Demon

Demon


Capítulo 1

Página 2 de 32

1

heRidas

No puedo respirar.

Mis oídos pitan, mis manos tiemblan, mi tráquea parece haberse cerrado por completo y lucho por llevar el aire a mis pulmones. El jadeo proveniente de mis labios reverbera en la acústica del reducido baño en el que me encuentro y la mirada se me nubla por las lágrimas que me invaden.

Mis extremidades pesan, mis brazos se han entumecido y el frío recorre cada centímetro de mi espina dorsal. La humedad tibia de mi sangre moja el pantalón del pijama que traigo puesto, pero no puedo hacer nada para detener el torrente de líquido caliente que brota de mis muñecas.

Mis párpados amenazan con cerrarse por completo, mi cuerpo apenas responde a las demandas de mi cabeza y el pánico se arraiga en mi sistema. Bailo en el limbo de la semiinconsciencia y lucho por mantenerme a flote, pero no lo consigo. Voy a morir aquí. Voy a morir y nadie va a notarlo.

El dolor en mi pecho es insoportable, la sensación de pesadez es cada vez más intensa y sé, por sobre todas las cosas, que algo está mal. Muy, muy mal.

«No quiero morir. No quiero morir. ¡Maldita sea!, ¡no quiero morir!».

Imágenes inconexas llenan mi entorno. Un familiar rostro aparece en mi campo de visión y desaparece casi de inmediato. Siluetas luminosas se arremolinan a mi alrededor, pero no soy capaz de distinguir las facciones de quienes me rodean.

Alguien dice mi nombre con angustia y preocupación, pero no puedo responder. No puedo pronunciar palabra alguna. No puedo moverme.

Mi boca se abre para hablar, pero un ataque de tos impide que lo haga; el dolor punzante en mis muñecas apenas me deja pensar con claridad y todo mi cuerpo se estremece cuando el ardor quema en mis extremidades.

Soy vagamente consciente de las palabras tranquilizadoras que son susurradas en mi oído y de la presión en mis antebrazos que hace que mis manos hormigueen, pero no puedo hacer nada. No puedo hacer otra cosa más que quedarme aquí, quieta, en la espera de lo inminente.

El escándalo se apodera de todo el lugar, pero se siente ajeno a mí. Se siente, incluso, como si me encontrara debajo del agua y no fuese capaz de distinguir nada debido a eso. Como si el mundo se hubiese difuminado a través de una pantalla de humo y no existiese nada más que mi respiración y el dolor de mi cuerpo. Es solo hasta ese momento, que el pánico empieza a diluirse. A esfumarse con cada segundo que transcurre y a quedarse en segundo plano.

De pronto, no soy yo quien se encuentra tirada en el baño, muriendo a causa de un ataque de asma y una hemorragia. No soy yo quien lucha y patalea con desesperación mientras trata de recuperar el aliento. Quien llora del miedo y de la angustia…

«Déjalo ir», susurra una voz dentro de mi cabeza. «Déjalo ir, Bess».

Entonces, así lo hago.

Un sonido agudo taladra en lo más profundo de mi cabeza. Un extraño zumbido invade mi audición y todo, poco a poco, se vuelve más vívido e intenso.

Mis párpados bailan con el movimiento de mis ojos y soy un poco más consciente de lo que sucede a mi alrededor. El olor a alcohol y antiséptico hace que mi nariz pique, el dolor en mi pecho es sordo —un claro contraste con la insoportable agonía que sentí antes—, el aire dentro de mis pulmones se siente como el mayor de los placeres y la pesadez es bien recibida por mis músculos agarrotados.

Trato de abrir los ojos una vez más. Esta vez tengo éxito, pero vuelvo a cerrarlos en el momento en el que la luz cegadora me golpea de lleno.

Trago duro. En ese preciso instante, el ardor se apodera de mi garganta. Un pequeño quejido se construye en mi pecho, pero lo reprimo porque estoy demasiado agotada como para poder emitirlo. Estoy demasiado adolorida.

