Demon

Demon


Capítulo 2

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parAnoia

El bullicio de la gente estalla en mi audición en el instante en el que arranco los audífonos de mis orejas. El metal chirriante de las puertas de los casilleros siendo golpeados, hace que las conversaciones suenen amortiguadas y difusas.

Miro de reojo hacia todos lados, pero trato de no hacer contacto visual con nadie mientras me abro paso hacia las escaleras que dan al segundo piso del edificio.

Las risas y los chillidos eufóricos son ajenos a mí mientras me concentro en llegar a mi destino sin llamar la atención. No es como si yo fuera una persona que suele sobresalir. A decir verdad, soy bastante buena para perderme entre la gente. No suelo destacar en ningún ámbito: mis calificaciones no son malas, pero tampoco son perfectas; no destaco en los deportes o en las artes; tampoco soy una persona sociable o con facilidad de palabra. Soy una chica mediocre en todos los aspectos y me siento bien de esta manera.

Siempre he creído que sobresalir debe ser un horrible tormento. Las personas que destacan suelen ser observadas y juzgadas todo el tiempo. No sé si soportaría ser el centro de atención. No sé si soportaría escuchar todas esas cosas crueles que la gente suele decir a las espaldas de los demás. Simplemente no estoy hecha para eso.

Subo las escaleras a paso lento y cauteloso. Temo que en cualquier momento alguien pueda abordarme y preguntarme acerca de los motivos por los cuales no asistí a clases los últimos tres días.

Dahlia se encargó de llamar a la escuela para explicar los motivos por los cuales no me presenté, y tengo entendido que también pidió absoluta discreción respecto al tema de mi hospitalización. Una parte de mí agradece que lo haya hecho. Lo último que necesito es tener a cientos de alumnos curiosos especulando acerca de los motivos por los cuales intenté quitarme la vida… Si es que realmente traté de hacerlo.

Sin embargo, la otra parte, esa que se rehúsa a creer que traté de hacer algo tan horrible, se siente acorralada e indignada. Mi tía se ha encargado de hacer que todo el mundo a mi alrededor se entere del incidente. Incluso se ha encargado de pedirles a todos que tengan un ojo sobre mí solo porque me rehusé a pasar una temporada en un sanatorio mental, justo como recomendaron en el hospital; y eso, por mucho que no quiera aceptarlo, me irrita en demasía.

Sé que lo hace porque está preocupada, pero está volviéndome loca. A veces, deseo con todas mis fuerzas poder recordar qué fue lo que pasó esa noche, pero, por más que trato, no puedo hacerlo y eso no ha dejado de torturarme ni un solo instante.

Subo otro tramo de escaleras y me detengo a pocos metros de distancia de la pizarra de anuncios; justo donde se encuentra mi casillero. Introduzco la clave del seguro y golpeo la puerta un par de veces antes de que las bisagras den de sí. Acto seguido, tomo los libros que necesitaré a lo largo del día, y después me encamino hacia mi salón de clases.

Estoy a punto de entrar al aula, cuando una figura imponente es captada por el rabillo de mi ojo. Es apenas un vistazo rápido y fugaz, pero es suficiente para reconocer aquella mirada dura y penetrante.

Entonces, me congelo por completo.

Algo parece haberse accionado dentro de mi cabeza. Es un recuerdo vago de hace un par de días. Una memoria difusa y dispersa de la que he tratado de olvidarme.

Casi puedo dibujar aquel cuerpo estático afuera del restaurante de comida rápida al que fui con Ems. Casi puedo dibujar aquel gesto duro y fuerte en mi memoria y, es justo en ese preciso instante, que lo recuerdo...

«¡Es él! ¡Es el tipo del McDonald’s!».

Un escalofrío helado recorre mi espina dorsal y vuelvo a mirar en dirección al pasillo. Mi corazón se detiene durante una dolorosa fracción de segundo, antes de reanudar su marcha a una velocidad antinatural. Algo intenso y vicioso atenaza mis entrañas, y lo único que puedo hacer es mirar aquel punto en el pasillo.

No hay nadie ahí.

Mis manos se cierran en puños, pero ni siquiera eso es capaz de detener el temblor que me provoca la ansiedad que me invade.

