traten de imponer el privilegio que les otorga la edad, pero no te hará daño escucharlos, o incluso aceptar sus palabras. Ellos morirán antes que tú, y ya tendrás tiempo para hacer las cosas a tu modo.

Medoor Babji no había querido que la Reina Fibji eligiese a algún otro heredero, por lo que comenzó a buscar otros blancos para su rebeldía y prestó más atención a la tía Borab.

Ahora lamentaba no haber prestado la misma atención a Blange y a los otros navegantes.

—Es culpa mía —se acusó en voz alta, y dirigió la mano derecha en dirección al sol naciente e inclinó la cabeza hacia donde suponía estaba el norte, hacia la tierra de los Noor, hacia la Reina—. En mi interior los llamaba marineros comunes. Debí llamarlos navegantes expertos y haber aprendido de ellos.

Cerró los ojos mientras meditaba. Había que meditar sobre los errores cuando uno los descubría. De otro modo, podía perderse la oportunidad de aprender algo de ellos. Éste era otro de los axiomas de la Reina que Medoor tenía adoptados como propios.

Cuando acabó de meditar, ya recordaba otras cosas; y algunos detalles más vinieron a su mente en cuanto se puso a trabajar. Había un cordel para halar la vela triangular sobre su botavara arriba y abajo del mástil. Había cuerdas para moverla a derecha o izquierda. Por la mañana, mantenían el viento a sus espaldas. Eso era algo que recordaba porque Thrasne lo decía una y otra vez: «El viento de la mañana nos hace avanzar; el viento de la noche nos hace retroceder.» Después de un rato aprendió a utilizarla, e incluso recordó cómo encaminarse un poco hacia el sudeste. Luego, no tuvo ya nada que hacer, salvo sentarse bajo el calor del sol y contemplar unas nubes lejanas que se alejaban hacia el oeste, desapareciendo bajo el horizonte mientras otras nubes se formaban de la nada, se convertían en jirones y se deshacían. A su alrededor, el Río se movía y latía, golpeando contra el costado de la embarcación. Medoor comenzó a quedar cegada por el resol. Le pareció que veía cosas, extrañas figuras aladas de mayor tamaño que las personas, cabalgando sobre las olas. Parpadeó, y las figuras desaparecieron.

Cuando el sol estuvo directamente sobre su cabeza, algo enorme se movió debajo del bote. Sintió que los tablones temblaban y se desplazaban con un movimiento que no era el producido por el agua. Unos peces saltaron sobre la superficie, para escapar de lo que fuese que había debajo. Dos de ellos cayeron dentro del bote, aleteando allí con chillidos agudos. Medoor Babji no era melindrosa. Los agarró por las colas y los golpeó contra un costado del barco. En la manga guardaba su navaja, junto a otras cosas esenciales. Limpió los pescados, los cortó en filetes y colocó casi todas las lonjas de carne amarilla sobre la lona para que se secasen al sol. Luego, se comió el resto lentamente, bocado a bocado, reconfortada tanto por el sabor dulce como por el agua que contenía.

«Hay un ente ahí abajo», reflexionó. ¿Qué otra cosa podía tener ese tamaño? ¿Algún monstruo del Río? ¿La provisión de pescado fue meramente accidental? Por algún motivo, no lo creía. ¿Qué le contó Thrasne? Que en ocasiones los entes recogían a los hombres que habían caído por la borda y los devolvían a sus barcos. Tal vez también alimentaban a los náufragos del Río.

Para media tarde sabía una cosa más: algunas veces, los entes llevaban los barcos pequeños hacia donde éstos deseaban ir. En la calma que siguió al viento de la mañana, Medoor Babji intentó colocar la vela como recordaba que lo hacían por las tardes en el

Obsequio de Potipur. Acababa de terminar y se dirigía al oeste una vez más cuando, de pronto, la embarcación se estremeció, la vela gualdrapeó y Medoor se encontró avanzando en una dirección ligeramente diferente, un poco más hacia el sudoeste.

«Cuando las cosas se mueven inexorablemente en una dirección determinada, sólo los necios tratan de avanzar en contra de la corriente. Y, sin embargo, quienes se entregan por completo a la corriente también pueden ser unos necios. El sabio trata de ir acercándose a una orilla, aguarda la ocasión para desembarcar. Desde allí puede observar lo que ocurre sin comprometerse de un modo personal.»