La sequedad en mi boca no hace más que hacerme anhelar algo de agua y, de pronto, me siento tan incómoda, que lo único que quiero hacer es volver a dormir. Volver a perderme en el limbo de la inconsciencia, para así no saber absolutamente nada de mí.

Por tercera vez, lucho contra la pesadez de mis párpados, pero el sonido suave de una voz familiar inunda mis oídos antes de que lo consiga.

—No puedo más con esto, Nathan —es Dahlia —la hermana de mi madre— quien habla. Suena alterada. Angustiada…—. ¡Se hizo agujeros en las malditas muñecas!

—Debes tranquilizarte, amor. —Nate, su prometido, habla en voz baja—. Bess ha pasado por muchas cosas, ¿recuerdas?

—¡Trató de suicidarse! —El siseo bajo y furioso de mi tía, hace que mi estómago se revuelva con violencia—. ¿Cómo se supone que debo ayudarla si ella hace este tipo de cosas?

—Dahlia, debes tranquilizarte —dice Nate. Sé que trata de sonar calmado, pero hay un filo tenso en el tono en el que habla—. Bess necesita terapia. Te lo dije hace mucho tiempo, ¿ahora comprendes el porqué?

—Ni siquiera sé con qué se hizo daño. —El temblor en la voz de Dahlia, me hace saber que está llorando—. No hay nada en casa que pueda hacer algo así. ¿Qué clase de objeto hace ese tipo de heridas?

—¿Revisaste bien en su habitación?

—¡Claro que lo hice, maldita sea! —mi tía suena más allá de lo indignada—. No encontré absolutamente nada ahí, Nate. Creí que era una chica solitaria, pero esto va más allá de mis capacidades de comprensión. —Se detiene un segundo—. No sé qué hacer. No estoy lista para jugar a ser la madre sustituta de una adolescente traumatizada. No estoy lista para lidiar con todo esto.

Los recuerdos vienen a mí como una ráfaga de imágenes inconexas e incomprensibles justo en ese momento y una oleada de angustia me llena el pecho.

De pronto, no puedo dejar de recapitularlo todo —la horrible pesadilla, el baño del apartamento de mi tía Dahlia, la sangre cubriendo el suelo; él pánico, el miedo, la incertidumbre, el ataque de asma…—. De pronto, no puedo dejar de revivir en mi memoria una y otra vez lo que ocurrió.

En ese momento, y con desesperación, trato de recordar ese lapso perdido entre el recuerdo que tengo de mí misma yéndome a la cama, y mi aparición repentina en el baño después de haber tenido un horroroso sueño, pero nada viene a mí.

Un escalofrío recorre mi espina dorsal y una sensación helada invade mi cuerpo casi al instante. El miedo se arraiga en mis entrañas como el peor de los monstruos y el nudo en la boca de mi estómago se retuerce una y otra vez con horror e incertidumbre.

«¿Qué pasó? ¿Qué demonios hice?».

Mis ojos se abren, pero esta vez son las lágrimas traicioneras las que me impiden ver con claridad. El nudo en mi garganta es tan intenso ahora, que apenas puedo respirar, y la habitación blanca a mi alrededor, solo confirma eso que tanto me aterra. Eso que ya sé:

Estoy en un hospital.

El zumbido de las máquinas amortigua un poco la discusión a susurros que mantienen las dos personas que han visto por mí durante los últimos meses; pero, eso no disminuye el impacto que han tenido en mí las palabras de la única persona que me ha tendido la mano en mucho tiempo. No diluye la sensación enfermiza que me invade de pies a cabeza.

Desde el accidente, mi vida ha sido un completo desastre. He tratado de mantenerme firme ante mi nueva realidad, pero, últimamente, se siente como si estuviese cayéndome a pedazos y nadie pudiese notarlo. Últimamente, lo único que quiero hacer, es cerrar los ojos y dejar de existir. Desaparecer y dejar de ser una carga para todos los que me rodean.

