Despertar

Despertar


Libro Segundo » Capítulo 20

Página 63 de 79

C

a

p

í

t

u

l

o

2

0

20

Según el diario de Fez Dooraz, pasaron treinta días desde la gran tempestad antes de que los del

Obsequio de Potipur avistaran la nueva isla.

Aunque no lograban ver el límite de la tierra, supusieron que se trataba de una isla, ya que asomaba hacia el oeste como la proa de un gran barco, con agua fluyendo a ambos lados. Detrás de esa inmensa roca, el territorio se extendía en tierras bajas y bosques, con colinas y montañas por detrás, y aparentemente limitada por el norte y por el sur, pero sin que pudieran verla acabar por el oeste. Hacia el este, una nube pendía sobre el agua y, según los navegantes, eso significaba que allí también había tierra.

—Una cadena de islas —afirmaron—. Se dice que hay cadenas de islas en medio del Río.

—¿Desembarcamos? —le preguntó Obers-rom a Thrasne—. ¿Será posible que esto sea Costa Sur?

—Costa Sur o no, sin duda se trata de un gran territorio. Y no tenemos alternativa si queremos conseguir agua potable.

Thrasne se sentía un poco indeciso, pero, con toda la tripulación y los Noor mirando desde la baranda, ¿cómo podían seguir de largo? Necesitaban algo para distraerse, después de lo ocurrido con Medoor Babji. Hasta Eenzie la Payasa estaba deprimida, y Thrasne mismo no lograba explicarse sus propios sentimientos desde la tempestad. Ahora que Medoor ya no estaba, comprendía quién era. No tan sólo la hija de una reina… «tan sólo», se burló de sí mismo. Había sido más que eso. Para él al menos.

Bajaron a un hombre por el costado para que nadase con un cabo hasta la costa y, cuando lo hubo amarrado, le arrojaron cuerdas para que las atara a árboles de la costa; así, el barco se acercó casi hasta la orilla. Construyeron una balsa con barriles vacíos y tablas, para ir y venir, y los hombres no dejaban de lamentarse por la pérdida del

Cheevle.

Thrasne dejó a bordo a tres hombres de guardia y desembarcó junto con el resto. Estaba absolutamente harto del

Obsequio de Potipur, aunque esto lo hacía sentir culpable. Nunca antes había viajado más de una o dos semanas sin desembarcar, y eso sólo ocurrió cuando una epidemia asolaba los poblados cercanos a Vobil-dil-go y les advirtieron que se mantuviesen a distancia. Había sido años atrás, cuando él disponía de la espaciosa casa del patrón para vivir. El pequeño camarote donde ahora dormía era estrecho y sofocante, y había considerado la posibilidad de colgar una hamaca entre las de los tripulantes, pero eso hubiese puesto en peligro la disciplina. Resultaba difícil aceptar órdenes de un hombre en ropa interior o, al menos, eso era lo que Thrasne siempre había creído.

De todos modos, se alegraba de poder volver a caminar por la tierra. Recorrió la estrecha playa, no más que una franja rocosa entre el Río y los riscos, salpicada de unos pocos árboles robustos. Sin embargo, hacia el oeste la franja se ensanchaba y descendía, convirtiéndose en una verdadera playa con arena. Los riscos a la derecha también se hacían más pequeños y, finalmente, se transformaban en colinas bordeadas de dunas y coronadas con unos árboles bajos. Los hombres del barco se dispersaron hacia las colinas y los bosques en busca de agua.

Los Melancólicos se quedaron rezagados para hurgar en las lagunas de la orilla, donde estaban encontrando moluscos de brillantes colores y peces planos como monedas. De modo que Thrasne fue el primero en ver al hombre esculpido, enterrado hasta las rodillas en la arena.

—¡Ah! —exclamó Thrasne con un sonido sobresaltado, como si hubiese recibido un puntapié en el estómago—. Se parece al viejo Blint.

Se detuvo abruptamente, sabiendo que acababa de decir algo ridículo y, sin embargo, invadido por una horrible aprensión.

El hombre esculpido comenzó a volverse hacia él, como si lo hubiese oído hablar, como si hubiese escuchado su nombre.

