Demon

Demon


Capítulo 6

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estiGmas

Duele. Mi espalda, mis muñecas, mis extremidades, mi cabeza… Todo duele.

Tengo tanto frío, que encojo las rodillas hacia el pecho y encorvo la espalda. Trato de ignorar el malestar que mis movimientos provocan, pero es casi imposible.

Algo cálido y suave cae sobre mí, pero no soy capaz de acabar con la bruma en la que estoy envuelta. La parte activa de mi cerebro trata de hacerme consciente de qué ocurre en el entorno, pero todo mi cuerpo rehúsa obedecer sus órdenes.

Poco a poco, soy capaz de percibir los sonidos con mayor intensidad, pero sigo sin poder vencer al manto de semiinconsciencia que se ha apoderado de mi cuerpo.

No sé cuánto tiempo pasa cuando, finalmente, abro los ojos; pero tengo que parpadear un par de veces para acostumbrarme a poca iluminación de la estancia.

Por unos instantes, no soy capaz de reconocer la habitación en la que me encuentro y me incorporo a toda velocidad. Todo da vueltas a mi alrededor, pero me obligo a fijar la vista en el edredón floreado que Dahlia compró para mí cuando llegué a vivir a su apartamento y, es en ese instante, que el alivio se asienta en mi pecho y se extiende por todo mi cuerpo.

Estoy en casa. Estoy sobre mi cama.

No recuerdo cómo llegué hasta aquí y tampoco soy capaz de poner orden en mi cabeza. Los recuerdos no parecen querer cooperar conmigo, pero, saberme aquí, me hace sentir segura. Tranquila.

—No puedo dejarte sola unas horas sin que consigas que quieran asesinarte, ¿no es así? —la voz ronca y aterciopelada atrae mi atención.

Mikhail, el demonio que se ha empeñado en cuidar de mí se encuentra aquí, en mi habitación, sentado en el borde de la ventana.

Su tono de voz es desenfadado, pero hay algo en su expresión que hace que mi pecho se contraiga.

—¿Qué pasó? —mi garganta duele cuando hablo y trato de aclararla un poco antes de agregar—: ¿Cómo llegué aquí?

—Entramos por la ventana. —Me regala un encogimiento de hombros. Sé que trata de lucir indiferente, pero el destello de preocupación en su rostro hace que mi estómago se retuerza—. Básicamente, volví a salvar tu trasero.

Entonces, los recuerdos me asaltan: la sensación de estar siendo observada, el miedo, el nerviosismo, el haz de luz, el ataque de esa cosa luminosa, el dolor, la sangre…

Mi vista cae en mis muñecas y soy capaz de notar los torniquetes improvisados. Trozos de tela están amarrados justo encima de las heridas abiertas y hay sangre seca alrededor de los cortes. Mis dedos se sienten entumecidos debido a la poca circulación, y un pequeño dolor sordo palpita en mi carne lastimada.

—¿Qué era esa cosa? —susurro, en voz baja, tras unos segundos de silencio. Sueno más asustada de lo que espero.

—Un ángel.

El miedo se arraiga en lo más profundo de mi pecho, mi corazón se detiene una fracción de segundo y se acelera al instante siguiente. Un hueco se asienta en la boca de mi estómago y, de pronto, se siente como si pudiese vomitar.

—¿Un ángel? —trato de encontrar algún vestigio de humor en su rostro, pero no lo encuentro. En su lugar, se limita a asentir con lentitud.

Preguntas nuevas se acumulan en mi cabeza, pero no soy capaz de formular ninguna. Nada de esto tiene sentido. Se supone que los demonios son seres que se alimentan de todo lo negativo que existe en el mundo; y, pese a eso, es un demonio el que me ha salvado la vida más de una vez.

Se supone que son los ángeles quienes velan por el bienestar de los humanos, pero fue un ángel quien trató de hacerme daño.

—¿Por qué? —la pregunta sale de mis labios en un susurro tembloroso y asustado—. ¿Por qué me atacó?