Sé que no puedo hacerlo. Por más que quiera, no puedo dejar de ser la chica que lo perdió todo en un abrir y cerrar de ojos, y que ahora se encuentra atascada en una odiosa realidad alterna a la que solía tener.

—¿Bess? —la voz de Nate me saca de mi ensimismamiento, y me trae de vuelta al aquí y ahora. Mi mirada se posa en la silueta familiar a mi lado y me enferma notar las bolsas oscuras que hay debajo de sus ojos claros. El agotamiento que surca sus facciones hace que me sienta más culpable que nunca—. ¡Dios mío! ¡Gracias al cielo que estás bien!

No me atrevo a decir nada. Me limito a quedarme quieta en mi lugar.

Por el rabillo del ojo, noto a mi tía Dahlia, quien se encuentra congelada en la puerta. Su mirada y la mía se cruzan fugazmente, pero es el tiempo suficiente como para darme cuenta de que sabe que la escuché hablar. La culpa que se ha arraigado en su expresión me lo dice todo, y me siento miserable por eso. Ella, pese a eso, no dice nada. Se limita a acercarse y tomar mi mano con suavidad.

—Nos asustaste muchísimo, Bess —las lágrimas en sus ojos hacen que me sienta aún peor de lo que ya lo hacía, pero ni siquiera eso puede borrar el atisbo de resentimiento que ha nacido en mi pecho por lo que dijo hace unos instantes.

—Yo… —trato de formular una oración coherente, pero es imposible—. N-No sé qué pasó. No entiendo…

—Shh… —Su mano libre aparta los mechones de cabello fuera de mi rostro—. Está bien, Bess. Todo está bien.

Quiero gritar de la frustración, pero me limito a apretar la mandíbula y asentir con la cabeza.

No sé cuánto tiempo pasa antes de que Dahlia deba marcharse por petición del médico que me atiende. Tampoco sé cuánto tiempo paso rodeada de enfermeras desde que ella y Nathan se van.

Ellas —las enfermeras— se han encargado de revisar mis signos vitales y retirarme la cánula respiratoria de la nariz para darme un inhalador regular. También han revisado las heridas en las muñecas un par de veces.

Un médico vino hace un rato a verificar cómo estaba y anunció que me retirarían los analgésicos. Desde ese momento, el dolor en mis extremidades se ha vuelto insoportable. Al parecer, me hice unos agujeros en la piel y destrocé bastantes capas de tejido, pero todo parece indicar que no rompí ningún vaso sanguíneo importante, es por eso por lo que voy a poder volver a casa esta misma noche.

Hace una hora vino un psiquiatra a verme. Las preguntas sobre lo sucedido anoche no se hicieron esperar, y tuve que responderlas todas como pude —a pesar de que no recuerdo absolutamente nada de lo que pasó.

El hombre me preguntó acerca del accidente y de cómo me siento ahora que me enfrento al mundo por mi cuenta.

No mentí cuando dije que me sentía sola y fuera de lugar. Tampoco fui capaz de hacerlo respecto a las pesadillas y los constantes miedos absurdos que me asaltan de vez en cuando. No le hablé sobre el extraño delirio de persecución que me ha torturado desde hace unas semanas, y tampoco me atreví a hablarle sobre mis pocas horas de sueño; mucho menos tuve el valor de decirle sobre los largos periodos en los que mi memoria se queda en blanco.

Sé que algo no va bien. Sé que debo hacer algo respecto a todo eso, pero no me atrevo a contarle a nadie que vivo atormentada sin razón alguna desde hace ya un par de semanas; que se siente como si algo horrible estuviese a punto de ocurrir y que no hay nada que pueda hacer para detenerlo.

El psiquiatra no trata de reprenderme. De hecho, no habla en lo absoluto cuando empiezo a relatarle mis extrañas pesadillas y el patrón que las caracteriza: en todas ellas, soy clavada por las muñecas y tobillos.

Me escucha con atención y mantiene su expresión en blanco mientras le cuento todo lo que recuerdo sobre la noche anterior, y cómo de asustada me siento por esa laguna en mi memoria.