Como no tenía ninguna ocupación, Medoor Babji meditó sobre estas palabras de la Reina. Tuvo bastante tiempo para hacerlo. Al atardecer, comió un poco del pescado que había secado al sol. Ya hacía bastante que había oscurecido cuando la embarcación dejó de ser remolcada y comenzó a flotar otra vez. Contra las estrellas pudo ver la silueta de unas colinas coronadas de árboles. La corriente la empujó hasta una playa desierta y, de pronto, se detuvo todo movimiento. Medoor se acurrucó entre las mantas bajo la cubierta y se quedó dormida.

La mañana llegó con canto de pájaros y bramido de lagartos. Por la orilla caminaban lagartos zancudos introduciendo sus estrechas cabezas en los charcos para extraer insectos y peces, y deteniéndose cada tanto para emitir su grito habitual, jajá, jajá, sin ninguna inflexión. El lagarto zancudo era comestible, se dijo Medoor Babji, despabilándose de inmediato, consciente de que se encontraba en un lugar nuevo, diferente, desconocido. El sitio no podía ser demasiado extraño, pensó, si había lagartos zancudos. Comestibles. Sí. El hambre le estrujó el estómago e hizo que su boca se llenara de saliva. Se sentó y se destapó. Los lagartos huyeron ante el movimiento repentino, pero pronto regresaron a la orilla, mirándola con cautela.

La embarcación estaba encallada en una playa estrecha, con más piedra que arena y atravesada por un arroyuelo que recorría un canal poco profundo para desembocar en una pequeña bahía. Unas rocas negras y prominentes se alzaban en la playa y en la suave superficie de la bahía, culminando en dos formas retorcidas, como un enorme brazo y una mano a cada lado de la entrada, extendiéndose una hacia la otra y con colonias de pájaros que parecían brazaletes. Más allá, se extendía el Río, desierto e infinito.

Ahora había pasado el peligro inmediato. Ahora tenía comida y agua potable. Ahora aquella parte de su ser que desde hacía bastante tiempo deseaba llorar podía hacerlo.

Pasó un buen rato antes de que Medoor comprendiera por qué lloraba, de dónde venía la pena que bullía en su interior. No por estar perdida ni porque temiera por su propia vida, sino por encontrarse separada de Thrasne y por el temor de que él perdiese la suya. Y, al ser consciente de esto, Medoor se enjugó las lágrimas, riéndose de sí misma. El

Obsequio de Potipur era un barco fuerte y pesado, un barco que había recorrido el Río Mundo durante generaciones. Pensó en Thrasne preocupándose por todo, siempre ocupado con las reparaciones, y en la tripulación de hombres experimentados. ¿Por qué suponer que hubiera sufrido alguna clase de desastre? Más probable era que ella pereciese en el pequeño Cheevle y, sin embargo, había sobrevivido. Y, si vivía, podría volver a encontrarse con el

Obsequio de Potipur en alguna parte; si no en Costa Sur o en medio del Río, en Costa Norte cuando regresase.

«Si los entes lo permiten», dijo para sí, con una cierta aspereza, tratando de pensar en alguna otra cosa.

La idea no era nada alentadora, pero transmitía la misma fuerza que una de las enseñanzas de la Reina Fibji.

—Cálmate —le decía la Reina con frecuencia—. Cálmate, hija. Considera con serenidad lo que vas a hacer. Llora cuando hayas terminado, cuando dispongas del lujo del tiempo.

—¿Cómo has llegado a saber absolutamente todo? —le preguntó una vez Medoor, con cierta amargura.

Hubo un largo silencio y, luego una risa seca. Medoor miró a su madre, alarmada, casi con temor. Nunca antes le había oído esa risa.

—Te diré un secreto —le contestó la Reina, con una expresión abstraída y enfadada en el rostro—. No sé. La mayor parte del tiempo no sé nada. Sin embargo, mi ignorancia no ayudará a mi gente, así que debo saber. Y lo hago. Es más sencillo corregir un error que encontrarse sin hacer nada. Es más sencillo pedir perdón por un error cometido que pedir permiso para actuar. La gente te perdonará, niña, pero no se arriesgará a permitirte que actúes. Ve a un consejo y di: dejadme hacer esto. Se les ocurrirán diez mil buenas razones para que no lo hagas. Podría estar mal. O podría no estar del todo bien. O podría estar bien, pero tratarse de algo extraño con lo cual no están familiarizados. Ay, hija, hablarán y hablarán, pero no te dirán que lo hagas. Por eso es por lo que yo soy Reina y ellos son mis súbditos, porque no pueden arriesgarse a nada ni tomar parte en lo que hacen otros. Son como un rebaño, hija, y, no obstante, los amo. Cuando te hablo del método de tanteos, Babji, ¿de quién crees que es la experiencia a la cual me refiero?

