Despertar

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Libro Segundo » Capítulo 19

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Se inclinó sobre ella llorando, sin mirar sus ojos vidriosos y fijos para siempre en la oscuridad.

Había amanecido cuando finalmente encontraron a Taneff, un alba dorada y gloriosa de vida. Lo oyeron, cantando a la salida del sol. Lo vieron, tumescente y rojo como la sangre, con los ojos desorbitados de triunfo, bailando sobre una pequeña elevación del terreno en medio del bosque. A su alrededor, los árboles estaban destrozados; bajo sus pies, el suelo era una ruina.

Medoor Babji estuvo entre los primeros que lo encontraron, y quedó perpleja ante lo que vio. No podía ser Taneff. Pronunció su nombre con incredulidad, sin preocuparse por su propia seguridad. Cuando él se volvió para mirarla, Medoor comprendió que sí era él. Era Taneff, tal como nunca antes lo había visto. El la vio, la reconoció y pronunció su nombre con una especie de brutal fatalidad.

—Ven —la llamó—. ¡Ven!

Taneff bailaba sobre la loma, haciéndole señas para que se acercase.

Ella se detuvo horrorizada. Había sangre en sus patas y en los dedos de sus alas, los cuales estaban retorcidos y quebrados.

—¿Por qué? —exclamó, incapaz de contenerse—. ¿Por qué mataste a Arbsen? ¿Por qué mataste a tu madre?

—Me dijo que me detuviera —gritó—. Me dijo que me detuviera. ¡La joven dijo que me detuviera! ¡Nadie detiene a Taneff!

De pronto, saltó adelante y la atacó con las alas extendidas, los dedos cerrados y el órgano sexual erecto. No vio la antorcha que ella sujetaba, Medoor misma había olvidado que la llevaba; sus reflejos de Noor hicieron el resto. No era Taneff el que ardía mientras peleaba, era el horror.

En seguida estuvieron rodeados de Treeci y de hombres. Alguien tenía una lanza. Hubo un largo y angustioso alarido y un cuerpo al final de la lanza. Nadie a quien ella conociera. Nadie a quien jamás hubiese conocido.

—¿Por qué? —sollozó sobre el pecho de Saleff—. ¿Por qué?

El Parlante la acarició, como si ella hubiese sido uno de los jóvenes Treeci.

—Porque están destinados a morir, Medoor Babji. Están destinados a morir.

Saleff la llevó de regreso a la casa donde yacía Treemi, que apenas si respiraba. Burg la atendía. En la costa levantaron una pira para los otros dos, y, de algún modo, transcurrieron la noche y el día siguiente.

• • • • •

Pocos días después, Burg le enseñó el

Cheevle reparado, tan fuerte como cuando lo construyeron.

—Ha llegado el mensaje. Podemos conducirte hasta el

Obsequio de Potipur. Lo encontrarás al este de aquí, cerca de una gran isla a la que nuestra gente no se acerca, pero donde los entes han llevado a los tuyos.

—¿Irá alguien conmigo?

De pronto, la idea de dejarlos la hacía sentir muy sola.

—Cimmy y Mintel te acompañarán en otro bote. Desean alejarse por un tiempo. Para las consortes de nido, resulta difícil perder a alguien de su familia en la época de apareamiento. Y es más difícil aún perderlo como ellas han perdido a Taneff.

—Estaba loco —lamentó ella con tristeza—. Loco, Burg. Toda la experiencia desequilibró su mente.

—¿Eso es lo que piensas? —se rio con dureza—. Oh, Medoor Babji, estás lejos del blanco. No, no. Escucha. Te contaré una pequeña historia. Es algo que los humanos recogieron de relatos contados por los Treeci y de excavaciones realizadas mucho tiempo atrás, antes de que abandonáramos Costa Norte.

»Es evidente que, en la antigüedad, los machos no morían al aparearse. Me refiero a los machos Thraish, ya que no existían los Treeci por aquel entonces. Continuaban viviendo, como Taneff. Después del primer apareamiento, su sangre ardía con ansias de poder. Se llevaban a las hembras para mantenerlas como esclavas y se apropiaban de territorios que luego defendían. Y luchaban. Ya lo has visto. Así es como luchaban, compitiendo uno contra otro, macho contra macho, tribu contra tribu.

»En su violencia, no les importaba a quién mataban. En cualquier época del año, violaban y mutilaban. Mataban criaturas y mujeres. Como los Thraish pueden poner grandes nidadas de huevos, lograron mantenerse durante algún tiempo. Pero al final murieron tantas mujeres que aquellas tribus no lograron sobrevivir.

»Algunas veces tengo visiones de esos últimos Thraish prehistóricos, luchando entre ellos en los cielos de Costa Norte.

—Pero los Thraish no se extinguieron —objetó ella—. Lo que me cuentas no es más que una fábula.

—No, es la verdad. Entre esas tribus salvajes y violentas había unas pocas en las cuales funcionaba la hormona mortal. Los machos se apareaban y morían. No había guerras, no existían violaciones ni esclavitud ni se abusaba de los jóvenes. Y esos grupos lograron sobrevivir. Esa es su historia. Es lo que llamamos una característica de supervivencia.

Después de un rato de silencio, Medoor preguntó:

—¿Y Treemi? ¿Qué ha sido de ella?

—Se recuperará. Afortunadamente ha olvidado todo lo ocurrido. Incluso tendrá sus pichones en esta estación. No habrá pago con sangre. Arbsen está muerta. No puede haber venganza.

Medoor Babji asintió con la cabeza, abrumada por la pena. Todo lo que él le había dicho era como un peso en su mente, en su corazón. No creía ser capaz de soportar esa carga. Eran lecciones que no le había enseñado la Reina Fibji, palabras que necesitaba, conocimientos, consuelo. Y algo más, fugaz como un pez de plata en su mente, algo que ella misma podía decirle a la Reina.

—Burg, me dijiste que Costa Sur se encuentra a un mes de viaje por el Río. ¿Lo juras?

Él se sorprendió.

—Pues lo juraré si me lo pides, Medoor Babji. ¿Por qué lo preguntas?

—Porque no deseo pasar más tiempo lejos de los míos, porque nos enviaron para averiguar si Costa Sur se encontraba allí; y, si me juras que la has visto con tus propios ojos, podré volver a decírselo a la Reina.

—Lo juro, Medoor Babji. Es un gran territorio que, hasta donde sabemos, se encuentra despoblado de humanos, de Thraish o de Treeci. Hay árboles conocidos y bestias. Lo juro. Lo he visto con mis propios ojos.

Entonces, Medoor Babji lo sorprendió con un beso. Ella también se sintió sorprendida. Estaba ansiosa por reunirse con Thrasne y con los demás. Ahora podrían virar y regresar rápidamente a casa, a casa con los Noor. En su interior, algo le decía que sólo la prisa podría impedir que ocurriese algo terrible. Recordaba cosas que la Reina Fibji le había contado sobre la supervivencia de los Noor, sobre lo difícil que le resultaba controlar a los jóvenes guerreros. Pensó en los orgullosos Jondaritas, con las plumas que se balanceaban sobre sus yelmos, al igual que las plumas en la cabeza de Taneff cuando lo atravesó la lanza. Pensó en las tumbas de barro de los guerreros y deseó estar en casa, con cada fibra de su ser.

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