Giró tan despacio que Thrasne tuvo tiempo para observar cada uno de sus rasgos familiares: la línea abultada del vientre, el pequeño rollo de grasa en la nuca, los fuertes músculos de los brazos y las piernas, donde aún se observaban unas viejas cicatrices de sogas, y la caída de los hombros. Cuando estuvo vuelto por completo, Thrasne pudo ver que era Blint. Blint, como tallado en oscura madera de frag. Blint, con la boca abriéndose lenta, muy lentamente, para saludarlo.

—Thraaasneee.

—¿Blint? —gimió Thrasne, invadido por el pánico.

¿Qué era esto? Sus brazos temblaban; el mundo se había vuelto oscuro a su alrededor.

Una voz en su mente dijo: «Recuerda a Suspirra, Thrasne. ¡Tú no temías a Suspirra!»

Durante unos momentos, aquel sonido en su mente no tuvo ningún sentido. Sin embargo, después de un rato su visión se aclaró y Thrasne, perplejo, se volvió hacia la extraña figura. Sí. Cuando sacó a Suspirra del Río, ella estaba con vida… en cierta manera. También parecía tallada. Ahora, Blint… Blint, que había sido arrojado al Río hacía tanto, tanto tiempo, con lastres atados a los tobillos.

—Yo te eché al Río —le gritó a la figura inmóvil.

—Lo sé —pronunció el hombre tallado. Cada palabra pareció extenderse en un sonido infinitamente largo, desvaneciéndose en un silencio más profundo que el precedente, como si los otros sonidos de la isla se hubiesen acallado para permitir que se escuchasen éstos—. El plaga, Thrasne. Vinieron los entes. Ahora estoy aquí.

—¿Dónde? ¿Dónde es aquí?

—La Isla de Todos Nosotros —respondió el hombre tallado, mientras sus labios se curvaban en una sonrisa espectral. Sus párpados se alzaron y, por un momento, se le iluminó el rostro, otorgándole un aspecto casi humano—. Has llegado a la Isla de Aquellos que se Convierten en Otra Cosa…

Detrás de Thrasne, los gritos de los hombres que buscaban agua se acallaron. Frente a ellos, en la larga playa blanca, hubo un movimiento. Unas formas que Thrasne había supuesto que eran restos flotantes o arbustos se levantaron, giraron y se convirtieron en hombres y mujeres. De algunos todavía colgaban fragmentos de ropas, tan improcedentes como hojas secas adheridas a una cerca. Aunque era posible distinguir que algunos eran varones y otras mujeres, no había nada sexual en ellos, como no hubo nada realmente sexual en Suspirra. En muchos, los senos o los penes se confundían con la deformidad general. O con la belleza de formas, pensó Thrasne medio histérico. Sus ojos de artista le aseguraban que aquellas figuras casi humanas eran hermosas. Mientras pensaba en estas cosas, aferrándose a su cordura y tratando de no mostrar temor, las personas talladas se acercaron a él, lentamente.

—¿Nos tienes miedo? —preguntó uno, y la pregunta pareció ocupar casi toda la tarde.

—¿Piensas que somos fantasmas? —preguntó otro.

—¿Qué son? —quiso saber Taj Noteen a su espalda con voz trémula—. Les ordené a los demás que regresaran al barco.

Thrasne respondió con calma, sin más que un pequeño temblor en la voz.

—Son los muertos, Taj Noteen. Aquellos que fueron encomendados al agua por los Hombres del Río. Atacados por el plaga. Y, al parecer, el plaga les otorga una nueva vida, igual que los obreros de los fosos la reciben de las Lágrimas de Viranel.

—Pero éstos… éstos pueden hablar.

—Hablar, sí —confirmó una de las personas esculpidas, en largas y lentas sílabas—. Y observar. Y escuchar.

—No podemos saborear —intervino otro.

Era un cántico, una entonación, tal vez una invocación.

—Ni oler —agregó otro.

—Ni sentir —precisó Blint—. No mucho.

El terror inmediato de Thrasne había comenzado a menguar, y sólo entonces miró atentamente a Blint. No encontró miedo ni horror en su rostro, como tampoco en ninguno de los demás; sí vio serenidad. Expresiones que podían indicar satisfacción. Un amable y moderado interés, aunque sin ningún entusiasmo. Con este análisis, su corazón se calmó y Thrasne tragó saliva, consciente de que tenía la garganta seca.