Doy un paso tentativo en dirección al corredor, pero me detengo en seco. No estoy muy segura de qué demonios es lo que quiero hacer, pero tampoco puedo apartar la vista de ese punto.

—¿Quieres moverte? —Una voz irritada y molesta llega a mis oídos y me saca del trance en el que he entrado casi de inmediato.

Mi atención se vuelca en dirección a la chica de rasgos orientales que me mira como si quisiera arrancarme la cabeza con sus propias manos, pero me toma unos segundos reaccionar y darme cuenta de que obstruyo la entrada al salón de clases. Es hasta ese momento, que mascullo una disculpa antes de apartarme de su camino.

Tomo una inspiración profunda, en un intento desesperado por calmar el latir desbocado de mi corazón, pero el saco de piedras que se ha instalado en la boca de mi estómago no se va. Trato de repetirme una y otra vez que no debo entrar en pánico, pero la opresión dentro de mi pecho es cada vez más insoportable.

Mi mirada barre el corredor una vez más, pero no soy capaz de ver nada fuera de lo normal.

«¡Debes tranquilizarte, maldita sea!», me digo a mí misma, pero no puedo sacudirme del cuerpo la ridícula sensación de que alguien está observándome.

Mis párpados se cierran con fuerza y tomo una inspiración profunda antes de obligarme a entrar al aula. Debo dejar de darle vueltas al asunto. Solo fue una mala jugada de mi cabeza. Solo necesito dormir un poco más y dejar de abusar de las pastillas para dormir.

«Sí… Solo eso necesito».

El almuerzo llega sin contratiempos y, cuando llego a la mesa que suelo compartir con Emily, me limito a escucharla parlotear sin cesar acerca de cuán atractivo le parece el profesor de química. No tenemos muchas clases juntas, pero las pocas que paso a su lado son las mejores. Ems es la única persona que trae normalidad a mis días últimamente.

Agradezco muchísimo el hecho de que el psicólogo le haya dicho a mi tía que, estar en la misma escuela que ella luego de la muerte de mis padres, era lo mejor que podía hacer por mí. De no haber sido por eso, probablemente Dahlia me habría inscrito en un colegio cercano a la zona en la que ella trabaja.

—Como sea —dice, dando por zanjado el tema sobre los proyectos por equipos que tenemos pendientes—. El sábado habrá una fiesta en casa de Phil Evans.

Mi ceño se frunce ligeramente mientras trato de recordar quién es sin tener éxito alguno. Por más que lo intento, no logro ponerle una cara al nombre pronunciado.

—¿Phil Evans?

—¡Dios mío, Bess! ¡Phil «estoy-como-quiero» Evans! —suena indignada, pero sigo sin tener una idea de quién se trata—. ¡No puedo creer que no sepas quién es! ¿En qué mundo vives?, el tipo salió con Tasha Johnson y la botó por una chica universitaria.

Mi mente evoca una imagen de Tasha, una de las chicas más populares de toda la escuela, pero no soy capaz de recordar a ese chico en particular.

—¡Oh!, ya lo recuerdo —miento.

Mi amiga luce aliviada.

—Como sea, el punto es que conseguí que Bruce, el amigo del hermano de Phil, nos invitara. —Prosigue con su plática—. Así que prepárate porque este sábado tú y yo tenemos planes.

Mis cejas se alzan con incredulidad.

—Debes estar bromeando. No voy a ir a ninguna fiesta y lo sabes —respondo, tajante.

Emily se inclina hacia adelante para señalarme con su dedo índice.

—Oh, no, cariño. Vas a acompañarme a esa fiesta así tenga que arrastrar tu culo por toda la ciudad. No voy a permitir que te quedes en casa otro fin de semana.

—Suenas como Dahlia —mascullo, enfurruñada.

