Despertar

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Libro Segundo » Capítulo 25

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El primer hombre alcanzó la cima. Las alas se lanzaron sobre él y lo derribaron, pero dos hombres más lograron subir y lanzaron sus hachas contra los voladores que custodiaban el fuego. Otros hombres subieron tras ellos por las escalas. El viento se detuvo unos momentos y se hizo un tremendo silencio. En ese silencio, el grito se insinuó como si descendiera del mismo cielo para caer sobre todo el mundo. En él había agonía, dolor, soledad. La voz de Pamra. Un alarido interminable. Luego, otra vez el silencio.

Y, después del silencio, un rugido de furia recorrió las multitudes como una inmensa ola, desde la base del monte hasta los límites más lejanos del campamento. Los voladores habían aterrizado graznando entre los desarmados cruzados. Fueron atacados con palos, aplastados contra la tierra, convertidos en restos sangrientos y jirones de plumas.

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—No debió haberlo hecho —murmuró Gendra, cayendo sobre la roca.

No tenía más fuerzas. Ya nada importaba. Sabía lo que ocurriría a continuación. Era inevitable. A su lado, Sliffisunda miraba con ojos enloquecidos. No era esto lo que debía haber ocurrido. Se suponía que los humanos tenían que amedrentarse. En las Rocas de las Disputas se decidió que sentirían temor, que se humillarían, que se volverían obedientes. Pero no era así. Gritaban. Aullaban. Sliffisunda se vio invadido por un sentimiento nuevo para él: terror.

—Rehenes —les gritó a tres voladores que volaban cerca—. Llevaos a estos dos humanos, es posible que necesitemos rehenes.

Tan asustados como el mismo Sliffisunda, los voladores obedecieron y descendieron para volver a elevarse de inmediato, con Ilze retorciéndose entre sus garras y Gendra Mitiar en estado inconsciente. Viraron para volar hacia las Talon Rojas. Detrás de ellos, las flechas llovieron por el aire y unos cuantos voladores más cayeron del cielo.

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Tharius Don se encontró corriendo, sin recordar cuándo comenzó a correr, sólo consciente de que lo hacía. El General corría a su lado y ambos se dirigían al montículo, que se encontraba a unos cuatrocientos metros de distancia, cerca del río principal. Sin el catalejo, no podían ver la cima. Al fin, llegaron al pie y se apoyaron contra las rocas, jadeando. Un Jondarita bajó por la escala.

—¿Y la mujer? —preguntó el General—. Pamra Don.

—Creo que está muerta, General.

—¿Cree?

—Hay algo extraño allí. Los hombres no quieren acercarse.

Entonces comenzaron a trepar por la oscilante escala. A Tharius nunca le habían gustado las alturas. No creía ser capaz de poder subir hasta la cima, pero estuvo arriba antes de que pudiera determinar si le era posible o no. Ante él había una pira humeante, un gran montón de maderas incandescentes, y, en el centro, lo que quedaba de Pamra Don, un cuerpo negro, contorsionado, mostrando los dientes entre unos labios chamuscados, un cuerpo que mantenía erecto una estaca parcialmente quemada.

Y, en sus brazos, una esfera de luz suave y vibrante. Latía. Y respiraba.

Y se abrió.

Algo salió de allí, con alas, o tal vez con aletas, o con ambas cosas. Lo que fuere le habló a Tharius Don.

—Pobre Tharius. Ella era la última de tus descendientes.

Y desapareció, cayendo o volando al río que corría por abajo. Y se zambulló en él y se movió por el agua como si hubiese nacido allí, y viajó hacia el sur, hacia el Río que rodeaba el mundo.

—¿Lila? —susurró Tharius Don—. ¿Lila?

El General no pareció haber visto nada. Se inclinó por el borde de las rocas y gritó con voz estentórea:

—Los voladores han quemado a Pamra Don.

A lo lejos se escuchó un grito agudo:

—La Madre de la Verdad ha sido asesinada. Guerra contra los voladores. ¡Llega la noche, llega la noche, llega la noche!

Tharius miró a través de la planicie hacia donde lo aguardaba Martien. Hizo un gesto tajante, lo repitió una vez, y otra, y otra. Cuatro veces. El distante punto verde que era su bandera bajó y subió, cuatro veces. Muy bien. Que comenzase. Que todo comenzase. Que se precipitase el sangriento final. Que los malditos Thraish murieran como merecían. Y Tharius comenzó a llorar.

Abajo vio a unos Jondaritas luchando contra un grupo de cruzados.

—¿Por qué? —le preguntó al General.

—Alguien proclamó que fue un Jondarita quien mató a Pamra Don —gruñó—. Tal vez el demonio de la corona ha lanzado a su gente en contra de los Jondaritas. Iré a dirigir a mis ejércitos. ¡Mire, se escapa!

La carreta en la que viajaba Peasimy Flot se alejaba, tirada por una docena de hombres que corrían. Se oían gritos, personas que querían saber quién había matado a Pamra Don.