—¿Te encuentras bien, Blint? —logró preguntar, casi en tono familiar.

—Oh, sí, Thrasne. Estoy bien.

—¿Y todos los muertos del Río están aquí? ¿Todos ellos?

—Aquí o en alguna otra isla.

—¿Cómo llegaron?

—Nos trajeron los entes. Siempre lo hacen.

Durante este intercambio, los otros esculpidos se giraron y regresaron lentamente a sus posiciones originales. Allí volvieron a confundirse con el terreno, convirtiéndose en simples formas de aspecto humano sobre la arena. El único que permaneció fue Blint.

—La esposa de Blint se encuentra bien.

Thrasne supuso que podría querer saberlo. A Blint no pareció importarle.

—Lo dejaré en tus buenas manos —contestó, deteniéndose en el significado de cada palabra—, Thraaasneee. —Sus ojos estaban fijos en un punto más distante. Los dos hombres siguieron su mirada hacia un movimiento bajo las olas, como si alguna inmensa criatura se hubiese estado elevando de las profundidades entre un manto de espuma—. Los entes —indicó, con las manos unidas como si hubiera estado en un Templo.

Aunque le hablaron varias veces más, ya no respondió. Finalmente, Taj Noteen alejó a Thrasne de allí, conduciéndolo por la arena hacia la linde del bosque. Cuando llegaron allí, Thrasne temblaba como atacado por una fiebre.

Taj lo sujetó con fuerza hasta que dejó de temblar. Estaba tan impactado como Thrasne, ya que entre los muertos había creído reconocer a algunas personas, y a una de ellas la había conocido muy bien.

—Vamos —dijo Thrasne finalmente—. Exploremos un poco. —Él se conocía bien. En seguida, sus ojos comenzarían a funcionar y sus manos se desesperarían por un cuchillo. En poco tiempo, comenzaría a pensar. Sólo estaba tan conmocionado porque conocía al anciano, porque había sido casi un padre para él. Por tanto, debía ponerse en movimiento para que pasase la conmoción—. Vamos. —Se alejó por un sendero del bosque.

Juntos caminaron. A lo largo del sendero había otros muertos. Algunos, evidentemente los más recientes, alzaron la vista a su paso. Uno o dos les hablaron. Otros no parecieron verlos. Y otros, los que hacía más tiempo que estaban en la isla, pensó Thrasne, habían echado raíces como árboles, fuertes árboles con dos o tres ramas y un poco de vegetación que había crecido sobre sus cabezas, en sus hombros y de la punta de sus dedos.

Thrasne se detuvo ante un árbol retorcido y nudoso que debía de tener más de cien años.

—Las hojas son iguales —observó, señalando primero el árbol y, luego, a uno de los muertos cercanos—. Las hojas. ¡Y mira! Está florecido.

En las puntas de las ramas había pimpollos como coronas de cera, en colores magenta y azul marino y con el centro dorado.

—Florecemos —confirmó una voz a sus espaldas—. Y las semillas vuelan hacia el Río, se hunden allí y crecen en una especie de alga marina. Después de un tiempo, le brotan aletas y comienza a nadar. Se convierte así en el plaga. Posteriormente, busca un cuerpo en el que alojarse y lo devuelve a la vida. Y llega a las islas. Para crecer. Para florecer…

La que hablaba había sido una mujer alguna vez. Ahora se hallaba cubierta de hojas, y sus pies estaban profundamente enterrados en el suelo.

—Y tú —susurró Thrasne, ansioso por saber—, ¿te encuentras bien?

—Oh, sí, estoy bien.

—¿No hay dolor?

—No hay dolor.

—¿Recuerdos?

—¿Recuerdos?

—Tu nombre. ¿Sabes quién eras?

—Yo soy —respondió la mujer árbol—. Soy ahora. Es suficiente.

No volvió a hablar.

—Este árbol no crece en Costa Norte —comentó Thrasne.

—Es probable que los entes no los lleven allí —observó Taj Noteen—. Quizá sólo los traigan aquí, o a las otras islas.