—¡Tu tía Dahlia es una mujer sensata! —chilla—. ¡Bess, por el amor de Dios!, tienes diecisiete años y actúas como si fueses una mujer de treinta. Deberías estar yendo a fiestas, escabulléndote para encontrarte con un chico y besuquearte con él en la parte trasera de su coche; embriagándote sin motivo alguno y fumando hierba solo para descubrir que la odias —su expresión pasa de molesta a preocupada—. En poco menos de dos meses empezarán las vacaciones de verano y, cuando menos lo esperemos, estaremos de vuelta aquí, como estudiantes de último curso. Solo nos quedará un año para hacer todas esas cosas divertidas que nunca hemos hecho; después de eso, yo entraré a la universidad comunitaria y tú irás a esa universidad para cerebritos a la que deseas aplicar, ¿cómo se llama?

—Stanford —medio sonrío—. Y no es para cerebritos.

Ella hace un gesto desdeñoso con su mano, para restarle importancia.

—¡Lo que sea! —dice—. El punto es que merezco esto. Merezco que seas mi compañera de aventuras, Bess. No quiero a nadie más conmigo para hacer esto —su voz se suaviza y mi corazón se estruja.

¡Maldita sea! ¡La odio! Sabe perfectamente cómo manipularme.

—Te odio —mascullo—. Más te vale no perderte con un chico y dejarme ahí como idiota.

Emily se arroja sobre la mesa para envolver sus brazos alrededor de mi cuello y chillar cosas que no logro entender. Siento la atención de todos en la cafetería puesta en nosotras, pero no puedo evitar reír un poco ante su euforia.

El resto de las clases pasan como una tortura lenta y dolorosa. La temporada de exámenes y proyectos de fin de año se acerca, y todos los profesores han comenzado a atiborrarnos de proyectos pesados y tediosos para entregar durante las últimas semanas de ciclo escolar.

No veo a Ems al salir de la escuela, pero sé que tiene entrenamiento con el equipo de baloncesto, así que sé que debo tomar el autobús a casa.

Una vez ahí, me encuentro con la sorpresa de que Dahlia ha dejado la oficina solo para llevarme a mi primera cita con el psicólogo. No me atrevo a decir nada mientras conduce por las familiares calles. A decir verdad, ni siquiera sé por qué nos subimos al auto. El consultorio médico está atravesando uno de los parques cercanos al edificio donde vivimos. En realidad, más que un parque, parece una pequeña reserva ecológica. La gente lleva ahí a pasear a sus mascotas y, por las mañanas, está repleto de corredores y personas que desean llevar un estilo de vida más sano.

Cuando llegamos al consultorio, Dahlia anuncia que debe volver a su oficina, así que me hace prometer que le mandaré un mensaje de texto en el instante en el que llegue al apartamento cuando regrese de la sesión.

Es hasta ese momento, que me encamino hacia el interior del complejo oficinal donde tendré mi terapia.

Subo un montón de escaleras antes de llegar a la pequeña recepción improvisada justo al llegar al cuarto piso. Una vez ahí, me detengo y me tomo mi tiempo para inspeccionar el lugar.

El mobiliario en la estancia es casi nulo. Solo hay un par de sillones recubiertos con cuero de color negro, un par de vitrinas repletas de libros de aspecto antiguo y un enorme escritorio que mira en dirección a las escaleras. Las paredes blancas han sido decoradas con cuadros abstractos y coloridos, mientras que un par de macetas con plantas de sombra traen vida a la austera habitación.

Además de eso, lo único que puedo ver desde mi perspectiva, son un par de puertas de madera que —asumo— llevan a los consultorios de los psicólogos que trabajan aquí.

Hay una mujer detrás del escritorio y está concentrada en la pantalla de la vieja computadora sobre el mueble de madera, pero, en el instante en el que se percata de mi presencia, me regala una sonrisa amable.

—Bess Marshall, ¿cierto? —dice, tras mirar la agenda que descansa sobre el escritorio. Yo me las arreglo para devolverle la sonrisa y asentir—. El doctor Thompson está esperándote dentro. —Hace un gesto de cabeza en dirección a una de las puertas de la estancia—. Pasa.

El consultorio es completamente diferente a lo que imaginé que sería. No hay sillón negro para recostarme a hablar sobre tus problemas, ni libreros de pared a pared repletos de ejemplares de psicología y psiquiatría. La habitación parece más bien una sala de estar. Incluso, hay un televisor al fondo del cuarto.