—Porque su deber era asesinarte. —Sus ojos grises se clavan en los míos—. Tienes suerte de que haya sido uno de rango menor. Uno sin permiso de adoptar forma corpórea, quiero decir.

Niego con la cabeza, incapaz de poner orden a mis pensamientos. Todo esto está mal. No se supone que los ángeles ataquen a los humanos. No se supone que un demonio deba estar protegiéndome como lo hace.

—¿Qué se supone que hice yo para que un ángel quiera asesinarme? —la desesperación, la impotencia y el miedo hacen que un nudo se instale en mi garganta. Las lágrimas queman y se arremolinan en mis ojos, pero lucho para retenerlas—. ¡No entiendo absolutamente nada! ¿Por qué puedo verte? ¿Por qué están ocurriendo todas estas cosas? ¿Qué es lo que hice mal?

—¿Qué cambió, Bess? —Mikhail se pone de pie y se acerca a mí—. Piensa: ¿Qué hay de diferente ahora? ¿A raíz de qué te ocurren estas cosas?

—¡No lo sé! —sueno desesperada. Patética…—. ¡No lo sé! ¡No lo…!

Entonces, la resolución me golpea. Mi vista cae en la piel hecha jirones en mis muñecas y un estremecimiento de puro horror me recorre la espina.

—Todo calza, ¿no es así? —la voz de Mikhail llega a mis oídos, pero no me atrevo a apartar la vista de mis heridas abiertas—. Por esas cosas puedes vernos. Por esas heridas ellos pueden verte —la forma en la que se refiere a ellas me revuelve el estómago. Suena como si estuviese hablando de la cosa más repugnante en la faz de la tierra.

—¿Qué son estas cosas? —todo mi cuerpo tiembla debido al miedo que me invade—. ¿Qué diablos está ocurriendo conmigo?

Sueno patética. Estoy al borde del colapso nervioso, y no me importa estar a punto de llorar. No me importa mostrarme como la niña asustada que soy y que un demonio sepa que estoy perdiendo la compostura porque nada tiene sentido.

—Se llaman Estigmas. —Él mira las marcas con repulsión—. Y solo prueban que estás volviéndote fuerte y que está a punto de comenzar.

—¿Qué cosa? —suelto, en un susurro ahogado.

—El Fin.

El pánico se detona en mi sistema y me cuesta respirar. Mi corazón late tan fuerte, que casi puedo jurar que él es capaz de escucharlo.

Mis ojos se clavan en la piel herida y un puñado de piedras se asienta en mi estómago.

—¿Q-Qué es todo esto? —el coraje se cuela en mis huesos y me hace imposible pensar con claridad—. ¿Por qué no puedes decírmelo de una maldita vez? ¿Qué está pasando?

«¿Por qué a mí? ¿Por qué yo? ¿Qué tiene que ver todo esto conmigo?».

—Los Estigmas son marcas que aparecen en algunas personas —habla. Mi cabeza se alza para mirarlo y siento cómo las lágrimas calientes y pesadas caen por mis mejillas—. Estas marcas son similares a las heridas infligidas en Cristo durante la crucifixión.

«Yo no me hice esto. No me hice daño. No traté de suicidarme», pienso, y el alivio viene a mí en oleadas grandes.

—¿No me hice daño a mí misma? —susurro y el torrente de lágrimas incrementa.

Algo en la expresión de Mikhail se ablanda y niega con la cabeza.

—Por supuesto que no —dice—. Los Estigmas solo indican cuán fuerte eres ahora. —Acorta la distancia entre nosotros y se acuclilla delante de mí—. Debes tomar las cosas con calma, Bess. Va a tomarte mucho tiempo asimilar todo eso que deseas saber.

—¿Puedes, por favor, dejarte de misterios y hablar de una vez? —suplico, con un hilo de voz. Estoy desesperada y asustada. Necesito saber qué ocurre aquí o voy a estallar en mil fragmentos.

Mikhail me observa unos segundos, y estira una de sus manos en mi dirección, pero se detiene a medio camino y la cierra en puño antes de apartarla.