Una vez terminada mi diatriba, hace un par de anotaciones en su libreta y me asegura que me recetará algo para que mis horas de sueño sean más provechosas. Entonces, se levanta y sale de la habitación.

Son casi las nueve de la noche cuando, finalmente me dan el alta del hospital. Dahlia y Nate no hablan de camino a casa.

Cuando llegamos al apartamento, me siguen hasta mi habitación y anuncian que empezaré a ver a un psicólogo. No me atrevo a decir una sola palabra. Sé que no tengo cara alguna para negarme a algo así. No después de haber hecho lo que creo que hice.

Así, pues, una vez que dan por zanjado el tema, se marchan y me dejan sola.

Mi vista recorre la estancia y se detiene en la fotografía que hay sobre mi mesa de noche. Algo intenso y poderoso atenaza mi pecho cuando veo a mi familia en ella. No es una imagen reciente. En ella, Freya apenas tiene cinco años, Jodie nueve y yo doce; mamá luce más joven de lo que recuerdo, y papá no lleva puestos sus ridículos lentes.

En ese momento, los recuerdos brutales del accidente invaden mi cabeza y, de pronto, lo único que soy capaz de hacer es tratar de empujar lejos de mi memoria los gritos aterrorizados de Freya y los gemidos adoloridos de Jodie.

Papá fue el primero en morir; el impacto contra el tráiler lo mató de inmediato. Mamá fue la siguiente; ella murió cuando caímos por el barranco. Freya salió despedida en el momento de la colisión contra el suelo, pero no murió hasta dos días después. Jodie murió un día antes de que me encontraran —cuatro días después del accidente—. Tuvo una barra metálica atascada en el estómago todo el tiempo. Estoy segura de que le dolía como el infierno.

Yo quedé atrapada de la cadera hacia abajo, dentro del coche. Estuve a punto de perder la pierna izquierda. Mi cadera quedó pulverizada y una de mis vértebras se fracturó. Nadie esperaba que fuese capaz de caminar por mi cuenta después de eso; sin embargo, aquí estoy, de pie en una solitaria habitación, andando por mis propios medios.

El mundo entero dice que soy un milagro. Que Dios fue bueno conmigo y me dio una segunda oportunidad… Para mí, todo esto es más una tortura que un milagro.

Lo cierto es que Dios me dejó aquí, aun sabiendo que iba a estar sola. Me dejó aquí, aun sabiendo que hubiese preferido morir en ese lugar con toda mi familia.

Trato de lanzar los pensamientos dolorosos fuera de mi cabeza y me dejo caer sobre la cama sin siquiera molestarme en mover el edredón. Levanto los brazos y poso mi vista en los gruesos vendajes de mis muñecas.

El doctor preguntó una y mil veces con qué artefacto me hice las heridas; sin embargo, no pude responder. Yo tampoco tengo idea de qué demonios fue lo que hice, o con qué lo hice.

Lo único que sé en este momento, es que no puedo dejar de pensar en la pesadilla que me asecha siempre. No puedo evitar sentirme aterrorizada con las horribles similitudes que hay entre ese horrible sueño y lo que hice anoche.

«¿Qué demonios está pasando contigo, Bess?».

El calor en mi espalda hace que me remueva con incomodidad, así que me acurruco en un ovillo, pese a que estoy casi despierta. Lo sé porque soy consciente del dolor punzante de mis muñecas y del calor que me golpea la espalda; de la sábana enredada en mi pierna derecha y, sobre todo, del zumbido constante que resuena sobre la madera de mi mesa de noche.

Un gemido quejumbroso brota de mi garganta, pero estiro una mano hasta alcanzar el mueble. Empiezo a tantear en él antes de tomar mi teléfono y responder la llamada entrante sin siquiera molestarme en mirar el identificador.

—¿Diga? —mi voz suena ronca y pastosa debido al sueño.

—¿Sigues dormida? ¿Sabes qué hora es, Bess? —la voz de Emily termina por ahuyentar el sueño de mi sistema.