Me detengo unos segundos contemplando el ejemplar de Bajo la misma estrella que descansa sobre el escritorio y, solo entonces, me atrevo a ponerle un poco de atención al hombre que se encuentra detrás de él.

Mi psicólogo es un tipo al que puedo calcularle cuarenta y pocos años. Su cabello entrecano y sus facciones duras hacen que el rostro amable del hombre que me trajo al mundo se dibuje en mi memoria constantemente. Hacen que la imagen de mi papá me inunde y eso solo consigue que viejos recuerdos salgan a la superficie.

De pronto, me encuentro atrapada en las vagas memorias que tengo acerca de él —él sonriendo, él hablando, él mirando a mi mamá como si fuese la mujer más hermosa en la tierra…— y mi corazón se atenaza. Mi pecho se tensa y duele con el centenar de emociones encontradas que me embargan.

En ese momento, el aliento se me atasca en la garganta y, sin más, se siente como si el aire en la habitación no fuese suficiente. Como si no existiese oxígeno en el mundo capaz de llenarme los pulmones.

Odio recordar. Odio vivir de los recuerdos, y al mismo tiempo, me aterroriza olvidar. Temo despertar un día y no poder dibujar la mirada sabia de mi mamá, o la sonrisa juguetona de Freya. Me enferma pensar que un día no voy a ser capaz de dibujar en mi memoria las facciones de Jodie, ni la barba incipiente de papá los domingos por la mañana.

Odio estar aquí sin ellos. Odio querer retroceder en el tiempo. Odio no poder decir «lo siento» por todas esas cosas que hirientes que hice o dije alguna vez. Odio estar aquí sentada y tener que mantener mis piezas juntas; porque yo estoy aquí, y ellos se fueron, y debo afrontarlo a como dé lugar. Debo aceptarlo, aunque no quiera hacerlo.

Una extraña punzada de dolor invade mi pecho, pero me obligo a mantener mi expresión en blanco mientras avanzo hasta el mullido sillón frente al escritorio.

—¿Cómo estás, Bess? —el hombre habla, tras unos minutos en total silencio.

Odio esa pregunta. A la gente le importa una mierda si te encuentras bien o no, pero preguntan de cualquier modo. El significado de esas palabras se pierde en una conversación cotidiana en la que la única respuesta esperada siempre es un simple «bien». Sin embargo, en terapia psicológica, decir que estás bien, es signo de que todo va muy mal.

—He tenido días mejores —digo, después de otros instantes de glorioso silencio. Mi voz sale en un susurro débil, pero eso no impide que una sonrisa forzada se dibuje en mis labios.

La cabeza del doctor Thompson se inclina hacia la izquierda con curiosidad, pero su expresión sigue siendo inescrutable.

—¿Qué tal la escuela? —dice, pero sé que quiere preguntar el motivo de mi respuesta anterior.

—La preparatoria apesta —trato de mantener una expresión casual, pero no estoy segura de lograr lucir despreocupada.

—¿Y las pesadillas?

Me saca de balance el hecho de que me trata como si nos conociéramos de toda la vida. Como si nos hubiésemos visto con anterioridad y tuviera el derecho de preguntarme sobre cosas tan personales como esas.

—No he tenido ninguna. He dormido como un jodido bebé toda la semana —sonrío, pero no quiero hacerlo en realidad.

—¿Cómo va la recuperación de las heridas?

Todo mi cuerpo se tensa en el momento en el que escucho esa pregunta.

—El martes me quitarán los puntos, pero ya tengo costras y han empezado a darme mucha comezón —trato de hablar con la mayor naturalidad posible, pero apenas lo consigo.

Una sonrisa suave se dibuja en sus labios.

—Imagino que Dahlia sigue alterada por lo sucedido —dice, en tono casual. Odio que crea que no me doy cuenta de la forma sutil en la que pretende sacarme información.

—Lo está —le doy la razón, pero no hago nada por ahondar en el tema. No voy a darle lo que quiere.

—¿Y tú? ¿Estás más tranquila ahora? ¿Has podido recordar algo?