Rápidamente, limpio las lágrimas fuera de mi rostro y trato de recomponerme un poco. Él espera en silencio y yo aprovecho esos segundos para tomar un par de inspiraciones profundas.

Una vez que estoy lista, lo miro a la cara. Él luce inseguro. La incertidumbre en su expresión no concuerda con la personalidad arrogante que había mostrado hasta ahora y eso me pone nerviosa.

—Se ha previsto esto desde hace eones —Mikhail comienza, pero luce como si estuviese hablando más para sí mismo que para mí—. Las señales de El Fin han estado aquí durante siglos, pero no había habido nada tangible. No hasta ahora. Algo ha cambiado ahora.

—¿Qué? —mi voz suena queda y débil—. ¿Qué ha cambiado?

Sus ojos se clavan en los míos.

—Ustedes… —Traga duro—. Tú.

—¿Yo? —un escalofrío recorre mi espina dorsal y un agujero se asienta en la boca de mi estómago.

—Hace más de dos mil años, hubo un sacrificio divino. Un pacto sagrado entre El Creador y su hijo. Uno que se mantuvo sellado hasta el día en que ustedes aparecieron en el mundo. —Mi corazón se salta un latido—. El sacrificio de Cristo para salvar a los hijos de Dios le dio tiempo a la humanidad. Tiempo de enmendar los errores y agradecer por el mundo que se les fue regalado. Sin embargo, la fecha de vencimiento ha llegado. Es tiempo de que los seres humanos paguen lo que han hecho y rindan cuentas —se detiene, inseguro de continuar. Busca en mi expresión algo que indique que no he perdido la cordura, pero ni siquiera puedo moverme. Ni siquiera puedo respirar—: Y, una vez que ustedes, Los Siete Sellos, sean rotos, será el fin de todo.

—¿De qué estás hablando? —mi voz apenas es un susurro bajo y tembloroso.

—De que eres uno de esos Sellos, Bess —dice—. Eres el Cuarto Sello, Bess: probablemente, el más importante de todos.

Niego con la cabeza, incapaz de entender qué es lo que dice.

—No comprendo…

—La profecía dice —Mikhail me interrumpe—, que el día en que Los Siete Sellos se rompan, la batalla del juicio final entre el Cielo y el Infierno comenzará y se definirá absolutamente todo. Los jinetes del apocalipsis serán liberados, las trompetas sonarán y será un jodido desastre —sus ojos penetrantes y aterradores se clavan en los míos—. No existe tal cosa como un pergamino sagrado con dichos Sellos, Bess. Es un simbolismo. Los Sellos, en realidad, son seres humanos. Eso quiere decir que existieron siete como tú en el mundo y, lamento informártelo, Cielo, pero las primeras tres personas, los primeros tres Sellos, ya murieron. Tú eres la siguiente. Por eso los ángeles te buscan.

El mundo entero pierde enfoque. Las palabras de Mikhail se asientan en mi cerebro, pero no soy capaz de asimilar nada. No soy capaz de ordenar la oleada inmensa de preguntas que me invade y, lo único que puedo hacer ahora mismo, es temblar y luchar por llevar el aire a mis pulmones.

—¿Los ángeles quieren matarme? —el susurro sale áspero y tembloroso de mis labios, pero apenas puedo mantener la histeria a raya.

Él asiente.

—Están listos para la batalla —dice, y hace una mueca de desagrado—. Nosotros, los demonios, no. No somos lo suficientemente fuertes para enfrentarlos. Por esta razón he sido enviado aquí. Debo protegerte hasta que estemos listos. Necesitamos retrasar esto lo más posible. Necesitamos fortalecernos para no sucumbir ante la Legión tan fácilmente. —Niega con la cabeza y no se me escapa la frustración en sus facciones—. Ellos tienen ya en su poder a los tres sellos que deben morir después de ti. Eres el único al que no habían encontrado y no pueden matar al resto si no te matan a ti primero. Mi deber es impedir que lleguen a ti.

—Tu deber es impedir que me maten —apunto. La amargura tiñe mi voz, pero él no niega nada de lo que he dicho.