«Bien, si la Reina puede tener éxito de ese modo, entonces su hija también podrá lograrlo», reflexionó Medoor Babji.

La resolución no la ayudó demasiado para decidir cuál sería su paso siguiente. Conseguir comida parecía lo más lógico, y esta decisión fue corroborada por un calambre de hambre que la dobló en dos. El pescado era bueno y sabroso, pero dejaba el estómago vacío entre comida y comida.

Era importante que no perdiese el

Cheevle. Lo arrastró por la playa y lo ató a un árbol con firmeza. La marea podría subir; al menos, eso solía ocurrir en los lugares donde había playas. Si miraba hacia la bahía, el sol se estaba elevando a la derecha, así que la bahía debía de estar orientada al norte. ¿Estaría en Costa Sur? ¿Los entes la habrían llevado al final de su viaje? La playa se extendía por ambos lados hasta donde alcanzaba su vista, con ocasionales afloramientos rocosos y curvándose ligeramente hacia fuera en su extremo occidental para desvanecerse luego en la bruma del Río. Había encallado en el único sitio protegido a la vista, aunque la niebla no le permitía estar segura de que ésa fuese la única playa de las cercanías.

El bosque estaba conformado casi por completo con una variedad de árbol. Era una especie desconocida para ella, un árbol bajo, de tronco grueso y algo retorcido, con dos o tres ramas principales, también cortas y gruesas, de muchas ramitas cubiertas de hojas verde pálido que parecían podadas, por la gracia con que se superponían unas a otras, permitiendo que cada hoja tuviese su cuota de sol. Algunos de estos árboles lucían grandes flores en magenta y azul celeste, bordeadas de plata. Otros tenían cápsulas con semillas, listas para abrirse. Y, entre aquellos extraños árboles, había otros, más familiares. Medoor encontró uno de puncon —mayor que cualquiera de los que hubiera visto nunca en Costa Norte— con frutas casi maduras. Cerca de él, un bosquecillo de frag y, más allá, tierra adentro, un árbol desgarbado y ligero cuyo aspecto y olor se parecían a los árboles espinos de las estepas. Las hojas estaban más divididas que en los que ella conocía, y los frutos eran mayores. El perfume la indujo a encaramarse en una rama, buscando las frutas más maduras, y descubrió que eran más dulces y sabrosas que las que ella conocía. Dio unos cuantos bocados y guardó algunas frutas en el bolsillo de su manga. Más tarde comería hasta saciarse, si no enfermaba antes y se moría.

Regresó a la embarcación y retiró las cuerdas suficientes para preparar algunas trampas. Al mediodía había cazado tres lagartos, los había matado y limpiado y estaban secándose al humo de una pequeña fogata. Varias de las rocas tenían manchas blancas, que no eran sino sal del Río secada por el sol, y Medoor la espolvoreó sobre la carne de lagarto. Había comprado sal del Río en los mercados de cientos de poblados, pero nunca antes la había visto en su estado natural. Los frutos del árbol espino no le habían producido ninguna reacción desagradable, así que comió un poco más y lo acompañó con una pata de lagarto asada. El agua del arroyo era fría y pura. Medoor se sintió menos proclive a llorar. «Estómagos llenos traen calma para adoptar decisiones», acostumbraba a decir la tía Borab. Y, por otro lado, también decía: «El hambre provoca precipitación.»

Medoor sintió que había llegado el momento de explorar un poco más. Siempre podría encontrar al barco si no perdía de vista al Río o si se alejaba de él en una determinada dirección y regresaba por la misma. Su embarcación estaba bien asegurada. Antes de partir cubrió lo que quedaba del lagarto con unas malezas, para que continuase secándose un poco más con el humo del fogón, y, luego, se alejó todo lo que pudo por el bosque sin perder de vista el Río entre los árboles. Caminó hacia el oeste a paso rápido y tomando nota de todo lo que veía, pero sin esforzarse por examinar el terreno en detalle. Había muchos más árboles de ésos con hojas fíligranadas, interrumpidos por ocasionales bosquecillos de otras especies; algunas, con frutos. Recogió los que estaban maduros, llenando sus bolsillos en forma tan instintiva como un pájaro que reúne semillas. Los Noor habían sido recolectores durante generaciones; nunca pasaban de largo frente a un obsequio.

Ocasionales afloramientos de rocas negras interrumpían la llanura del terreno. Sus formas eran bastante peculiares, como si hubiesen sido vertidas y, luego, endurecidas. Medoor Babji se detuvo a mirarlas, tratando de descubrir a qué le recordaban, y comprendió que eran como azúcar cande espolvoreada sobre una plancha. En las estepas de los Noor, cerca de los Dientes del Norte, existían parajes en los que podían encontrarse esa misma clase de piedras lisas. Los sabios de su pueblo decían que provenían del centro de la Tierra, de donde emergían con un gran estruendo y entre nubes de ceniza. En este lugar debía de haber ocurrido mucho tiempo atrás, pues todo estaba cubierto por una capa verde, como un manto suave.