—¿Qué hora es? —escucho mi voz, pero suena extraña en mis oídos. Como si estuviera en un túnel a decenas de metros de distancia.

—¡Son las doce del mediodía! ¿Dahlia no te dijo que llamé ayer para ver cómo estabas? ¿Qué clase de accidente tuviste? —inquiere—. Estaba muy preocupada por ti.

—No fue nada —miento—. Fue un pequeño corte con un cuchillo. Nada grave.

Cubro mi cara con un brazo, en un débil intento de aminorar la cantidad de luz que se filtra a través de mis párpados. No quiero contarle respecto a lo ocurrido. No quiero que ella sepa qué fue lo que pasó y que me mire del mismo modo en el que lo hacen Dahlia y Nate. No lo soportaría.

—¡Dios! Pero ¿estás bien?; de cualquier modo, ¡son las doce del jodido mediodía!; si mi mamá me encontrara dormida diez minutos después de la hora en la que se supone que debo de levantarme, me gritaría hasta que saliera de casa. —Escucho el humor en su voz y una sonrisa de desliza en mis labios casi al instante—. Levanta tu desnutrido trasero de esa cama y vamos a almorzar al centro.

—¿Vas a pagar mi Big Mac? —bromeo, mientras me incorporo.

—¡Por supuesto que no! —chilla con indignación.

—¡Oh, vamos, Ems!, paga mi Big Mac.

—¡Te he dicho que no! —me corta de tajo—. Apresúrate, que llego a tu casa en quince minutos —dice y, entonces, cuelga.

El silencio ensordecedor se apodera del ambiente mientras miro hacia todos lados. Intento no pensar en lo ocurrido los últimos días, pero es imposible; sobre todo cuando el dolor insoportable de mis muñecas no deja de recordarme que hay algo malo en mí.

Me toma alrededor de diez minutos alistarme. Mi pantalón de pijama es reemplazado por unos vaqueros desgastados y la sudadera con la que dormí es sustituida por una blusa de mangas largas que cubre mis vendajes a la perfección. Antes de enfundármela, me aseguro de cambiar las gasas que cubren los puntos en mis muñecas y coloco de nuevo las vendas en su lugar. Después, tomo una goma para el cabello, mi chaqueta, mi cartera y mi teléfono, y salgo a la sala de estar.

Dahlia y Nathan trabajan casi todo el día, así que no me sorprende encontrarme sola en el apartamento.

Estoy a punto de salir para esperar a Emily en la recepción del edificio, cuando me percato de la nota que está sobre la mesa de centro de la sala que dice:

Cenaremos juntos. Si sales, lleva tu teléfono.

Nunca hacemos nada juntos y no puedo evitar pensar que esto es un intento desesperado de Dahlia por traer normalidad a mi vida. Por sentirse un poco más en control de la situación.

El sonido del intercomunicador del apartamento me saca de mis cavilaciones y me obligo a empujar los extraños pensamientos lejos, para apresurarme a la salida, rumbo al elevador.

—Deberían prohibirte salir de casa sin desenredar tu cabello —mi amiga se burla cuando me acomodo en el asiento del copiloto de su viejo auto.

Ignoro su comentario y me concentro en la tarea de amarrar mi mata alborotada de hebras oscuras en un moño despeinado.

—Buenos días para ti también —le sonrío con desgana.

Conozco a Emily desde que puedo recordar. Solíamos vivir en el mismo barrio, así que asistimos a las mismas escuelas, incluso después de que se mudara. A pesar de todos los cambios por los que pasamos, aún sigue siendo la misma chica noble que conocí en el jardín de niños.

—Williams nos ha dejado un trabajo por equipos. Estás en el mío —dice, sin despegar la vista del camino.

Una sonrisa suave se dibuja en mis labios. Introduzco ambas manos dentro de los bolsillos de mi chaqueta y mi corazón da un vuelco cuando no soy capaz de sentir las llaves del apartamento.

—Gracias —mascullo mientras rebusco en los de mis vaqueros. No recuerdo haberlas tomado.