—¿Por qué? ¿Cómo?

—Tendrás que preguntárselo a los entes, Thrasne. A aquellos que nadan en las profundidades, con espuma sobre el rostro.

Y era cierto que nadaban allí, al sur de la isla. Unas figuras brillantes que alzaban sus grandes ojos orlados, deslizándose por las aguas como enormes buques vivientes, llamándose unos a otros con sus voces terribles, profundas y resonantes como cavernas.

—Ven —le dijo Taj Noteen—. Regresemos al barco, Thrasne. Mañana nos parecerá menos extraño.

Y, a decir verdad, eso era lo que esperaba, ya que dentro de él su alma temblaba de terror.

• • • • •

Ninguno de ellos se sintió en condiciones de partir al día siguiente, ni al otro tampoco. Thrasne no volvió a encontrar a Blint, aunque Taj Noteen halló a la mujer que conociera en otro tiempo, habló con ella y regresó al barco, aturdido y perplejo. Al tercer día se dispusieron a partir, trataron de izar la vela y les fue imposible moverse. A su alrededor nadaban los entes, empujando el barco de vuelta a la costa cada vez que trataban de zarpar. Tenían llenos los toneles de agua potable y, entre los extraños árboles de la isla, había algunos con frutas familiares, así que recogieron todas las que estaban maduras. No había nada más que pudiesen hacer, pero los entes no les permitían partir. Thrasne sintió que era hora de formular algunas preguntas.

Lo que quería saber no podía preguntarlo desde la cubierta del barco, pues toda la tripulación pensaría que estaba loco. No quería hablar con los entes desde tan cerca, con la mirada irónica del viejo Porabji sobre él. Thrasne quería… quería estar cerca de ellos. Tanto como sus propias aletas o cualquier atributo que tuviesen. ¡Quería verlos!

—Bajad la balsa al Río —ordenó—. Y colocadle algo que pueda utilizarse como escálamo.

No era una embarcación muy elegante. Sin embargo, era lo suficientemente firme y Thrasne pudo maniobrarla con los largos remos colocados en los escálamos.

En cuanto aprendió a manejar la balsa, decidió salir a hurtadillas al amanecer, hora en que los entes solían subir a la superficie. Se dispuso a despertarse temprano, cosa nada inusual para los hombres del barco, y se levantó en medio de la niebla, justo antes de que saliera el sol. Mientras pasaba sobre la baranda, no notó que Eenzie la Payasa se encontraba en la puerta de la casa del patrón, observándolo, enfundada en una gran túnica blanca y con el cabello suelto en un río oscuro de hebras sedosas. Cuando Thrasne partió, ella se acercó a la baranda para mirar cómo se alejaba meciéndose en la balsa como en una cesta.

Había marea baja con las lunas a ambos lados del horizonte. Sólo una brisa ligera soplaba en el rostro de Thrasne desde el sur, lleno de perfumes que le resultaban extraños.

—Hay otras tierras allí —susurró, seguro de ello por primera vez—. ¡Puedo olerlo!

Inspiró profundamente, reconociendo aromas resinosos, cargados de humus, fecundos. Pantanos y bosques. En la isla, los árboles más cercanos no eran más que sombras oscuras delante de la bruma, y otra neblina se elevaba de la tierra haciendo que sólo los más altos quedasen recortados contra el amanecer. Esta secuencia de niebla, árboles, niebla otra vez, árboles más altos y todavía más niebla elevándose del valle, con los bosques más altos de las colinas detrás, hacía que la isla pareciese estar a gran distancia, como si se hubiese alejado de él durante la noche para convertirse en un lugar de ensueño donde la distancia no pudiera ser medida. Los lejanos árboles de las colinas eran como un encaje contra el cielo de ópalo, inmóviles bajo la luz de la mañana, sin más que algún movimiento de alas entre ellos para que uno supiera que no estaban pintados.

Thrasne remó entre la bruma hacia el profundo canal al sur de la isla. A sus espaldas, el vigía del barco emitió una llamada quejumbrosa, como un pájaro solitario. Entre la niebla de la costa, los hombres y las mujeres muertos se movían por la isla. Aunque la mayoría caminaban solos, había algunas parejas o tríos que parecían andar juntos. ¿Como si hubiesen sido amigos o familiares en vida?, se preguntó Thrasne. Pero dejó de pensar en ello ya que el Río se agitó a su alrededor, elevándose en inmensos arcos de aguas brillantes.