Mis puños se cierran y mi mandíbula se aprieta. Mis entrañas se revuelven en ese instante, pero trato de mantener mi expresión serena.

Es en ese momento, que el coraje me invade entera. No esperaba que estuviese al tanto de mi laguna mental, pero no me sorprende que mi tía se lo haya mencionado. No quiero estar molesta con ella, pero lo estoy. Estoy más allá de lo enojada porque me ha obligado a venir a terapia y le ha hablado sobre mi vida a un completo desconocido.

—No. —Apenas puedo arrancar las palabras de mi boca—. No recuerdo nada.

Asiente y nadie dice nada por un largo rato.

—¿Pensaste en el suicidio alguna vez? —estoy casi segura de que han pasado alrededor de tres minutos, antes de que se atreva a hablar una vez más.

Mi corazón se acelera un poco y un escalofrío me recorre la espina dorsal. De pronto, se siente como si una roca hubiese sido arrojada dentro de mi estómago. Como si toda la sangre de mi cuerpo se hubiese agolpado en mis pies; y no es hasta ese momento, que me doy cuenta de cómo es que mi mente ha comenzado a llenarse poco a poco con pensamientos oscuros.

No esperaba que llegara ahí tan rápido.

He pensado en la muerte más veces de las que me gustaría admitir. He imaginado una y mil veces lo fácil que sería, simplemente, dejar de existir; pero nunca he cruzado esa línea. Nunca he permitido que mis demonios ganen esa clase de batallas.

He tratado una y otra vez de recordar qué sucedió esa noche, pero el hueco en mi memoria sigue ahí. No he podido dejar de pensar en otra cosa que no sea en eso; pero, si de algo estoy segura, es de que no traté de suicidarme. No pude haber hecho algo así. Soy demasiado cobarde para eso.

—No traté de suicidarme —mi voz sale en un susurro tembloroso y enojado.

El médico me mira durante un largo momento.

—No pregunté eso —dice.

—Pero sé a dónde quiere llegar con esa pregunta, y la respuesta es: no. No traté de suicidarme —digo, a la defensiva.

—¿Cómo estás tan segura? Dices que no recuerdas nada, Bess.

Quiero gritar, pero el nudo en mi garganta apenas me permite respirar. Apenas me permite hacer nada que no sea mirarle fijamente, al tiempo que cierro las manos en puños y me clavo las uñas en las palmas. El dolor es bien recibido y eso me hace sentir un poco más tranquila. Un poco más… enferma.

Mi vista se posa fugazmente en el reloj de pared detrás del sillón donde el doctor Thompson se encuentra ubicado, y la frustración se apodera de mi cuerpo cuando me percato de que la hora de nuestra sesión apenas ha empezado y yo ya quiero marcharme.

Él se limita a mirarme. Sé que espera una respuesta, pero no puedo dársela. No puedo hacerlo porque ni siquiera yo misma sé qué demonios ocurrió esa noche.

«¡Al demonio!».

Sin decir una palabra, me pongo de pie y me encamino hasta la puerta.

El alivio invade mi cuerpo con cada paso apresurado que doy, pero este no dura mucho, ya que una voz ronca y familiar me llena los oídos y me hace detenerme en seco:

—No estoy tratando de forzarte a admitir algo de lo que ni siquiera tú estás segura, Bess. Solo quiero ayudarte, pero no puedo hacer nada por ti si no me dejas. Has pasado por demasiadas cosas. Hay un punto de quiebre y, eventualmente, llegarás al tuyo. Si no empiezas a sanar cosas desde ahora, el quiebre va a afectarte más de lo que esperas.

Mis ojos se cierran y el nudo en mi garganta se aprieta.

—¿Puedo irme ya? —me limito a decir, tras un silencio largo y tirante. Ni siquiera me atrevo a volverme para mirarlo; así que, cuando no responde, abro la puerta del consultorio médico y salgo lo más rápido que puedo.

La mujer de la recepción dice algo, pero ni siquiera me molesto en detenerme para averiguar qué es lo que desea. Me apresuro hasta las escaleras y casi tropiezo con mis propios pies cuando camino lo más rápido que puedo hasta llegar al primer piso.