—Nada de «Gracias». Tendrás que hacer tú sola la mitad del trabajo por faltar a clases.

—De acuerdo —me encojo de hombros y continúo con mi búsqueda.

—A veces siento que me das la razón solo para mantenerme callada —se queja ella, en voz baja.

—¿Te sientes bien, Ems? —hablo, medio distraída, y ella masculla algo que no soy capaz de entender. En ese momento, mi ceño se frunce en confusión y sacudo la cabeza al tiempo que pronuncio—. ¿Qué dijiste?

—¡Dije que el imbécil de Frank no me ha llamado! —espeta, y sin que pueda evitarlo, salto en el asiento debido a la impresión.

Emily Smith, así toda intimidante como luce, es la persona más vulnerable que conozco. Contrario a lo que su mirada dura, piel oscura, rasgos afroamericanos y carácter explosivo dicen sobre ella, es la chica más enamoradiza, vulnerable y sentimental que he conocido en mi vida.

—Si no te ha llamado, es porque es un imbécil —resuelvo, porque sé que esas son las palabras que va a utilizar para definir su situación al final del día.

—¡Creí que era diferente! ¡Todo había salido de maravilla! —su expresión es tensa y triste al mismo tiempo. Sus manos aprietan el volante con tanta fuerza, que sus nudillos se ponen blancos—. El idiota ni siquiera se ha dignado a llamar para decir que ha terminado todo. ¿Cuán poco hombre tienes que ser para hacer eso?

Lo cierto es que conoció a Frank no hace más de una semana, en una fiesta de la fraternidad de su hermano mayor. Es muy dada a tontear con chicos mayores que lo único que buscan es una noche de diversión. Ella cree que el amor de su vida va a presentarse a su puerta en el lugar más inesperado y que va a vivir un romance apasionado e intenso.

—Es un imbécil —digo con desdén, y añado en voz baja—: ¿Qué podías esperar de un chico al que conociste ahogado en alcohol?

Un suspiro cansado brota de su garganta, pero no dice nada más.

El resto del camino es silencioso, pero tranquilo. El auto flanquea por las calles más concurridas de Los Ángeles, pero el tráfico es bastante fluido a pesar de ser casi la hora del almuerzo.

Emily estaciona el coche a un par de calles de distancia del McDonald’s de la calle South Hope, y nos encaminamos a pie entre el bullicio de la gente apresurada, que no presta atención a nadie ni a nada más que a sus propios asuntos.

Mi mirada viaja de manera distraída hacia los hombres y mujeres arriba de sus autos. Muchos de ellos tocan frenéticamente la bocina, como si pudieran hacer que el tráfico cediera con solo esa acción. La gente que camina por la calle luce apurada y ansiosa. Algunas personas empujan contracorriente, otras caminan distraídas, dejándose llevar por el andar y el ritmo apresurado de los demás.

Ems habla y yo la oigo, pero no la escucho en realidad. Mi cabeza está en un lugar muy lejos de aquí. Mi mente está concentrada en lo ocurrido hace un poco más de veinticuatro horas. Está preguntándose una y otra vez qué habría ocurrido si Dahlia no se hubiese levantado al baño. Está cuestionándose qué habría sucedido si hubiese estado lo suficientemente adormilada como para no sentir el dolor de mis muñecas. Como para no despertar de pronto y morir desangrada en el baño del apartamento de mi tía.

Me pregunto, por milésima vez, qué está pasando conmigo. Y, por milésima vez, no tengo la respuesta.

Distintas tonalidades de piel pasan como un borrón a mi alrededor; distintos tipos de ojos, distintos colores de cabello; formas de caminar y de vestir… Personas absortas en su mundo. Personas que parecen haber nacido con un teléfono celular pegado a la mano. Gente que es ajena a los problemas del resto…

¿Quién puede culparlos por su indiferencia cuando hay tanto con qué lidiar en el mundo real? A veces, es más fácil sumergirse en la tecnología y olvidarse de todo.