Entre esos movimientos había seres alados, más pequeños que los entes, espiándolo con una miríada de ojos. Desaparecieron.

—Tal vez sean los niños de los entes —se dijo Thrasne a sí mismo—. Y aquí están los adultos.

Estaban a su alrededor, con sus grandes ojos orlados suspendidos sobre la balsa, espiándolo entre la bruma como monstruos salidos de un sueño.

—Necesito hablar con vosotros —gritó Thrasne—. Quiero haceros algunas preguntas.

Hubo cambios de posición y algunos ojos reemplazaron a otros. El agua se arremolinó, y una ola encrespada se deslizó hacia él, rodeando la balsa de espuma.

—Sí —contestó la terrible voz de un ente—. Hablaremos.

—Estáis impidiendo que abandonemos la isla. Si os hemos ofendido de alguna manera, queremos disculparnos. No podemos permanecer aquí. Tenemos que continuar. Hacia el sur.

—No —bramó el ente mientras se sumergía en el agua. Thrasne permaneció allí, meciéndose con la balsa. Lo vio emerger un poco más lejos—. La otra viene hacia aquí.

—¿La otra?

—La que perdisteis. La que todavía tenéis que encontrar. Babji.

—¿Viene hacia aquí? —Su corazón se hinchó de alegría, saltando como un pichón de pájaro de fuego en el nido—. ¿Aquí? ¿Medoor Babji?

—La traen los Treeci.

Esto lo desconcertó. No podían ser los Treeci de Isla Strinder. Otros Treeci. Frente a él, todos los entes se sumergieron, con excepción de uno.

—¿Tienes otras preguntas? —bramó.

—Sí. —Se humedeció los labios secos—. Fue hace mucho tiempo, casi veinte años. Una mujer se arrojó al agua desde los muelles de Baris. Estaba embarazada.

Lo único que se oía era el sonido del Río, pero Thrasne tuvo la sensación de que había un coloquio, una vibración de agua bajo la balsa, una gran voz que preguntaba y respondía en un timbre que él era incapaz de oír.

—Sí —contestó al fin la voz del ente—. Su nombre era Imajh.

—No sé cuál era su nombre, yo la llamé Suspirra. Pensé que era sólo madera, pero me equivoqué. Estaba viva.

—Estaba viva en cierto modo —le confirmó la voz—. Si no la hubieras sacado del Río tan pronto, la hubiésemos traído aquí y habría vivido, en cierto modo. Como los demás.

Thrasne sintió un vuelco en el corazón.

—¿Yo la maté?

Las aguas se agitaron. ¿Qué eran esos sonidos? No eran risas. No. Sonaba a diversión, pero de una clase tan gigantesca que uno no podía definirla de ese modo. Trató de identificar el tono en la voz del ente. Le pareció que era muy importante saber lo que éste sentía al responderle.

—Ella ya estaba muerta, marinero. Lo que tuvo después fue tiempo de gracia. Y tal vez le haya servido más que si hubiese venido aquí.

Al recordar lo ocurrido, Thrasne no estaba seguro.

—Tuvo una hija. Suspirra, quiero decir.

—Sí. Nuestra niña. Queremos que nos devolváis a nuestra niña.

Thrasne se había referido a Pamra. Después de un instante comprendió que el ente hablaba de Lila.

—¿Por qué dices que Lila es vuestra, ente? Yo hablaba de su otra hija, de Pamra Don.

—Lila es nuestra porque lleva nuestra semilla. Sabemos de Pamra Don…

La voz se detuvo con una tristeza demasiado profunda para ser escuchada, y Thrasne sintió que la angustia lo golpeaba como un martillo. Gritó para protegerse de ella.

—¡No! ¡Oh, no! ¡Ente! ¿No tenéis otro nombre por el cual pueda llamaros?

Otra vez esa sensación indescriptible, ese temblor en el agua.