Había muchos pequeños arroyos. Un par de veces, Medoor se detuvo, creyendo haber oído algo que se movía entre los árboles. En cierta ocasión se volvió hacia la orilla y vio una figura alada subida en una roca, lista para zambullirse entre las olas. Medoor parpadeó… y ya no estaba. No le había parecido real, ni siquiera en un principio, se dijo. El resplandor del sol, la fatiga y la soledad provocaban visiones. Los Noor sabían mucho de eso. «Visiones de las estepas», lo llamaban. Cuando el sol descendió frente a ella, Medoor le dio la espalda y se dispuso a regresar a la orilla.

Su mente buscaba el contorno del bote y la pila de malezas que había colocado sobre el fuego, y ocurrió que estuvo a punto de pasar junto a su campamento sin reconocerlo. La embarcación estaba destrozada, como horadada por un proyectil o una lanza. Las cenizas del fuego se encontraban desparramadas y la carne de lagarto había desaparecido. Por todo el lugar y en el arroyo había pequeñas gotas de excremento, blancas y malolientes.

Las pisadas se entrecruzaban por toda la orilla, saliendo de la nada. Voladores. Le habían estropeado el barco, le habían robado la comida. Habían ensuciado su campamento y el arroyo. Y eran dos, pensó. Dos voladores los causantes de todo aquello.

Y lo peor era que le habían tendido una trampa. Medoor extendió la mano, para enrollar un poco de cuerda, y, estaba a punto de tocarla, cuando sus ojos alcanzaron a ver un brillo familiar. Con las manos en la espalda, se inclinó adelante y miró: una Lágrima de Viranel. Oh, hacía mucho, mucho tiempo que los Noor habían aprendido a estar alertas por si veían un brillo semejante. Las Lágrimas no podían matarlos, pero producían molestas llagas en los lugares donde tocaban, llagas que dolían mucho y necesitaban semanas para curarse. Las Lágrimas crecían en cualquier parte, algunas veces aquí y otras allí. Los Noor las cubrían con cenizas de madera cuando las encontraban, pero el peligro siempre estaba presente. Medoor profirió una maldición y de pronto tomó conciencia de que allí, en alguna parte, existía el peligro de una inteligencia activa. Sólo la habían visto a distancia. Aún no sabían que se trataba de una Noor.

Había más Lágrimas en el lugar, pero en la penumbra del atardecer no pudo encontrar demasiadas. Los destructores no se molestaron en arrancar la lona que cubría la embarcación, así que las mantas estaban intactas. Medoor las cogió. Con tan poca luz no podía hacer nada más. Volvería al día siguiente a ver qué más podía salvar. Se alejó de allí lentamente, mirando bien dónde ponía los pies, arrastrándolos sobre la arena seca para quitar cualquier Lágrima que hubiese podido adherirse a sus zapatos.

De nuevo entre los árboles, alzó la vista para observar el cielo color ámbar entre las ramas. Sin duda la estuvieron espiando y pudieron verla fácilmente en aquella playa desierta. Quizá pudiese devolverles el favor. Los labios de Medoor se curvaron en una mueca, una expresión que su madre hubiese reconocido. Cuando llegó la oscuridad, se encontraba bien oculta en un matorral de tupido follaje, abrigada contra el frío de la noche, razonablemente alimentada con las frutas recogidas durante el día e irracionalmente dispuesta a vengarse.

En su interior, alguien lloraba de nuevo por Thrasne, por su gente, por todas las cosas conocidas y tan queridas. No tenía forma de reparar la embarcación. Sin ella… sin ella quizá tuviese que vivir el resto de su vida en aquella orilla. Se estremeció con las lágrimas que no quería permitirse derramar y, en su lugar, dejó que creciese la ira.

Con las primeras luces de la mañana regresó a la playa y rescató toda la cuerda que pudo localizar y también la lona. Habían sido bastante astutos al colocar las Lágrimas en los puntos donde resultaba más probable que posase las manos. Arrastró sus pertenencias una y otra vez sobre las cenizas de la hoguera, protegiéndose las manos con trozos de lona de la cubierta. No cortaría la vela, todavía no. Ahora que estaba más tranquila pudo ver que sólo cuatro tablones estaban perforados. Tal vez encontrase una forma de repararlos.

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