—Los Jondaritas —dijeron unos, y atacaron a los más cercanos para caer anegados en su propia sangre.

—Los Voladores —afirmaron otros, mientras comenzaban a marchar hacia las Talon Rojas, con palos y ballestas en las manos.

Y hubo otros que aseguraron:

—La Cancillería. Han sido los de la Cancillería.

—Los Noor —gritaron algunos, mirando a su alrededor en busca de rostros oscuros—. Los caras negras.

Tharius miró al valle. Los Noor se alejaban rápidamente hacia el sur y de ellos sólo se veía una polvareda en el horizonte. Estaban demasiado lejos para resultar víctimas de este holocausto general. A sus pies se libraban mil batallas, una matanza generalizada, y Jondrigar bajaba pesadamente la ladera para reunirse con sus tropas.

Se sentó dónde estaba, contemplando el cadáver ennegrecido de Pamra Don. La pira continuaba humeando.

Los Mendicantes de Jarbo abandonaron su campamento y avanzaron hacia el campo de batalla, envueltos en una espesa nube de humo. Lenta, muy lentamente, a medida que los Mendicantes abarcaban el campo, las luchas se detuvieron. Los gritos se detuvieron. Los aullidos de furia se detuvieron. Entonces llegaron los lamentos, junto con los gritos de dolor y de pena. Junto a Tharius Don, la escalera tembló y Chiles Medman trepó a la roca y lo observó con ojos tranquilos y terribles.

—Estaba loca —dijo Tharius, con los ojos enrojecidos por el llanto—. Estaba loca y yo no lo vi.

—¿De veras? —preguntó Chiles Medman, volviéndose para mirar el cuerpo quemado. Se estremeció y apartó la vista.

—¡Por supuesto! Mire la masacre allí abajo. Es todo locura. Locura.

—Oh, probablemente eso sea cierto, Tharius Don.

—Que acabe.

—No creo que acabe, no. Al mirar a través del humo, puedo ver lo que sucederá. —Se colocó junto a Tharius y adoptó la postura del oráculo: las manos extendidas frente a la plañidera multitud, la cabeza echada hacia atrás, la pipa entre los dientes para que el humo se elevase delante de sus ojos. Entonces, exclamó con voz destemplada—: Millones morirán en nombre de ella. Las estepas se bañarán en sangre. Veo un futuro en el cual las mujeres serán confinadas a determinadas ciudades y los hombres a otras. Veo interminables procesiones, charcos de luz pisoteados sin consideración. Veo la vejez que llega inexorable, sin juventud que la suavice ni niños que la bendigan. Veo a Peasimy Primero inmolándose al ver que se acerca la muerte, asegurándose de ese modo la inmortalidad prometida por Pamra Don.

—¿Millones? —balbuceó Tharius—. ¿Qué quedará?

—Veo una docena, una centena de intervenciones, herejías, rebeliones, todas con probabilidades de triunfar o de fracasar. Sin embargo, los Albergues Jarbo seguirán intentándolo. Y, al final, la muerte o la fuga, al igual que todo lo demás muere o escapa. Habrá remanentes, fragmentos entre las cenizas, listos para volver a comenzar.

Bajó las manos, se quitó la pipa de la boca y colocó una mano en el hombro de Tharius, a modo de consuelo.

—¡La locura!

—No para Peasimy Flot —añadió Medman, con calma—. No para los fanáticos que lo siguen. Ellos no ven este mundo, sino lo que esperan del próximo. Cuenta con hombres armados con ballestas, ¿lo sabía? Hombres contratados. Tienen instrucciones de disparar a cualquier Mendicante de Jarbo que se cruce en su camino. Nos ha denominado los «principales herejes». A nosotros, a los Noor y a los Jondaritas, ya que ha oído decir que el General Jondrigar ha sido nombrado Protector del Hombre. Peasimy dice que no, que el General no es el Protector. Que él, Peasimy, es el Protector.

—No hay esperanzas.

Tharius se inclinó como si lo hubieran apuñalado. Chiles Medman rió con amargura.

—Oh, siempre hay esperanzas. Incluso ahora los Noor van camino de la costa. Muy pronto cada barco capaz de flotar se dirigirá hacia el sur con Noor a bordo. No se por qué, pero son una raza más cuerda que la mayoría. Hay un enigma en eso. Después de toda la gente que han perdido con la esclavitud y las guerras, uno podría pensar lo contrario. Y, sin embargo, por algún motivo parecen inclinados, particularmente en las últimas generaciones, hacia la paz y la sensatez. Medoor Babji ha suplicado un favor a su madre, la Reina; eso es lo que me dice el humo. A causa del amor que siente por cierto hombre de Costa Norte, los Noor se muestran dispuestos a llevarse a otros también. Esa gente orgullosa y perseguida se llevará a otros consigo. Es notable.

—Ah.

—Por tanto, le sugiero que vaya con ellos, Tharius Don. También para usted existe un futuro. No es largo, pero lo veo en el humo.