Abro la puerta de metal que me separa de la calle con un empujón brusco, y el aire frío es bien recibido por mis nervios alterados.

El temblor de mis manos es incontrolable y mi corazón late tan fuerte, que temo que va a escaparse de mi cuerpo. Estoy cansada de sentirme como lo hago. Estoy cansada de tratar de luchar contra la sensación de opresión en mi pecho, y el hundimiento que me ha acompañado durante tanto tiempo. No puedo con esto. No soy así de fuerte.

No sé cuánto tiempo pasa antes de que me atreva a echar a andar por la calle vacía, pero no me toma mucho tiempo llegar al parque que debo atravesar para ir a casa.

No me molesta en lo absoluto tener esa enorme arbolada para recorrer. Disfruto demasiado del pedazo de cielo que hay en medio de esta jungla urbana. Me gusta pensar que, cuando los seres humanos nos vayamos, las edificaciones serán recubiertas por la fuerza y voluntad de la madre naturaleza. Que habrá árboles entre las grietas de pavimento y aves haciendo sus nidos en los alféizares de las ventanas de los edificios, sin miedo alguno de los peligros impuestos por los seres humanos.

No me jacto de ser una amante de la naturaleza; pero disfruto de los espacios al aire libre y el sonido de las hojas de los árboles al ser agitadas por el viento. A veces, entre el ir y venir de los días apresurados y estresantes, olvidamos lo agradable que es detenerse a tomar un respiro.

Desde el accidente, entendí que la vida inicia y termina en un abrir y cerrar de ojos. Entendí que nada es para siempre y que no hay forma alguna de detener el paso del tiempo. Los días pasan y nosotros con ellos. El destino de cada uno de nosotros está escrito, y tarde o temprano vamos a desaparecer sin dejar otra cosa más que recuerdos en la memoria de otra persona. ¿Para qué vivir preocupados entonces? ¿Para qué llenarnos de tareas absurdas y banales? ¿Para qué abrumarnos con lo que el mundo piensa sobre nosotros?...

La música resuena en mis oídos mientras avanzo por el camino pavimentado que cruza el parque. Una vieja canción de Guns N’ Roses hace que todos los pensamientos tortuosos se desvanezcan entre acordes melódicos y solos de guitarra.

Hundo mis manos en los bolsillos de la vieja sudadera que llevo puesta, y subo el volumen de la música a tope.

De pronto, la melodía se detiene de golpe. Mi ceño se frunce y saco mi teléfono para detectar el problema. Presiono el botón lateral para que la pantalla se ilumine, pero nada sucede. Presiono, entonces, el botón de encendido y espero a que el aparato reaccione, pero, cuando lo hace, lo único que soy capaz de mirar, son píxeles iluminados en todos lados.

—¿Qué demonios?... —Trato de apagarlo de nuevo, pero el aparato parece haber adquirido voluntad propia.

Estoy a punto de retirar la tapa para quitarle la batería, cuando un escalofrío recorre mi cuerpo entero.

La enfermiza sensación de estar siendo observada me invade y mi corazón se acelera un poco. Mis ojos se aprietan con fuerza e inhalo profundo.

Me repito una y otra vez que debo dejar la paranoia. Nadie está siguiéndome. No hay motivo alguno para que eso suceda.

«No mires atrás, no seas paranoica. No mires atrás, no seas paranoica. No mires… ¡Oh, maldita sea!».

Entonces, miro hacia todos lados con lentitud.

Soy plenamente consciente de los pequeños sonidos a mi alrededor y mi carne se pone de gallina mientras echo una ojeada solo para comprobar que nadie viene detrás de mí.

Soy capaz de sentir el latir de mi pulso detrás de mis orejas. El miedo irracional está apoderándose de mi sistema con tanta rapidez que apenas puedo contenerlo. Me siento como una completa estúpida, pero no puedo apartar de mí el pánico que me invade.

Estoy a punto de echarme a correr. No puedo dejar de mirar a todos lados. No puedo dejar de sentir que alguien me vigila de cerca. Quiero gritar de frustración por lo ridícula que estoy siendo, pero no hago otra cosa más que ponerme en marcha de nuevo.