—No hay nada de malo en la forma en que nos llamas. Somos entes. Seres extraños para ti y para este lugar. Forasteros. Exploradores. Aunque ya nos encontrábamos aquí cuando los tuyos llegaron, vosotros permaneceréis cuando nos vayamos. Cuando nuestro examen… nuestra cruzada haya finalizado.

¡Extraños! ¡Forasteros! Y, sin embargo, ¿por qué no? Si los humanos habían llegado a este lugar, ¿por qué no otros? Otros con sus propias e intrincadas formas de pensamiento, sus propios criterios arcanos. Debía de haber sido lo mismo, pero no lo era. Trató de recordar todas las preguntas para las que deseaba respuesta; ya no le parecían tan importantes. El tono que utilizaron al referirse a Pamra Don daba por cerrado ese tema, no quería volver a escuchar el nombre de Pamra pronunciado con esa voz. Había una sola cosa que seguía siendo un misterio, y Thrasne les preguntó al respecto.

—¿Por qué traéis a estas islas a los atacados por el plaga?

Otra vez esa gigantesca emoción que Thrasne no podía identificar. Una agitación. Una monstruosa inquietud en la cual había a la vez risas y lágrimas.

—Plaga es tu palabra, Thrasne. Nosotros preferimos llamarlo «extensión». Nos parece algo bueno. Los humanos no viven mucho tiempo; su muerte sobreviene de repente. Se preocupan demasiado por el futuro o se niegan a preocuparse por él en absoluto, y esto les otorga tiempo…

—El plaga… ¿lo trajisteis vosotros?

—Lo creamos. Es nuestro obsequio. Especialmente para vosotros.

Otra vez esa enormidad que lo rodeaba. Thrasne podía sentirla sin comprenderla en absoluto. Se inclinó hacia delante, tratando de proteger el centro de su ser de lo que fuere. No entendía nada de lo que le habían dicho. Las palabras que empleaban no eran suficientes para explicar lo que querían decir. La sensación de inmensidad se acercó más a él, abrumándolo, pero no alcanzó a aprehender el contenido de la ola en la cual quedó envuelto. Al fin pasó y Thrasne permaneció jadeante sobre la balsa, inseguro de estar vivo.

Los entes volvieron a hablar, con tristeza.

—Tráenos a nuestra niña, marinero. Como pago por recuperar a la que habías perdido.

Entonces, el agua se calmó abruptamente, como si se hubiese derramado aceite sobre ella. No se veían olas ni mantos de espuma. Sólo silencio, los gualdrapazos de la vela y, a distancia, desde el

Obsequio de Potipur, el sonido excitado de unas voces.

Thrasne remó hacia allí, guiado por los sonidos. El cocinero golpeando una cacerola. Los gritos de Taj Noteen. Obers-rom dando una orden. El traqueteo de la madera y los golpes de la vela. El sonido de risas, gritos de alegría. Y, entonces, lo vio. Vio el pequeño bote con el

Cheevle atado a la popa. Thrasne gritó con voz ronca y vio que Eenzie y Medoor Babji lo aguardaban junto a la baranda.

—¿Has terminado con los entes? Sube a bordo, desayuna ¡y vámonos a casa!

El miró su rostro con la boca abierta, sin poder creerlo. Había una aguda inteligencia allí, una gran preocupación. Medoor Babji lo ayudó a subir, con brazos fuertes, y él sintió que su piel despertaba al contacto con la de ella. Sólo fue consciente de ello cuando aceptó su mano y permitió que lo condujera hacia los aromas de la cocina, pensando sólo en el momento y sin recordar en absoluto ni a los entes ni a Pamra. Había llegado a un punto de sí mismo donde ya no toleraría regresar ni permanecer donde estaba, aunque tampoco se decidía a seguir adelante. Todavía invadido por aquella inmensa y enigmática sensación de los entes, se aferró al momento y permaneció inmóvil, consciente de una quietud interior y en la esencia del Río cambiante. Por unos segundos, se volvió parte de ella en vez de escoger… la nada.

• • • • •

Dos días después, cuando Medoor Babji hubo recorrido la Isla de los Muertos para ver todo lo que ellos habían visto, ajustaron la vela en dirección al hogar.

Ir a la siguiente página

Report Page