—Había sido fácil mantenerte oculta de ellos, pero los Estigmas los han hecho notarte. Es como si hubiese un letrero iluminado justo encima de tu cabeza. Por esta razón, desde que aparecieron, eres víctima de ataques por parte de seres sobrenaturales.

Mi vista cae en la piel lastimada de mis muñecas y una nueva oleada de repulsión me golpea.

—¿Puedo verte debido a esto, entonces? —pregunto, con la voz entrecortada por las lágrimas contenidas—. Dices que llevas mucho tiempo siguiéndome, pero nunca lo había notado. No hasta que estas cosas aparecieron.

—Así es —dice, y no me pasa desapercibido el tono tranquilizador que utiliza—. Los Estigmas te dan el poder de ver lo que los seres humanos comunes y corrientes no pueden. No sé qué otras cosas son capaces de provocar en ti; pero, cuanto más tiempo pase, vas a ser capaz de percibir otras cosas: errantes, líneas ley, condenados, andantes… Todas esas entidades espirituales que habitan la tierra. Los Sellos anteriores a ti ni siquiera tuvieron la oportunidad de desarrollar esta clase de habilidades. Fueron exterminados mucho antes de que siquiera supieran lo que representaban.

—¿Por qué yo? —de pronto, las lágrimas sin insoportables. Apenas puedo mantenerlas dentro de mí.

Él me mira y un atisbo cargado de desesperación se filtra en su rostro.

—No lo sé, Cielo.

El silencio que le sigue a sus palabras es tenso, pesado y opresor. Cientos de preguntas se arremolinan en mi cabeza, pero hay una que resuena con más fuerza que el resto. Hay una que hace más ruido que las demás…

—Cuando ustedes estén listos para pelear, ¿vas a matarme? —alzo la vista para encontrar la suya.

Mikhail me sostiene la mirada. La inexpresividad en su rostro me envía al borde de mis cabales y, en ese momento, un escalofrío me recorre de pies a cabeza.

—Sí.

Quiero gritar. Quiero llorar. Quiero que todo esto sea una horrible pesadilla.

Mis ojos arden debido a las lágrimas contenidas y el nudo en mi garganta es insoportable. Jamás había tenido tanto miedo. Jamás me había sentido así de vulnerable e insignificante.

Soy un objeto. Algo de lo que estas criaturas creen que pueden deshacerse en el momento en el que les plazca.

Estoy tan asqueada, tan aterrorizada, tan… furiosa.

—Vete —escupo, con un hilo de voz. La confusión invade el rostro de Mikhail y me aferro a la ira que me embarga para espetar—: ¡Lárgate de aquí!

Su boca se abre para decir algo, pero lo piensa mejor y la cierra de golpe. Un músculo salta en su mandíbula cuando la aprieta con fuerza, pero no dice nada. Se limita a incorporarse y avanzar hacia la ventana.

Echa un vistazo en mi dirección y parece dudar unos instantes; sin embargo, toma una decisión y desaparece de mi vista.

Sé, pese a todo, que no se ha ido muy lejos. Según sus propias palabras, nunca se aleja demasiado. Me da la impresión de que nunca va a alejarse lo suficiente.

No sé cuánto tiempo pasa antes de que Dahlia y Nate lleguen, pero sé que pronto vendrán a buscarme para que cene con ellos, así que decido levantarme y enfundarme una sudadera para impedir que vean las heridas abiertas en mis muñecas.

No pasan más de cinco minutos, cuando la puerta se abre para revelar a mi tía, enfundada en una falda de tubo y un saco de vestir.

Su mirada me recorre de arriba abajo y sé que trata de verificar que me encuentro en una pieza. Hace eso desde aquella noche en la que todo el mundo creyó que traté de quitarme la vida.

—Trajimos pizza —dice, con una sonrisa amable pintada en los labios. Y eso es todo lo que necesito para saber que debo sentarme en la mesa con ellos; así no quiera comer. O hablar con nadie. O hacer otra cosa más que ahogarme en mi miseria.