Quito los auriculares de mis oídos y los guardo en el bolsillo trasero de mis vaqueros antes de echar otra ojeada alrededor.

«¡Nadie está siguiéndote, Bess!, debes tranquilizarte. ¡Ahora!», grita una voz dentro de mi cabeza, y me obligo a aminorar la velocidad de mis pasos para acompasar mi respiración.

La alarma se enciende en mi sistema y, como si algo se hubiese apoderado de mi cuerpo, me giro con brusquedad.

Acabo de ver algo.

Acabo de ver a alguien.

«Oh, Dios mío».

Una sombra pasa a una velocidad inhumana justo a mi izquierda y me vuelco con tanta rapidez, que tengo que dar un paso hacia atrás para evitar caer.

Mis ojos recorren el espacio entre los árboles, en busca de alguna figura que me haga darme cuenta de que no estoy perdiendo la cabeza, pero todo ha sido tan rápido, que dudo que lo haya visto realmente.

Estoy tan paranoica en estos momentos, que dudo hasta de mis propios sentidos.

«No pasa nada. No pasa nada. No pasa nada…», trato de tranquilizarme, pero es imposible hacerlo.

Otra sombra pasa cerca de mí y me vuelvo sobre mis talones frenéticamente.

Tengo miedo. Miedo de encontrarme con el mismo chico del otro día. De toparme con algo peor. Me aterroriza, incluso, pensar en la posibilidad de no hallar nada y darme cuenta de que he perdido la cordura.

Mis manos se aprietan en puños y trato, desesperadamente, de mantener mis nervios a raya, pero es imposible. Mi cabeza no deja de gritar que debo echarme a correr, a pesar de que no tengo la certeza de que algo esté ocurriendo en este lugar. Aunque no tengo la certeza de si estoy enloqueciendo.

«¡Corre!», me grita el subconsciente y, sin más, lo hago.

Mi respiración es cada vez más dificultosa y mis pulmones duelen con cada calada de aire helado que entra en ellos, pero no me detengo. No dejo de moverme porque la ansiedad es tan grande ahora, que me eriza los vellos de la nuca y envía al borde del colapso.

No sé cuánto tiempo ha pasado, pero, cuando me doy cuenta, he salido de la reserva y estoy a pocas calles del apartamento. No obstante, no dejo de correr. No, hasta que visualizo el edificio donde vivo.

Antes de encaminarme hasta ahí, mi mirada recorre la calle y suspiro con alivio al no ver nada extraño. Me giro sobre mis talones y avanzo hasta el enrejado de metal de la recepción del complejo. En ese momento, y aún con el corazón latiéndome a toda velocidad, rebusco las llaves en mis bolsillos hasta que doy con ellas.

Acto seguido, abro la reja.

Estoy a punto de entrar. Estoy a punto de poner un pie dentro del edificio, cuando un escalofrío me invade. Cuando mi cuero cabelludo pica y la sensación enfermiza de estar siendo observada me asalta una vez más.

«Ya no más. Por favor, ya no más».

Tomo una inspiración profunda, y me repito una y otra vez que no tengo absolutamente nada de qué preocuparme; que debo entrar y olvidarme de lo que pasó, pero no puedo hacerlo. Mi parte paranoica ha ganado una vez más y, con lentitud, me giro sobre mi eje solo para echar otro vistazo rápido.

Un grito se construye en mi garganta en el instante en el que lo veo.

Él —el chico que creí haber visto afuera del McDonald’s y en el corredor de la escuela esta mañana— está parado del otro lado de la calle. Justo frente a mí.

Hay alrededor de cuatro metros de distancia entre nosotros y aun así, soy capaz de sentir su penetrante mirada fija en mí.

Una media sonrisa torcida se desliza por sus labios y un hoyuelo se dibuja en una de sus mejillas; no obstante, no es una sonrisa amable. Luce más como una amedrentadora.

Mi corazón late a una velocidad impresionante, pero me obligo a tragarme el pánico que me invade y las ganas que tengo de ponerme a gritar.

«No es real, no es real, no es real», me digo a mí misma una y otra vez, mientras corro hacia el interior del edificio… pero no estoy segura de que realmente no lo sea.

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