—Kessie —murmuró él.

—Kessie también. Se encuentra en Thou-ne, donde usted la envió, donde probablemente se dirá que comenzó todo esto. Envíele un mensaje para que se reúna con usted en Vobil-dil-go.

—Sus fuentes de información son mejores que las mías, Medman. Pero esto no se inició en Thou-ne, sino en Baris, hace mucho, mucho tiempo.

—Bueno, si hablamos de los primeros orígenes, comenzó mucho antes de eso.

—¿Por qué? ¿Por qué? Medman, yo leí los libros del palacio, una y otra vez. Son libros antiguos. Si dicen la verdad, nuestra historia está llena de lo mismo. Los humanos lo hemos hecho una y otra vez. ¡Al enfrentarnos con la verdad elegimos la locura! Una vez y otra. Elegimos dementes como líderes, diestros actores que nos cuentan bonitas mentiras. Repudiamos a aquellos que nos prometen honestidad y somos leales a quienes nos prometen mitos. Nunca la verdad, siempre el Árbol de los Dulces. Como pájaros de fuego, no sentimos las llamas ni siquiera cuando nos están quemando, y empollamos a los de nuestra especie para que cometan los mismos errores cuando llegue el momento. Y yo, yo que traté de hacer todo lo que estaba en mis manos para lograr la vida y la paz, he caído en la trampa. ¿Por qué? ¿Por qué?

—Pregúntele a los entes, Tharius Don. Tal vez ellos lo sepan, yo no lo sé. —Chiles Medman se estiró con fatiga y su nariz aspiró el hedor de los fuegos. Entre los muertos y los agonizantes se movían los Mendicantes, llenando el valle de humo. En el verde horizonte distante, la carreta de Peasimy Flot brillaba bajo el sol mientras se alejaba a toda velocidad con las banderas flameantes—. No permita que ése lo atrape —añadió—. Ha recibido el poder y lo manejará como un niño maneja un juguete. Lo tiene entre las piernas y lo obligará a llevarlo donde él desee.

—El General lo cazará —aseguró Tharius con fatiga—. No podrá escapar siempre.

—Eso dice la razón y, sin embargo, no es lo que yo veo —replicó Medman, guardando su pipa y disponiéndose a bajar por la ladera—. Vobil-dil-go, Tharius Don. Ya. No regrese detrás de los Dientes. No hay nada allí para usted.

• • • • •

Y, en realidad, detrás de los Dientes no quedaba mucho para nadie. Los Jondaritas habían fluido de Highstone Lees como el agua; detrás de ellos, los sirvientes, pues ¿por qué iban a quedarse si no había Jondaritas que hiciesen cumplir la disciplina? El paso parecía un río de soldados, esclavos y sirvientes. Tharius no estaba, Gendra Mitiar no estaba, el General no estaba, Lees Obol había muerto y a nadie le importaba que yaciera solo sobre el catafalco en la plaza de ceremonias.

Shavian Bossit deambuló por las habitaciones vacías, preguntándose dónde estarían todos. Recorrió los largos corredores hasta los cuarteles de invierno, los atravesó y llegó a las cavernas profundas que eran los archivos.

—¡Feynt! —gritó, y escuchó su propia voz que resonaba en el silencio—. ¡Feynt!

No hubo respuesta. Glamdrul Feynt y Bormas Tyle estaban juntos en una habitación oculta del palacio, conspirando, ignorantes de su abandono. En otra habitación, lejos de la primera, Ezasper Jorn y Koma Nepor hacían lo mismo. No sabían nada de la masacre al otro lado del paso, del golpe que había comenzado ni de la guerra que se libraba mientras ellos susurraban en los rincones oscuros de la Cancillería.

—¡Jorn! —gritó Shavian Bossit—. ¡Nepor!

No hubo respuesta, y él subió la interminable escalera hasta una alta terraza, donde volvió a salir a la luz. En la plaza de ceremonias, una manada de

weehar se arremolinaba en torno del abandonado catafalco. A su alrededor había cuerpos de pastores muertos y, sobre los animales, los voladores atacaban una y otra vez.

—¡Basta! —gritó, sin pensar en que no había Jondaritas que hiciesen cumplir sus órdenes—. ¡Basta!

Apenas si sintió las garras que lo atraparon por detrás y lo alzaron por el aire frío. Sliffisunda había ordenado a los suyos que se llevasen todos los terneros posibles, pero también, si tenían la ocasión, debían llevarle rehenes.

En los corredores más profundos de la Cancillería, aquellos sobre los que Koma Nepor había probado su nueva cepa de plaga, comenzaron a moverse. Los cuerpos empezaron a retorcerse, a girar y a levantarse para mirarse entre ellos con curiosidad. El período de incubación había terminado. Se movían, buscaban a otros que tocar para contagiarlos, para convertirlos en seres semejantes a ellos. En toda la Cancillería sólo quedaban cuatro personas con vida. Todos los demás habían sido raptados o se habían escapado.

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