Me las arreglo para regalarle una sonrisa y un asentimiento murmurado, antes de que se encamine hacia el comedor.

Es en ese momento, cuando tomo una inspiración profunda y me trago la ola de sentimientos encontrados que amenaza con azotarme. Me repito una y otra vez que puedo hacer esto; que no pasa nada si finjo que todo va bien durante unos minutos y, luego de unos segundos de inmovilidad, me echo a andar en dirección al comedor.

La cena transcurre sin muchas novedades. Nate y Dahlia tratan de hacerme hablar respecto a mi día, pero apenas logran arrancar un par de palabras de mi boca. No me pasa desapercibida la preocupación que se filtra en la mirada de mi tía, pero no tengo el humor suficiente como para fingir que me encuentro bien ahora mismo.

Después de media hora de silencio incómodo y charlas forzadas, soy libre de irme a mi habitación; pero decido no hacerlo. Por el contrario, me encamino directamente hacia el baño y abro el grifo de la regadera antes de desnudarme y meterme en la ducha.

El baño dura más de lo que espero, pero me sienta bien. Mis músculos agarrotados parecen agradecer el contacto con el agua caliente; pero, con todo y el bienestar de mi cuerpo, nada es capaz de eliminar la sensación de pesar que se ha instalado en mi pecho.

El miedo se ha asentado como un nudo implacable dentro de mí y la sensación de estar a punto de vomitar no me ha abandonado desde la charla que tuve con Mikhail. Después de todo, él tenía razón: hubiese preferido no saber absolutamente nada y vivir en la oscuridad el resto del tiempo que me queda.

Al llegar a mi habitación, me dejo caer en la cama y me acurruco debajo de las sábanas. Algo helado se ha instalado en mi pecho y el miedo se ha arraigado en mis venas. No sé por qué estoy tan asustada. Yo deseé desaparecer muchas veces antes. Deseé estar con mi familia. ¿Por qué tengo tanto miedo de morir ahora?...

Pego mis rodillas a mi pecho me abrazo a mí misma. Las lágrimas se agolpan en mis ojos una vez más, pero esta vez no trato de detenerlas. Pequeños sollozos lastimeros brotan de mis labios entreabiertos.

Estoy tan asustada. Tengo tanto miedo.

Alguien se detiene al pie de mi cama. Llegados a este punto, no me importa que me vean llorar. Si puedo ser honesta, no me importa nada ahora mismo.

Soy vagamente consciente de cómo el colchón cede con el peso de alguien. Trato de reprimir los pequeños quejidos que me asaltan, pero es casi imposible. Entonces, aparece en mi campo de visión.

Las sombras de la noche apenas me permiten distinguir la silueta de su cuerpo recostado a mi lado, pero sé que es él.

No dice nada. No se acerca. No trata de consolarme. Solo está aquí, recostado a mi lado, mientras me caigo a pedazos. Pese a eso, su presencia es reconfortante.

Una mano se eleva en la oscuridad y siento cómo la punta de sus dedos toca la humedad de mis lágrimas, pero se apartan tan rápido como llegan.

Uno de sus brazos se envuelve alrededor de mi cuerpo y tira de mí en su dirección. Su toque es cauteloso y calculado. Es como si le diera repulsión ponerme una mano encima. Como si no deseara tocarme en lo absoluto.

Lucho para liberarme de su agarre, pero este solo se hace más firme y fuerte. Golpeo y forcejeo una y otra vez, pero Mikhail no se mueve ni un centímetro. La frustración me envuelve y las lágrimas se intensifican y, entonces, dejo que el llanto se haga cargo. Dejo que mis dedos se cierren en puños en su camisa, y que susurre cosas en un idioma que no entiendo. Dejo que su barbilla descanse en la cima mi cabeza y que el alivio me invada en el momento en el que él pasea su mano de arriba abajo por mi espalda.

Dejo que el demonio me consuele, porque nada tiene sentido. Porque todo en lo que creía es una mentira. Porque todo para mí ha cambiado a partir de ahora.

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