Vivimos en un mundo que nos ha enseñado que debemos valernos por nosotros mismos, porque solo el más fuerte prevalece. El fuerte somete al débil y el débil somete a aquel que no puede defenderse… Y nadie quiere ser esa persona. Nadie quiere ser el eslabón más débil en la cadena. Nadie quiere ser quien cede o da la razón.

Libramos pequeñas batallas con quienes nos rodean, para no ser devorados por este delicado sistema. Por la crueldad de la sociedad en la que vivimos.

Y es entonces, cuando me pregunto si habrá alguien, entre toda esta gente, que se sienta de la misma forma que yo. Me pregunto si habrá alguien, que no sepa cómo ganar sus propias batallas porque no sabe a qué está enfrentándose en realidad.

¿Cómo te enfrentas a las pesadillas y a los miedos irracionales? ¿Cómo peleas contra los lapsos perdidos de memoria? ¿Cómo luchas contra la sensación enfermiza que provoca la sola idea de pensar que estás volviéndote loca? ¿Cómo lidias con toda esa mierda...?

Mi vista se detiene una fracción de segundo. Solo una fracción de segundo en la cual, soy capaz de distinguir una silueta inmóvil en medio del caos. Mis ojos se clavan en ella y me quedo sin aliento durante unos cuantos segundos.

La gente ni siquiera parece notarlo. La gente ni siquiera lo toca. Es como si no estuviera ahí.

Mi ceño se frunce.

«¿Qué demonios?».

En ese instante, su mirada viaja en mi dirección y el reconocimiento me golpea con brutalidad. Conozco esa mirada. Conozco ese par de ojos color gris claro. Conozco la intensidad de su ceño fruncido… Y lo conozco a él.

«Pero ¿de dónde?».

Todo en él es aterradoramente familiar. Sé que he visto a ese tipo antes, pero no logro conectar los puntos en mi cabeza.

Lo observo detalladamente con la esperanza de encontrar el nombre que va relacionado a esa cara, pero nada viene a mi memoria.

Su figura es alta e imponente; su cabello, negro como la noche, parece haber sido asaltado por una ráfaga de viento; su piel pálida hace que el color claro de sus ojos resalte y una fina capa de vello facial le cubre la mandíbula.

Lo conozco. Sé que lo conozco, pero no logro averiguar de dónde.

Su quijada angulosa se aprieta y sus tupidas cejas se fruncen en un ceño profundo cuando me mira directo a los ojos y todo a mi alrededor pierde enfoque.

«¿Quién eres?»

—¿Bess? —vuelco mi atención hacia Emily, quien me mira como si me hubiese vuelto loca—. ¿Qué estás mirando?

Sus ojos buscan el punto en el que mi atención estaba fija, y yo me giro, dispuesta a indicarle a aquel chico que me parece tan familiar; no obstante, cuando lo hago, no logro encontrarlo.

Ahí no hay nada. No hay nadie.

Rebusco el lugar con la mirada, pero no encuentro nada más que caos vial y personas apresuradas, y la confusión incrementa un poco más.

—Creí haber visto a alguien que conozco —digo, al cabo de unos instantes de silencio, pero mi voz suena inestable y ronca—, supongo que lo imaginé.

Echo otro vistazo, pero no encuentro nada. Mi corazón se acelera en ese instante y siento que me falta el aliento. De pronto, empiezo a dudar que hubiese alguien ahí realmente y eso solo hace que el pánico se arraigue en mi cuerpo.

«¡Tranquilízate, Bess!», digo, para mis adentros, y trato de mantener a raya la sensación enfermiza que me invade, pero es imposible.

—¿Entramos ya? —Emily habla, con impaciencia, y yo asiento porque no soy capaz de confiar en mi voz para hablar. Porque soy incapaz de hacer otra cosa que no sea pensar en lo que acaba de ocurrir—. Vamos, entonces —dice, y le regalo otro gesto afirmativo antes de obligarme a seguirle en dirección a la entrada del McDonald’s.

Ir a la siguiente página

Report Page